Por Yuri Vasquez

No quiero saber más de ti –dijo Elmer con manos crispadas, abandonando la sala, dejándola con la palabra en la boca–. Esto se acabó, ¿me oíste?; ¡se acabó!

Golpeó la puerta tras de sí. Cruzó un parque desolado y salió a una avenida congestionada en la que los vehículos particulares y unidades de transporte público fluían en ambas direcciones. Sus ojos buscaron con desesperación de izquierda a derecha un taxi, pero, cada vez que a la distancia veía que uno se acercaba, estiraba las manos con sumo apuro e impaciencia, y éste discurría ocupado. Su auto se encontraba en reparación y recién se lo entregarían al día siguiente. Definitivamente, pensó, estoy de mala racha.

Había terminado con Edith y, ahora que sentía una prisa ciega por dirigirse al centro de Lima, no aparecía un solo taxi libre; en cambio, en el paradero donde aguardaba, se detenían con frecuencia los autobuses repletos de pasajeros. En realidad, el resto de la mañana no tenía nada qué hacer, pero sentía una necesidad urgente por hacer algo. Era cuestión de los nervios, de la riña que acababa de sostener con Edith. Se le pasó por la mente abordar uno de estos autobuses. Algo más de dos años que no viajaba en un vehículo público. Su condición de funcionario del Ministerio de Industria lo había apartado de ciertas contingencias y necesidades del pasado. Por fin un taxi se detuvo a su llamado.

Una vez en el asiento posterior, pegado a la ventanilla, su mente se sumergió de pronto en algunas ideas. Recordó su época de estudiante, lo difícil que le resultó terminar la carrera. “Por aquello años, pensó mientras miraba los autobuses repletos que avanzaban por la ancha avenida, “viajaba en porquerías como esas”. Sintió una especie de angustia: podían volver los malos tiempos. Ciertamente su ingreso a la política le había favorecido. Pero ahora el Partido, después de un triunfo espectacular de dos años atrás, se deshacía en pedazos. Las Reformas adoptadas resultaban inútiles; la inflación se desataba a cifras imprevisibles. La gente no recordaba los primeros años de consumo, y ahora solo sabía protestar.

El Partido se deshacía en mil pedazo y Elmer Fernández sentía que podía correr la misma suerte. Pero quizás todavía tenía una oportunidad. Lo estuvo pensando los últimos días. En realidad él no se consideraba un político, es decir un político en el estricto sentido de la palabra. Lo que él se consideraba ante todo y por encima de todo era una profesional, un especialista, un técnico. Sabía por propio juicio que él era uno de los buenos y que en cualquier lugar, en cualquier sitio, valdría.

En los últimos meses las encuestas de opinión arrojaban mayor número de electores que simpatizaban con la Oposición. Pero guardaba algo así como un consuelo y esperanza. La nueva Oposición política declaraba a la prensa que una vez en el gobierno convocaría. para salvar al país, a los mejores y más capaces. Por eso, a pesar de sentir todavía el sabor amargo de la riña definitiva con Edith, se sintió mejor y se tuvo más confianza. El taxi se detuvo y Elmer comprobó por la ventanilla que había llegado al centro de Lima.

Se puso a caminar por la avenida Colmena. A cada paso que daba le salían al encuentro escaparates con múltiples negocios. Primero los miró de soslayo, luego, recordando que necesitaba corbata nueva, se decidió a observarlos con mayor atención. Se detuvo ante una vitrina que exhibía una maniquí vestido con una camisa Manhattan y una corbata azul a rayas. Se pegó a la vitrina y de pronto se detuvo de golpe. En el cristal su rostro aparecía reflejado con una pequeña macha en la mejilla inferior derecha.

Otra vez se puso en marcha. Estaba intrigado; necesitaba verse el rostro de un modo más claro que las imágenes yuxtapuestas del cristal que reflejaban a la vez: el maniquí, los transeúntes que discurrían, y el brillo del sol de mediodía. Pensó en otro escaparate, pero consideró que sucedería los mismo. Decidió acercarse a una fila de autos aparcados y se inclinó al espejo retrovisor de uno de ellos. La pequeña mancha que había creído ver, era en realidad la huella de unos labios dibujados con intenso carmesí.

Sonrió. Sin duda era el beso de recibimiento que Edith le había dado antes de la riña definitiva. Dejó a un lado el maletín James Bond y con las manos libres se puso a hurgar en los bolsillos un pañuelo. Lo encontró y se los pasó suavemente por la mejilla. Se miró con optimismo en el espejo retrovisor; sin embargo, la huella carmesí seguía pintada sobra su mejilla. Se aplicó el pañuelo con fuerza una y otra vez, pero el dibujo de los labios seguí allí ardiendo semejante a una llama vida.

Mientras se echó a andar pensó que quizás ahora el rouge lo hacían de mejor calidad y que necesitaría agua para borrarlo. Probablemente muchas personas estarían mirándolo con esa figura ridícula en su cara y no quería convertirse en un hazmerreír ambulante. Cruzó a la avenida Tacna y a la mitad de la calle descubrió en frente un snack al paso. Pidió una Coca-Cola y una vez que terminó con la bebida se dirigió al baño. Ya adentro y sintiendo la pestilencia de los retretes, humedeció el pañuelo en el caño. No disponiendo de un espejo al alcance, se aplicó a tientas el trapo húmedo en la mejilla del dibujo de labios. Terminada la operación escurrió el pañuelo, pero no vio manchas de tinta roja ni en el pañuelo ni en el agua. Se disgustó y salió rápidamente del baño.

De nuevo en la calle, consideró que el agua no era suficiente y que tendría que necesitar la espuma de un jaboncillo. Inquirió a ambos lados y pudo distinguir una farmacia en la esquina. Se enrumbó hacia ella. El asunto del carmesí en realidad no le preocupaba, solo lo impacientaba. Todo lo había tomado como un juego caprichoso; pero ahora que ya era algo más de mediodía y que empezaba a sentir cansancio y hambre quería retirarse a su casa. Por eso, decidido a poner término al juego, entró resueltamente a la farmacia y pidió un jaboncillo. Le dieron un Camay y salió otra vez a la calle.

Ingresó a un restaurante y tras bebes otra Coca-Cola se encaminó al baño. Adentro, encima del lavabo, había un espejo cuadrado. Abrió el caño, hizo espuma con el jaboncillo y se lavó la cara. Se secó con otro pañuelo que llevaba consigo y mientras lo hizo, sintió un ligero y un oscuro temor. Pero al instante esbozó una diminuta sonrisa. Guardó el pañuelo, abrió los ojos de un modo resuelto y se puso al espejo. Su mirada quedó entonces clavada severamente en la parte inferior derecha de la mejilla. La huella carmesí seguía inmutable. Pensó de golpe, lleno de rabia, que Edith tenía la culpa, que esto era una broma pesada de parte de ella.

Salió del baño a grandes trancos y antes de trasponer la puerta del pequeño restaurante se detuvo de golpe. No podía volver a su casa así como estaba, con esa miserable mancha rouge en la mejilla. Sin duda, Mirtha, su esposa, le metería un lío de los demonios. Pero tenía hambre y ya no quería andar más. Decidió quedarse a almorzar en el pequeño y ordinario restaurante donde se encontraba.

Le sirvieron el almuerzo y mientras probaba los alimentos se puso a pensar en la circunstancia en que se hallaba. Era ya cerca de la una y su esposa debía estará esperándolo con el almuerzo listo. Mirtha era una mujer que se impacientaba fácilmente con las demoras. La conocía bien; estaría con el ceño fruncido, yendo y viniendo alrededor de la sala. Acostumbraba llamarla cuando se retrasaba en llegar a casa. A veces lo retenían las reuniones sociales en el Ministerio o los encuentros con Edith; sin embargo, en el último caso siempre justificaba sus demoras con el recargado trabajo de funcionario público.

Mirtha lo tenía como un hombre laborioso y dedicado por completo a sus quehaceres profesionales, pero no podía permanecer tranquila si no sabía oportunamente dónde se encontraba y qué razones expresas lo habían retenido. Una vez que terminó el almuerzo, se acercó al mostrador –percatándose en la mirada oscilante del dueño del local sobre su mejilla– y solicitó el uso del teléfono. Marcó el número y aguardó el convencional tono interrogador.

–¿Aló? –se oyó al otro lado de la línea–. Si, ¿diga?

–Mirtha, debes encontrarte preocupada –dijo Elmer con voz rápida, casi temblorosa–. Hoy no podrá almorzar en casa; tenemos en el Ministerio una reunión urgente de funcionarios.

–Está bien, me has quitado un peso de encima; pensé que te había sucedido algo –dijo Mirtha, con cierto tono imperioso–. Trata de volver cuanto antes, te espero a la hora de la cena.

Salió del restaurante y no supo dónde dirigirse. A esas horas las calles se encontraban despejadas, y lo único que se le ocurrió fue tomar un taxi y dirigirse a la plaza San Martín. En unos diez minutos más sentó en una desvencijada banca verde, a la sombra del caballo del Libertador. Se sentía ridículo.  Durante el trayecto se percató que muchos le miraban la mejilla. Vio sonreírse de él, en la avenida, a una señora obesa y también a un niño de unos siete años.

En la plaza los actores del teatro callejero que descansaban en las bancas y los muchachos lustrabotas no dejaron de murmurar o reírse a sus espaldas. Elmer era perfectamente consciente de las posturas asombrosas y risibles que su figura suscitaba a cada momento y por eso se sentía cada vez más molesto con Edith. Ella le estaba gastando una broma muy pesada. Probablemente ahora estaría riéndose divertidamente de él. Encendió un cigarrillo y se puso a fumar.

De pronto la plaza San Martín y sus alrededores empezaron a llenarse de gente y ruidos. La tarde empujaba sus colores tenues sobre el cielo de Lima. Pero quizás no era una broma, quizás se estaba engañando a sí mismo. Había conocido a Edith unos dos años atrás, justo cuando el Partido lo nombró funcionario público del Ministerio de Industria. Era una mujer simpática, de casi treinta años y que siempre temió quedarse soltera. La conoció en alguna inauguración de oficinas de comercio marítimo en el Callao, y desde el primer día de su relación le prometió divorciarse de su esposa. Pero él, en realidad, no tenía intención de separarse de Mirtha; no era que la quisiera demasiado, sino que ella le había ayudado en su vida, y ahora mismo, dependía de su familia. Su suegro, el padre de Mirtha, era un viejo dirigente del Partido, de los primeros años de cárceles y destierros, y había influenciado mucho para que lo nombrasen funcionario público.

De manera que en los últimos años había estado jugando con Edith y esa mañana había sostenido una riña en torno al divorcio prometido. Ella, desde un par de meses atrás, viendo que el orden de las cosas se mantenía en lo mismo, pareció sospechar de las verdaderas intenciones de Elmer; entonces le dio un plazo para definir la situación. Por su parte, él estuvo dándole evasivas en los últimos días, hasta que cansado de las exigencias le confesó la verdad. Pero, pese a la cruda revelación que Elmer le hizo, ella no reaccionó con escenas lacrimógenas, violentas y desesperadas; aparentemente, Edith recibió la ruptura con suma resignación, con extraordinario temple; y eso, aunque en esos momentos no supo advertirlo, ahora resultaba demasiado raro.

Por otra parte recordó –mientras las horas de la tarde avanzaban y él seguía sentado en la misma banca de la plaza San Martín mirando sin ver la función del teatro callejero– que Edith, después de la terrible confesión, le pidió colmada de mansedumbre el beso de despedida. Elmer accedió dándole un beso suave en la boca; y ella en una especie de incontrolable emoción lo besó por todo el rostro.

Sí, pensó fumando el último cigarrillo de la cajetilla, no podía engañarse; la marcha de rouge en su mejilla no era una broma sino una miserable venganza. Edith habría descubierto por sus propios medios que él dependía demasiado de la esposa y que el divorcio prometido suponía una vil mentira; así habría planeado marcarlo con el rouge indeleble con el objeto de que Mirtha descubriera que tenía una amante. “¡Maldita puta!”, repitió Elmer entre dientes, poniéndose de pie. “¡Maldita puta!”.

Un crepúsculo gris y helado empezó a cubrir Lima. Elmer Fernández dejó atrás la plaza San Martín y la función bulliciosa del teatro callejero. Tomó la decisión de marchar a la casa de Edith para obligarla a borrar el rouge de su mejilla.  La treta no había resultado, no tenía sentido que el carmesí siguiera en su rostro. Lo había descubierto antes que Mirtha lo viera. Sonrió levemente. Pensó que las mujeres sabían muchas mañas y que seguramente Edith lo disolvería con alguna crema de piel.

Abordó un taxi. En algo más de un cuarto de hora estuvo en San Isidro, en la casa de Edith. Vivía sola y sabía que llegaba de su trabajo de secretaria ejecutiva después de las cinco. Tocó el timbre; no esperó casi nada y la puerta se abrió. Edith lo miró desconcertada, invadida por la sorpresa.

–¿Con que queriendo fregarme, eh? –dijo Elmer exasperado, sin saludarla, abriéndose paso entre ella y la puerta –. ¡Pero yo soy más listo que tú, porque he descubierto tu trampa!

Edith cerró la puerta, y caminó detrás de él.

–¿Qué dices? –dijo ella algo aturdida y sorprendida–. ¿De qué hablas?

–No te hagas la tonta –dijo Elmer llegando a la pequeña salita y sentándose pesadamente sobre un sillón–. ¿No te has dado cuenta?, no te has dado resultado; lo he descubierto antes que mi mujer lo vea.

Edith se detuvo frente a él; iba a repetirle de qué hablaba, peros sus ojos se fijaron en la mejilla.

–¿Te refieres a eso? –dijo en tono impersonal.

–Sí, a eso –dijo Elmer, endureciendo aún más su expresión–. He tratado de borrármelo pero es como si estuviera pegado con goma. Eres una intrigante; y así como me lo has puesto tendrás que quitármelo. Anda, hazlo de una vez o…

–Qué, ¿crees que yo? –dijo, señalándose a sí misma y esbozando una sonrisa –. Oh, por favor, querido…

–No te rías, Edith, no te rías –dijo Elmer, incorporándose violentamente del sillón, acercándose hasta ella y tomándola de los hombros–, o soy capaz de cualquier cosa.

Edith se mordió los labios.

–Está bien, no me reiré –dijo–, pero tendrás que creerme; no soy responsable de eso…

Edith lo miró fijamente.

–Un momento, un momento –dijo ella con el rostro súbitamente iluminado–. Te voy a demostrar que no soy responsable del rouge. Anda, acércate al espejo y dime si esos labios son míos.

Elmer se aproximó a un pequeño espejo ubicado en una esquina de la salita.

–Compara, observa bien –dijo Edith con voz triunfal–. Dime si son mis labios.

Elmer quedó perplejo. Sus ojos oscilaban entre el espejo, su mejilla reflejada y la boca de Edith. Examinó detenidamente la forma, el grosor, las dimensiones. No, definitivamente, no. El dibujo del rouge pintado en su mejilla no correspondía a los labios de Edith. Los de ella eran lineales, delgados y pequeños; en cambio los labios de la mejilla eran en forma de corazón, carnosos y grandes. Se retiró del espejo; estaba convencido, estaba abatido.

Abandonó la casa de Edith y se puso a caminar sin rumbo fijo por las calles de San Isidro. Pensó en no volver a su casa ni aparecer más por el ministerio. Consultó su reloj y comprobó que eran más de las siete. La idea de que Mirtha debía hallarse sentada a la mesa esperándolo para cenar, lo abrumó bajo un peso insoportable. Al mediodía, por el teléfono del restaurante, Elmer no había advertido de contratiempos, y es más, asintió en llegar a la hora de la cena. Por eso Mirtha estaría esperándolo preocupada e impaciente, y sobre todo, con un montón de ideas en su cabeza. Las mujeres, ante las súbitas e injustificadas ausencias de los esposos, son susceptibles a los celos.

Ahora bien, si aparecía ante ella, así como estaba, todo terminaría para él. Mirtha lo arrojaría de la casa y no le importaría en absoluto que su pequeño hijo Beto estuviera de por medio. El rouge pintado en su mejilla sería para ella la prueba irrefutable y suficiente de que tenía una amante. Lo abofetearía y lo maldeciría y juraría que su padre lo echaría al mismo día siguiente del Ministerio. Comprendió que estaba en nunca callejón sin salida.

Se sintió cansado y se sentó en la banca de un parque. Buscó en sus bolsillos la cajetilla de cigarrillos y encendió uno. El rouge de labios le había arruinado el día y la vida. Ahora estaba seguro que Edith no tenía nada que ver en el asunto. ¿Pero cómo diablos había aparecido en su mejilla? ¿Por qué carajos no podía borrarse? No encontraba la forma de responder a sus propias preguntas. Pero de pronto se le ocurrió examinar mentalmente todo lo hecho en los últimos días. Quizás en el mecanismo de la memoria descansaba oculta la verdad que buscaba.

Fue así que se mezclaron en su mente un torbellino de imágenes. Aparecieron las de la reunión de trabajo con el vice ministro, la visita con otros funcionarios a las instalaciones de la Pepsi-cola, los preparativos de la conferencia de prensa que ofreció el ministro con motivo de las últimas exoneraciones tributarias a la pequeña industria, y repentinamente, en medio de diversas figuras y formas, surgió la noche de juerga con sus amigos del ministerio en el centro de Lima, en honor al cumpleaños del ministro, justo dos noches atrás.

Estuvieron bebiendo en El Palatium de Javier Prado, luego en El Monseñor de la avenida Tacna y, después, en horas avanzadas, el grupo fue a dar a un night club de La Colmena, que en realidad era un burdel de cierto estilo. Ahora recordaba a las mujeres del lugar, vestidas de minifalda y brasier, calzadas de tacones y con el rostro cubierto con máscaras de gatas, conejitas y cabras.

Estaban sentadas en la barra o bailando con los clientes en el pequeño escenario de striptease de medianoche o sirviendo bebidas a las mesas que ninguna de ella ocupaba por norma del establecimiento. Los amigos del ministerio tras beber más cervezas fueron tomándolas, y él mismo, borracho como los demás, tomó a una mujer coneja que desde que entró le sonreía desde la barra.

Se trataba de una fémina alta, de pelo azabache, anchas caderas y senos grandes. Lo llevó a una habitación con la luz roja y se desvistió para él, conservando sin embargo la máscara. Elmer también se desnudó y luego de hacer el amor, por simple curiosidad, y como quien se distrae con el vuelto de una paloma, le preguntó su nombre. Ella, con una sonrisa en los labios le dio su nombre de oficios: Elba. Entonces sus oídos retumbaron súbitamente por mil ecos del pasado. Elba, Elba, Elba.

Atónito y desconcertado le pidió que se quitara la máscara, pero la mujer no aceptó porque le dijo que era regla de la casa el enigma y el misterio en asuntos del amor. Fue así que él, molesto y ofuscado, le arrebató la máscara del rostro. No, no era Elba. La mujer, asustada y aturdida, se retiró de la habitación semidesnuda, llevando sus pocos atuendos en las manos. Elmer Fernández en vez de volver al salón, donde sus amigos del ministerio estarían todavía bebiendo en honor al ministro, abandonó el night club repitiendo para sí, con la voz pastosa de borracho melancólico, el nombre del pasado.

La había conocido en sus años de estudiantucho en los burdeles del Callao; y la tomaba cada semana o quince días por monedas ahorradas de cachuelos –jardinero, gasfitero o mozo– que tenía para costear en parte sus estudios; siendo el caso que era huérfano y que solo contaba con el apoyo de una tía materna que lo tenía por uno más de sus hijos. Elba era de porte regular, de origen charapa y de cuerpo voluptuoso, había llegado a la capital a probar suerte pero sólo encontró sitio en los antros del Callao. El trato frecuente procuró un acercamiento entre ellos y pronto se vieron fuera del burdel. Se hicieron pareja y ella, tan necesitada como él, siguió en los menesteres del oficio.

Por esos años, Elmer no albergaba ninguna esperanza en su futuro, y más de una vez, con fervor y a la vez resignación en su vida, prometió a la muchacha casarse con ella. Pero al final de sus estudios, su destino dio un vuelco sorprendente. En mérito a que era un estudiante responsable y aplicado obtuvo una beca para la Argentina; entonces, ahí conoció a Mirtha, que también seguía una maestría. Su buen porte y buena apariencia llamaron la atención de la hija del senador, rolliza y pequeña, y al final del curso, antes de volver a Lima, se convirtieron en enamorados.

En Lima ya no fue nunca más el mismo; los amigos y círculo social de Mirtha lo envolvieron por completo. Creyó descubrir un mundo extraordinario y diferente en la clase media acomodada. Renegó de la escasez y necesidad que lo rodeaba; volvió a ver a Elba y terminó abruptamente con ella. Se avergonzó de haber mantenido una relación sentimental y sórdida con una “chuncha”, con una mujer mundana de vulgar calaña y se despreció a sí mismo por ser un hombre de pocos escrúpulos. Dos o tres veces después de la ruptura, Elba lo buscó, impávida, incapaz de comprenderlo; entonces él se mostró virulento y la abominó. No la volvería a ver nunca más, y meses más tarde cuando el Partido ganó las elecciones generales Mirtha y él se casaron y enseguida el senador lo convirtió en funcionario del Ministerio de Industria.

Recordó haber llegado a su casa repitiendo todavía en el taxi que lo condujo, el nombre de Elba. Mirtha lo recibió de buen grado, puesto que comprendía que la borrachera de su esposo se justificaba por el cumpleaños del ministro. Al día siguiente, Elmer casi no recordó el incidente en el night club con la mujer enmascarada, ni las evocaciones melancólicas que el nombre del pasado suscito en él.

¿Pero todo esto qué tenía que ver con el rouge pintado en su mejilla? La mujer no le había besado mientras hicieron el amor ni el dibujo de labios había aparecido al día siguiente. Se incorporó de la banca y nuevamente se puso a caminar.

Se acercó a un carrito chefer y se puso a comer con avidez un hot dog americano. Pasó por el cine Colmena y vio que el último grupo de personas salían de la función de vermout. Pensó que podría pasar la noche en un hotel. Al amanecer sería un nuevo día. Quizá el rouge terminaría por disolverse y podría aparecer ante Mirtha. No faltarían pretextos para justificar su larga ausencia y todo volvería a su cauce anterior. En el peor de los casos, pensó, él era un buen profesional y sabía que en el futuro habría elecciones y llamarían a los más capaces. Resolvió encaminarse al hotel más próximo y de pronto, súbitamente, sintió un ardor, un escozor en la mejilla derecha. Le asaltó un temor inmenso. Era como si el dibujo de labios cobrara vida y se estuviera moviendo y estirando en la piel.

Quiso verse cuanto antes en un espejo y salir de dudas; pero no encontró a su paso ningún escaparate que le sirviera para verse el rostro. Sin embargo, a un lado de la vereda vio un auto aparcado. Se acercó, y puso su rostro en el retrovisor. Comprobó que la huella carmesí había cambiado de forma y ya no describía un labio grande en forma de corazón, sino un labio regular y carnoso. El rostro de Elba de años atrás asomó a su mente como una imagen terrible y decisiva en su vida. Sintió que el ardor era cada vez más intenso. Se refregó fuertemente la mejilla con el pañuelo y creyó que antes de la medianoche terminaría por desgarrarse la piel.

Se apartó del vehículo y otra vez se puso a caminar. ¿Era el cansancio, la incertidumbre, la angustia que la hacía ver visiones?; ¿la nueva forma de los labios era una visión? Hasta antes de la noche de juerga en el night lub y durante largos años no había pensado en Elba ni pronunciado su nombre; y sin embargo ahora la evocaba con dolor y miedo. ¿Acaso había sido demasiado cruel y duro con ella? ¿Acaso el Partido se haría pedazos, Mirtha se divorciaría de él y otra vez volvería a ser un pobre diablo como cuando andaba de la mano de la pobre y mundana Elba? ¿Qué sería de ella? ¿Seguiría ganándose la vida en el Callao o habría regresado a su tierra silvestre de Pucallpa en busca de olvido y amor?

En medio de la noche sintió una angustia terrible: el ardor, el escozor era insoportable. Pensó de pronto que las mujeres de la selva sabían de brebajes, pócimas y maldiciones y que amaban a los hombres con vehemencia y pasión. Cuando dobló por Tacna, y descubrió y vio el cielo de Lima sin luna ni estrellas, se llevó desesperadamente el pañuelo al rostro. Entonces, ya no tuvo duda que antes de la medianoche terminaría por desgarrarse la piel.

 

 Del libro Témpanos y kamikazes (Tribal, 2014).

Crédito de la imagen destacada: El escritor peruano Yuri Vásquez, por Julio del Carpio.

 

Yuri Vásquez

Abogado de profesión. Ha obtenido diversos premios de narratuva, entre ellos el primer lugar en la VIII Bienal del Cuento Premio Copé 1994. Cuenta con una abundante obra inédita y ha recibido palabras elogiosas de los críticos literarios más importantes del país. Ha publicado los libros de cuentos Cortometraje Cascahuesos, 2010), Témpanos y kamikazes (Tribal, 2014), Sonata para un hombre lejano (Surnumérica, 2016) y las novelas El nido de la tempestad (Tribal, 2012) y Los últimos días del opio (Surnumérica, 2019).

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