Por Carlos Cornejo-Roselló

Finalmente se arma de valor y se levanta. Deja el cuaderno sobre la cama cubriéndolo con el embozo, una medida de precaución, y poniéndose la bata ya raída, único recuerdo de Ernesto, se acerca a la ventana. Los chirridos y los cantos, monótonos y continuos, como un coro quejumbroso, ya no volverán hasta la noche. Descorre la cortina y la sensación de enclaustramiento —debido a las construcciones, un piso más sobre la casa y luego en las casas de los costados, que le quitaron el sol al patio— aparece como una opresión. Ahora el patio es como una caja ófrica con un hueco oscuro, el callejón donde empiezan los cantos y los chirridos, como entrada o salida. Pero antes de las construcciones, como un presagio, el pasto ya había sido cambiado por cemento, excepto en un círculo no muy amplio en el que aún queda el viejo árbol, tan cansado y crecido que sus raíces ya no pueden romper nada. Y había sido tan imponente. Desde cualquier lado que se le viera, sobre todo por las noches, cuando parecía el dueño y guardián de la casa, ocultando todo lo que la oscuridad con el viento y esa clase de ruidos extraños que siempre aparecen de noche, van formando algo que asusta y seduce. Y de inmediato, al ver la quietud del árbol, recuerda las historias de aparecidos que contaba la abuela. Pero ahora el árbol está ahí, sin su antigüedad, sin historias, con el viento negándose a mecerlo, el sol regalándole las mañanas, sobre todo las de verano, unos rayos que caen sobre sus ramas más altas como limosna sobre dedos artríticos.

Apoya la frente en el vidrio y mira las gradas de cemento que desde el cuarto del costado, convertido ahora en depósito, dan al patio. Están llenas de las hojas que han escapado de la vejez del árbol, a sus pies el helecho crece cada vez más. Hace tanto que no baja. Recuerda las tardes, los juegos de pequeño con Ernesto, luego solo, cuando aún no había construcciones y el sol era parte de la vida.

Es que todo cambió con lo de Ernesto, una tragedia que marcó a la familia. Después de ese día él no quiso salir más de la casa, incluso perdió el último año del colegio; sus padres se fueron recluyendo, ensimismándose; la abuela pedía que la bajaran al patio todos los días, insistía hasta desesperarse y desesperar a todos para que lo hicieran. Recuerda cómo pasaban delante de su cuarto como en una procesión, primero su madre empujando la silla de ruedas y luego su padre cargando a la abuela, y después que se perdían por las gradas, corría hasta su cuarto y podía verla desde su ventana como un punto rojo protegido por las ramas del árbol y mirando hacia el cuarto de Ernesto. Pasaba la tarde cantando por su nieto favorito, había tanta tristeza en ese cuadro, incluso el árbol dejaba volar sus hojas como si llorara. Pero poco a poco la abuela fue decayendo, los médicos dijeron que se trataba de pena. Finalmente, varios meses después, cuando ya no cantaba, se armó de valor y bajó antes que la entraran a la casa. Salió por la cocina, puso un banquito con una almohada, para esconder el cuaderno, y se sentó a comer tomates con sal. Al rato sacaron a la abuela. En su silla de ruedas con una manta roja sobre sus rodillas y el jugo de limón en un banquito, completamente abstraída, miraba hacia las gradas.

Cuando terminó de comer sus tomates y sacó el cuaderno, como si hubiese esperado ese momento, ella volvió a cantar, aunque en realidad ya no eran cantos, eran algo así como unos tarareos guturales, suaves, lacónicos, unos lamentos que se hicieron insoportables. Y así todas las tardes la abuela empezaba a cantar cuando ya estaba por oscurecer, mirándolo por unos momentos, con una especie de sonrisa tonta, una sonrisa que parecía concentrarse sólo en los ojos, hasta que venían por ella para entrarla a la casa. Y mientras la llevaban, seguía viéndolo sin dejar de emitir esos sonidos guturales hasta que se cerraba la puerta y él se quedaba solo, pensando.

A los pocos meses la abuela murió. Cuando fueron por ella al patio para entrarla a la casa, la encontraron muerta y a él en su banquito abrazando su almohada y mirándola. No pudo responder a ninguna pregunta, los médicos le dieron más tranquilizantes y no pudieron hacer que volviera a hablar.

Ahora aspira profundo cerrando los ojos para sentir el olor del patio. Los recuerdos llegan imperiosos. Pero no puede abrir la ventana porque está soldada. Con las manos sobre los vidrios, volviendo a cerrar los ojos, acerca la nariz a la rendija y el vientecillo helado le trae el olor. Sale de la habitación, intentando olvidar los cantos, pero sobre todo la última mirada de la abuela, para dirigirse al depósito y bajar al patio. A cada paso siente aumentar vagamente el olor. Se detiene a medio camino viendo hacia los costados. Ya seguro de que no lo verán llega hasta la puerta, al lado está el cuarto de la abuela, el corazón le late fuerte. Coge la manija y la gira muy despacio; pero no se abre, tiene la llave puesta. Vuelve a su habitación para traer su manojo de llaves, las prueba una por una y en la segunda rueda se da cuenta que la chapa ha sido cambiada. Empuja la puerta dos veces seguidas con el hombro, lo más fuerte que puede, pero parece parte de la pared. La única solución será forzarla, pero necesita con qué. Lo mejor es buscar en la cocina.

Camina por el pasadizo sin hacer ruido. Cogiéndose de la baranda que está frente al cuarto de sus padres, pasa frente a la puerta cerrada. Baja cuidadosamente las gradas deteniéndose en el rellano, el tapete atenúa el ruido de sus pisadas. Al llegar al primer piso, ve que la puerta de la calle está cerrada con llave y con los seguros puestos. Pasa por la sala comprobando que, como siempre, todo sigue en su lugar, de acuerdo a las disposiciones de mamá. Por el comedor coge la mesa y por el rastro que dejan sus dedos y el polvo que sopla de sus yemas mientras camina, se da cuenta que no han hecho la limpieza, extraño a esa hora. Empuja la puerta para entrar a la cocina. Abre todos los cajones buscando cosas que le puedan servir; pero deja su búsqueda cuando ve, al lado del ventanal, la puerta de vidrio de la cocina que da al patio, recuerda que el depósito está sobre la cocina. Ya no será necesario forzar ninguna puerta, puede salir por allí. Al acercarse, la encuentra cerrada con llave. Luego de usar infructuosamente su manojo de llaves, vuelve a su búsqueda. Coge un cuchillo inmenso con una hoja muy delgada y un desarmador.

Sube las gradas con ese puntito en la garganta que empieza a crecer y a convertirse en esa cólera que luego no puede controlar. El cuarto que convirtieron en depósito tenía que haber sido suyo. Habían construido un departamento para Ernesto en el tercer piso y construirían otro para él; pero él no quería, él quería el cuarto de Ernesto; y justo cuando terminaron su departamento, Ernesto murió. Estaba en segundo año de universidad. Una noche, que por alguna razón no pudo entrar por su puerta, cayó tratando de entrar por la ventana. Lo encontraron al día siguiente. A todos les sorprendió que una caída de un piso pudiera ser así de fatal. En el hospital dijeron que parecía que al caer se hubiera golpeado la cabeza en cada grada, pero la última, en el filo mismo, fue la decisiva, agonizó tres días. Cuando regresaron del entierro, entró al cuarto de Ernesto y, abrazando la almohada, se echó sobre la cama boca abajo. De inmediato entró la abuela en su silla de ruedas gritando para que se fuera, insultándolo. Vinieron sus padres, con los ojos llorosos, con ojeras y pálidos, sin ganas de hablar ni de escuchar. Hubo una discusión. Les dijo que quería cambiarse al cuarto, pero no quisieron aceptar y dijeron, a sugerencia de la abuela, que el cuarto se convertiría en depósito. Eso fue todo. No escucharon sus razones, que Ernesto se lo había prometido para cuando dejara la casa. Nada. Simplemente lo clausuraron. Y fue a partir de ese día que la abuela empezó a bajar al patio. Luego sus padres se fueron distanciando de él, sobre todo su madre, estaba como zombi. Todos los días subía al que sería el departamento de Ernesto y se quedaba ahí dando vueltas o sentada en el piso. Y así, cada día, después de la muerte de la abuela, ya no sólo su madre, sino también su padre, fueron llevando sus cosas, hasta que se quedaron ahí definitivamente. Desde entonces tuvo toda la casa a su disposición, excepto los cuartos de la abuela, de sus padres y el de Ernesto, el único que le interesaba; pero lo habían convertido en depósito.

Por eso ahora, decidido a abrir esa puerta, introduce el cuchillo por la cerradura con impaciencia, pensando en lo que hará una vez dentro; pero sólo entra una pequeña parte de la punta, lo que le impacienta más, así que lo deja en el piso y con el desarmador hace lo mismo, entra todo pero se detiene por el mango, eso no le sirve. Furioso ya, empieza a empujar con ambas manos hacia los costados y dobla un poco la cerradura. Sin soltar el desarmador, se recuesta sobre la puerta y, luego de hacer respiraciones profundas por unos segundos, toma el cuchillo sin quitar el desarmador de allí, y lo introduce por la ranura de la puerta, lo baja hasta chocar con el pestillo, empuja hasta el fondo y lo deja clavado. Una vez que sabe dónde está el pestillo, va metiendo el desarmador haciendo palanca con el marco de la puerta. La madera empieza a ceder y el piso a llenarse de astillas. Se incorpora y empuja nuevamente con el hombro, al sentir el crujido de la puerta cediendo, le viene una erección. Se aleja para dar el golpe final con más fuerza y por fin la abre. Una vez dentro, se da cuenta que el cuarto no es depósito, está tal cual lo había dejado Ernesto. El cuarto siempre había sido oscuro, una oscuridad rojiza por las cortinas. Apenas se distinguen las siluetas de las cosas, todas reconocibles, deseadas: el escritorio, la mesa de dibujo, el clóset, la puerta que da al patio, la cama. El olor sigue siendo especial; pero ahora es también como era en el cuarto de la abuela, un olor antiguo, como a guardado. La única diferencia es el piso. La abuela nunca quiso que le quitaran la madera. Pero necesita moverse de prisa si quiere llegar al patio. Descorre las cortinas por un poco de iluminación. Desde ahí el árbol está más cerca y la tarde ya está por terminar, así que se acerca a la puerta para salir de una vez. Usa las llaves y una de ellas la abre; pero la puerta está trancada por fuera, quien lo hizo tuvo que haber bajado hasta el patio y entrar a la casa por la cocina. ¿Cuál de los mentirosos, que dijeron que el cuarto sería depósito, habrá sido?

Pero ahora lo importante es que ya está dentro, viendo todo lo que quería. Cómo soñaba con el privilegio, pero sobre todo lo envidiaba, que tenía Ernesto, que podía entrar o salir a cualquier hora de la casa por la puerta del patio sin usar la puerta principal, las gradas parecían haber sido hechas para él. Cada vez que Ernesto regresaba por las noches, se encaramaba en la baranda apoyándose en la pared hasta llegar a la ventana de su cuarto, y le tocaba tres veces en el vidrio, tres golpes rápidos y suaves. Era la señal, su complicidad. Siempre esperaba despierto, hasta la hora que sea; pero Ernesto dejó de tocar desde que empezó a venir con una mujer. La primera noche, que se repetiría invariablemente, sintió las risitas entrecortadas, sobre todo la de ella, que subían por las gradas sigilosamente, las sombras abrazadas que pasaban por su ventana. Luego, ya en el cuarto, los movimientos torpes que trataban de evitar las cosas, los susurros, más risitas, los sonidos de la cama, los gemidos. A veces la mujer se quedaba a dormir, muy temprano los veía bajar por las gradas, cruzar el patio y entrar al callejón para salir de la casa. Luego, Ernesto regresaba a su cuarto y al pasar por su ventana, subiendo las gradas, ni siquiera lo miraba, subía con una cara de felicidad que nunca antes le había visto. Después de unas semanas la presentó a la familia. Su nombre era Rosa y la había conocido en la universidad. Por las tardes entraban por la puerta principal y se quedaban en la sala y por las noches, por el callejón. Y algunas de las veces que se quedaba a dormir, días de semana, Rosa salía por el patio y luego tocaba la puerta principal, Ernesto bajaba corriendo para abrir, fingían que venía temprano para ir a la universidad y se quedaba a desayunar con la familia. Por eso lo del cuaderno, anotaba todos los movimientos, entradas, salidas, horas, todo. Y nadie se daba cuenta de lo que hacía Ernesto, excepto la abuela, su cómplice. El cuaderno era irrefutable, ahí estaba la complicidad en la que no le dejaban participar. Pero quería saber más, una fuerza que no entendía le impelía a hacerlo, así que se las ingenió para conseguir la llave del cuarto de Ernesto y sacar una copia. La primera vez, de cuclillas, entornó la puerta y lo primero que apareció, fueron los susurros. Cuando se acostumbró a la oscuridad, las siluetas fueron tomando forma, la espalda de Ernesto y la pierna derecha de ella que, fuera de las sábanas, llegaba hasta el hombro de la espalda de su hermano que no dejaba de moverse, le provocaron una erección como nunca antes la había tenido. Luego de un momento, con la mano dentro del pijama, empujó un poco más la puerta y ella se dio cuenta, lo miró por encima del hombro de Ernesto y él se quedó helado, un vacío en el estómago lo petrificó, pero ella no dijo nada, al contrario, se rio y luego se empinó un poco y, mirándolo, empezó a moverse más, a soltar pequeños gemiditos que Ernesto trataba de tapar con los dedos que ella mordía y luego, lentamente, fue sacando la sábana hasta descubrir los dos cuerpos. La segunda noche se escondió debajo del escritorio, la silla estaba puesta a un costado, estaba seguro que lo había hecho ella, era la invitación, porque en todo momento, ya sin las sábanas, que las botó apenas sintió que él entraba, Rosa miraba siempre hacia el escritorio, a horcajadas, boca abajo o con medio cuerpo fuera de la cama, cada movimiento o gemido, y sobre todo el final, eran para él. Para la tercera noche, como todas las siguientes, había velas, velas que ella le hacía comprar a Ernesto y que a él, cuando lo veía llegar de la tienda, le provocaba una erección. Todo estaba muy bien acomodado para que él entrara. Así pasaban las noches y por las mañanas, después del show, tomando el desayuno, Rosa encontraba los momentos precisos —igual que en la noche y en la mañana, cuando cruzaba el patio y, antes de entrar al callejón, volteaba hacia su ventana— para mirarlo y sonreír. Era una mirada que le preguntaba por el show de la noche, una mirada cómplice que le preguntaba qué quería para la siguiente noche, que le pedía algo, que quería algo. Sólo Rosa le permitía ser parte de lo que Ernesto y la abuela le vetaban. Hasta que una de esas noches, la abuela, con la mirada feroz de perro guardián, estaba en su silla de ruedas cubriendo la puerta de Ernesto. A partir de ahí dejaron de venir. Ernesto dejó de hablarle, disimulaba frente a sus padres pero cuando, por las noches, subía por las gradas, pasaba de largo sin tocar la ventana ni mucho menos mirar.

Y por primera vez después del entierro y la discusión en el cuarto de Ernesto, cuando tuvieron que sacarlo a la fuerza, ha vuelto a entrar. Pero ya arreglará lo del cambio y las mentiras. Ahora lo importante es bajar al patio. El problema es que la puerta no le permitirá salir y para cuando consiga abrirla ya será de noche. La única posibilidad que queda es la ventana. Así que coge la silla de la mesa de dibujo y la pone junto a la ventana, la abre y sube sobre la silla, primero pone el pie derecho en la cornisa y medio encorvado saca el pie izquierdo hacia el otro lado. Ahora las gradas le quedan de frente, al recibir el viento helado se da cuenta que había estado sudando. Saca la cabeza, el torso y finalmente el pie. Sólo queda avanzar por la cornisa, al primer paso trastabilla y tiene que agarrarse con más fuerza de los fierros que a la vez le dificultan avanzar. Siente un vacío en el estómago, como el que habría sentido Ernesto. Pero igual está inutilizado, ya no puede regresar ni avanzar y nunca fue tan ágil como su hermano. El cuerpo se le va entumeciendo y tiene ganas de llorar. Si el viento cierra la ventana y golpea sus dedos, caerá inevitablemente. Después de varios minutos, cerrados los ojos, se reclina y salta con todas sus fuerzas. Cae en el rellano de las gradas, al lado de la puerta; pero el impulso hace que su cuerpo ruede cuatro escalones más abajo y una de sus sandalias se quede al pie de la puerta. Se incorpora cogiéndose la rodilla y con un sabor a cemento que siente al exhalar, se estira hasta alcanzar la sandalia apretando sus costillas contra el filo de las gradas y, mientras se la pone, ve el inmenso candado en la puerta. Cogido de la baranda, disfrutando con el crujir de esa alfombra bajo sus pies, desciende muy despacio.

La tarde, increíblemente larga, aunque falta poco, no ha terminado cuando por fin llega al patio. La claridad disminuye acentuada por el plomo de las paredes y el piso. La puerta que da a la cocina tiene un enorme candado, la puerta de la casa está cerrada por dentro, la del cuarto de Ernesto y la de la cocina por fuera. Quien cerró todo debió salir por la puerta del patio; pero jamás podría ir hasta allá, porque primero tendría que pasar por el callejón, que siempre es oscuro, por donde Rosa se perdía todas las mañanas antes de mirarlo. Decide regresar. Retrocede despacio mirando hacia el callejón, tanteando con las manos hacia atrás hasta chocar con las gradas, las sube despacio y respirando profundo, un escalofrío le recorre la espalda, la oscuridad ya llega, la hora de los cantos se acerca. Se encarama en la baranda apoyándose en la pared, tiene que estirar el brazo para cogerse de la ventana, sólo roza la cornisa con los dedos. Se estira y cae. Trata de levantarse y siente como un golpe de electricidad en la pierna derecha que le hace soltar un grito, entonces el silencio del patio se rompe, el árbol despierta, extrañamente un viento mece sus ramas hacia él. Se incorpora apoyándose en la pared, suda. Ha logrado llegar a las gradas, pisa la primera, donde Ernesto recibió el golpe final y donde tenía la mirada perdida. Empieza a subir penosamente, mordiéndose los labios, tan fuerte, para no emitir más quejidos, que la sangre empieza a gotear tiñéndole la barba y el pecho. Ya en el rellano mira la ventana de Ernesto. Sabe que si vuelve a caer será la última vez. Ve la ventana de su cuarto, a medio metro, por ahí sería más fácil entrar, como había querido Ernesto la noche que cayó, cuando él trancó la puerta para obligarlo a tocar y ahora es como si escuchara los tres golpes rápidos y secos. Se coge de los fierros de su ventana recordando los ojos de Ernesto cogido de los mismos fierros, esperando a que le abriera, y también resbala. Se cubre la cabeza mientras rueda hasta que la pared lo detiene. Está tendido sobre el helecho mirando hacia el callejón, donde llevó a la abuela la última tarde. El árbol ha soltado una hoja que ha venido revoloteando a posarse sobre su pecho donde se está tiñendo con la sangre que mana de su boca y su nariz, sus ramas señalan hacia donde cayó Ernesto y, es el mismo lugar, donde dejó a la abuela para que la encontraran después de llevarla al callejón. Ahora sí se ha ido el sol, es la hora de los cantos y no tiene su almohada para asfixiarlos. Pero siempre empiezan primero los chirridos de la silla de ruedas, pronto aparecerán por el callejón, ya puede verlos, los cantos guturales de la abuela enmarcados con su risa; y la mirada perdida de Ernesto empujando la silla.

 

Del libro Donde la luz duerme (La Travesía Editora, 2013).

 

Carlos Cornejo-Roselló

Nacido en Puno 1975, pero radicado en Arequipa desde la infancia. Ha cursado estudios de Filosofía en la Universidad Nacionald e San Agustín y un Máster en Filosofía en la PUCP. Ha quedado finalista en XVII Bienal de Cuento Premio COPÉ 2012. Donde la luz duerme (La travesía editora, 2013) es su primer libro de cuentos.

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