A continuación te presentamos 10 cuentos escritos por autoras y autores de Piura.

Empezamos con cuatro cuentos cortos de Mikel López-Dávila.

 

Coliseo Romano

Etrusca frenó su corrida en seco al ver a su hermana mayor quedarse contemplando con regocijo el inmenso monumento de bronce de Luperca.

—Dicen que el Imperio Romano se forjó a partir de una loba que amamantó a dos pequeños niños, Rómulo y Remo —dijo Capitolina a Etrusca que ahora se hallaba elevando la vista a aquel monumento que, frente al Coliseo, le recordaba tanto a su madre.

—¿Y de ella parte nuestro origen? —preguntó Etrusca.

—Así es hermanita —respondió Capitolina, muy orgullosa de sentir que aportaba conocimiento a una novata que ahora la miraba con admiración.

—¿No entiendo cómo tal cosa puede ser cierta? ¿Una loba amamantando a dos niños? ¿Una especie salvaje e inferior capaz de matar a su propia especie?

—Es cierto hermanita, pero no te compliques. Aprenderás mucho observando desde el gran Coliseo. Podrás ver lo salvajes que son las peleas de humanos.

—¡Sí! ¡sí! —exclamó Etrusca dando pequeños brinquitos mientras aullaba emocionada

— ¡Vamos rápido! ¡Ya quiero entrar! —concluyó dándole un pequeño mordisco a la oreja de Capitolina para jalarla hacia la puerta en la que ya se veía una enorme cola ordenada de lobos a la espera de su ingreso.

 

Interrupción

Ya sentado en su escritorio se dispuso a escribir, pero ninguna idea se le venía a la mente. Aun así, permaneció por largo tiempo intentando frustradamente juntar palabras sobre el papel en blanco. A veces se detenía entre frases o renglones que eran imágenes confusas que se disipaban del mundo de las ideas con gran velocidad. A pesar de aquello, en su intento por asentar cavilaciones coherentes sobre el inicio de sus oraciones, terminaba cayendo rendido por el silencio de su mente. Sin embargo, tras largo rato, creyó al fin dilucidar un poco de aquella luz inspiradora que se desliza en el aire como una ráfaga sutil de viento que refresca cuando se está más exhausto. En ese momento, asomándose a la puerta, cruzó intempestivamente la Interrupción. «Por favor estoy escribiendo —le dijo.» Pero la Interrupción no le hizo caso y paso frente a él respingando la insolencia de su nariz por toda la habitación. «Por favor estoy escribiendo —repitió». Pero como siempre, altanera y terca, alzó su voz y empezó a ejecutar mucho ruido. Poco le importaba a la Interrupción lo que el escritor hacía. Desde su punto de vista no eran más que cosas superfluas e irrelevantes.

 

Golondrinas

La abuela, ensimismada y afanosa en su labor, producía un inquietante sonido que perturbaba a Lucerito, su nieta menor. Tras largos minutos, la pequeña había estado observando cómo la anciana golpeaba con su zapato la cabeza de las golondrinas que luego arrojaba muertas al interior de una olla caliente que se encontraba en una fogata a sus pies. —No te preocupes cariño —sonreía con ternura la abuela dejando ver su desdentada boca— tu hermano Arturito, que en paz descanse, estaría de acuerdo en que comamos algo. No se molestará por un par de sus avecillas muertas. Aquellas palabras, sin embargo, remecían el corazón de la niña que no dejaba de observar al tercio de aves sobrevivientes que, dentro de la jaula, no dejaban de estrellarse al intentar escapar de su venidero infortunio. —Ya deja de llorar mi niña, pronto estará tu comida —decía la abuela mientras con un palo removía el líquido viscoso que burbujeaba dentro de la olla—. Por mucho tiempo hemos tenido hambre, pero ya no más. Ya no más hambre. Ya no más pobreza, tú no vas a morir de hambre —y tarareando una antigua canción criolla salpicaba un poco de tierra que recogió del piso—. Esto le dará un poco de sabor. Con esto cariño estará sabroso. Lucerito entonces detuvo su llanto y mirando por el orificio rectangular que hacía de ventana en la pared de triplay contempló el paisaje que, desde lo alto del cerro donde vivía, tenía la suficiente vista panorámica para darse cuenta de las verdaderas casas, casas coloridas hechas de concreto, casas donde el invierno no es de todos los días, casas hechas para la gente que realmente tiene qué comer.

 

Metafísica

El hombre que se hallaba dentro de la habitación la descubrió tan Vacía que al darse cuenta, él no se encontraba ahí.

 

Ahora tres cuentos de Jonatan Melquíades:

 

Piedra, papel o tijeras
 En el balcón de un castillo olvidado existo, hace mucho, en secreto. En las noches, cuando huyen los colores, reposo mi cabeza sobre el concreto y me sumerjo en pesadillas de tiempos mejores, cuando mi creador partió muy pronto, dejándome sin dos manos, incompleto, mientras con arbustos y hierbas, etéreos lienzos esmeralda, voy creando infinitas figuras de seres que jamás conoceré.
 De pronto, en cámara lenta, tú vienes danzando bajo la nieve que no deja de dibujar tus huellas en la escarcha y va pintando tu cabello y, a cada paso, tu vestido palideciendo. Los tonos azules en luz florecen y por un instante te pienso mía. Pero esto nunca podría ser real. Sé que es sólo otra fantasía.
 Tengo miedo de abrazarte, tocar tu piel, ver tu sangre derramada en la acera y tu carne abrirse como si cortara un papel. Rozas mi rostro y tu caricia sabe a despedida: Sé que debo marchar lejos, a mi guarida; mas a tus pies me postro y una lágrima se asoma y me destroza la vida.
 Ya no puedo hacer nada más, ni acercarme ni seguirte el compás. No puedo. Retrocedo. Miro atrás y tu trágico te amo me exilia a mi castillo. Empequeñeciendo, alejo mis pasos, sellando así las puertas al irremediable destino. ¡Huye lejos sin volver la vista, no intentes recordar este camino!
Océanos de tiempo después, con todos los relojes vencidos, existo incompleto y sin un corazón real. Tal vez no fui yo quien te mereciera, a ti, mi ángel de blancos vestidos. Yo no fui más de lo que era: un traje rasgado en negro y un hombre con manos de tijera.
La habitación de Elessar
 Debe ser que estuve muerto esa noche, hace dos noches. La recuerdo muy bien: cuando las ventanas se negaron a dejarme ver el exterior y me aprisionaron en esta habitación. ¿Cómo olvidar esa noche? Mis hambrientos libros como caníbales se devoraban entre ellos, asesinando así toda historia ficticia y todo recuerdo que creí que me hacía especial.
 Nunca olvidaré esa noche. Cómo olvidar que el minutero del reloj de la pared, cansado de andar, incitó al número doce a huir juntos y hasta hoy no sé a dónde se fueron.
 Debe ser que estuve muerto aquella noche rutinaria, cuando el eco de la realidad geométrica se volvió un coro de oscuros monjes paganos, cuyos demonios prefirieron torturarme en vez de apiadarse, matarme y sacarme al fin de esta habitación.
Sí, debe ser que estuve muerto esa noche, hace dos noches. Cómo sino estando muerto no sentir las agujas de la tan materializada soledad; mis sueños destruidos por lo absurdo y mi amarga sed de calor. Pero, sobre todo, cómo no sentir la Muerte que oferta sus fríos besos y que se revuelca en mi cama como una puta, cuando mis sábanas sucias y roídas extrañan y suplican… que estés aquí.
Abuelita
Nunca me gustó mucho ir a casa de mi abuela. Es una casa muy sucia llena de fotos de gente desconocida y un olor a humedad que impregna todas las paredes. Además, la fragancia de perfume barato era insoportable. Pero lo que más temía eran sus perros, esos canes infernales me llenaban de horror, por tal motivo nunca la visitaba.
Por eso me sorprendió que, al morir mi abuela me haya heredad a mí esa vieja casona. Fui una noche a revisarla. Al entrar, desde el jardín sentí la fragancia de mi abuela más fuerte que nunca.
Al abrir la puerta vi una mujer sentada en el sillón, dándome la espalda y mirando a la ventana, los perros le lamían las manos y los pies.
El sillón se giró y pude ver a mi abuela en estado de putrefacción, mirándome fijamente a los ojos. Los perros no dejaban de lamer sus manos y pies. Le limpiaban la piel abierta que segregaba sangre y pus.
No pude soportarlo y me desmayé de la impresión, mi cuerpo se desplomó en el salón de un golpe seco.
Al abrir los ojos no pude hacer nada. No podía moverme, no podía gritar ni hablar, sólo podía mirar y sentir cómo los perros lamían y mordían mi cuerpo mientras mi abuela parada frente a mí, me miraba complacida acariciando al más grande de sus perros y dándoles la última orden de tapar el agujero en la tierra que habían cavado para mí.
Dos cuentos de Zeta Romero.
La casa de veneno
Arrastrándome lentamente por el piso de la habitación, me acercaba cada vez más a él, quien se encontraba sumido en el sueño, ignorante del mundo, ignorante de lo que estaba a punto de suceder. Y es que nada, podía hacerle imaginar que pagaría por el enorme desprecio que ahora me demostraba. Su muerte sería cruel, muy lenta.
Si bien, al principio había mostrado gran interés y fascinación de conocerme, tiempo después empezó a aborrecerme, a maldecirme, segregándome de su presencia, de su afecto lastimero. Quizá por mi apariencia, por la incomprensión de mi aspecto, de mi cuerpo delgado cubierto por manchas negras, o por mis ojos ruines e impávidos. No encontraba explicación.
Pero su desprecio me aturde, subleva mi espíritu y lo hace enardecer. Es por eso que deseo tocarlo, olerlo, sentir su piel tan diferente a la mía. Pero sobre todo quiero darle parte de mi esencia, un regalo que le arrebatará esa vanidad, ese orgullo suyo por caminar mientras yo no podré hacerlo jamás. Un regalo de parte mía, de Shushupe, la más poderosa y temida serpiente de la Selva.
Mujer con sombrero
Espero que sea de noche para salir a hurtadillas de este estrecho lugar, de este funesto encierro diario; y acercarme a su cama para pasarle una pluma en la planta de sus pies. Verlo saltar de la cama por las cosquillas provocadas al pasarle la pluma, es un deleite para mí… una muy breve pero jocosa venganza por ponerme ese horrible sombrero y presentarme así ante tanta gente que siempre me mira in- quisitivamente. Y es que ¿quién es Henri Matisse para decidir cómo debo ir yo vestida y con este horrible sombrero en su cuadro?
Confesiones de medianoche
Un cuento de Ángel Hoyos
El sargento Martín Barrientos era el encargado de los operativos antiterroristas en el Alto Huallaga cuando me mandaron a trabajar allá, a la provincia de Ambo. Para el resto del pueblo él era un hombre irreprochable, muy correcto, alguien completamente serio. Pero para nosotros, los que atendíamos la cantina de El Negrito, el sargento Barrientos era, a lo mucho, un buen cliente. Ya le conocíamos varios trapitos sucios que sus compañeros de trago solían sacarle -como el que mantenía una relación clandestina con la esposa de un general o el que a veces se aprovechaba de su investidura para pedir descuentos en las tiendas del pueblo- acusaciones a las que solía responder con un: Es que así está el país pes compadrito. Sí, sabíamos que borracho era un sujeto
Bastante común; alegre, parlanchín y a veces incluso sentimental.
Por lo demás, el sargento bajaba al pueblo por períodos de quince días y durante su estancia venía al bar cada noche: siempre con un grupo de milicos con los que se sentaba a beber caja tras caja de cerveza. Fumaban, jugaban cachito, contaban chistes. Eran celebraciones que podían durar hasta la mañana siguiente y que ellos justificaban en las altas posibilidades que había de morir cuando salían de operativo. Esos terrucos son unas bestias, solían comentar entre tragos. Tú no sabes, chino; no sabes lo que son capaces de hacer estos animales, me decía el sargento mientras les alcanzaba la siguiente ronda de cervezas. Yo sólo le sonreía, para luego devolverme a mi hueco detrás de la barra. Cómo no iba a saber.
Y así, todo siguió normal, hasta anoche. Hacía algunas semanas que los milicos habían salido de operativo y ya les tocaba bajar. No me sorprendió verlo ahí, pero me sorprendió ver a Barrientos llegar al bar por primera vez solo. Se le veía nervioso. Tras beber un par de cervezas, se levantó de su mesa y se acercó para pedirme que mejor le sirviera aguardiente, luego jaló una silla y se sentó ahí, frente a mí. Se le notaba con ganas de hablar por lo que apagué el televisorcito blanco y negro que teníamos para los clientes. Nadie se quejaría pues el bar estaba vacío. Saqué una botella de la mejor Primera que teníamos a disposición. Le serví un vaso.
– Esto está muerto ¿qué ha pasado? -preguntó algo mareado-.
– Nada, sólo que estamos a mitad de semana y pasa de la media noche, casi nunca hay nadie a esta hora.
– Mejor, así puedo chupar tranquilo sin tanto idiota mirándome.
Se tomó de una sola lo que le había servido y me hizo un gesto para que le sirviera más. Vaso tras vaso se avanzó botella y media de aguardiente. Ya considerablemente ebrio me empezó a hablar en un tono más íntimo.
– Tú sabes -me dijo- que esto es una guerra, que el país está en guerra. ¡¿Sabes o no?! -preguntó brusco, esperando una respuesta. Le hice un gesto afirmativo.
– Pues bien -continuó- en la guerra muere gente, y muchas veces hay que hacer sacrificios para alcanzar un bien mayor -dijo esto y empezó a mirarse las manos, como si algo pesado pendiera de ellas.
Fue entonces cuando me di cuenta de las manchas de sangre secas en sus uñas y sobre su uniforme.
Se tomó otro vaso. Luego, empezó a contarme una historia que yo ya había oído antes de los labios de otros tantos hombres. Él acababa de asesinar a sangre fría. Barrientos y su grupo habían entrado a la casa de un maestro con supuestos contactos terroristas. Lo habían sacado a la fuerza, en medio del llanto de su mujer y de su hija, y amparados en la oscuridad de la noche lo habían subido a una camioneta que los llevó lejos de la ciudad.
– Nadie es completamente inocente -dice Barrientos-, ninguno de ellos lo es.
Manejando la camioneta se adentraron en un bosque y llegaron hasta un claro a orillas de una poza de oxidación. El hombre esposado con las manos atrás fue bajado de la camioneta y obligado a colocarse de rodillas. Lo golpearon e interrogaron, pero el maestro lo negaba todo. Se cansaron de volarle dientes a punta de patadas pero el sujeto no cambió su historia. Entonces lo amenazaron con secuestrar también a su mujer y a su hija. El maestro intentó fingir indiferencia pero finalmente empezó a soltar todo lo que sabía, lo poco que sabía. Luego preguntó inocentemente, entre sollozos, si lo dejarían ver a su familia una vez en la cárcel. Pero ellos no lo podían dejar volver. Barrientos se colocó detrás de él y lo ejecutó de un tiro en la nuca. Luego lo fondearon en las oscuras aguas de la poza. Al volver al pueblo los otros oficiales dijeron que mejor dormirían, pero él no había podido. El cargo de consciencia embargaba su cuerpo y tirado en su cama no dejaba de pensar en la cara del pobre maestro, de su mujer, de su hija. Decidió ahogar la culpa en alcohol.
Terminó su historia a empujones, temblando como si muriese de frío, sus ojos no osaban posarse sobre los míos, encendió un cigarro y aspiró una bocanada. Luego cruzó los brazos sobre la barra y escondió la cabeza entre ellos. No pude evitar sentir desprecio por ese hombre. Sus incongruencias, su falta de carácter. Si había decidido llevar esa vida no tenía porqué sufrir. Era parte de su trabajo matar y ser matado. Por ello no debía dejarse afectar por sentimentalismos, lo llevaban a descuidarse. Y ninguno de los que vivimos bajo esta ley podemos darnos ese lujo.
Cuando saqué mi arma Barrientos ni se percató de ello en medio de su borrachera. Y como -a diferencia suya- no puedo matar a alguien por la espalda, le pasé la voz. Debieron haber visto su rostro, camaradas, cuando vio el arma en mi mano apuntándole en medio de los ojos, cuando le decía las últimas palabras que escucharía en su perra vida:
– Martín Barrientos… tú sabes que esto es una guerra. Lo sabes ¿no?
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4 comentarios para “10 cuentos piuranos para leer en cualquier momento

  1. Como es posible que alguien escriba tan bien. Yo que no puedo hilar 3 frases sin tropezarme con la sintaxis, y con la gramática, y hasta con el idioma mismo. Parece cosa del demonio. A él voy a recurrir ya que Dios me trajo al mundo sin el talento.

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