FOTO: LIMA EN ESCENA
Por Mariella Sala
Y bien, finalmente me he convertido en la mujer invisible. Y aun- que deba seguir cumpliendo con mis obligaciones cotidianas, no puedo negar que esta situación entraña para mí algunos beneficios. Por ejemplo, estar eximida de la penosa tarea de hablar. Por ejemplo, no tener que dar explcaciones a nadie. Lo más importante, sin embargo, es que mi nueva condición me ha salvado definitivamente de desintegrarme, riesgo que he llevado conmigo desde que viniera a vivir a esta casa. En ese entonces Marisol, la hija del primer matrimonio de mi marido, tenía apenas seis años y constantemente me reclamaba la presencia de su madre. Yo la percibía en todas las estancias de la casa y pensaba ingenuamente que cada objeto estaba lleno de su espíritu. Pronto descubrí que la madre de Marisol había sido una víctima como lo fui yo, del extraño hechizo que existe en esta pequeña mansión. Ignacio me ayudó a constatarlo, pero riendo, disipaba de mi alma las extrañas sensaciones que me albergaban cuando me quedaba sola en casa. Su risa me inspiraba, me animaba de alegres intenciones. Entonces yo confiaba que la casa finalmente me pertenecería, cedería ante mí, tendría que ceder. Pensaba que podría despojarla de ese aire de presidio que la recorría de largo a largo. Pero en balde hice todos los arreglos que surgieron de mi imaginación y de la de los amigos porque en ese entonces aún tenía amigos. Vendí los muebles, compré otros, los pinté de diversos colores, los cambié de lugar. Fue inútil: la casa me venció. Años después perdí totalmente las esperanzas. Así, mandé construir la habitación en la azotea. En ello utilicé el dinero que mezquinamente había ganado a los kilos de carne, de papas, de verduras. Dinero ahorrado a costa de esfuerzos y tesón, porque Ignacio jamás se ha caracterizado por su generosidad. Pero bueno, mi habitación. Ilusa de mí pensé tener ahí mi refugio. Permanecía en él casi la mitad del día y me percaté que desde el principio Marisol y la sirvienta me espiaban. Pinté las paredes de negro para que nada me distrajera de mí misma. Fueron ingenuos esfuerzos por recobrarme, porque a pesar de mis precauciones, la casa se apropió también de mi refugió.
Cuando recuerdo cómo empezó todo pienso con toda seriedad que esta casa-quizá todas las casas- tiene voluntad propia. Por ridículo que parezca, la tragedia empezó con una olla grande que encontré en la cocina, el primer día que me mudé a vivir aquí con Ignacio -luego de nuestra luna de miel en Paracas- y que inmediatamente decidí botar. Todas las noches soñaba con ella. En mis pesadillas aparecía una olla gigantesca que tenía que llenar con verduras pero ésta volaba unos centímetros por encima de mi cabeza. Yo no podía alcanzarla y cuando lo hacía, me ensuciaba las manos con su tizne. Luego me pasaba las manos por la cara y me veía toda manchada de negro. Las verduras en el suelo aparecían negras. Al despertar iba directamente hacia la cocina y lanzaba la olla al tacho de basura, luego salía apresurada y compraba otra nueva. En esa época de recién casados, como ya dije, Ignacio consideraba mis caprichos y me lo permitía todo. En esos días además, no teníamos servidumbre; era yo la que cocinaba y hacía la limpieza. En vez de hacerlo, empero, permanecía horas mirando las ollas. Tenían que brillar, brillar, porque en caso contrario, serían ganadas por la casa. Sin embargo, y a pesar de la cantidad de ollas que compré, todas lucían al cabo de una semana, una manchita negra, un tizne imperecedero. Limpiaba cada olla a media mañana, antes y después de usarla, pero cuando concluía el almuerzo, volvía a encontrar la persistente señal. Antes de servirles la comida a Ignacio y a Marisol, la miraba atentamente y aún seguía pensando en ella mientras estaba sentada a la mesa. Al cabo de un año medi por vencida. Contraté una cocinera y me desentendí para siempre de todo eso. No exagero si les digo que jamás volví a entrar a la cocina. Me dediqué entonces a leer revistas de decoración lo que me brindó un tema inagotable de conversación con Ignacio, quien ya raras veces hablaba conmigo. En cuanto a Marisol, quien iba creciendo rápidamente como una bella flor, ella sólo me dirigía la palabra para que la asistiera en las pequeñas tareas que aunque era capaz de realizar por ella misma: amarrarse los zapatos, sacarse la chompa, alcanzar objetos de lugares altos.
Pero ni las revistas de decoración ni el refugio que me edifiqué me ayudaron. Más bien empecé a notar extraños cambios en mí misma, hasta que un día logre verme. Sí, empecé a verme. La primera vez de veras me asusté. Estaba echada en la cama de Ignacio-porque yo nunca tuve una propia- y vi pasar mi figura lentamente hacia el comedor. Era yo misma, jorobada y distante, con los cabellos despeinados colgándome hasta la cintura. Realmente era una figura deprimente. No pude soportarlo y corrí hacia ella. La sacudí, cogiéndola de los hombros y ella entonces me miró con una terrible mirada y me dijo en tono seco, imperturbable: «déjame en paz». Quedé paralizada de terror y creo que luego me desmayé porque cuando abrí los ojos estaba nuevamente en la cama y Sonia, la cocinera, me miraba asustada. Ella me había arrastrado hasta allí desde el comedor. Luego me fui acostumbrando a estas visiones hasta hace unos días en que me volví invisible. Es decir, ya no me vi más. El proceso, empero, fue largo, como que duró alrededor de diez años. Parece que todos en la casa nos acostumbramos a mi extraña presencia deambulando tristemente por todos los rincones, sin rumbo, salvo cuando permanecía en mi refugio mirando por la ventana.
No se crea, sin embargo, que por esta razón dejé de asistir a las reuniones que mes a mes organizaban mis compañeras de colegio. Estas sesiones mensuales formaban parte de una rutina de casi 20 años que me sentía imposibilitada de romper a pesar de que variaron en su origen. Al principio resultaban muy intimas. Yo sabía cómo hacía el amor cada uno de los maridos de mis ex-compañeras de aula, cómo las enamoraron, el sueldo que ganaban y qué nuevos artefactos eléctricos compraban para sus casas. Luego ya no lograba comunicarme con ellas pero como había empezado a verme, disfrutaba de mi nueva condición. Así, estas sesiones se convirtieron para mí en una suerte de película que espectaba mensualmente. Luego de algún tiempo mis compañeras empezaron a ignorarme. Se limitaban a abrirme la puerta de sus casas sin siquiera saludarme y yo buscaba un buen lugar para acomodarme y permanecer desde mi butaca, mirándolas, mientras ellas se movían y hablaban. Realmente era un privilegio exclusivo observar mes a mes a los mismos personajes que hablaban, hablaban, hablaban, en una suerte de histeria pasiva. Yo permanecía muda. Claro, ellas hablaban sobre sus hijos, pero yo no tenía hijos; de los viajes que hacían, pero yo no viajaba; de sus maridos, pero Ignacio era para mi todo un enigma. También se lamentaban de sus empleadas domésticas pero Sonia y yo hacía años que no cruzábamos palabra. También se discutían apasionadamente los temas de las telenovelas, pero lamentablemente yo no las veía aunque muchas veces me viera a mí misma atenta frente al televisor. Así, en esas reuniones, yo era la única espectadora de una obra llena de actrices. Sinceramente gocé con ellas hasta que falté una vez y perdí la pista de las siguientes. Sin embargo, consideré que casi veinte años en esas andanzas eran más que suficientes; ya había disfrutado en exceso del placer de ser invisible y, total, siempre me quedaban los diálogos de Marisol con Ignacio a la hora del almuerzo.
Realmente mi único problema consistía entonces en la hostilidad de mi figura hacia mí: sencillamente no me permitía observarla y empezó a insultarme de una forma terrible. Me llamaba espía y alegaba que cuando yo no la veía se sentía de veras invisible pero conmigo allí obser- vándola se daba cuenta que no lo era. En fin, que no sólo tenía que ser invisible para el resto del mundo, sino también para mí misma. Fue así como hace unos días dejé de verme deambular por la casa y no logre más ver mi imagen reflejada en el espejo.
Este pequeño problema empero no es nada si comparo los beneficios que me acarrea mi invisibilidad. Es verdaderamente la única forma en que me he podido sentir libre. Como ya les dije, tengo no pocos privilegios. Por ejemplo, estar eximida de la penosa tarea de hablar, no tener que dar explicaciones a nadie y sobre todo saber que vencí a la casa, porque ahora soy la casa. Deambulo por todos sus más que nadie sus rincones secretos. Las horas en que hay que estar en pasillos y conozco cada una de sus estancias, los instantes en que la luz los beneficia. Así también gozo interminablemente vigilando el paciente trabajo de Sonia con los trastos de la cocina o con las rutinarias conversaciones de Marisol e Ignacio a la hora del almuerzo o siguiendo los indecisos gestos de los visitantes que vienen a ver a mi marido o a mi hijastra.
No tiene ninguna importancia que Marisol e Ignacio hablen de mí a la hora del almuerzo como si yo no estuviera con ellos; que se turnen para ir a visitarme -según dicen- a un sanatorio. Ellos creen que yo no estoy aquí sino allá. No saben que soy invisible y que, aunque esto carezca de lógica, es mi nueva naturaleza la que me ha salvado de desintegrarme. Les dejaré creer lo que quieran. Total, ya nada me molesta: ni los tiznes, ni las ollas, ni preocuparme por Marisol, ni hablarle a Ignacio, ni las pequeñas tareas que se me imponen. Soy invisible, soy libre.
Publicado en: Desde el exilio (1984)