Por Santiago Pérez Wicht

La primera vez que los separaron tenías veinte años. Q tuvo una depresión de semanas antes que su madre decidiera finalmente internarla. Riñeron, pues tú considerabas que aquello era una locura y parecías ser el único ya que hasta Q estaba de acuerdo en pasar una temporada encerrada en un mohoso pabellón psiquiátrico. Llegó el viernes y estabas en su habitación preparando la maleta. Q llevó un solo pijama, poca ropa interior y ningún par de zapatos.

Los horarios de visita eran los martes, jueves y sábados de dos a cuatro de la tarde, con lo cual tenías tiempo de sobra para comenzar a especular sobre los motivos que condujeron a Q a la depresión. Como es natural en ti, empezaste por culparte. Y al buscar en tu memoria aquellos momentos en que fuiste cruel y mezquino con Q, encontraste unos cuantos que se aglutinaron en una sola masa, y luego de pesarla en tu conciencia te fue posible confirmar que ni todas tus mezquindades juntas eran suficientes para entristecer a Q de esa manera. La querías tanto que no eras capaz de hacerla sufrir.

La pobre Q se pasó tres semanas caminando descalza por pasillos fríos y astrosos, encerrada en una habitación lúgubre con vista al mar.

Un día fuiste de visita y le llevaste un libro ilustrado del poema El astrónomo de Whitman. Apenas si te permitieron ingresarlo luego de suplicar y comprar algunas conciencias. Q se colgó de ti como si fuera una peluda chimpancé y te besó la cabeza y las mejillas hasta que no te alcanzaron las fuerzas para seguir sosteniéndola. Luego se sentaron, se levantaron, caminaron por los pasillos y Q te condujo hasta un patio trasero, donde por fin pudieron besarse libre y apasionadamente.

––Estoy harta ––te dijo.

––Queda poco, y es tu culpa.

––No me importa. Estoy harta. Quiero largarme.

––¿Y cómo?

––No sé. Matándolos a todos, supongo.

Q, con dos rifles automáticos colgándole del pecho, caminando por los pabellones envuelta en el fragor de las balas, salpicada de sangre espesa en el rostro. Imposible, pensaste.

––No pienso ayudarte.

A veces, el loco parecías tú, cuando no podías delimitar claramente la fantasía de la realidad y pensabas que todo, absolutamente todo, era posible con imaginación y dolor.

––El lunes próximo me dan el alta ––te dijo.

La besaste y en tu memoria hiciste lo posible por retener su imagen en ese instante. El moño alto coronando su cabeza; los párpados caídos sobre unos ojos ausentes; la bendita bata nívea moteada de alimento. Q –de ahora en adelante– fue la que más sufrió de los dos. A su lado, miedos, angustias y fantasmas tuyos se vieron reducidos a patéticos looney tunes.

De repente, sin motivo, me sentí cansado y enfermo; hasta que me levanté y me deslicé hacia la salida, para caminar solo, en el mismo aire húmedo de la noche, y de cuando en cuando, mirar en silencio perfecto a las estrellas, escribiste más tarde en tu cuaderno de notas.

 

***

 

Q te dijo que había aprendido a convertirse en quetzal, pero no la tomaste en cuenta.

 

 

***

 

Cuatro años después sufrió ataques de ansiedad regulares durante algunas semanas. Iba a la tienda a comprar veinte soles de puro azúcar y devoraba su dinero como si fuera una chiquilla. Al día siguiente despertaba al borde de un coma diabético con más de cuatrocientos de glucosa. Un día, su madre no pudo más con los nervios y volvieron a encerrarla, solo que esta vez fueron más estrictos contigo y únicamente te permitieron verla los sábados.

Cuando fuiste la encontraste sentada sobre un banco ajado tomando el sol a lado de un molle marchito. Le llevaste un bloc de dibujo y unos lápices de colores para que pueda continuar trabajando; además de un antiguo mp3 lleno de música que sabías le gustaba o podría gustarle. Soñabas que por las noches ocurra la casualidad y ambos decidan oír lo mismo, al mismo tiempo, y los sonidos ingresen a sus cuerpos y los envuelvan en una misma esfera que rompa el espacio y los una. Aura, de Miles Davis, era tu elección para que vivan ese glorioso momento donde conculcarían la absurda regla de alejarlos.

Te sentaste a su lado sobre el piso de cemento y apoyaste tu cabeza en sus rodillas. Desde la atalaya del patio una mujer velluda los observaba. En aquella visita no se dijeron nada. Tú no fuiste capaz de hablar, sabías que se quebraría la voz en algún momento y no querías irte con una escena dramática a cuestas. Así que preferiste el romance de mirar la pared de piedra de enfrente, la delgada línea de árboles detrás, el cielo azul y nuboso.

Los dedos de Q acariciaban tu cuero cabelludo, pero parecían tan lejos, tan ausentes; pensaste que podría estar acariciando un gato y no se daría cuenta. Tú o un gato, para esos dedos daba igual, Q ya no estaba contigo.

Al despedirse le diste el bloc, los lápices de colores y el mp3 que le habías llevado. Al ver los objetos de su reciente y casi olvidado pasado, Q volvió, pero fue sólo un instante. Se echó a llorar y se fue; te fuiste.

 

***

 

Una noche estabas en tu altillo escuchando Miles Davis, exactamente Aura, exactamente Green. Corría el minuto cuatro cuando creíste escuchar unos golpecitos muy suaves en la ventana. Te levantaste y al correr la roída cortina tus ojos descubrieron que tras el vidrio un pajarito verde estaba observándote. Inclinó su cabecita a la derecha, la inclinó a la izquierda y otra vez a la derecha, como si estuviera cerciorándose de algo al mirarte. Tenía un pico naranja y diminuto, una cresta muy fina le recorría la cabeza y se perdía tras la nuca. Los ojos eran dos océanos negros.

Dejó de mirarte, se quedó un segundo quieto y volvió a picotear en tu ventana. Al correr el pestillo, la ventana se abrió sola por la fuerza del viento. El pequeño quetzal saltó del umbral al piso de madera, caminó hasta acercarse a la mesa del fondo y poco antes de llegar se alzó en un vuelo corto hasta posar sus patas sobre tu caja de cereales. Hábilmente abrió el cartón con el pico y forzó el ingreso de su cabeza hasta poder alcanzar algunas hojuelas.

Comió con calma, como si aquello le perteneciera.

 

***

 

Q salió del encierro envuelta en una somnolencia gris similar al saco que la cubría del viento aquella noche. Volvió a casa y se la pasó dormida las dos semanas siguientes.

Una mañana, al despertar, recibiste una llamada suya y una invitación nocturna al zoológico.

 

 

***

 

Dos años más tarde miraban La Strada sentados sobre tu ajado sillón. Algo de la candidez y la ingenuidad de Gelsomina te recordaba a Q y no pudiste evitar mirarla recostada a tu lado, abrazada a tu pecho como el viejo muelle que la separa de las olas. Ella te devolvió la mirada, se acercó a tu rostro y besó tus labios. Fue un beso breve y honesto.

Luego la llamó la pantalla, Zampanó entraba en escena a toda velocidad en su viejísima moto-vivienda y se detenía junto a una pileta desolada en una antigua calle italiana de madrugada. Por la brusquedad de su manejo podías suponer la desesperación del artista. Bajó de la moto y caminó hasta Gelsomina, la levantó de los brazos y a empujones la obligó a entrar en la moto-vivienda. Gelsomina lloraba pero no tenía fuerza suficiente para defenderse. Zampanó se dirigió a unos vagabundos sentados al pie de la pileta. Qualcosa da dire? Niente, niente, respondieron. Subió a la moto-vivienda y partió.

En ese momento llamó su madre. Q buscó el celular en sus bolsillos mientras tú pausabas la película. La conversación fue breve y cuando cortó la sentiste anonadada, como si se hubiera tragado serpientes en lugar de palabras.

––Mañana me internan. La vista se te fue nublando hasta que el altillo se convirtió en una espesa nube gris moteada de negros. A tu lado, Q, o una gran mancha, suponías que lloraba.

––Voy a hacer un mate.

Te dirigiste a la cocina. En el trayecto recogiste el bolso de Q sin que ella se diera cuenta. El calentador eléctrico eclipsó el sonido de tus manos hurgando en el bolso en busca de sedantes. Los cogiste todos, suficientes para dormir a todos los quetzales guatemaltecos. Preparaste una manzanilla con los sedantes. Apenas distinguías los bordes de la taza y fue difícil caminar sin verter el agua sobre el suelo.

 

***

Los golpes secos a la puerta te sacaron del desmayo. Tu espalda se sentía viscosa y humedecida. Tus dedos entumecidos chorreaban un líquido bermellón que no supiste reconocer. Un cuerpo frío descansaba a tu lado.

Te cosiste a Q, ahora lo recuerdas. Su piel y tu piel permanecen pegadas del muslo a las costillas por un delgado alambre que encontraste en el ropero. La sangre de ambos ha manado lo suficiente como para envolverlos en una alfombra líquida. Los golpes persisten, los gritos de la madre en tu fachada buscando el cuerpo inerte pegado en tu dorso.

No respira, te acercas a su rostro y no respira. Oyes una sirena en la calle; una ventana rompiéndose; pasos y gritos; reconoces tu nombre. Sin tener nada más que hacer, buscas el control remoto y apagas la televisión, aún encendida. La película se había quedado detenida en el último fotograma y un fondo negro y una palabra parpadeaban en la pantalla. Fine. Fine. Fine.

 

 

 

 

Foto tomada de: https://elbuho.pe/2019/03/trabajo-ganador-concurso-litarario-categoria-cronica/

 

Santiago Pérez-Wicht

Arequipa, 1988. Estudió Literatura en la Universidad Nacional de San Agustín. En 2017 ganó el VII Concurso Literario «El Búho», 2018, en la categoría crónica. Así mismo, ha quedado finalista y ha ganado en diversos concursos literarios realizados en la ciudad de Arequipa. En 2010 publicó el libro de cuentos Destinitos quebrados, su primer libro de cuentos.

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