(RESEÑA) Dueña de una voz singular, aunque parca para la publicación, Ana María Falconí ha presentado hace unos meses su más reciente incursión poética, Sobrevivir es un acto de invierno. Falconí es autora de dos sólidos poemarios, Sótanos pájaros (2006) y Desvelo blanco (2010), en los que se reveló como una escritora rigurosa, diestra en el manejo de la palabra poética.
Por:
Lisandro Gómez
Desde su primer poemario, la escritura de Falconí evidenció algunos rasgos característicos, que con el tiempo no han hecho sino perfilarse: un gusto por el verso de arte menor, de apretada intensidad y severa concisión; un metódico control del ritmo poético, que contribuía a condensar el sentido; un espléndido —sin dejar de ser sobrio— manejo de los símbolos e imágenes. La suya era una escritura poética cabal, ajena al gesto plañidero y al desnudo fácil, sumamente estricta en la composición del poema y sabia al momento de suprimir lo accesorio. Cada poema era —a veces peligrosamente— palabra esencial. A raíz de su austeridad —y este es tal vez el principal reproche que podía hacérsele a su poesía— había perdido frescura y, acaso, algo de riesgo. Sobrevivir es un acto de invierno marca un punto de inflexión en la producción poética de la autora. No solo por la ampliación de su registro poético ni por la flexibilidad de su fraseo, ni por la experimentación formal que, por momentos, asoma en algunos pasajes, sino porque significa, de forma rotunda, una evolución de su escritura.
El libro inicia con un epígrafe de Vicente Huidobro: «Este viento venía de unas alas / Y los días pasan aullando al horizonte». Esta cita sintetiza el imaginario que dominará en gran parte de los poemas (palabras como viento, cielo, nube, alas, pájaros, aves serán recurrentes a lo largo del libro) y sugiere el formato de «diario íntimo» que articula el conjunto (el libro está diseñado como un cuaderno de apuntes, donde se consignan, casi momento a momento, incluso día a día, las motivaciones que justifican su escritura poética). Pero la cita a Huidobro es también un indicio de la apuesta formal de la autora. A diferencia de sus otros poemarios, como habíamos mencionado, Sobrevivir es un acto de invierno manifiesta una voluntad lúdica y una actitud más irreverente ante la gramática (un rasgo que poco a poco ha cobrado mayor importancia en la poesía de Falconí), así como una afortunada expansión de su registro poético que se apropia de la narratividad y emplea, por momentos, un lenguaje cuasi aforístico.
El libro se divide en cuatro secciones que, articuladas por el tópico del invierno, están designadas de la siguiente manera: «junio», «julio», «agosto» y «setiembre». En este sentido, como habíamos mencionado, la cronología es un aspecto crucial en la composición del libro. En su conjunto, los poemas describen la insatisfacción y el desengaño amoroso del yo poético, así como su etapa de convalecencia y reintegración a su vida diaria. La escritura deviene el producto de una reconciliación con la realidad: «“sobrevivir es un acto de invierno”, escribo / mientras escucho el lenguaje de las nubes / y veo luces inciertas en el cielo» (74). Es necesario recalcar que la distinción entre un espacio interior y uno exterior es decisivo para la adecuada descripción de las etapas que afronta y supera el yo poético en su viaje de rehabilitación. La confusión de las materias es un síntoma del malestar del yo poético, de las tensiones que lo agobian. En esta línea, uno de los poemas más efectivos de la primera sección, «Sol cobarde», aprovecha esta ambigüedad para manifestar la forma encarnizada en que el deseo aturde al yo poético:
esperaré como un perro
tirado sobre una vereda caliente
que lame sus babas
mientras sus fauces tiemblan de expectativa
mi corazón parecerá estar fuera de mi pecho
o cubierto por una delgada membrana
para que todos lo puedan ver
y vendrán las estaciones y me agarrarán babeando
las hojas de otoño pegadas en mis ojos
la lluvia lambisqueando mi sexo
el sol cobarde sobre mis reducidos miembros
y me cansaré de lamer una a una las acequias
hasta secar mis fluidos
a la espera del animal
que no vendrá (25, cursivas nuestras)
Estamos, sin duda, ante un poema erótico que por medio de la sugerencia de sus imágenes amplifica su efecto. Además de la elección acertada de la contención poética, apostando por el símbolo como medio expresivo para manifestar la tensión erótica, la eficacia estética de este poema radica en la sutil confusión de referentes: la voz poética se transporta de un plano a otro (es un animal, es ella; agota una acequia como también sus fluidos: «Esperaré como un perro / […] / mientras sus fauces tiemblan de expectativa / mi corazón parecerá estar fuera de mi pecho / […] / y me cansaré de lamer una a una las acequias / hasta secar mis fluidos») a una velocidad que no solo «confunde» en una primera lectura, sino que da cuenta de su ansiedad por el cuerpo del ser amado, por ese pacto secreto que es siempre el acto amoroso («hasta secar mis fluidos / a la espera del animal / que no vendrá»). Esta interferencia entre la realidad de las cosas y del yo puede leerse como una señal del desconcierto del hablante poético. El libro diseña un recorrido donde el yo se recupera a sí mismo, donde la realidad misma admite nuevamente sus bordes y sus límites. La búsqueda de esta reconciliación cósmica señala la dirección y las transformaciones del yo poético a lo largo del texto.
Por otra parte, dos de las imágenes más poderosas y recurrentes a lo largo del conjunto son la «ventana» y el «pájaro». Desde el primer poema, «Pequeño cielo», la imagen de la ventana será determinante: «mientras miramos un pequeño cielo en la ventana» (13). Como se sabe, la ventana fue uno de los símbolos más usuales del imaginario romántico, ya que sintetizaba el anhelo de trascender, de llegar a un lugar otro, a un más allá, y la imposibilidad de acceder a él. El vidrio es, al mismo tiempo, un mediador y una frontera. La mirada siempre queda constreñida, obligada a dirigirse hacia lo inalcanzable. Esta significación será usual en la primera parte del libro, «junio», pero siempre aprovechando su ambivalencia («…escribo / formando pequeñas ventanas / que me descubren», 17-18). Frontera y luz. Esclarecimiento del ser y discernimiento de lo otro. Así, lo interior y lo exterior serán, desde este punto de vista, dos principios en constante contrapunto.
El poema que da nombre a todo el conjunto, y que cierra la primera sección, aprovecha esta distinción al máximo. Al estar dividido en dos partes, este texto demarca con claridad dos espacios distintos, afuera y adentro, con claras valoraciones implícitas: «qué enemigo mortal habita afuera / aguzo el oído en la ventana / solo oigo el canto de un gorrión» (30). El afuera es percibido como el espacio vinculado al canto, al ave y, por extensión, a la libertad. Mas no deja de ser visto con desconfianza («qué enemigo mortal habita afuera»). En cambio, en la segunda parte se describe la asfixia letal que se expande en el adentro: «la pajarera aguarda siempre / por el pájaro / […] // hay distancias en la eternidad aérea del ave / inaprensible / va calando los huesos de las nubes // pero cuando entra a la pajarera / recuerda al árbol / y se queda ahí // un día / sin razón aparente / muere» (31). Estar adentro es asumir el encierro, y sus consecuencias, como una naturaleza propia, es decir, como una forma de estar en la realidad: quietud, inercia y muerte, opuestas a «la eternidad aérea del ave».
Por tal razón, es fundamental el símbolo del «pájaro» (y todas las palabras que, como anunciaba el epígrafe de Huidobro, se relacionan al espacio aéreo: plumas, alas, cielo, viento, nube, aire), que será el motivo central de uno de los dos últimos poemas con los que cierra el libro, «Pájaros del apocalipsis», donde las aves son los heraldos de la memoria, de aquellos recuerdos que todavía laceran al hablante lírico, pero que, en simultáneo, ya anuncian el advenimiento de la escritura poética. Esta búsqueda de libertad que aterra al principio, pero que conforme transcurre el tiempo (uno de los méritos principales del libro: el lector intuye, siente, el devenir del tiempo) se convierte en un imperativo, devendrá en el último poema, «Lo que se guarda», en el acto de salir, de escapar de la trampa de la insatisfacción y del desconsuelo: «Otra vez dejo la casa / con los árboles caídos / […] // retiro el pestillo de la puerta y cruzo la reja / veo cómo se abren los botones de una hierba desconocida / en el jardín // giro en redondo desde afuera hacia la ventana y la puerta / para comprobar que estén cerradas» (73). Hacia el final del libro, el yo poético consigue reconciliarse consigo mismo y superar el abandono del ser amado. Deja atrás los límites que se había impuesto; observa lo que era frontera (ventana, puerta) y ahora resguarda el secreto de su escritura.
Sin duda, el tema de la fractura amorosa es central en todo el texto. El desencanto del yo poético surge ante la imposibilidad de conciliar el deseo sexual y el amor dentro de la relación de pareja. Así se desprende de, por ejemplo, el poema «No existe el sueño»:
Pero yo quiero el sueño, dije
el sueño fue siempre el pretexto de los acontecimientos
ir y venir en espacios inexistentes
pero como en un final de Hitchcock
te escucho decir
mientras retiras el cabello de mi frente
No existe el sueño
y yo siento el frío en mis entrañas (28).
El hablante lírico tiene que aceptar que su esperanza de que coincidan su deseo y su fiebre de amor es imposible. La angustia que produce esta convicción motiva las secciones posteriores donde, por medio de la imaginación poética, el yo busca solucionar (siquiera en su fantasía) o comprender la verdad de su situación. Poemas como «Cuento del bosquinvisible» (tal vez uno de los que mejor ha interiorizado y se ha servido de la lectura de Huidobro: «como si fuera una fría estación / que forma paisajes en la mente / la perdida imagen / de ella / perdida de él / que fue su animal / y salió de su boca para yacer en su boca / y escucharla escupir sus propias / palabras de amor invisible», 38-39) y «Pescando paiche» («desde esa noche / te busco / […] / sentada en esa balsa / a la espera de que el caudal / te traiga / finalmente convertido / en un gran pez», 46-47) son excelentes ejemplos de este proceso.
La voz poética persiste en alcanzar la unión absoluta con el ser amado. En esencia, se contraponen la realidad y el deseo: él no está, ha partido o se niega a compartir su existencia, mas la urgencia de tenerlo cerca es implacable. Tal vez uno de los mejores poemas que describe esta incertidumbre sea «La nube y el columpio»: «hace días que veo desde mi columpio una nube que no se mueve / […] / y sé que la nube seguirá en su extraña quietud // […] // aun así yo me elevo / cada vez un poco más / sin que ambos logren alcanzarse» (53). Es irreconciliable. El amor no está. Su amor se ha desvanecido o se mantiene quieto e imposible se yergue en el firmamento. Pero, como se ha venido mencionando, una vez el desconcierto ante la ausencia del ser amado se asienta, surge un esclarecimiento de la propia naturaleza: el yo poético se recupera a sí mismo, se reencuentra porque al final debe ser consciente de que «no hallarás nada más que a ti» (43). Pero esta reivindicación de la persona, del ser mismo que se halla en los espacios recónditos de ese corazón estrellado, no siempre se realiza sin riesgo ni temor, porque «afuera el invierno / espera / implacable» (59). El yo poético se reconcilia consigo mismo. Conforme avanza el libro, somos testigos de este proceso. En busca de su libertad, finalmente cruza el umbral que lo lleva, a sí mismo, hacia la escritura poética.
Sobrevivir es un acto de invierno es un poemario, por momentos, vertiginoso, que consigue involucrar al lector en una serie de «sucesos» y transformaciones y que transmite la cálida sensación de intimidad que buena parte de la poesía contemporánea ha perdido. Sin duda puede increpársele que no siempre su apertura léxica ha sido oportuna («somos aquellos zombies que cuelgan», 12; «tu prosopopeya para trascender», 52); ni tampoco las licencias gramaticales que se toma enriquezcan siempre los textos poéticos. Mas, estos detalles resultan casi anodinos frente a los hallazgos y a la calidad poética que ha conseguido Ana María Falconí en este su último libro. No queda sino saludar la publicación de un texto que, por méritos propios, anhela perdurar en la imaginación y la piel de sus lectores.
FALCONÍ, Ana María. (2015). Sobrevivir es un acto de invierno. Lima: Animal de invierno-Paracaídas editores.