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Por:

Félix Terrones

La literatura de viaje, contrariamente a lo que podría parecer, es una constante entre los autores latinoamericanos. Sin olvidar a Rubén Darío —infatigable cronista de su tiempo—, y para mencionar ejemplos más recientes, pienso en autores como Gabriel García Márquez y los argentinos Matías Serra Bradford o Martín Caparrós. Precisamente, tal vez sean los argentinos quienes más se hayan detenido en esa geografía que la convención denomina oriente, palabra que termina connotando una fractura más que un espacio físico: Asia. Destino por demás inusual, si se piensa en Europa —donde venimos a recalar todos quienes buscamos la experiencia del exilio—, los argentinos han buscado en los países asiáticos un exilio cultural, lingüístico y personal, junto con un aprendizaje estético y político. Y una forma de extrañamiento, desde luego.

 

El argentino Miguel Angel Petrecca, de quien ya antes había leído el sugerente poemario La voluntad(2013), da forma literaria a su tránsito por la capital china a la cual ha viajado en numerosas ocasiones. En el libro publicado por la editorial española Pre-textos y lacónicamente titulado Pekín (2017), Petrecca cuenta sus errancias a múltiples niveles, físicos, emocionales y reflexivos por las milenarias y modernas calles de la ciudad asiática. Subrayo modernas y milenarias porque desde el inicio se plantea la paradoja como figura operativa de la manera en que se percibe y literaliza la ciudad. Lejos de plantear un relato en el que se da cuenta de un sentir urbano despojado de complejidad, Petrecca instala desde el inicio la dualidad de la experiencia. Si la ciudad es un lugar que se descubre con el tiempo, conforme uno va familiarizándose con rostros, ritos y trayectos, también es un topos que guarda un elemento incognoscible, más allá de las dificultades lingüísticas. Porque hay precisamente un misterio que nunca se termina de desentrañar, el deseo se agita en su búsqueda a lo largo de plazas, parques, calles y avenidas. El recorrido por ellas, como es evidente, no desvela el misterio, pero nos deja la crónica de su búsqueda incansable e inconsciente, esas palabras que enmascaran el silencio.

Lo que cuenta de verdad es la capacidad evocadora del nombre, la manera en que los viajeros —inmóviles o no— dan forma a la experiencia del viaje, en general, y del extrañamiento, en particular, entre las calles pekinesas.

Pasear por una ciudad también lo es pasear por su memoria. Y el Petrecca de Pekín lo sabe muy bien. Allí tenemos la urbe de las infinitas puertas, la capital de la Ciudad Interior, la Ciudad Exterior, la Ciudad Imperial y la Ciudad Prohibida. También la Pekín de la Plaza Tiananmen y muchos otros lugares elocuentes en la historia de un país. No se trata de menciones arbitrarias ni caprichosas, tampoco de nombres que contribuyen a cierta forma de color local, sino de un alineamiento casi programático de nombres. Los espacios metropolitanos tejen una red de sentidos en función de las errancias del viajero. Son nombres que recuerdan, desde luego, los eventos que marcaron la memoria colectiva, pero sobre todo son calas a la experiencia urbana del individuo provisto de su intuición y sensibilidad, junto con los inevitable mapas:

 

Hay que mirar la ciudad a través de un mapa, abstraerse ligeramente de la ciudad visible a través de la tierra para captar el marco dentro del cual fue concebida y donde aún se mantiene encajada. Sólo desde un mapa uno puede ver de repente, como una iluminación, como la veo ahora en este mapa que me acompaña desde mi primer viaje, la forma de la ciudad antigua: una especie de cuadrado apoyado sobre la base de un rectángulo, contorneados por la línea amarilla de una autopista que los pekineses llaman segundo anillo. Esta autopista es a la vez el verdugo y el albacea de la antigua muralla”. (p.15).

 

Otros aspectos, ya de orden espacial antes que temporal, contribuyen a la representación de Pekín. El oscilar entre el centro y la periferia del narrador por la ciudad es quizá el más constitutivo. Desde luego, este oscilar al cual hago mención le permite abordar la experiencia desde una atalaya más reflexiva que discurre conforme entra y sale de la urbe. Sin embargo, no se queda en ello puesto que además le permite, como si se tratara de un juego de espejos infinito, o de las galerías de un laberinto, desdoblar sin límites las contradicciones de la ciudad. Lo dice la misma voz viajera poco después de empezado el periplo de la lectura: “Beijing o Pekín. La ciudad se presenta desde su nombre inserta en una suerte de encrucijada. Tan diferentes suenan estos dos nombres que parece como si se refirieran a dos ciudades, o como al elegir uno u otro para nombrarla le eligiéramos también destinos distintos” (p.12). Desde el nombre, la ciudad recela un carácter imposible de abarcar. Lo que queda es agotar lo máximo posible ese palimpsesto urbano para poder entrever, siempre desde la perspectiva, una coherencia.

 

Ya lo sabemos, todo es un asunto del lenguaje. Sin embargo, en el lenguaje mismo está permeado de memoria; en otras palabras, de lo que otros autores han formulado con respecto de Pekín. Poco importa si, como Frank Kafka, muchos no hayan pisado el suelo chino. Lo que cuenta de verdad es la capacidad evocadora del nombre, la manera en que los viajeros —inmóviles o no— dan forma a la experiencia del viaje, en general, y del extrañamiento, en particular, entre las calles pekinesas. Con ellos, Miguel Angel Petrecca renueva el motivo del peregrino en patria ajena, pero no tanto con la necesidad de citar nombres, repetir anécdotas, mostrar una erudición que en el caso de la ciudad de los dos nombres estaría de más. Los nombres de viajeros convocados por el autor obedecen a una voluntad de diseminar la experiencia ajena en la propia que, apoderándosela, opera un doble movimiento: se afirma a la vez que se disuelve. Esto permite al relato del viaje, múltiple y singular a la vez, adquirir un espesor e intensidad singulares, pese a su brevedad.

 

Estoy convencido de que el autor no estaría de acuerdo con el rótulo de literatura de viajes, por las connotaciones actuales de éste. De un tiempo a esta parte, se escribe publica y consume literatura denominada de viaje en la que el autor y el narrador —a menudo la misma persona— cuenta sus experiencias en un país ajeno. El objetivo, muy en la línea de determinado turismo capitalista, no es otro que el de relatar “desde dentro” los descalces culturales y, de esa manera, enfatizar de un mejor modo la cultura de la que se cree venir. Concebida de esa manera, Pekín tiene poco que hacer con la literatura de viajes. En las páginas de este librito no hay ningún tipo de brújulas, sino la necesidad permanente de ser otro, desorientarse sin descanso. Necesidad que juega, como es evidente, con la tensión entre lo que se es y lo que se busca alcanzar. Así, en “Pekín” el viaje es la metáfora de una traducción constante entre dos sistemas incompatibles a múltiples niveles. Esa incompatibilidad produce una necesidad de abrirse camino en la experiencia, guardando siempre la sensibilidad para acometer la escritura. He pasado un excelente momento leyendo Pekín de Miguel Ángel Petrecca. Espero poder recorrer de nuevo sus hojas como quien ingresa a una ciudad cuando cae el sol, las farolas se encienden y la gente anónima y febril junta sus pasos. Y en otro idioma.

 

*Puedes leer más reseñas del autor en su página personal: Félix Terrones

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