Por:

Félix Terrones

Leí por primera vez Los terneros (2018, Páginas de espuma) hace poco más de un año. Recuerdo haber leído cada uno de los relatos como quien se extravía al lado de sus protagonistas. Entre la Ciudad de México, Paris, Biarritz e, inevitablemente, Caracas, uno pierde sus pasos por distintos espacios urbanos que son a la vez el núcleo de una intriga. En ocasiones, esta no llega. Por ejemplo, la de un individuo que asciende con ciego llamado Tiresias hasta lo más alto de la Torre Latinoamericana en Ciudad de México. También, la de un escritor venezolano que, en un desolado y lluvioso Biarritz, se encuentra con el hijo de un compatriota convaleciente y lector de Saint-Exupéry. O bien, la de un sujeto que, literal y metafóricamente, se ha convertido en un nuevo don Quijote para buscar la justicia en una Caracas cada vez más asfixiante, por su situación social y política, desde luego, pero antes que nada por la miseria moral en la que ha caído la ciudadanía. Cuando cerré el libro, lo hice con la sensación de que esas errancias urbanas —en ocasiones vagabundeos, otras investigaciones o búsquedas— plantean un misterio singular que de un modo o de otro nunca encuentra respuesta.

Quizá uno de los aspectos más valiosos en las ficciones de Blanco Calderón sean los espacios; en particular, las ciudades. En ellas, los personajes circulan sin una conciencia clara de lo que esperan o buscan. Muchas veces el espacio urbano es propicio para lo anecdótico —un cruce, un encuentro, un descubrimiento— que termina convirtiéndose en algo más, tan incognoscible como indescifrable. Pienso en un cuento como “Agujeros negros” donde una mujer recorre Caracas en moto y desnuda. Mientras se lee los cuentos de Blanco Calderón, uno se siente uno de sus protagonistas, un individuo que reconstituye un sentido, pero con la conciencia de que no hay uno, de que la experiencia sensible, de pronto, se parece a los sueños en que estos no exigen una racionalidad, sino que evocan la fantasía. Recorrer una ciudad no tiene nada de inocente, sino que se asemeja a la irrealidad, el delirio, en ocasiones lo pesadillesco, allí donde los ciegos —como en “Petrarca”— son los únicos detentores de un misterio. En ocasiones, este misterio se asoma al peatón, otras veces, como en “Los locos de París”, o “Biarritz”, aparece de un momento a otro para que se vaya detrás de él.

 

“Todo sacrificio es un barco dirigido hacia el cielo”, es el epígrafe del libro. A la luz del conjunto de relatos, no le falta razón. Conforme avanzamos en los cuentos, se va adquiriendo un espesor singular que complejiza los alcances de cada uno y la totalidad. Las atmósferas amicales y familiares se van impregnando de elementos sociales y políticos. Todo siempre desde la literatura. Porque en Los terneros pareciera que la literatura —los libros y personajes— es centrifugada desde una situación particular. Esa situación es la de un tiempo como el nuestro, un tiempo en el que pareciera que no existe escapatoria posible. Incluso la literatura parece haber perdido la capacidad de interpelar o redimir, junto con la posibilidad de inspirar a los demás. De ahí que el Quijote del cuento “Nuevo coloquio de los perros” termine desencantado, convertido en poco menos que un marginal, en una Caracas irrespirable. El sentido de justicia, la vocación por reparar entuertos, no tienen lugar en una ciudad donde se imponen los más salvajes, donde todos se han animalizado. Incluso quienes se esfuerzan en mantener cierta pureza: ellos son el tributo, el homenaje, el sacrificio que se debe elevar.

 

He releído Los terneros con mucha atención. La coherencia y fuerza del conjunto no solo salta a la vista de mejor manera tras la relectura, sino que manifiesta el extraordinario sentido de composición del autor. Cada uno de los cuentos explora situaciones únicas y al límite, pero al mismo tiempo —como si se tratase de las variaciones de una pieza musical— explora temáticas como la violencia, la amistad, el sentido de la literatura, y en ella del arte en general, en tiempos deletéreos. Algo curioso me pasó mientras releía el libro. Pese a que ya conociera las historias, algo se mantenía, otra vez, en la penumbra. Por eso que las palabras de uno de los personajes de “Los terneros”, el último de los cuentos, resuenen de manera particular: “No se trata de agregar información. Más bien, se trata de agregar un vacío. Como la vida misma, ¿sabes? Que el personaje tenga la conciencia de que le falta algo, aunque él mismo no lo sepa. Aunque tú tampoco puedas decir qué es”. Estoy convencido de que esa es la apuesta de la literatura Rodrigo Blanco Calderón: ser como la vida existencia, pero en lo que esta tiene de misterioso, por inefable o inaprehensible. Quizá aún más, puesto que gracias a la literatura, por fin emerge el desasosiego.

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