Por:

Ulises Gutiérrez Llantoy

Tanto en “Agua e hidráulica urbana de Lima: espacio y gobierno, 1535-1596” (2015), como en “Arqueología hidráulica prehispánica del valle del Rímac” (2018, en coautoría con Sofía Chacaltana Cortez), Gilda Cogorno Ventura (1947) nos había sorprendido ya con la descripción de una Lima prehispánica y virreinal completamente diferente a la que imaginábamos.

Para los cerca de diez millones de seres humanos que habitamos esta Lima de bosques de cemento, ríos de asfalto, cerros de cartón piedra y cielo panza de burro, acostumbrados a ver un único río —el Rímac—; sucio, gris, contaminado; atravesando la aridez de un enorme desierto que va de Lurín a Ancón, pero que pareciera ir de Tumbes a Tacna; imaginar que hace siglos hubo una red de canales que atravesaba el valle sobre el que se ha erigido la actual capital, convertida en bosques, lagunas, y extensos campos de cultivo, parece una película de ciencia ficción, una maqueta de proyectos ambientales, un bosquejo de verdes ideas.

Cogorno Ventura, Licenciada en Bibliotecología y Ciencias de la Información por la Universidad Nacional Mayor de san Marcos, Bachiller en Historia por la Pontificia Universidad Católica del Perú, con diversos estudios de arqueología, nos sorprende ahora con “La Lima que encontró Pizarro” (Taurus, 2018), libro escrito en coautoría con Pilar Ortiz de Zevallos, Historiadora de la Pontificia Universidad Católica y licenciada en psicología. Con una narrativa grácil, entretenida, y acertadas ilustraciones, el libro nos lleva hasta los días en que el valle de Lima era habitado por los ichmas, pobladores del valle antes que los incas y los españoles, quienes; en más de 12 curacazgos principales como los de Surco, Madgalena, Maranga, Carabayllo, Lurigancho, Pachacamac, Manchay; sumaban una población aproximada de 200,000 habitantes.  Hábiles pescadores y camaroneros, los ichmas administraban no un desierto moribundo sino un valle con amplios campos de cultivo alrededor de sus huacas; campos que eran regados por una extensa red de canales dispuestos desde sus capciones en los ríos Rímac, Lurín y Chillón; desde, por ejemplo, los actuales distritos de Ate, Santa Anita, El Agustino, atravesando La Molina, San Borja, Miraflores, Barranco, Chorrillos hasta los Pantanos de Villa; un valle circundado de bosques de lúcumos, chirimoyos, algarrobos, guarangos, en sus lomas; lomas como las que existían en los actuales San Juan de Lurigancho, Canto Grande, con ecosistemas únicos generados por la humedad de los meses de mayo a octubre y que se presentan solo en este lado de la costa central del Pacífico; bosques habitados por variedades de aves que “alegraron los campos y los bosques”, como rezaba el cronista Cieza de León a su llegada a Lima; en los que abundaban venados, llamas, sin animales peligrosos, “ni serpientes, culebras, lobos no lo ay”.

Somos testigos, luego, de la llegada de los incas y la asimilación de Pachacamac con sus deidades y costumbres, la ampliación de los campos de cultivo y los caminos reales; caminos que se adentraban hacia Los Andes a través del Qhapac Ñan en uno de sus tramos mejor construidos, como bien lo describía Cieza de León: “Una de las cosas que yo más me admiré contemplando…fue pensar cómo y de qué manera se pudieron hazer caminos tan grandes y soberbios… que fuerças de hombres bastaron y con que herramientas y estrumentos pudieron allanar los montes y quebrantar las peñas para hazerlos tan anchos y buenos como están”. En suma, una civilización y un territorio únicos; una civilización de la que descendemos (el lector se sorprenderá encontrar que algunas de costumbres limeñas que aun conservamos devienen de aquellos años), un territorio que ahora habitamos y que, como tal, es necesario conocer.

Foto destacada: Municipalidad de Lima

DETALLES:

Título: «La Lima que encontró Pizarro»
Autor: Gilda Cogorno/Pilar Ortiz de Zevallos, con la colaboración de Catalina Lohmann.
Editorial: Taurus.
Año: 2018.
Páginas: 221

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