Por Luis Hernán Castañeda

 

Vivo en una aldea muy pequeña

En el otro extremo del planeta.

                                                                           Francisco Nixon

 

1

Aquí todos los caminos llevan a la ruta 7. No importa a dónde vayas, a la única farmacia de Middlebury o a otro país, siempre tendrás que pasar por ella. Se trata de una carretera angosta que recorre una larga distancia, desde Massachusetts hasta Quebec, y corta la franja oeste del estado de Vermont. Como buen camino rural, solo tiene dos carriles, uno que rueda tranquilo hacia el norte y otro que trota sin prisa hacia el sur. Ruta bordeada por casitas que se aglomeran alrededor de una iglesia blanca, parcelas agrícolas que favorecen el arándano, lagunas que se congelan seis meses al año, y bosques que se visten y desvisten sin pudor, se trata de una vía lenta, digamos cachazuda, que impone una velocidad máxima de 80 kilómetros por hora. »50 miles per hour«, como señalan los letreros blancos. Esta cifra, que en cualquier carretera del mundo parecería risible, en la ruta 7 basta y sobra para gestionar un tráfico modesto de camiones que se dirigen a la frontera con Canadá, carros de commuters encaminados a la ciudad de Burlington, camionetas de la policía que nos dejan a todos atrás, y ocasionales tractores que nos ralentizan hasta el deseo de muerte. Suicidio por morosidad, la nueva moda de estos campos. Más aun, cuando la ruta 7 atraviesa uno de los numerosos pueblos fantasma que pespuntean las soledades vermontesas, el límite se reduce a 40 kilómetros por hora, »25 miles per hour«, lo que nos hace rabiar sin perder la sonrisa y envidiar en absoluto silencio —no en vano es la agresión pasiva un deporte local— a los caballos que galopan por el arcén, sin velocímetro que los encarcele. Aunque sea innecesario encarcelar a nadie, pues en Vermont el crimen está aún por inventarse, esta carretera está saturada de agentes de policía. Cada localidad y condado, sin contar a la policía estatal y la federal, coloca a sus propios funcionarios disfrazados de distintas maneras y arrellanados en autos de colores diversos, variedad que hace de la ley un festival muy animado. Cuando vives en Middlebury y coges esa ruta, me advirtió una amiga algo mayor, poco después de mi llegada al pueblo, debes tener cuidado con la hondonada de New Haven. Allí se aposta siempre la patrulla estatal, la peor de todas. Mi amiga, que ha vivido aquí la mitad de su vida, sabe de qué habla cuando me previene sobre los peligros que acechan en ese trecho maldito, una depresión en el terreno a la que se baja tras remontar una colina, y donde el límite de velocidad cambia bruscamente. Allí, en la oquedad de ese pequeño infierno, la ruta cruza una vía férrea abandonada y la velocidad se congela en 40 mph in razón aparente, por pura costumbre o ganas de joder al conductor, ya que ningún tren ha pasado por allí en décadas. Sin embargo, uno debe frenar bien, casi en seco, si quiere evitar una multa que será puntualmente impuesta por el sheriff del condado de Addison: el demonio de New Haven, como lo llamó mi amiga. No, ella no hablaba de ningún supertrooper jovial, un aficionado a las jugarretas, sino de un peligro social en pleno vigor. El carro de este hombre se camufla en la hondonada, entre los vehículos a la venta de un lote de segunda mano. Se trata del escondite perfecto, porque el cambio súbito de velocidad equivale a una cosecha perpetua de incautos que el sheriff, un rubio obeso que no teme a los estereotipos, suele parar con alegría. Tan orondo, imagino yo, como un niño granjero ante las manzanas que caen de los árboles de su orchard. Por culpa suya, por su presencia real o imaginaria, debo controlar mi furia cada vez que paso por New Haven. Es difícil hacerlo por causa de la pendiente, tobogán natural que fomenta la carrera; además, la impaciencia consustancial de manejar por la ruta 7 todos los días de mi vida me empuja al vértigo, pero no me queda otra. No es el caso de mi amiga, que no respeta su propia prédica. En otra ocasión me contó que había vivido algunos años en Alemania, y que, en lo profundo de la Autobahn, la rapidez y ella habían sellado un pacto íntimo: para todo camino que en adelante recorriera, la consigna sería despreciar los límites. Dar gusto a los caprichos del tobillo, aquel diablo encadenado, incluso en la hondonada de New Haven. Como efecto de esta pasión literalmente irrefrenable, ella ha acumulado un álbum de infracciones cuyo número exacto tuvo vergüenza de revelarme. Aunque el decoro ha mandado que pasemos a otros temas, yo medito con frecuencia en esta mujer, en su necesidad de transgredir la ley y en sus encuentros rutinarios, agendados por el azar, con el mismo sheriff rubio de la patrulla estatal. ¿Serán decenas, cientos o miles los speeding tickets dispensados por este adalid de la constancia a su delincuente más fiel? ¿Cuántas citas enmascaradas de detenciones necesitan darse entre un agente fatigado y una infractora impenitente para que podamos hablar, tras años de sirenas ruidosas y shows de luces y conversaciones rápidas bajo el sol y la nieve, de una relación tan normal como cualquiera? Creo saber la respuesta. Esos dos ocultan algo extraño que las normas de la sociedad no adivinan, pero consienten. Tampoco dudo que el oficial gordito, acostumbrado a los usos de este país, desconozca la piedad, la excepción o la advertencia, fórmulas que en el Perú son el velo de la coima. Mi amiga no puede sobornar a nadie, solo contar con una próxima cita. Alguna madrugada de insomnio he fantaseado que el inocente intercambio de papelitos, de billetes por multas y quizá también algún roce de manos, no está exento de placer, y que posee un valor edificante. Sería como una forma de desarrollo personal, cultural o profesional. Arrasado por el mismo insomnio, he llegado a plantearme que quizá esta perversión mínima, saludable y hasta deportiva, sea una técnica común para socializar en Vermont. ¿Concederá nuestra universidad alguna beca para financiar las multas? Otra pregunta más para hacérsela a mis colegas.

 

 

2

Hasta poco antes de establecerme en Vermont, solo tenía una idea muy vaga del que sería mi nuevo estado de residencia. Lo primero que vino a la memoria cuando supe que me mudaría a ese lugar, es una imagen de la serie ¿Quién manda a quién?, protagonizada por Tony Danza y Judith Light: una camioneta celeste recorre un camino similar a la ruta 7, tapizado de hojas amarillas y rodeado de bosques umbrosos. No sé quienes viajan en la camioneta ni a dónde se dirigen, pero por alguna razón imagino que su meta es una casa de campo en la bucólica campiña vermontesa (en realidad se dirigían a Fairfield, Connecticut: las magias de Wikipedia). Mi total ignorancia de niño peruano me salvó entonces y me siguió salvando hasta llegar aquí de captar realmente, también en su reverso indeseado, las otras connotaciones de la palabra »bucólico«: rural, desierto, oscuro, por nombrar las más agresivas para un sujeto como yo, que se consideraba urbano. Por eso fue tan sencillo aceptar un trabajo en la universidad y convertirme en un joven Assistant Professor of Spanish para Middlebury College, institución que había oído nombrar pero que habría sido incapaz de situar en un mapa hasta que me ofrecieron el puesto. Mi avión, que por suerte se orientaba mejor que yo, aterrizó una noche de julio en el Aeropuerto Internacional de Burlington, donde me esperaba un colega de cierta edad. Antes que viejo, me pareció antiguo, un profesor de ficción que debía de llegar a la oficina no en automóvil, sino a caballo. La ficción no se detuvo ahí: cuando tomamos, en mi caso por primera vez, la ruta 7 y salimos de la acotada zona urbana de Burlington para echarnos a rodar por el campo, me sentí succionado por lo que vamos a llamar »el vientre codicioso de una nave nodriza«. La cinta de asfalto se adentraba, delgada y ondulante, en la noche más profunda que yo hubiera conocido, mientras esporádicos postes de luz que parecían alimentados por grupos electrógenos iban mostrando graneros destartalados, casonas victorianas, sábanas de maíz. Si bien de vez en cuando alguna rana o ratón audaz atravesaban la carretera como una exhalación, lo cierto es que mi colega y yo estábamos solos, presos en una caja de metal que nos forzaba a hablar o a ignorarnos. Una hora duró el trayecto hasta Middlebury, el pueblo que se convertiría en mi base permanente, pero antes de poder bajar la guardia y darme una ducha tibia y destapar una cerveza y pensar en lo increíble que era estar en aquel sitio, tendría que aceptar la inhumana compañía de los conos amarillos que arrojaban los demás carros al subir y bajar las colinas, rayos que veía nacer y morir en la desolada extensión de los campos agrícolas. Fuera de los postes de luz y esos conos salvadores, que creaban una especie de telaraña raquítica, la oscuridad era sobrecogedora, tanto así que al final del camino, llevados a ese punto por la amenaza de la intemperie, mi colega y yo habíamos trabado una amistad veloz, no profunda pero sí robusta, un lazo prehistórico quizá equivalente a varios años de interacción civilizada. »Hay poco que hacer aquí«, reza una propaganda de la universidad, »y tenemos pocas cosas: la más importante, nos tenemos uno al otro«. En medio de esa escasez se conocieron Vermont y este antiguo profesor, mucho antes de saber yo, gracias a comentarios entre heroicos y avergonzados de otros residentes, y a mis propias búsquedas sin duda tardías, que se trataba del segundo estado menos poblado del país, con menos de medio millón de habitantes distribuidos entre la modesta villa de Burlington —responsable de unas cincuenta mil almas— y una constelación de cientos de aldeas sin mayor relación entre sí, pues están separadas por millas y millas de vacío y verdor. Aquí llueve mucho, no como en Lima, y el resultado de las tormentas es casi amazónico. Mi casa, ya no me cuesta llamarla así, es uno de miles de puntitos de luz, casi apagándose entre las tinieblas y las montañas. Pese a los estereotipos que engañan a las personas de la ciudad, que lo ignoran todo sobre nosotros mientras que nosotros a ellos los conocemos bien, la vida aquí no es simple, relajada, primitiva o natural. Después de varios años de experiencia, se me hace un poco solitaria, lo cual no es mucho explicar pues la soledad también evoluciona. La soledad es como una inmensa bestia nocturna que revela cada día, y ciertos días cada minuto, un nuevo matiz de su humor. Eso también lo sabe Paula, y no le parece mal. Pocos pensaban que yo, siendo un chico de la urbe, podría acostumbrarme a Vermont, cuya población entera ocuparía un distrito pequeño de mi ciudad natal. Dejando de lado la ficción del matrimonio feliz, la verdad es que Vermont y yo nos miramos cada mañana sin sombra de rencor. De dónde nace este entendimiento mutuo entre un estado innegablemente rural y un escritor que hasta hace poco se creía citadino, y así era visto por todos, no lo sabría explicar, pero intuyo que proviene de ambas partes y que, todo lo sugiere, nos trabaja y nos cambia sin que lo podamos advertir. De ese modo se suceden las estaciones, pasan los meses y luego los años, mientras mis primeras arrugas van diseñando una geografía extraña. ¿Es el mapa que traza en mí una deformación de mi identidad, o su expresión? Si viviera en otro lugar, si me hubiera quedado en Lima, ¿envejecería de la misma manera? ¿Viviría acechado por Vermont, un remoto y fantasmal hogar? No sé si los vermonteses de nacimiento experimenten este vínculo; son gente trabajadora, algo lenta y triste. Los ignoro con cortesía, inclino la cabeza si me cruzo con alguno y paso semanas sin hablar, cautivo en mis propios bosques. Incluso el colega que me trajo hasta aquí aquella lejana noche de julio se ha mimetizado con el otoño.

 

 

3

En East Middlebury, un pueblo vecino al nuestro que ni siquiera tiene un nombre propio, queda la tienda de dulces más grande que haya visto. Mi esposa y yo la descubrimos hace años, con ocasión de la mudanza que nos llevó de un departamento alquilado a nuestro actual condominio. Buscábamos un camión para transportar las cosas y encontramos en Internet una sucursal de la compañía U-Haul. Primero hicimos una llamada, así es, queda aquí mismo, de modo que condujimos por la ruta 7 hasta el número 12 de la calle Ossie, en East Middlebury. Nunca habíamos estado, pues si ya Middlebury nos parecía enano, qué decir de su apéndice oriental. Dato útil: en ese entonces, casi recién llegados a Vermont, ignorábamos la realidad voluble, multi-tasking, de muchos negocios campestres, que necesitan diversificarse para sobrevivir. Un ejemplo es Dos hermanos, que brinda tres experiencias distintas: es una taberna, sí, pero al cruzar una puerta se convierte en restaurante y, si uno baja al sótano, encuentra una discoteca. Algo así hallamos Paula y yo cuando, en el número 12 de la calle Ossie, ingresamos a un espacio cuyo letrero ponía Middlebury Candies. Es una caseta de madera azul en medio de un estacionamiento de tierra, y no dice U-Haul por ninguna parte. Entramos dudosos y lo que vemos nos admira: Chucherías, susurra Paula con una voracidad de niña grande, sorprendida de haber encontrado así, en el lugar menos pensado, aquello que hace meses ha estado deseando. Desde que regresó de Galicia, donde las chucherías reinan. La tienda cuenta con varios pasillos como un pequeño supermercado, y en cada uno hay estanterías con frascos de vidrio que están, en efecto, repletos de caramelos. Y también de galletas, chocolates, frutos secos, chicles, tofis y, primero lo primero, de gomitas, que son la especialidad de la casa y están disponibles en todos los sabores, colores y formas concebibles. Después de coger una bolsa de plástico que rellenará sin límites, el cliente es libre de navegar por los pasillos como si fueran las avenidas de una Deliciosa Ciudad Basura o una fábrica a lo Willy Wonka, aunque no dedicada al cacao sino a la pegajosa y translúcida golosina. Mientras uno pasea va escogiendo lo que seduzca su apetito, las manzanitas verdes y ácidas, o las rizadas culebritas naranjas, o los palitos rojos de regaliz, o los conitos azules de menta, o los ositos blancos de piña. Cualquier presentación que se le antoje. Lo posible no acaba nunca, es un festival de la química y sus magias, una invitación a la epifanía del colorante y un regreso a las indigestiones de la niñez, pero sin la censura paterna: en otras palabras, un gran buffet de azúcar. Es a eso exactamente a lo que Paula y yo, adiós mudanza y deberes, nos entregamos de lleno, bolsita y cuchara en mano, ojos chispeantes, boca salivante y estómago gruñidor. En algún momento, tan pendientes como estamos de nuestro propio placer, nos olvidamos del otro. Comprar acá es casi mejor que hacerlo en un grifo, algo así como meter las manos dentro de una pintura de Cézanne para cosechar manzanas fosforescentes. Minutos, horas o siglos después afloramos del trance, y llegamos por casualidad al mismo punto: el pasillo imperial de este negocio, Paula en un extremo y yo en el otro. Allí nos congelamos, incapaces de aceptar la inminente orgía. Porque en esta parte del sueño no hay más pomos, sino obras de arte realmente únicas. Paula da unos pasos, los dedos extendidos, hacia un cráneo de tamaño natural que solo puede ser, lo sabemos agradecidos, una portentosa gomita transparente cuyo sabor a hueso humano suponemos muy cítrico. Está esculpida a la perfección, con sus cavidades oculares, su agujero nasal y su sonrisa cínica. Mientras tanto, yo me acerco a una boa roja enroscada a un tronco marrón hecho también de milagroso almíbar: más ancha que mi brazo, la boa promete el infinito. Su lengüita bífida es azul oscuro, y sus ojos brillan como dos esmeraldas. Tengo miedo de que salte sobre mí, de modo que mejor sigo investigando. Acá hay de todo, animales domésticos, maquetas de ciudades, naves espaciales, seres mitológicos, personajes de dibujos animados y hasta escritores célebres. Siento una punzada de hambre ante los ojos cristalinos, como lupas de hielo, de Raymond Carver. Sin darnos cuenta nos detenemos al pie de un Depredador de dos metros de estatura, quizá la joya mayor de este museo. Su tierna boca rosada es gloriosa. Estamos a punto de darle un beso. Perturbados ante este deseo, nos observamos pestañeando, como quien despierta de una pesadilla húmeda, y buscamos la caja registradora. La atiende un chico que, al inicio, tomo por otro maniquí porque es guapo, de afiladas facciones gatunas. Mientras pesa nuestras bolsas, recuerdo por qué estamos en ese lugar y le pregunto dónde queda la sucursal de U-Haul. La dirección que dan en Internet es errónea. Vamos a mudarnos, agrego, y necesitamos un vehículo. Intento ser simpático, aquí todos los son. Han llegado al lugar correcto, responde el joven-gato, nuestros tanques están atrás. Enseguida me entrega un formulario y nos plantea una serie de preguntas que, poco a poco, van haciéndose bastante raras: qué tipo de camión buscan, cuántas millas conducirán, saldrán o no del estado; de dónde vienen, en qué trabajan e, incluso, qué edad tienen. ¿Dónde aprendieron el inglés? Lo hablan bien, mis felicitaciones. Paula alza una ceja, incómoda con el interrogatorio, mientras yo completo el formulario y se lo devuelvo al chico, que lo estudia con atención profesional antes de clavarme su última pregunta. Lo hace con gusto, como si chupara la mejor gomita del planeta: se mudan a una casa más grande porque tu mujer está embarazada, ¿es eso? Oiga, me atraganto yo, pero Paula se me adelanta: no tenemos hijos, le informa. Tampoco pensamos tenerlos. El cajero no contesta; solo mastica lo que acaba de oír y me extiende una llave. Su sonrisa podría clasificarse como estilo gato de Cheshire. Es una pena, comenta, a los niños les encanta este sitio. Y a nosotros, añade, nos encantan los niños. Sin decirnos nada, sin siquiera poder mirarnos, huimos de Middlebury Candies, deseamos regresar a la ruta 7. Afuera ha empezado un aguacero. Paula se mete al Subaru, yo me trepo al camión. Es una bestia enorme cuyo timón, apenas lo toco, me parece tallado en piedra.

 

 

 4

Cuando era niño me fascinaba la lluvia. Mirarla caer, verla desatarse y atravesar el aire, era mi deseo más profundo y también, a quién quiero engañar, mi frustración más típica. Los escritores dicen que en Lima no llueve, que nuestro cielo es un desierto gris, pero a mis ocho años yo tenía fe en su panza de burro. La lluvia limeña era una promesa con dos capítulos diferenciados: en invierno, su teatro máximo, un velo difuminaba el jardín todas las tardes a las seis un punto, y volvía de madrugada para lamer las veredas. La garúa no hacía sonido, era solo una cortina muda, salvo aquella mañana de agosto que siempre atesoraré pues de pronto, en uno de los giros más felices de mi niñez, las gotitas casi inexistentes que conocíamos de toda la vida se engordaron y multiplicaron y entretejieron y adensaron y fue así como gozamos, durante diez minutos completos, de una rara tormenta invernal que no he vuelto a experimentar nunca. Adoraba la llovizna, me encantaban su lentitud y su tenacidad, pero también necesitaba acción: y para eso estaba el segundo capítulo, la función del verano. Me hacía falta esta temporada para no sentirme igual que una momia Paracas. En enero y febrero, sobre todo si había Fenómeno de El Niño, cantaban los loritos venidos de la selva para anunciar el espectáculo. Entonces los cerros muertos que rodeaban la ciudad se vestían de penachos blancos, una ristra de cúmulos nítidos, irreales en su alta definición y capaces de soltar alguno que otro relámpago. Esas nubes eran, mi padre lo decía con sospecha, migrantes andinas que bajaban a la costa y aprovechaban la noche para liberar sus goterones, solitarios, clandestinos y rotundos, como canicas que golpeaban la tierra y dejaban aureolas sobre el pavimento. Lástima que hubiera tan poquitas de ellas. Su ralo concierto, que sonaba más de lo que mojaba, era el opuesto del invierno: un silencio realmente húmedo. Lima la dual, la ciclotímica, se deslizaba en su doble vida de estaciones desgajadas. Tironeado entre esos dos extremos, yo vivía insatisfecho, pidiéndole imposibles al disociado cielo: una lluvia que empape y que resuene, que sea constante y también intensa. En el colegio aprendimos que la corriente de Humboldt, por su frialdad antártica, impedía la evaporación y la formación de nubes, pero que a cambio enriquecía nuestra fauna y flora marinas. Nada que hacer, era vida en los mares o emoción en el aire. Visto que Lima me negaba la lluvia, empecé a explorar otras alternativas. Allí estaba, siempre fresco y atemorizante, el recuerdo de un viaje a Iquitos y el estallido animal de un trueno, mensajero de un diluvio que, una vez de regreso a Lima, descarté como una pesadilla. Estaban también las vacaciones a Cuzco en pleno corazón de enero, incursión sobrenatural a un Valle Sagrado totalmente amazónico, sumergido en una cocha. Pero esa no era mi realidad, era solo una película y yo necesitaba vivir, sentir y mojarme en primera persona. Fue entonces cuando Ica pasó a hospedar el sueño. Ica: fue por vivir cerca de ella, al menos en espíritu, que papá eligió los humedales del sur de Lima para establecer a su familia, y yo, su pequeña copia, no hago más que seguir obedeciendo. Y es que en esa ciudad sureña, pese a ubicarse en un desierto, la lluvia de verdad sí existía, o al menos eso se nos hacía creer. Mis padres, mi hermano y yo viajábamos a buscarla cada dos semanas sin mayores éxitos. En realidad, el único mes del año para disfrutarla era febrero, porque entonces, según contaba mi tío Giovanni, rompía a llover en las pampas de Ayacucho y esas aguas terminaban siendo nuestras, descendían a regar los cultivos y a desbordar las acequias. Una expresión de este tío lejano: »Hoy es día de agua«. Se refería a las jornadas húmedas, calurosas y pesadas, que también tío Mauricio celebraba a su manera: examinando el cielo azul con ojos de zorro, localizando la única nube y prometiendo, casi asegurando, que de ese solitario algodón manaría una cascada. En Ica, ciudad soleada si las hay, la lluvia era una invitada descortés que supuestamente debía llegar después del almuerzo, y que nos plantaba sin compasión. Me recuerdo tendido a la sombra de un pecano y espiando los trabajos del cielo, una batalla de plumas que arrancaba en la cordillera, que el viento cálido soplaba hasta nosotros y que, transformada en escaramuza gris, nos ordeñaba apenas unas gotas. Gotas amargas, cúmulos secos, exhibición vacua. Mis tíos me engañaban, recomendaban paciencia. Había llovido ayer, también la semana anterior. Siempre en nuestra ausencia, pero hoy era día de agua. Por supuesto, jamás dudé de su palabra. Pero fueron pasando los años y, más allá de algún chubasco extraviado, la escenografía que montaban las nubes seguía sin proponer una actriz protagónica. Tendría doce o trece cuando mis ojos empezaron a cansarse. Fue un alivio mirar hacia abajo. Hoy vivo en una región lluviosa, casi selvática, del noreste de Estados Unidos, en la que la precipitación es cotidiana, molesta y falsa. Por eso la ruta 7 solo ofrece verde y más verde. A veces recuerdo las gotitas invisibles, los parques húmedos y las veredas brillantes de mi Lima invernal, y me digo que allá se quedó mi única y verdadera lluvia.

 

Publicado originalmente en: Cuentos de Ida y vuelta. 17 narradores peruanos en Estados Unidos. Lima, Peisa 2019

Un comentario para “Los milagros de la ruta 7

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