Por Carlos Herrera

Polibio Alcanfores recibió, con el aire grave y digno propio de las circunstancias, las numerosas expresiones de pésame por el repentino deceso de sus padres en un desdichado accidente automovilístico. Nadie se dio cuenta de que, en su fuero interno, la pena natural era superada por una excitación casi gozosa, provocada por el hecho de que Polibio iba por fin a disponer, sin trabas, de los medios para satisfacer su pasión única, existencial: comer.

No era que sus progenitores le hubieran mezquinado atención ni dinero para cubrir sus necesidades y caprichos. Al contrario, Polibio había alcanzado los veinticinco años de edad disfrutando de una vida muelle, sin mayor preocupación intelectual y ningún apremio material. Las fortunas combinadas de don Segismundo Alcanfores y doña Margarita Lavalle de Alcanfores aseguraban que su único hijo no sufriera la vergüenza de tener que trabajar para vivir. Así que dedicó toda la energía de sus años mozos y el dinero del que pudo disponer a devorar la mayor cantidad posible y la variedad más rica de manjares a su alcance.

Pero Polibio no era un simple glotón, ni su contextura, aunque gruesa, era la un obeso. Apreciaba una mesa profusamente servida, pero privilegiaba la sazón a la abundancia. Su gula era de naturaleza gastronómica, al permanente acecho de nuevos sabores y combinaciones que pudieran sorprender y agradar a un paladar cada día más exigente. Porque, conforme crecía, Polibio tenía mayores dificultades para encontrar total satisfacción en un plato: siempre faltaba algo. Hasta que ese «algo» pasó en algún momento a ser objeto de una búsqueda de carácter más bien metafísico: Polibio debía encontrar El plato, arquetipo de las artes culinarias, suma y cifra de lo comido, Grial del vientre, único y sublime.

Al momento de la muerte de sus padres, Polibio había ya iniciado su gesta viajando por el interior de su propio país, justamente reputado por su riqueza gastronómica. Disfrutó de la asombrosa variedad de alimentos marinos que ofrecía la costa, preparados con refinadas técnicas en un espectro que iba de la pureza exquisita de lo crudo al desbordante barroco de monstruosas sopas de innumerables ingredientes. Sometió sus fauces al masoquista placer del picante que aderezaba los platos principales de la montaña, descubriendo que incluso el fuego que abrasaba sus papilas tenía matices y fulgores distintos. Gustó el exotismo de carnes nuevas en la selva tropical: el vientre acre y grasoso de enormes hormigas, la confusión de sabores terrestres y marinos de la cola del cocodrilo, el inquietante poder sugestivo de las manos de mono…

Pero Polibio seguía insatisfecho. Y vanos fueron sus esfuerzos por convencer a sus padres de proporcionarle el dinero necesario para continuar su búsqueda allende los mares: Don Segismundo Alcanfores, en particular, temía que la inocente acción de su vástago comenzara a tener tintes de obsesión patológica, tendencia que no era aconsejable impulsar. Los pretextos de visitar museos y conocer pueblos curiosos no convencieron a don Segismundo, sabedor del nulo interés de su hijo por nada que no fuera digerible.

Pero vino el accidente, y Polibio, mientras agradecía los pésames, hacía cálculos mentales sobre lo que la herencia iba a representar en términos de años y kilómetros desplazándose por el mundo, olfateando, probando, degustando, comiendo, comiendo…

 

***

Polibio Alcanfores estaba cansado, sucio y flaco. E insatisfecho.

Diez años llevaba su búsqueda. Diez años de viaje por las tierras más salvajes y las civilizaciones más sofisticadas, ensayando todas las variedades de lo crudo, lo cocido y lo putrefacto. Había gastado fortunas reproduciendo festines tan imaginativos como el de Trimalción o tan prolongados como el que acabara con la vida de Alejandro Magno, apoplejía mediante. Había viajado al Japón para buscar el peligroso placer del fugu, pescado cuya carne mata sino es cortada con pericia; a las selvas de Sumatra para probar los sesos aún calientes de un orangután, y al confín más remoto del Tibet para comer perro relleno con arroz –al perro se le obligaba a comer ingentes cantidades de cereal antes de sacrificarlo, y se le dejaba ablandar por la propia naturaleza unos días antes de servirlo–. Había organizado parrilladas gigantescas con el producto de safaris que asolaron la sabana africana, y llegó a pagar sumas astronómicas a traficantes inescrupulosos para degustar los últimos ejemplares de especies en extinción. Los cocineros más célebres del mundo habían asociado esfuerzos para encontrar ingredientes y recetas que pudieran sorprender a Polibio. Nacieron así paltos como el soufflé de placenta de manatí, los galápagos en su concha al ajo, el cangurito macerado en su bolsa con finas hierbas, la ensalada de lenguas de basilisco o el cebiche de celacanto.

Pero nada había podido complacer la cruzada del paladar que Polibio había emprendido. Y ahora, en la canoa que lo conducía a la isla, solo le quedaba lo que tenía puesto y una bolsa con un lingote de oro. Y una última esperanza que hacía fulgir su mirada en medio de la noche.

El contacto –un hombre joven, con la cabeza rasurada y el rostro inescrutable–, había sido formal: en la isla, junto a los sacerdotes de un rito secreto, encontraría el final de su búsqueda. La cena única, divina, irrepetible.

 

***

Polibio tenía ante sí una mesita con un único plato de plata. Sus piernas, extendidas y con los tobillos atados, eran visibles al otro extremo de la mesita. A ambos lados, dos sonrientes jóvenes de rara belleza manipularían los cubiertos para servir a Polibio, que también tenía los brazos inmovilizados por cuerdas.

Al frente se encontraba un hombre de edad y rasgos indefinibles, cubierto como estaba por una capucha y un amplio manto blanco, quien iba a oficiar, a todas luces, de cocinero y maître d’hôtel al mismo tiempo. Sobre una bandeja había ya dispuesto los instrumentos necesarios para cercenar pinchar, asar y freír. Más allá se observaba un anaquel con diferentes clases de especias y recipientes con salsas. Completaban el decorado una cocinilla con dos hornillas, que despedían ya un tenue fuego azul, y un horno.

–El origen de las carnes es uno solo, pero el sabor puede variar según la técnica y el resto de ingredientes –indicó el encapuchado–. Usted mismo me irá señalando cuál es el orden y las partes que prefiera crudas, cocidas, fritas y asadas, así como los aditamentos que su voluntad demande. Tenemos todo el tiempo del mundo. Todo el tiempo que usted aguante.

Polibio, para evitar ver cómo el encapuchado se acercaba a sus piernas desnudas, hundió la vista en el solitario plato, buscando su reflejo. Lo distrajo una inscripción en el centro del plato: «Nosce te ipsum». «Conócete a ti mismo», base de toda filosofía y final de toda búsqueda.

 

Del libro Crueldad del ajedrez (Ediciones El Santo Oficio, Lima, 1999)

 

Carlos Herrera (Arequipa, 1961)

Diplomático de carrera y autor de los libros de cuentos Morgana(Colmillo Blanco, 1988), Las musas y los muertos (El Santo Oficio, 1997) y Crueldad del ajedrez (El Santo Oficio 1999), así como de las novelas Blanco y negro (PEISA, 1995), Crónicas del argonauta ciego (PEISA, 2002) y Gris: las vidas de la penumbra (PEISA, 2004). Historia de Manuel de Masías, el hombre que creó el rocoto relleno y cocinó para el diablo (USMP, 2005). El autor siente una predilección especial por Crónicas del argonauta ciego y Crueldad del ajedrez, dos libros desconocidos fuera del Perú y que descubrirían para los lectores de todo el mundo a un narrador elegante, irónico e inteligente. Ambos obtuvieron una mención honrosa en la III Bienal del Premio Copé de Cuento.

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