Por Claudia Fernández

Nací el 25 de octubre de 2019 y a los dos meses me dieron en adopción. Sufrí bastante porque mi familia era numerosa, vital y llena de amor. La que más sufrió cuando me fui, fue mi madre, ella me cuidaba más que a todos mis hermanos, quizás porque sabía que me iba a ir primero y efectivamente, el 25 de diciembre, dos meses después, me fui para siempre. Desde el centro de una ciudad del sur argentino, iluminado por el viento del verano arenoso, de meseta y estepa, llegué a una casa de campo solitaria, enclavada entre sauces y álamos torcidos, que es la forma que conocen aquí lo árboles para hacerle frente o quizá exponer su devoción al viento.  Mi corazón temblaba y mi llanto estaba a punto de estallar cuando, al abrir la puerta, me esperaba iluminado un árbol dentro de la casa. En ese momento di mi primer y débil maullido, lo que hizo que mis nuevos dueños me arroparan en sus brazos, fuera del canasto que habían usado como prisión, para que no me lastimara al transportarme.

Ese abrazo me enamoró, pero más me enamoró ese árbol iluminado con ratones brillantes que se escondían y aparecían, invitándome deliciosamente. Pero yo había llegado a este hogar con otra misión. Como vengo de una familia de superhéroes, famosos protagonistas de grandes obras literarias, teatrales, del séptimo arte, mi misión era devolver a un inteligente y metódico bioquímico del pueblo y a su esposa, la mirada profética que, con la edad y la rutina, habían perdido. El doctor me aceptó enseguida, con él sería fácil comunicarme, pero con su esposa no, porque la invadía una especie de melancolía pasada, de tristeza que trataba de ocultar haciendo de las tareas hogareñas una práctica religiosa y mística, donde casi nunca tenía tiempo para escuchar y mucho menos para desentrañar algún misterio.

De una u otra forma, fui consentida desde el primer momento. Me apenó mucho que el árbol luminoso durara tan poco, pero no pude, sino con el gesto del desparramo, dar mi primer aviso; algo estaba por suceder y tenían que saberlo con o sin árbol de ratones iluminados.

Mi nueva familia, después de largas deliberaciones entre repatriación y/o  cuarteles de invierno, llegaron a la conclusión que yo había realizado un acto de lo más común y que ya el árbol estaba pasado de moda, que había cumplido un ciclo, que los adornos de cristal eran un peligro para todos, no sólo para mí y que la ventana donde estaba ya había que cambiarla también pero, por sobre todo, nada valía tanto como esa pelusita que se había adueñado inmediatamente, sin prejuicios y con total impunidad de toda la casa, especialmente de la chimenea, que por un breve espacio de tiempo estaría apagada.  Así fue que, entre risas y abrazos, me hicieron la dueña de la casa. Fue fácil, pensé que me llevaría más tiempo. Poco a poco fui haciendo de mis costumbres sus costumbres, a veces me perdía por horas, otras, dormía por horas, para que me fueran interpretando cada día un poco más. Ya para marzo, había logrado mi cometido.

Pero fue poco antes del 13 que empecé con mi otra misión.

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   Lo que más resultado da, en casos de emergencias, es causar preocupación, y esto lo lograría con un acto de tiranía infalible: dar parte de enferma.

Comencé a la noche, que es la hora donde las alternativas son escasas, a caminar en círculos y a maullar tristemente mirando con mirada grave oscura y profunda, la que mis ancestros depositaron en mí, desde que susurraban en el hombro de los magos y magas los secretos escondidos del mas allá.  Poco logré, el doctor tranquilizó a su señora con un –ya pasará. Los gatos, no portan el virus.

Mi segundo intento, obtuvo más respuesta: dejé de comer.

El médico veterinario le dijo a ella que, efectivamente, estaba enferma, pero que no había de qué preocuparse porque era solo cuestión de días hasta que me adapte. Claro que me tuve que adaptar a muchos cambios, pero al recibir tanto amor, no pude más que devolver un poco.

Pero la preocupación llegó catapultada por la frase “algo está por pasar”.

-Algo nos quiere avisar.

Decía ella preocupada porque confiaba y creía en las supersticiones.

– Sí, algo extraño está por suceder, replicaba él.

– Es la enfermedad. Ya llega la pandemia del norte, ya nos toca, tenemos que resguardarnos. Los animales perciben el más sutil de los sonidos. Escuchan, por eso no hablan. Esa quietud es inquietud.

Me había hecho entender. Lo demás, todos lo sabemos, era solo cuestión de tiempo.

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La enfermedad o mejor dicho, el virus, no se hizo esperar.  Lo único que estaba haciendo el mundo era prologar su llegada. Niños con hambre y sed. Niños pobres. Niños ricos. Unos pocos oprimiendo a las multitudes y queriendo más de lo que tienen. Unos muchos sufriendo injustamente, huyendo del dolor. Mares y ríos contaminados; cielos sucios, destierro de árboles sagrados en selvas sagradas, incendios devastadores. Ironías. Puras y tristes ironías. El mundo se hace polvo, se parte en dos.

El doctor salió por última vez a la calle el 15 de marzo para traer provisiones, porque ya le habían avisado que se suspendían todas las actividades sociales: trabajos en general, escuelas, fábricas, astilleros. Los médicos determinaron que la única vacuna que existía por el momento era el aislamiento social, ya que el virus se movía cuando las personas se movían.

Cuando llegó, se sentó en el tronco seco del jardín, dejó las bolsas del mercado y se enjugó la frente con un gesto de preocupación. Yo fui a su encuentro, pero no se dio cuenta de eso, pasó de largo, sacándose toda la ropa para dejarla en el vestidor y entrar desnudo a la casa,  comentando que ya no había nadie en las calles,  contándome también lo increíble que estaba siendo la gente con las medidas dictadas por el presidente y se reía porque un invisible había puesto de cabeza a la humanidad. Se reía porque él hacía demasiado tiempo que ya lo sabía.

Entró al living; eran las siete de la tarde.

En los días posteriores ella arregló el altillo y con todas sus fuerzas, guardó en cajas cientos de objetos. Hasta le dio un lugar a los alfileres oxidados que estaba por tirar a la basura. Hablaba sola, en voz alta, decía que ordenaba porque era una forma extendida de ordenar sus pensamientos, para no olvidarse de nada. Tiraron una pared de la casa para hacerla más grande, para que yo no me aburriera durante el confinamiento, que su nombre real es aislamiento social, preventivo y obligatorio, pero a mí, sin eufemismos por favor, es un confinamiento… aunque salimos a la siesta al patio, para tomar el poco sol del otoño que llega a estas latitudes.  Me gustaba tanto jugar en el parque de la plaza…

Desde hace cien días, mis nuevos dueños escriben un diario de la pandemia, “covid-19”, se llama (son poco originales), aunque no está nada mal. Al principio se gastaron unas cuantas veladas en recabar información del concepto griego etimológico de pandemia y de su análisis en el diario “El Español”, que me parece irrelevante, pero a ellos les encanta. El resto es  fascinante, toman fotografías instantáneas de mi mirada cautiva y dibujos de mis poses y travesuras. Soy el tema de conversación en el almuerzo, la merienda y la cena. Ayudé a tejer y destejer una manta de todos colores y cada noche escucho que agradecen tener , en este tiempo tan extraño, en esta “nueva normalidad” a una gata tan hermosa y  juguetona que les lleva el tiempo pero les devuelve el amor.

 

 

 

 

 

2 comentarios para “Yo la veo diferente

  1. Bueno Claudia.
    Me imagino que tu has de ser la esposa a quien la invade “una especie de melancolía pasada, de tristeza que trataba de ocultar haciendo de las tareas hogareñas una práctica religiosa y mística, donde casi nunca tenía tiempo para escuchar y mucho menos para desentrañar algún misterio.”
    Si es así creo son palabras muy duras para contigo misma de las cuales pudo curarte tu gata.
    Creo a ciencia cierta que tú tienes el virus, no el Covid, sino el de los adoradores de los gatos que te dio el valor de poner la pandemia por debajo de los dolores de estómago de tu gata.

    Eso relativamente esta bien.

    Deja afuera todo lo irresoluble para dedicarte a los mimos de tu gata y el tal diario que iniciaste le puedes cambiar el título por algo así como “de cuarentena con mi gata” que la verdad será porque el tema te fascina has logrado un hermoso relato.

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