Por:

José de la Peña

Las elecciones presidenciales se fueron doblando una esquina y todo estaba como detenido en Lima. El comercio no producía tanto, las radios y los noticieros solo hablaban de los dramas electorales, y yo no tenía más que veinte soles en la billetera y poco más de un gramo de hierba en una latita. Un gramo y medio para ser exactos. Era lo que me quedó del día de las elecciones, donde no paré de fumar con este amigo mío mientras esperábamos para entrar al local de votación. La cola seguía por lo menos tres cuadras alrededor del lugar y tardamos casi dos horas en entrar, así que realmente no puedes culparnos por estar drogados a todo momento.

Mi tiempo se estaba agotando y pedirle dinero a mis viejos no estaba dentro de mis opciones. Tres meses atrás había perdido mi trabajo y desde entonces me las arreglaba para encontrar alguno que otro proyecto que me diera plata para sobrevivir. No me fue tan bien. El dinero que ganaba no era suficiente y de todos modos no conseguía tantos proyectos como me hubiera gustado, así que terminé pidiéndole un buen dinero a mi vieja y no pensaba hacerlo de nuevo. Yo era el hijo terco que se había ido de la casa sin grandes ahorros y tenía que lograr ponerme de pie rápido si no quería preocuparlos más. Me botaron de mi departamento y conseguí este cuarto medio raro por algún lugar entre Magdalena y San Isidro. No era nada especial; más parecía un alojamiento recóndito en un campamento minero. Pensaba en algo como Ayacucho, solo que estaba en la zona más bonita de Magdalena. Muy cerca del malecón y todo eso. Solo me faltaba conseguir un trabajo y podría recuperarme en algunos meses.

El primer mes casi no lo logro. El dinero que me dio mamá apenas alcanzó para cancelar todas mis deudas del departamento anterior y pagar el adelanto del nuevo sitio. De las comidas ya ni hablo porque sería penoso recordarlo. Ajustaba mi dinero, lo estiraba, lo escondía de mí mismo y ni siquiera así lograba comer dos veces cada día. Si tenía algo que almorzar me sentía realizado. Es penoso, pero lo admito. Si comía a la hora de la cena, no paraba de sonreír hasta que me acostaba. La pobreza es penosa, pero agradecida.

Conseguí casi de milagro el dinero para pagar el cuarto a fin de mes. Sorteando muchos problemas y a un jefe que no quiero recordar. Solo trabajé para él por tres semanas, pero eso fue suficiente por esta vida. ¿Qué me quedaba? Un trabajo de mierda en algún sitio de mierda seguramente. Me había graduado de estudiar Publicidad hacía menos de un año, pero el mercado era duro y la competencia peor. Intenté salvar las distancias y pensé conseguir un trabajo como diseñador en el centro de Lima. Tomé valor y me fui a las galerías de Wilson pensando que sería la cosa más sencilla. Me ofrecieron un par de empleos —¿trescientos soles semanales más almuerzos? No digas más, te veo el lunes— y me fui tranquilo a cumplir con mi deber ciudadano. Todos querían esperar a que pasaran las votaciones para contratar a alguien nuevo.

Para el lunes, los candidatos que pasaron a la segunda vuelta comenzaban sus campañas sin darnos un respiro y yo me había despertado algo tarde. Vi a mi alrededor y sentí algo de pena por mí mismo. Eso me pasaba casi unas nueve veces al día sin exagerar. Hoy empieza algo nuevo, pensé, y me sacudí todo de encima. A las nueve llamé a uno de los señores con los que había hablado para revisar si todo estaba en orden. «Sí, ven en una hora», me dijo. Llegué en una hora y veinte minutos. Como era mi primer día y me sentía nervioso, había pensado en relajar el cuello antes de salir de casa. Abrí la lata con hierba y tomé algunos moños para ponerlos en la pipa. Ese gramo y medio tenía que durarme hasta que pudiera recibir más plata, lo mismo que los veinte soles. Me metí algunos hits y salí a tomar el micro. Cada viaje me costaba un sol; saca tú la cuenta.

Ir drogado a trabajar en un sitio como Wilson y en tu primer día… es una mala idea. Tan pronto como llegué y el señor que me había contratado me presentó a un par de personas, empecé a recibir todos estos estímulos nuevos y algo siniestros. Las luces de los pasillos aclaraban todo con un contraste misterioso y la gente se movía de puesto en puesto como si fueran muñecos de cuerda. Las imprentas y tiendas de diseño tenían sus propios sonidos; por toda la galería se escuchaba el «clacate, clacate, clacate, plam» coordinado de las máquinas, como tocado por una orquesta engañosa. Esa imagen me volvió loco por un rato.

En la tienda mi mente se pudo calmar. Trabajaba con dos chicas. Una se llamaba Mayumi y tenía unos ojos achinados muy bonitos. La otra se llamaba Ángela o Angélica o algo así. No había mucho de interesante en ella, pero era agradable. Me la pasé trabajando al lado de ellas sin decir nada y ellas tampoco me hablaron mucho. Casi no aparecieron clientes ese día, pero llegué muerto a mi cuarto por haber estado trece horas de corrido en el centro comercial. Era criminal trabajar tantas horas aunque no hubiera mucho por hacer. Recuerdo que a eso de las dos de la tarde, Mayumi me dio diez soles y me mandó a almorzar.

—Toma esto y anda al final de la galería para que comas —me dijo.

Obedecí. Al final de la galería estaba esta zona llena de menús populares donde la gente se peleaba por tener más clientes aun cuando no se daban abasto para atenderlos a todos. Me llamó la atención un puesto lleno de gente extraña. El jalador era medio raro, los cocineros usaban aretes y hablaban como señoritas alteradas y la señora que cobraba a los comensales parecía tener algo raro también aunque nunca supe qué. El jalador gritaba en una voz que parecía salida de un libro de Puig y prácticamente te tiraba la carta encima apenas te acercabas al comedor. Me pedí algo sencillo y, cuando acabé, decidí que no volvería a comer ahí. Todo era demasiado exótico para mi gusto.

Ya en casa no podía dormir. Daba vueltas sobre la cama y no quería fumarme lo poco que tenía, así que pensé visitar a un amigo. Javier vivía a solo unas cuadras de la mía y siempre estaba disponible para poner un poco de hierba en la pipa y atacar el malecón. Nos habíamos graduado en la misma promoción luego de estudiar Publicidad.

—No vas a aguantar mucho tiempo en ese lugar —me dijo tan pronto como la hierba hizo efecto. A veces podía ser bastante crudo, pero a mí no me molestaba.

—Dame una semana y verás cómo me adapto —le respondí.

No dijo más; no me creía. Compramos algo de tomar y comer en el grifo y después me fui a dormir. Al día siguiente me esperaba otra jornada de trece horas.

Desperté tarde y salí volando para la galería. Llegué treinta minutos después de mi hora de entrada y no vi a nadie más, así que me relajé. El resto también estaba tarde. Mayumi llegó agitada veinte minutos después; mientras que la otra chica, diez minutos después que ella. Todos nos pusimos a trabajar de prisa para recuperar el tiempo perdido; era obvio que los tres nos sentíamos culpables. Ese día trabajé sin parar y la cagué casi con cada diseño que hice. Me demoraba más de la cuenta y Mayumi me decía que me apurara a la vez que se reía. Tenía un sentido del humor algo raro.

Cuando llegué a casa me sentí miserable. Apenas habían pasado dos días y ya me sentía así en ese trabajo. Me dije que lo odiaba, qué era el peor trabajo del mundo, que yo no servía para eso y me deprimí en mi cama al borde del llanto (¿estaba sensible o qué?). Vi hacia el techo de mi cuarto, que parecía hecho de una mezcla dura a base de paja, y una cucaracha pasó zumbando por ahí. Trabajaba a tiempo completo en un hueco solo para pagarme la vida en otro peor. Me puse mi ropa de dormir, abrí la lata de hierba y preparé algunos hits más para relajarme. Dejé que el efecto me llevara lejos, a casa de mis padres, a un cuarto luminoso y bien ventilado que siempre estaba disponible para mí y en mi imaginación empecé a curiosear por toda la habitación. Me paseé abriendo cómodas y baúles, revisando todos los recuerdos de mi vida como un hijo protegido por sus viejos. Seguí fumando y para cuando estuve satisfecho, me quedaba menos de un gramo de marihuana. Saqué la cuenta y vi que no me iba a alcanzar para el resto de la semana. «Ya fue», dije, y seguí fumando aunque ya no me hacía falta más hierba. Me dormí en ese estado de triste relajación y desperté muy cansado al día siguiente; otra vez tarde.

Caminar por el centro de Lima puede ser bastante estimulante, en especial por las mañanas. Yo casi no tenía dinero y era horrible porque todo está plagado de gente que vende comida o bebidas heladas para soportar el calor del verano o algún postre que no deja de verse bien. Yo me la pasaba hambriento gran parte de la tarde y no soportaba ver tantos sándwiches apilados en sus carritos, tantas botellas de chicha y de maracuyá desfilando frente a mis pobres ojos. Ni siquiera podía comprarme un pucho. ¿Por qué todos los precios estaban inflados? Hubo un tiempo en que iba con mis padres por el centro de Lima y todo parecía menos caro. Ahora un pucho estaba un sol; los vasos de chicha o de maracuyá, un sol con cincuenta céntimos.

Avanzando por toda la avenida Tacna quise seguir a una pareja que se notaba con mucha experiencia en cruzar las pistas de esta parte de la ciudad. Si has estado en el centro de Lima, te habrás dado cuenta de que las pistas no se cruzan como en el resto del mundo. Esto porque la vida criolla tiene a todos un poco exaltados, siempre intentando avanzar antes que tú o pasarse alguna luz roja. Pero también porque nunca falta algún policía dedicado a joder el tráfico, alguien que empeora todo en vez de ayudar. Al final no sabes si hacerle caso al tombo o al semáforo, así que solo queda cruzar con los carros apenas tengas la oportunidad. Y eso era exactamente lo que esta pareja parecía hacer muy bien. Me les pegué como un chicle y llegué hasta Wilson en menos de dos minutos. En la tienda Mayumi me recibió con novedades: la otra chica —Ángela o Angélica— había renunciado. Según me dijo, había llegado tarde un día y todo terminó en una gran pelea con el señor que dirigía el negocio.

—Aquí no dura nadie. Todos siempre se van —me contó con pena. Como no conocí mucho a esta chica lo dejé pasar y Mayumi se fue como intentando alejar la tristeza. Luego llegaron varios clientes indecisos a la tienda y tuve que atenderlos por el resto del día.

De regreso a casa me crucé con un caficho. Se le notaba por todas partes. Era algo corpulento, hablaba suave y tenía la mirada de quien conoce a una puta con solo verla a veinte metros. El centro de Lima era cosa seria si de verdad prestabas atención, pensé. En la noche no paré de dar vueltas por todo mi cuarto. Me pasé todo el rato con los ojos abiertos, leyendo a Salinger y fumando. Me dormí tras fumarme la mitad de la hierba que tenía. No quedaba más que para un par de hits al día siguiente.

 Cargar cien pelotitas de goma puede parecer sencillo, pero cuando cargas mil pelotitas atrapadas en una caja gigante la gravedad y el peso pueden ser una mierda. Diseñé con las manos temblorosas y muchas ganas de ir a dormir. No era difícil ver que la iba a cagar otra vez.

La mañana pasó tranquila, sin muchos clientes que visitaran el stand del segundo pasaje. Pronto los jefes se aburrieron de que me pasara toda la tarde leyendo mis libros y me mandaron a ayudar a otra parte. Este chico, Jherson, me recogió de la tienda y me dijo que lo siguiera. Yo moría por saber a dónde íbamos, pero no quería iniciar con eso una conversación, así que me dediqué a seguirlo en silencio. Nos fuimos por el parque Universitario y seguimos por Arica hasta meternos en una calle bastante transitada y llena de ambulantes. Jherson empezó a hablar tan pronto se cruzó con una chica y la fastidió todo el camino calle abajo hasta que nos separamos.

—Eeh, papi. Cómo me gusta joder a esa flaca, de verdad que sí. Así reviento la pepa por las tardes. ¿Qué tal todo hasta ahora? —me preguntó entre risas. No había parado de reír desde que se cruzó a la chica—. Seguro que ya estás más veloz con los diseños y todo.

No lo estaba. La verdad era que cada día parecía hacerlo peor y más lento que el día anterior. Quiero decir, mis diseños no estaban mal ni nada, pero mis gustos no iban con los de la gente que iba a Wilson. Ellos querían color, siluetas raras, formas extravagantes y un buen segmento de información que, yo sabía, nadie quería leer. Les intentaba explicar y aconsejar, pero no era muy confiable porque me veían tardarme casi media hora haciendo lo que los otros chicos hacían en solo diez minutos. Al final me di por vencido e intenté hacer lo que ellos querían, pero la verdad es que no me daba ganas para nada. Era una horrible forma de quitarte las ganas de trabajar.

—Solo tienes que usar los atajos, papi, ¡los atajos! —dijo animado—. Antes de ti estaba este chico que se llamaba Juan y… jamás he visto a alguien como él. Los clientes le hablaban y él diseñaba sin mirar la pantalla mientras tecleaba montones y montones de atajos. ¡Cómo diseñaba ese chico, carajo! Ellos querían un diseñador y yo empezaba a entender que no lo era; solo era un chico que sabía diseñar.

Llegamos al fin a este pasaje que daba a un complejo de casas verticales muy pegadas unas a otras, con colores lavados por el paso de tantos años y una sensación de decadencia que se había quedado en sus pórticos. Apuesto que aunque remodelaran todo el complejo se sentiría igual de viejo y decadente. Los cables colgaban desde los techos formando una red que descansaba sobre el pasaje del complejo. Saliendo de alguna fachada destartalada y a ladrillo pelado, salía una cámara de vigilancia, dios sabe para qué. El complejo estaba distribuido de modo tal que todos los primeros pisos eran puestos de comercio; ahí vendían mercancía para que las marcas pusieran sus nombres en ellas. Los pisos superiores parecían ser viviendas, aunque tampoco pongo las manos al fuego por eso. De todos modos, no creo que nadie hubiera querido robar algo ahí. El sitio era como el pasaje perdido de una favela.

Para hacer el cuento corto, Jherson me estuvo arrastrando por todo el pasaje viendo que la mercadería estuviera bien y que se sintieran mal quienes le habían jodido unas pelotitas:

—Papi, ve lo que has hecho, ve cómo está todo estirado el logo. Mira aquí, mira aquí… está todo chueco —decía mientras examinaba unas pelotitas negras que había mandado a hacer. El encargado solo lo miraba sin saber qué responder; le tuvo que hacer un descuento por cagarla.

Cargamos la mercadería y la sacamos hasta la calle. Tomamos un taxi —en el que yo fui tapado hasta los ojos con cajas en el asiento trasero— y volvimos al centro comercial. Ni bien llegué tenía trabajo que hacer y no podía descansar aunque me temblaban los brazos por tanto levantar cajas. Cargar cien pelotitas de goma puede parecer sencillo, pero cuando cargas mil pelotitas atrapadas en una caja gigante la gravedad y el peso pueden ser una mierda. Diseñé con las manos temblorosas y muchas ganas de ir a dormir. No era difícil ver que la iba a cagar otra vez. Al terminar el diseño, fui a imprimirlo y había un par de cosas malas.

—Ay, ahora a corregirlo. Un sol más, un sol más —se rio Mayumi. Dios, de verdad tenía un sentido del humor bien raro—. Aquí te cobran hasta el aire que respiras —me dijo.

Y era cierto, si querías usar el baño una señora te cobraba cincuenta céntimos y te daba un trozo de papel, en caso tuvieras que cagar o algo. Yo nunca usé ese baño en todo el tiempo que trabaje ahí. Era estúpido pagar por mear si el baño no era nada grandioso, aunque estaba más limpio que muchos de los baños a los que he ido. Tal vez solo estaba siendo tacaño porque no tenía nada de dinero y esperaba ansioso al fin de la semana para conseguirlo.

Arreglé el diseño y fui a imprimirlo; el resto del día siguió casi sin que lo note porque había adoptado este modo automático para soportarlo. Era como si evitara pensar en todo y solo me dejara arrastrar por lo que me pedía mi jefa. Si querían que cargue algo, lo cargaba; si me mandaban a imprimir algo, lo imprimía, y si me mandaban a diseñar, diseñaba… por más mal que lo hiciera. Era un poco contradictorio el éxtasis que me provocaba no pensar en nada, ya que tampoco quería sentirme como un peón al servicio de alguien más. No había nada que hacer: solo me quedaban dos soles en el bolsillo.

Para el final de la jornada, me moría de hambre, quería mear y me cagaba por tener un pucho. Así que hice esto: me compré un cigarrillo en un kiosco, me aguanté las ganas de mear y me fui caminando a buscar un micro para volver a casa. Uno a veces no puede poner sus prioridades en orden por más que quiera y yo siempre había tenido facilidad para enredarme con la pirámide de Maslow. Así es como me había ido de casa, así es como ahora estaba trabajando en Wilson.

Llegué a casa y no podía dormir. Es curioso eso de estar muy cansado y no poder dormir. Es hasta gracioso. Miré mi lata de hierba y estaba vacía, así que fui a ver a Javier; él me podría prestar algo de dinero y darme un poco de hierba. Siempre nos andábamos invitando. Me quedé a dormir en su casa porque no me daba nada de ganas de volver a la mía. Otro día más en ese hueco y me iban a encontrar muerto.

Había llegado el sábado, por fin. Solo tenía que soportar ese último día y saldría de ese lugar para siempre con trescientos soles en la mano. Javier y yo le dimos unos toques antes de abrirnos y volver cada quien a lo suyo. Tomé el micro y caminé hasta el centro comercial. En el trayecto me crucé con dos monjas que me hicieron pensar en las que conoció Holden antes de encontrarse con su hermana. Eran iguales. Una tenía lentes y la otra era muy menuda, aunque dudo que la de lentes enseñara Inglés. Llegué al puesto y esperé a que el día empezara.

Una cosa curiosa de estar en un lugar que estás por abandonar es que puedes verlo todo distinto por un momento. La tarde siguió como todas las anteriores y el trabajo fue igual que siempre, pero de alguna manera ya no me aplastaba el ánimo y podía ver el lugar con más calma. Sonaban las mismas máquinas de imprenta, las rotativas golpeaban con su «clacate, clacate, clacate, plam» y las luces se extendían por montones de pasajes comerciales llenos de gente cansada y alegre. La galería estaba más brillante que nunca y yo con un pie fuera de esta.

Jherson me pasó a buscar para recoger más mercadería. Parece que se habían rendido conmigo como diseñador y me querían reasignar de puesto. Fuimos hasta la avenida Brasil por unos espejos que estaban preparando para una cliente A1, o al menos eso decía Jherson, quien no paraba de babear por la chica que hizo el encargo. Era una chica de la tele. Nos pasamos algunas paradas y tuvimos que caminar calle arriba. Jherson me empezó a contar sobre la última película de Batman contra Superman. Me contó toda la historia, de inicio a fin, pero no me importó. Jamás nadie me había contado tan bien una película. El tipo se emocionaba como si estuviera viéndolo todo de nuevo.

—Tanta mecha, tanta huevada, para que al final la pelea acabe solo porque sus mamás se llamaban igual… Yo a las finales creo que no hay nadies como Superman.

A veces usaba eses donde no debía. Nadies. Cómo podía irritarme esa huevada, y aun así, nadie nunca me había contado una película tan bien como él. Cuando llegamos al local, todos los espejos estaban fallados. Tenían arañones por todo el exterior y otra vez se puso a discutir con el encargado:

—Papi, mira cómo me haces quedar. ¿Estás jugando conmigo? Todo esto está dañado.

No le ligaba una, la verdad. Ese es el problema con estas cosas: basta que la cague uno para que todos la caguen. Y una vez que alguien descubre que el sujeto anterior la ha cagado, el resto es como ver este gran ensamblaje de dominó que se va cayendo pieza por pieza y tú solo esperas por tu turno para caer e intentas no hacerlo muy fuerte.

De vuelta a la galería Jherson no dejó de quejarse. Era un buen tipo; no le gustaba quedar mal con nadie y justo por eso le pasaban estas cosas. Como con el sujeto de las pelotitas, Jherson y el encargado arreglaron un descuento para dejar pasar las fallas en los espejos. Me parecía algo curioso cómo funcionaban las cosas para ellos. Si yo recibiera descuentos por cada vez que alguien me ha cagado seguro que no hubiera trabajado en Wilson jamás. Estaría en el sur, tomando cervezas gratis y fumando infinitos porros mientras escribo. Mis padres no hubieran tenido que pagar mi universidad ni nada y me habrían dado el dinero para que viva tranquilo. Eso es lo que me gustaría pensar, al menos. Volviendo a la realidad, en la tienda me senté al lado de Mayumi y esperé a que acabara la tarde para ser libre.

Conté los minutos como un enfermo hasta que se acercaron las seis de la tarde y con eso me acerqué a la tranquilidad que te da el dinero cuando estás sin un centavo en el bolsillo. ¡Lo había logrado! De verdad que sí. Ansioso por recoger mis trescientos soles, apagué la computadora y fui directo a cobrar. Dieron las seis en punto. Mayumi me miró seria y empezó a hablar de plata. Debí verlo venir mucho antes, pero no pude. Supongo que soy esa clase de estúpido crédulo que no aprende la lección.

Me extendió doscientos soles y empezó a justificarse. Se me nubló la mente de inmediato. Me dijo que no rendía, que esperaba más, que iría mejorando y mi sueldo aumentaría. Dame un segundo, por favor. ¿Qué? Dijeron 300, eso quedamos. No te has desenvuelto como deberías, no has respondido con los diseños. La vida es un charco que espera a embarrarte apenas pase un carro furioso. Se podía meter todas sus mejoras por el culo si quería. Yo era el puto Lazarillo de Tormes abandonado en medio de esta gran ciudad de estafadores e hipócritas. El señor —mierda, el señor— me repitió básicamente lo mismo que ella decía. Dos malditos juguetes de cuerda que repetían la misma conversación pregrabada. No te has desenvuelto como deberías, no has respondido con los diseños, estás muy lento todavía… Me rendí; peleé todo lo que pude, pero al final me rendí. Salí del centro comercial sin ver a nadie y me prendí un cigarrillo con los doscientos soles en el bolsillo. Solo quería llorar. La misma mierda de siempre. La misma última mierda de siempre, me prometí.

Caminé por Tacna y seguí fumando hasta que no quedó ni un pucho en la caja. Del resto no quiero hablar. Me imaginaba matando gente como un asqueroso criminal. ¡Cuánta gente merecía un par de balas en la cabeza! Tenía doscientos soles en el bolsillo, cero gramos de hierba en mi lata y muchas cuentas por pagar. ¿Cuántos días faltan para que acabe el mes? Muy pocos y yo tenía que lograrlo. Mi suerte tenía que cambiar en cualquier momento.

Cuento incluido en: Breves paseos por Marte, Colmillo Blanco 2018

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