«Un paraíso repleto de ojos». ¿Dónde había leído eso? ¿Había mejor descripción del infierno?

Juan Villoro

 

I

 

MI MADRE dice que soy una versión defectuosa de mi hermano mayor. Es curioso que lo diga. No porque no sea cierto. Tal vez lo es. Lo que pasa es que nosotros vivimos de las versiones defectuosas. Sí, así es. Mi hermano se gana la vida vendiendo películas pirata. Claro, sé que no debo quejarme. Con el dinero de ese negocio nos mantiene a nosotros —mi madre y yo— y a su propia familia —dos hijos pequeños y una mujer.

Digo que tal vez sea cierto lo que dice mi madre, porque siempre le he perdido el paso a Jorge. Él terminó la universidad. Ingeniería Electrónica. Yo paseé por varias facultades. Psicología un par de años. Derecho y Periodismo, un semestre cada uno. Hasta que vino la muerte de mi padre, y no alcanzó para probar con otras vocaciones. El asunto de las mujeres también es una comprobación. Jorge se las arregló para llevar a casa a las chicas más lindas del barrio y de la carrera. Mi madre siempre se llevó muy bien con ellas. Estaban en todas las celebraciones familiares y Jorge era motivo de envidia para la manada de tíos y primos que tenemos. Cuando yo me animé a llevar a casa a Isabel, en cambio, mi madre apenas si estiró la mano para saludarla. Luego de pedirnos que dejáramos mi habitación, que allí estaba la sala si queríamos conversar, me preguntó al oído: «de dónde has sacado a esta araña con patas».

Así, podría hacer un recorrido por todo lo que Jorge ha alcanzado en su vida y que yo he visto pasar muy de lejos. Desde las piruetas en bicicleta y el armado de cometas cuando éramos niños, pasando por el acné que él jamás sufrió en la adolescencia y, ya en la adultez, su matrimonio con Rebeca. Esa mujer podía darse el lujo de escoger al hombre que quisiera. Inclusive luego de sus dos partos. Pero eligió a mi hermano, y no es necesario ser muy avispado para darse cuenta de que lo tiene como centro de su universo. Yo, por el contrario, deambulo por allí sin más. Sé que estoy esperando algo, pero aún no sé qué cosa es. Tengo a Isabel a mi lado. Ella sí terminó de estudiar Psicología. La conozco de esa época. Es obvio por qué sigue conmigo. No tiene muchas opciones.

 

COMO SEA, mi hermano es un buen tipo. Qué duda cabe, Jorge es y ha sido, en los peores momentos, el soporte de esta familia. Luego de la muerte de papá peleó con la gente del seguro para obtener una compensación. El indicado para hacerlo era yo. Mi fugaz paso por el mundo jurídico lo exigía. Pero jamás entendí qué diablos decían todos esos papeles que me dieron a leer. A Jorge le bastó una noche para enterarse del tema, y a la mañana siguiente mi madre ya tenía un cheque en las manos. No era mucho, pero no nos preocupamos. También Jorge pensaría en la mejor manera de invertir el único dinero con el que contábamos.

Una de esas noches que siguieron al cobro del cheque, Jorge llamó a casa y me invitó a tomar un trago cerca de su trabajo. Para entonces él tenía un puesto respetable en la compañía de teléfonos. Pidió vodka para los dos. Con jugo de naranja. No me preguntó qué es lo quería tomar. Pero el vodka estaba bien. Luego empezó a hablar de lo mucho que me respetaba y quería, y finalmente me interrogó acerca de lo que me gustaría hacer el resto de mi vida. No supe qué contestarle. Le dije que el periodismo me había interesado, pero que no estaba seguro de poder retomarlo. Cuando desvié la mirada hacia la calle, él me miró con piedad. Yo me di cuenta. Luego pagó, y regresamos a casa sin haber terminado nuestros tragos.

 

A LOS DOS O tres días de nuestra conversación, llegó a casa cargado de bolsas negras y un aparato que se parecía mucho a nuestra vieja consola Phillips, claro que mucho más grande. Mi madre le preguntó qué estaba pasando, y él abrió las bolsas para mostrarnos los centenares de películas que acababa de comprar junto al aparato reproductor. «Solo he gastado la mitad del dinero del seguro», dijo orgulloso. Sacó un ovillo de billetes del bolsillo, lo dobló y se lo entregó a mi madre. «Por si las cosas salen mal, vieja», agregó, y luego trató de enseñarme cómo es que funcionaba la máquina.

A los cuatro meses, Jorge se dio cuenta de que el asunto daba para más. Había querido implementar el negocio él mismo, con la intención de encaminarme y que luego yo me hiciera cargo. Pero el dinero empezó a ingresar por montones. Su renuncia a la compañía de teléfonos fue inevitable. Claro, yo quedé desplazado. No me importó mucho. El trabajo de vender copias de películas es monótono y agotador. Además, están todas esas máquinas. Ahora tenemos alrededor de una docena, y de solo pensar en la cantidad de folletos e instrucciones que tengo que memorizar para manipularlas, siento vértigo.

 

PRECISAMENTE Vértigo fue una de las películas que Jorge me entregó para, luego, saber qué opinaba de ella. Es una manía que ha adquirido. La verdad es que ni él ni yo necesitamos hacernos cargo del negocio. Ha contratado personas que se dedican a comprar los insumos, copiar, distribuir y hasta cobrar. Jorge supervisa todo, y está enterado de cada detalle. Su gran pasatiempo es probar la mercancía. Se la pasa viendo toneladas y toneladas de películas durante las madrugadas. De ese montón, escoge dos o tres a la semana, me llama a la oficina que ha improvisado en casa, y me entrega las copias con cargo a conversar sobre ellas más tarde. Lo hace con un gesto de satisfacción especial, como cuando mi madre le ofrece un bocado de la olla donde está cocinando, en busca de la aprobación de la manera que tiene de combinar esto con aquello para alimentar a su hijo predilecto.

Cuando hablamos de Vértigo, que fue una de las primeras que me entregó, creo que pequé de sincero. Le dije que no había estado mal, pero que me parecía poco creíble que el protagonista se haya pasado media hora dudando sobre la identidad de la chica. A propósito, ella era muy linda. Se parecía mucho a Rebeca. Eso no se lo dije, por supuesto. Creo que Jorge se decepcionó de mi comentario, o tal vez vio la película con otros ojos, quién sabe. Lo cierto es que pasaron varias semanas sin que me entregara nada para ver. Luego, sin embargo, creo que olvidó todo.

 

CON EL TIEMPO llegamos a un acuerdo. Evitamos, en la medida de lo posible, las de blanco y negro. Jorge se permite entregarme una que otra cuando lo cree muy necesario. Recuerdo haber coincidido con él en dos oportunidades. Sangre y Arena me gustó de principio a fin. Y otra llamada Gilda, que se salva por la protagonista. Pero la gran mayoría las dejo a medio ver, porque la falta de color sencillamente no va conmigo. Debo aceptar que nuestra relación ha mejorado mucho con esta rutina. A pesar de ello, mi madre insiste en que yo no le llego ni a los talones a Jorge. Creo que él también lo piensa. En todo caso se da el trabajo de disimularlo muy bien.

 

RESPECTO AL dinero, me gustaría decir que también gozo de la bonanza de la familia, pero no es así. Supuestamente no me falta nada. Todo sería perfecto de no ser por un pequeño asunto. Nunca tengo dinero. Hablo de dinero en efectivo. Todo lo dispone mi madre, Jorge o su mujer. Yo estoy ubicado en la misma categoría de mis sobrinos. No califico para tener dinero en las manos. Es justo quizá. Nada de lo que gana Jorge es mío. Mi participación en el negocio se limita a encargos eventuales. Se trata de visitar una que otra tienda donde distribuimos las películas. Jorge quiere asegurarse de que sus empleados están haciendo bien su trabajo. Que no lo están engañando con las cuentas. Llego, verifico cuántas películas entregaron y cuánto cobraron en total. Eso es todo. Esa minúscula labor no me da derecho a nada, pero al menos sé que Jorge confía en mí.

 

UNO DE ESOS días en los que Jorge me atiborró de películas para ver y comentar, hice la visita al mercadillo de baratijas donde cometieron el error de entregarme la plata. Sí, a mí, plata en efectivo, en mis manos. Yo estaba muy entusiasmado con una película que, de lejos, es lo mejor que he visto en mi vida: La conversación, donde actúa un tipo que luego me enteré era muy conocido: Gene Hackman.

Es una historia rara la de la película. Para ser francos, no la entendí, digamos, del todo. Pero me gustó mucho. Quizá por eso me gustó. Tenemos a un detective privado de medio pelo (Gene Hackman), que va por aquí y por allá, un poco solo, un poco ignorado. Sí, se parece a mí. Pero de arranque el asunto se complica, porque es contratado por un millonario al que no se le ve la cara. Lo central en la trama es una conversación, de ahí el título, que es captada por el protagonista mediante un micrófono a distancia. Es que la conversación se produce en un parque, y hay mucho ruido. Tiene muchos significados esa conversación, que se van descubriendo poco a poco. No se termina de entender, pero uno sospecha muchas cosas. Y la escena final es para quedarse de una pieza. El tipo Hackman que recibe una llamada. Lo han grabado en su propia casa y le sueltan sus ruidos por el auricular. Él que empieza a destrozar todo, las paredes y el piso incluidos, en busca del micrófono. No encuentra nada. Fin.

Con ese Fin andaba yo en la cabeza. Tratando de enganchar la infinidad de detalles de la película con el enigma final, cuando llegué al mercadillo por encargo de Jorge. Hice las preguntas de rigor y luego, no sé cómo, el dueño del puesto donde se vendía nuestra mercancía pone dos billetes en mis manos: uno de 200 soles y otro de 50 dólares. Un dineral. O tal vez no tanto. Yo jamás había tenido esa cantidad. Y el señor que insistía en disculparse por haberse retrasado dos meses, prometiendo que no volvería a pasar.

 

PASARON TRES días y Jorge no me pidió el dinero. No es que yo haya tratado de quedármelo de primera intención. Lo que pasa es que, cuando nos encontramos, La conversación concentró todas nuestras atenciones. Siempre encontraba un dato, un detalle, un aspecto de la película del que no habíamos hablado, y sentía cierto tipo de satisfacción cuando Jorge sonreía y replicaba: es cierto, tienes razón, no me había dado cuenta, voy a volver a verla.

Regresé a la presencia del dinero en mi habitación porque Isabel me lo hizo notar. Me preguntó si por fin Jorge se había decidido a darme lo que me correspondía del negocio. Le conté toda la historia. Tarde o temprano Jorge me iba a pedir la plata. Porque cuando se trata de cuentas él es muy ordenado. «Pues ya te jodiste», me dijo Isabel con los billetes en la mano. Viendo su sonrisita burlona, le di la razón a mi madre: cómo es que había terminado con esa araña con patas a mi lado. «De qué hablas», pregunté, no tanto para enterarme de lo que estaba pensando, sino para que dejara los billetes en su lugar. «De que son falsos. Cómo no te diste cuenta, si hasta mi sobrino pinta mejor con sus crayones». Y luego, como si la noticia no fuera de por sí una catástrofe, me dijo: «realmente eres idiota». No reaccioné como debía. Dejé que Isabel se quedara y siguiera reprendiéndome. No le expliqué que para alguien que apenas ha visto dos o tres billetes en su vida es imposible diferenciar el dinero de los boletos de autobús.

No te preocupes, me dijo Isabel. Cansada tal vez de tomarse las cosas tan a la ligera. Descartamos de plano la idea de regresar donde el tipo del mercadillo a reclamar. Nadie en su sano juicio devuelve tanta plata. «Yo conozco un lugar donde podemos cambiar esos garabatos por billetes de verdad», añadió ella. No le creí. Pensé que lo decía con la única intención de tranquilizarme. Esos billetes eran una versión defectuosa de unos billetes originales, y de alguna forma, estaba convencido de que ese era el único dinero que podía corresponderme.

 

II

 

CAMBIAR LOS billetes fue sencillo. Demasiado fácil si hablo con sinceridad. Cuando llegamos al lugar, creí que Isabel me estaba tomando el pelo. No me dijo nada hasta que llegó el momento exacto. Se trataba de la presentación de un libro: Protocolo Rorschach. El autor era novio de una conocida de Isabel. Me dijo que habían llevado algunos cursos juntas en Psicología. Por lo que me contó Isabel durante la presentación, deduje que ambas se odiaban. También llegué a la conclusión de que el novio, es decir, el autor del librito, era un amor imposible de mi araña con patas. No sentí celos. Solo un poco de lástima por ella.

El evento aquel duró una eternidad. Los presentadores leyeron anotaciones previamente preparadas sobre el autor y el libro. La escena me pareció muy cercana a una de las películas de Jorge. Una en blanco y negro que él adora. No recuerdo el título. Se trata de una película sobre la segunda guerra mundial, creo, aunque hay pocas tomas de soldados y bombas y todo eso. Muchos discursos sobre la guerra, eso sí. Tipos de uniforme que no se cansan de hablar alrededor de una mesa de vidrio. Como los subtítulos estaban mal copiados en la versión que Jorge distribuye, nunca entendí gran cosa de los diálogos. Debía de ser muy divertida por los gestos de los actores, pero a mí no me causaba la menor gracia. Así fue la presentación de Protocolo Rorschach para mí.

Cuando ya empezaba a impacientarme, los aplausos nos anunciaron que el evento había concluido. Por lo menos lo peor del programa. Durante el brindis nos mezclamos con los demás asistentes. Éramos los únicos que no hablábamos del autor. Todos los demás eran amigos o familiares que recordaban a voz en cuello vivencias que los unían a la nueva promesa de las letras. En eso andábamos, algo aturdido yo por el espectáculo, Isabel atenta a los movimientos de la gente, cuando recibí una señal en la forma de un pellizco en el antebrazo. «Este es el momento», dijo Isabel. Me entregó el billete de 50 dólares y ella se quedó con el de 200 soles. «Yo voy primero», me dijo. «Con la cara de cojudo que tienes no van a sospechar de tu billete, así que yo corro más riesgos», agregó ante mi incredulidad. «Compra un libro, imbécil, de eso se trata, yo te espero abajo». Tuvo que ser así de explícita.

Isabel se acercó como si nada. Le dio un beso a la novia del escritor. Estiró el billete. Tomó el libro. Esperó el cambio. Y se fue. Sin volver la mirada hacia atrás. La muchacha vendía los libros junto a una señora de edad. «Debe de ser la madre del dueño de esta fiesta tan aburrida», pensé. Di unas vueltas más por entre la gente. Bebí tres rondas de un vino dulzón y tibio. Me acerqué a la mesa donde estaban colocados los libros y pedí dos ejemplares. La señora me los dio con un gesto agradecido. Era la misma cara de mi madre cuando hablaba de Jorge. El billete de 50 dólares apenas se detuvo en sus manos y fue arrojado dentro de su cartera. La ayudé a hacer el cálculo y recibí la diferencia en soles. Isabel me preguntó por qué había demorado tanto. «Estuve buscando al autor para que me escribiera una dedicatoria», le dije y, no contento con eso: «iba a pedirle que pusiera tu nombre pero no lo encontré». A ella no le gustó la broma. Lo sé porque no me habló el resto del camino de regreso.

 

A LA MAÑANA siguiente me desperté muy animado. El dinero de Jorge estaba de vuelta para cuando él lo solicitara. No era cierto. Mi entusiasmo no me permitió ver que faltaba el importe gastado en los libros. Era una minucia si se pensaba en lo recuperado. Pero igual representaba una fortuna para alguien como yo. Llamé a Isabel. Le pedí el dinero prestado. Ella soltó una carcajada ronca. «Ni hablar», dijo. Hace algún tiempo me había prestado algo de dinero. No mucho en realidad. Jamás se lo devolví, y ella no mencionó el tema. Pensé que era el momento menos apropiado para escarmentarme. «No lo vas a necesitar», se explicó Isabel. «Tengo un negocio que proponerte».

Debía darle todo el dinero obtenido la noche anterior. Ella se comprometía a traerlo de regreso esa misma tarde. Qué podía perder, pensé. Después de todo, fue ella quien había planeado con éxito lo del cambio de billetes. Le entregué la plata sin dudarlo. En las horas de espera decidí ver las películas que Jorge me había conseguido que tenían a Gene Hackman como protagonista. No todas eran buenas. Tal vez Arde Mississippi, Los imperdonables, Marea roja y Los excéntricos Tenenbaums le hacían justicia a la imagen que me había hecho de él. Lo demás era un mal paso en su carrera. Realmente me gustaba verlo actuar. La forma en la que se movía por la pantalla. Cómo dirigía su mirada hacia los demás actores. A veces hasta veía sus películas sin volumen. Por el gusto de distraerme con su ligero arqueo de cejas o la forma que tiene de contraer los pómulos.

 

PARA CUANDO Isabel regresó, yo estaba concentrado con un Gene Hackman metido en un ascensor. Era el papel de un vividor que, al final de su vida, se decide a trabajar. Botones de un hotel al que le debe mucha plata, eso es lo único que consigue. Y todo lo hace para congraciarse con una familia que lo rechaza. «No puede ser posible», me repetía. Hackman siempre se parece a mí. A Isabel le importó poco lo que yo estaba haciendo y regó sobre mi cama un montón de billetes que parecían nuevos. Había salido con poco más de 300 soles y ahora me entregaba por lo menos 2000 o 3000, sin contar la parte que estaba en dólares. Cómo saber la cifra exacta. «Sí, son falsos», explicó. Mi mudez la obligó a ser, nuevamente, más explícita. «No pensé que fuera tan simple conseguirlos. Los compré. Están bien hechos», agregó ante la persistencia de mi boca cerrada. Podemos hacer una fortuna con este capital. Yo era un Hackman sin volumen. No podía ser otra cosa.

 

III

 

LO QUE MÁS odio de las presentaciones de libros es que siempre empiezan tarde. Lo citan a uno a las 7 y 30, por ejemplo, y no falta un presentador que asoma la cara pasadas las ocho. O se da el caso que los libros no llegan de la imprenta, y el autor hace un berrinche que pone a correr de un lado a otro a amigos y familiares. Total, treinta o cuarenta minutos perdidos. Una complicación aparte son las bebidas que se suelen servir. ¿Quién declaró a los vinos de segunda como bebida oficial de estos eventos? Pero siempre es posible caer más bajo. A las malas ediciones les siguen brindis con líquidos turbios que no alcanzo a reconocer. Es comprensible. Solo una mala resaca puede tolerar páginas unidas con pegamento para tubos y portadas de calendario de ferretería. Para no hablar de las monsergas que lanzan los invitados de la mesa principal. Caramba, resulta que todos son buenos escritores. Eso no puede ser cierto. No seré muy enterado en esos asuntos, pero sé que no puede ser cierto. Es como decir que todos los actores son igual de buenos que Hackman. Yo, más que nadie, quisiera que así fuera. Pero no lo es.

 

LAS TORRES DE libros que tengo en mi habitación me dan una idea del número de presentaciones a las que he asistido. Todos han sido abandonados allí sin ser leídos. Lo digo sin culpa alguna. Dentro de ellos, entre página y página, prefiero guardar el dinero que hemos ganado Isabel y yo en este tiempo. No llaman la atención. Mi madre pasa por la puerta y me dice: «cuándo vas a tirar esas revistas, hombre, ya no se puede ni caminar en tu pocilga». Pobre. Al igual que yo, antes de estar metido en esto de las presentaciones, mi madre no le da ningún valor al papel impreso. Para ella, todos los libros del mundo sirven para lo mismo que el ejemplar de Atalaya que dejan debajo de nuestra puerta los domingos: para ignorarlos, no vaya a ser que por allí se te peguen ideas raras. Rebeca y sus dos hijos se han ido a vivir a una casa más grande. Se dan una vuelta por aquí los fines de semana, pero mi habitación siempre ha sido territorio no explorado para ellos. Jorge, por otro lado, no se hace problemas. Con tal que yo vea sus películas y tenga algo que comentar, él está contento conmigo.

Lo que sí es cierto es que mi vida ha cambiado un poco. Ahora estoy al tanto de las secciones culturales en los diarios, de las reseñas, los lanzamientos, las ferias y todo lo que puede sernos útil para continuar con el asunto de los billetes. No entiendo gran parte de toda esa información, pero al menos reconozco lo mínimo necesario. Sé que las riñas entre escritores se solucionan con menos delicadeza que en el negocio de las películas pirata. Según Jorge, él sabe quién es quién en su mundo. Sus enemigos jamás lo saludan en la calle. Le hacen la vida imposible siempre que pueden. Sabe qué puede esperar de ellos. Con los escritores, en cambio, nunca se sabe. Eso es lo que he sacado en claro luego de darle un vistazo al terreno donde se mueven. Un día pueden sacarse los ojos a página entera en un diario y, luego, darse la mano para publicar una antología. Quién los entiende. Mejor para nosotros. A las presentaciones de antologías va mucha más gente de lo habitual. Hay menos riesgos a la hora de cambiar los billetes.

 

EN ALGÚN momento, debo confesarlo, sentí curiosidad sobre los motivos que obligan a una persona a escribir un libro y, lo que es más difícil de creer, a leerlos. «La respuesta debería estar allí», me dije, «en los propios libros». Vino una temporada en la que ya no había más películas de Gene Hackman que descubrir. Parecía haberlas visto todas. Entonces, aproveché para darle una ojeada al material que tenía en mi habitación. Es bueno hacer algo distinto de vez en cuando.

Tomé un ejemplar de los últimos adquiridos. Un billete de 50 dólares por los 21 soles que costó. Por lo menos justificaba que sus páginas se ventilaran. Era capaz de esa pequeña muestra de agradecimiento con los editores. La cubierta era agradable. Azul pastel a la mitad y luego una casa vieja con ropa tendida. El comienzo me recordó mis tiempos de universitario. Era como si el autor hubiese decidido llevar el borrador de algunas clases al papel limpio. Luego, el asunto se encaminó con altibajos. Sin embargo, algo no funcionaba. Página 82: ¿Letea? Nada más impreso. Página 83: ¿Estás allí? La misma idea del vacío impreso. Y así tres páginas más. Aquí estoy. Tengo miedo. Yo también. Tres frases en tres páginas. ¿Qué pretendía el autor? ¿Servía de algo? Devolví el libro de donde lo había tomado y puse una vez más la cara de goma de Hackman en la pantalla. Ni siquiera escogí una película en especial. Tomé la primera que estaba al alcance. Verlo en una escena cualquiera, tratando de seducir a la mujer de turno, me hizo olvidar el librito aquel de las frases perdidas. Un parpadeo de Hackman basta para superar las ochenta y tantas páginas que alcancé a leer, pensé, y me alegré de haber llevado un billete de 50 y no de 10 a esa presentación.

 

IV

 

JORGE ESTÁ preocupado. Dice que hay muchos competidores en el mercado y que, además, la policía nos está pisando los talones. Creo que es un pretexto para justificar sus malos humores. Ha peleado con Rebeca, eso es lo que pasa. Ella no lo deja ver a sus hijos. El negocio está muy descuidado. Encuentro gente nueva cada semana. Jorge los despide a todos por cualquier capricho. Quién iba a decirlo, y yo que estoy a punto de casarme con Isabel. Isabel no es Rebeca, sin duda, pero mi suerte y la de Jorge han tomado caminos distintos en los últimos tiempos. Cuando esta tarde le pedí que me consiguiera una película, Jorge me devolvió una mirada de odio. «No es para mí», le dije, como si sirviera de algo. «Es Isabel que quiere verla antes de que llegue al cine», intenté completar la idea, pero Jorge lo tomó como una ofensa.

 

ISABEL Y YO no sabemos lo que queremos hacer con el dinero ahorrado. Pero tenerlo allí, a la mano, es un gran alivio. Hoy por la noche tenemos una presentación más. Es Isabel quien consigue este tipo de presentaciones poco publicitadas. Yo me conformo con los grandes espectáculos. Sobre todo las presentaciones de la editorial aquella que sacó del anonimato al niño silencioso de la página 82. Hemos asistido a tres más del mismo sello. Todos esos autores están cortados por la misma tijera. Es muy divertido verlos gratificándose unos a otros mientras nosotros les robamos su dinero. Pero Isabel siempre quiere más. Esta noche, por ejemplo, iremos al parto de Lecciones de origami, de un tal Lautero Celsio. Carajo, si ese no es un seudónimo, ya siento lástima por el tipo. Y ese título es una burla. A quién le interesa el origami. Quién sabe algo de origami en estos tiempos. Nadie. Si fuera Lautero Celsio elegiría: Clases de yan-ken-po, por ejemplo. Eso es más honesto.

Lautero Celsio. Lautero Celsio. Dónde he oído ese nombre. Tengo la impresión de que no es la primera vez que vamos a la presentación de un libro de este sujeto. Ese nombre es difícil de olvidar. Claro, aquí está. Su libro anterior: La conversación. Cómo es que pude pasar por alto un título como este. Sí, lo que sucede es que la edición es lamentable. Casi no se ve el título. Es habitual con las primeras ediciones. Están hechas a las patadas. El apuro por dejar algo impreso en el mundo es una obsesión para algunos. Ya saben, esa tontería del libro, el hijo y el árbol. Lautero debe de ser así de ridículo.

 

HE TERMINADO de leer el relato que da título al primer libro del tal Celsio: La conversación. Creo que estoy sintiendo lo mismo que Hackman al final de la película. Cuando destroza su casa en busca de un micrófono. El cuento es una mala copia de mi adorada película. Para empezar, a quién se le ocurre ambientar la historia en un adefesio de pueblo llamado San Cristóbal. Eso descalifica de entrada las intenciones del tal Lautero. Y hay muchas otras cosas, pero mejor voy a decírselas en su cara a ese miserable. «Es una versión defectuosa», eso es lo que voy a decirle a mitad de su presentación, «tu cuento es una versión defectuosa de algo realmente bello». Cretino. Y además voy a decirle que él mismo es una versión defectuosa de un escritor de verdad. Que hasta el muchachín ese de la página 82 es mejor que él. Se lo merece.

Antes de abandonar la casa, Jorge me pide que lo acompañe a su despacho. Luce demacrado. Del Jorge que alguna vez envidié no queda nada. Me habla de Rebeca. Me dice que se están divorciando y que ella quiere mucho dinero. El recuerdo de Rebeca no me quita de la cabeza las ganas que tengo de desenmascarar a Lautero Celsio. Jorge me confía que tal vez tenga que viajar por una temporada. «Ya es hora de que te hagas cargo del negocio», sugiere antes de suspirar. Yo no respondo. Tengo cosas más importantes que hacer. Luego, cambia de tono y pretende iniciar una charla sobre algunas películas. Yo le digo que tengo que irme, que Isabel me está esperando. Jorge dice, «claro, claro, Isabel, linda muchacha». Antes de dejarme ir, me dice que tiene una nueva cinta con Gene Hackman. «Las he visto todas», le digo. «No», replica, «esta no. Es de estreno. Y sabes algo, aquí repite su rol de La conversación, pero claro, ahora es un detective viejo que alecciona a un joven detective. No lo hace mal, pero eso ya lo había hecho, igual puede que te guste».

Decido no pasar por Isabel. Iré a la presentación solo. Y esta vez no me interesa cambiar algo de plata. Lo de esta noche ha sido demasiado como para ocuparme del dinero. Ese tipo Celsio que copia mi película favorita y, luego, resulta que el Hackman de ahora copia al mejor Hackman. No es justo.

 

V

 

COMO SIEMPRE, no hay un alma en esta presentación. Ya han pasado tres cuartos de hora del inicio programado y nada. Soy el único que está sentado en esta sala de mala muerte. A quién se le ocurre presentar un libro en un lugar así. Lo peor no es la ubicación: se trata de la parte trasera de un edificio del centro, con un pasadizo inmenso y oscuro que lo precede. Lo menos propicio son los fluorescentes. Cuelgan en medio del recinto como palos de escoba recién ahorcados. Y claro, al frente, una mesa cubierta con franela. El colmo. Para dar con este agujero, uno tiene que venir con la voluntad de matar a Lautero Celsio. Por eso es que estoy aquí. Solo.

De pronto, el pasadizo que conduce a la sala se llena de ruidos. Debo controlarme. La idea es que haya la mayor cantidad de gente posible. Que todo el mundo escuche lo que debo decirle a este impostor. Seguro quienes llegan son familiares. Vienen todos juntos. Al mismo paso. Pero todos son hombres. A lo mejor son amigos del colegio del tal Lautero. Ese es un espécimen que nunca falta en las presentaciones: los amigos del colegio. Mejor, así la humillación que voy a propinarle se remontará hasta su infancia.

Alguien se acerca a preguntarme algo. Deben pensar que yo estoy enterado de los pormenores de la presentación. Pero el tipo que se acerca no me dice nada. Me observa con detenimiento y luego les grita a los demás: «sí, es él». «Sí», estoy tentado a decirle, «soy yo». Del grupo se distancia otro en la misma dirección: yo. Viene con el ejemplar de un libro en la mano. Se acerca más y alcanzo a ver el título: Lecciones de origami. Cuando está sobre mis narices me dice: «todo es una farsa». Luego lanza el ejemplar a mis manos. Yo busco dinero en mis bolsillos. «Debe de querer que pague por él», pienso, algo confundido. No traigo ni un cobre encima. Reviso el libro para ganar tiempo. Los dos sujetos siguen parados al lado de mi asiento. Las hojas de Lecciones de origami están todas en blanco. No hay una sola página impresa. «¿Qué es esto, el mal ejemplo del aprendiz de escritor de la página 82 tiene sus plagiarios?», quiero preguntar, pero permanezco callado.

El tipo que me arroja el libro es el que habla. «Me hiciste perder mucho dinero», es lo primero que dice. «Toda la inversión de La conversación. ¿Sabes a cuánta gente le vendí mi alma para publicar ese libro?», pregunta. Sé que no espera respuesta. Desvía la mirada hacia el sujeto que antes me había marcado con el índice y me dice: «él mismo fue quien recibió tus billetes, y se acuerda muy bien de ti». Es lo último que escucho.

 

VI

 

DESPERTÉ EN el recinto de la supuesta presentación del libro un domingo. En realidad, se trataba de un templo evangélico. Ya decía yo. Tanto mal gusto no podía ser cierto. Los tres días que estuve tirado en sus baños no existieron para esa religión. Fue una niña la que me encontró. Se asustó de ver tanta sangre coagulada en mi rostro. Me paré por mis propios medios. Eso sí, tuve que tomar un taxi prometiéndole al conductor que pagaría en casa. Le di más lástima al taxista que a la gente que cantaba en el templo. Si no me iba pronto, corría el riesgo de aprender alguno de sus estribillos de adoración.

 

EN CASA, EL asunto era igual de desolador. Mi madre lloraba porque Jorge había desaparecido. Se fue luego de pedirle a mi madre la mitad del dinero que había sobrado del seguro. Y no solo él. Las máquinas y todos los implementos del negocio también. No se sabía si era la policía, que por fin lo había identificado, o si se trataba de Rebeca, que había cargado con todo. «Qué haría Gene Hackman en una situación así», pensé, algo atontado por los golpes y, sobre todo, por la música del templo. No tardé en recordar que Gene Hackman había muerto para mí. Que era de la misma calaña del tal Lautero Celsio. El motor encendido del taxi me recordó que debía pagarle a mi salvador. Subí las escaleras hasta dar con mi habitación. A cada paso, sentía como si un nuevo hueso terminara de quebrarse dentro de mí. Nada. Vacía. Estaba todo lo demás pero ni rastro de los libros. Caminé hasta el hoyo que me comunicaba con el primer piso y le pregunté a mi madre qué había pasado con mis revistas. «Ahora más que nunca las necesito», le dije. Se las llevó Isabel, respondió con un grito. Luego, cuando yo iba asomándome de regreso por los escalones para escucharla mejor, ella explicó: «tú y Jorge que no aparecían, estábamos muy preocupadas y sin un centavo para la casa, me dijo que ella podía venderlas». En seguida mi madre sacó un ovillo de billetes nuevos de su ropa interior. «Me dejó esto», agregó, mostrándome el pequeño ovillo. «Es todo lo que tenemos hasta que Jorge regrese».

 

FOTO: Foto: LR / Jorge Cerdan

 

ENTREVISTA AL AUTOR

 

2 comentarios para “Un parpadeo de Gene Hackman

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