Por Gabriel García Márquez

La inquietud empezó en julio, cuando la señora Rebeca, una viuda amargada que vivía en una inmensa casa de dos corredores y nueve alcobas, descubrió que sus alambreras estaban rotas como si hubieran sido apedreadas desde la calle. El primer descubrimiento lo hizo en su dormitorio y pensó que debía hablar de eso con Argénida, su sirviente y confidente desde que murió su esposo. Después, removiendo cachivaches (pues desde hacía tiempo la señora Rebeca no hacía nada distinto que remover cachivaches) advirtió que no sólo las alambreras de su dormitorio, sino todas las de la casa estaban deterioradas. La viuda tenía un sentido académico de la autoridad, heredado tal vez de su bisabuelo paterno, un criollo que en la guerra de Independencia peleó al lado de los realistas e hizo después un penoso viaje a España con el propósito exclusivo de visitar el palacio que construyó Carlos III en San Ildefonso. De manera que cuando descubrió el estado de las otras alambreras, no pensó ya en hablar con Argénida sino que se puso el sombrero de paja con minúsculas flores de terciopelo y se dirigió a la alcaldía a dar cuenta del atentado. Pero al llegar allí, vio que el mismo alcalde, sin camisa, peludo y con una solidez que a ella le pareció bestial, se ocupaba de reparar las alambradas municipales, deterioradas como las suyas.
La señora Rebeca irrumpió en la sórdida y revuelta oficina y lo primero que vio fue un montón de pájaros muertos sobre el escritorio. Pero estaba ofuscada, en parte por el calor y en parte por la indignación que le produjo, la ruina de sus alambreras. De manera que no tuvo tiempo de estremecerse ante el inusitado espectáculo de los pájaros muertos sobre el escritorio. Ni siquiera le escandalizó la evidencia de la autoridad degradada a lo alto de una escalera, reparando las redes metálicas de la ventana con un rollo de alambre y un destornillador. Ella no pensaba ahora en otra dignidad que en la suya propia, escarnecida en sus alambreras, y su ofuscación le impidió incluso relacionar las ventanas de su casa con las de la alcaldía. Se plantó con discreta solemnidad a dos pasos de la puerta, en el interior de la oficina, y apoyada en el largo y guarnecido mango de su sombrilla, dijo:
—Necesito poner una queja.
Desde el tope de la escalera, el alcalde volvió el rostro congestionado por el calor. No manifestó emoción alguna ante la presencia insólita de la viuda en su despacho. Con sombría negligencia siguió desprendiendo la red estropeada y preguntó desde arriba:
—¿Qué es la cosa?
—Que los muchachos del vecindario rompieron las alambreras.
Entonces el alcalde volvió a mirarla. La examinó laboriosamente desde las primorosas florecillas de terciopelo hasta los zapatos color de plata antigua, y fue como si la hubiera visto por la primera vez en su vida. Descendió parsimoniosamente, sin dejar de mirarla, y cuando pisó tierra firme apoyó una mano en la cintura y movió el destornillador hasta el escritorio. Dijo:
—No son los muchachos, señora. Son los pájaros.
Y entonces fue cuando ella relacionó los pájaros muertos sobre el escritorio con el hombre subido a la escalera y con las estropeadas redes de sus alcobas. Se estremeció, al imaginar que todos los dormitorios de su casa estaban llenos de pájaros muertos.
—Los pájaros —exclamó.
—Los pájaros —confirmó el alcalde—. Es extraño que no se haya dado cuenta si hace tres días que estamos con este problema de los pájaros rompiendo ventanas para morirse dentro de las casas.
Cuando abandonó la alcaldía, la señora Rebeca se sentía avergonzada. Y un poco resentida con Argénida que arrastraba hasta su casa todos los rumores del pueblo y que sin embargo no le había hablado de los pájaros. Desplegó la sombrilla, deslumbrada por el brillo de un agosto inminente, y mientras caminaba por la calle abrasante y desierta tuvo la impresión de que las alcobas de todas las casas exhalaban un fuerte y penetrante tufo de pájaros muertos.
Esto era en los últimos días de julio, y nunca en la vida del pueblo había hecho tanto calor. Pero sus habitantes no se dieron cuenta de eso, impresionados por la mortandad de los pájaros. Aunque el extraño fenómeno no había influido seriamente en las actividades del pueblo, la mayoría estaba pendiente de él a principios de agosto. Una mayoría en la que no se contaba su reverencia, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, el manso pastor de la parroquia que a los noventa y cuatro años de edad aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones, y que sin embargo sólo había visto dos pájaros muertos sin atribuirles la menor importancia. El primero lo encontró un martes en la sacristía, después de la misa, y pensó que habla llegado hasta ese lugar arrastrado por algún gato del vecindario. El otro lo encontró el miércoles en el corredor de la casa cural y lo empujó con la punta de la bota hasta la calle, pensando: No debían existir los gatos.
Pero el viernes, al llegar a la estación del ferrocarril, encontró un tercer pájaro muerto en el escaño que eligió para sentarse. Fue como un relámpago en su interior, cuando agarró el cadáver por las patitas, lo alzó hasta el nivel de sus ojos, lo volteó, lo examinó, y pensó sobresaltado: Caramba, es el tercero que encuentro en esta semana. Desde ese instante empezó a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en el pueblo, pero de una manera muy imprecisa, pues el padre Antonio Isabel, en parte por la edad y en parte también porque aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones ( cosa que al pueblo le parecía un tanto dislocada), era considerado por sus feligreses como un buen hombre, pacífico y servicial, pero que andaba habitualmente por las nebulosas. Pues se dio cuenta de que algo ocurría a los pájaros, pero incluso entonces no creyó que aquello fuera tan importante como para que mereciera un sermón. Él fue el primero que sintió el olor. Lo sintió en la noche del viernes, cuando despertó alarmado, interrumpido su liviano sueño por una tufarada nauseabunda, pero no supo si atribuirlo a una pesadilla o a un nuevo y original recurso satánico para perturbar su sueño. Olfateó a su alrededor y se dio vuelta en la cama, pensando que aquella experiencia podría servirle para un sermón. Podría ser, pensó, un dramático sermón sobre la habilidad de Satán para filtrarse en el corazón humano por cualquiera de los cinco sentidos.
Cuando se paseaba por el atrio al día siguiente antes de la misa, oyó hablar por primera vez de los pájaros muertos. Estaba pensando en el sermón, en Satanás y en los pecados que pueden cometerse por el sentido del olfato, cuando oyó decir que el mal olor nocturno era de los pájaros recolectados durante la semana; y se le formó en la cabeza un confuso revoltijo de prevenciones evangélicas, de malos olores y de pájaros muertos. De manera que el domingo tuvo que improvisar sobre la caridad una parrafada que él mismo no entendió muy a las claras, y se olvidó para siempre de las relaciones entre el diablo y los cinco sentidos.
Sin embargo, en algún sitio muy remoto de su pensamiento debieron de quedar agazapadas aquellas experiencias. Eso le ocurría siempre, no sólo en el seminario hacía ya más de 70 años, sino de manera muy particular después de que cumplió los 90. En el seminario, una tarde muy clara en que caía un fuerte aguacero sin tormenta, él leía un trozo de Sófocles en su idioma original. Cuando acabó de llover miró a través de la ventana el campo fatigado, la tarde lavada y nueva, y se olvidó enteramente del teatro griego y de los clásicos que él no diferenciaba sino que llamaba, de manera general, «los ancianitos de antes». Una tarde sin lluvia, acaso treinta, cuarenta años después, atravesaba la plaza empedrada de un pueblo, al que había ido de visita, y sin proponérselo recitó la estrofa de Sófocles que leía en el seminario. Esa misma semana conversó largamente sobre «los ancianitos de antes» con el vicario apostólico, un anciano locuaz e impresionable aficionado a unos complejos acertijos para eruditos que él decía haber inventado y que se popularizaron años después con el nombre de crucigramas.
Aquella entrevista le permitió recoger de un golpe todo su viejo y entrañable amor por los clásicos griegos. En la Navidad de ese año recibió una carta. Y de no haber sido porque ya para esa época había adquirido el sólido prestigio de ser exageradamente imaginativo, intrépido para la interpretación y un poco disparatado en sus sermones, en esa ocasión lo habrían hecho obispo.
Pero se enterró en el pueblo, desde mucho antes de la guerra del 85, y en la época en que los pájaros venían a morir en los dormitorios hacía años que habían pedido su reemplazo por un sacerdote más joven, especialmente cuando dijo haber visto al diablo. Desde entonces comenzaron a no tenerlo en cuenta, cosa que él no advirtió de una manera muy clara a pesar de que todavía podía descifrar los menudos caracteres de su breviario sin necesidad de anteojos.
Siempre había sido un hombre de costumbres regulares. Pequeño, insignificante, de huesos pronunciados y sólidos y ademanes reposados y una voz sedante para la conversación pero demasiado sedante para el púlpito. Permanecía hasta la hora del almuerzo echando globos en su alcoba, tirado a la bartola en una silla de lona y sin otras prendas de vestir que unos largos pantaloncillos de sarga con las bocapiernas amarradas a los tobillos.
No hacía nada, salvo decir la misa. Dos veces a la semana se sentaba en el confesionario, pero hacía años que no se confesaba nadie. Él creía sencillamente que sus feligreses estaban perdiendo la fe a causa de las costumbres modernas, de ahí que hubiera considerado como un acontecimiento muy oportuno haber visto al diablo en tres ocasiones, aunque sabia que la gente daba muy poco crédito a sus palabras a pesar de que tenía conciencia de no ser muy convincente cuando hablaba de esas experiencias. Para él mismo no habría sido una sorpresa descubrir que estaba muerto, no sólo a lo largo de los últimos cinco años, sino también en esos momentos extraordinarios en que encontró los dos primeros pájaros. Cuando encontró el tercero, sin embargo, se asomó un poco a la vida, de manera que en los últimos días estuvo pensando con apreciable frecuencia en el pájaro muerto sobre el escaño de la estación.
Vivía a diez pasos del templo, en una casa pequeña, sin alambreras, con un corredor hacia la calle y dos cuartos que le servían de despacho y dormitorio. Consideraba, tal vez en sus momentos de menor lucidez, que es posible lograr la felicidad en la tierra cuando no hace mucho calor, y esa idea le producía un poco de desconcierto. Le gustaba extraviarse por vericuetos metafísicos. Era eso lo que hacía cuando se sentaba en el corredor todas las mañanas, con la puerta entreabierta, cerrados los ojos y los músculos distendidos. Sin embargo, él mismo no cayó en la cuenta de que se había vuelto tan sutil en sus pensamientos, que hacía por lo menos tres años que en sus momentos de meditación ya no pensaba en nada.
A las doce en punto, un muchacho atravesaba el corredor con un portacomidas de cuatro secciones que contenía lo mismo todos los días: sopa de hueso con un pedazo de yuca, arroz blanco, carne guisada sin cebolla, plátano frito o bollo de maíz y un poco de lentejas que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no había probado jamás.
El muchacho ponía el portacomidas junto a la silla donde yacía el sacerdote, pero éste no abría los ojos mientras no escuchaba otra vez las pisadas en el corredor. Por eso en el pueblo, creían que el padre dormía la siesta antes del almuerzo (cosa que parecía igualmente dislocada) cuando la verdad era que ni siquiera de noche dormía normalmente.
Para esa época sus hábitos se habían descomplicado hasta el primitivismo. Almorzaba sin moverse de su silla de lona, sin sacar los alimentos del portacomidas, sin usar los platos ni el tenedor ni el cuchillo, sino apenas la misma cuchara con que tomaba la sopa. Después se levantaba, se echaba un poco de agua en la cabeza, se ponía la sotana blanca y averaguada con grandes remiendos cuadrados, y se dirigía a la estación del ferrocarril, precisamente a la hora en que el resto del pueblo se acostaba a dormir la siesta. Desde hacía varios meses recorría ese trayecto murmurando la oración que él mismo inventó la última vez que se le apareció el diablo.
Un sábado —nueve días después de que empezaron a caer pájaros muertos —el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se dirigía a la estación cuando cayó un pájaro agonizante a sus pies, precisamente frente a la casa de la señora Rebeca. Un resplandor de lucidez estalló en su cabeza y se dio cuenta de que aquel pájaro, a diferencia de los otros, podía ser salvado. Lo tomó en sus manos y llamó a la puerta de la señora Rebeca, en el instante en que ella se desabrochaba el corpiño para dormir la siesta.
En su alcoba, la viuda oyó los golpes e instintivamente desvió la vista hacia las alambraras. No había penetrado ningún pájaro a esa alcoba desde hacía dos días. Pero la red continuaba desflecada. Había considerado un gasto inútil hacerla reparar mientras no cesara aquella invasión de pájaros que la mantenía con los nervios irritados. Por encima del zumbido del ventilador eléctrico, oyó los golpes a la puerta y recordó con impaciencia que Argénida hacía la siesta en la última alcoba del corredor. Ni siquiera se le ocurrió preguntarse quién podía importunarla a esas horas. Volvió a abotonarse el corpiño, traspuso la puerta alambrada, caminó derecho y afectada a lo largo del corredor, atravesó la sala recargada de muebles y objetos decorativos, y antes de abrir la puerta vio a través de la red metálica que allí estaba el padre Antonio Isabel, taciturno, con los ojos apagados y un pájaro en las manos (antes de que ella abriera la puerta) diciendo: «Si le echamos un poco de agua y después lo metemos debajo de una totuma, estoy seguro de que se pondrá bien». Y al abrir la puerta, la señora Rebeca sintió que desfallecía de terror.
No permaneció allí más de cinco minutos. La señora Rebeca creía que era ella quien había abreviado el incidente. Pero en realidad había sido el padre. Si la viuda hubiera reflexionado en ese instante, se habría dado cuenta de que el sacerdote, en los 30 años que llevaba de vivir en el pueblo, no había permanecido nunca más de cinco minutos en su casa. Le parecía que en la profusa utilería de la sala se manifestaba claramente el espíritu concupiscente de la dueña, a pesar de su parentesco con el Obispo, muy remoto, pero reconocido. Además, había una leyenda (o una historia) sobre la familia de la señora Rebeca, que seguramente, pensaba el padre, no había llegado hasta el palacio episcopal, con todo y que el coronel Aureliano Buendía, primo hermano de la viuda a quien ella consideraba un descastado, aseguró alguna vez que el Obispo no había visitado el pueblo en el nuevo siglo por eludir la visita a su parienta. De cualquier modo, fuera aquello historia o leyenda, la verdad era que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no se sentía bien en esa casa, cuyo único habitante no había dado nunca muestras de piedad y sólo se confesaba una vez al año, pero respondiendo con evasivas cuando él trataba de concretarla acerca de la oscura muerte de su esposo. Si ahora había estado allí, aguardando a que ella trajera un vaso de agua para bañar un pájaro agonizante, era por determinación de una circunstancia que él no hubiera provocado jamás.
Mientras regresaba la viuda, el sacerdote, sentado en un suntuoso mecedor de madera labrada, sentía la extraña humedad de esa casa que no había vuelto a sosegarse desde cuando sonó un pistoletazo, hacía más de cuarenta años, y José Arcadio Buendía, hermano del coronel, cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar.
Cuando la señora Rebeca irrumpió de nuevo en la sala, vio al padre Antonio Isabel, sentado en el mecedor y con ese aire de nebulosidad que a ella le producía terror.
—La vida de un animal —dijo el padre— es tan grata a Nuestro Señor como la de un hombre.
Al decirlo, no se acordó de José Arcadio Buendía. Tampoco lo recordó la viuda. Pero ella estaba acostumbrada a no dar crédito a las palabras del padre, desde cuando habló en el púlpito de las tres veces en que se le apareció el diablo. Sin prestarle atención tomó el pájaro entre las manos, lo sumergió en el vaso y lo sacudió después. El padre observó que había impiedad y negligencia en su manera de actuar, una absoluta falta de consideración por la vida del animal.
—No le gustan los pájaros —dijo, de manera suave pero afirmativa.
La viuda levantó los párpados en un gesto de impaciencia y hostilidad.
—Aunque me hubieran gustado alguna vez —dijo— los aborrecería ahora que les ha dado por morirse dentro de las casas.
—Han muerto muchos —dijo él, implacable. Habría podido pensarse que había mucho de astucia en la uniformidad de su voz.
—Todos —dijo la viuda. Y agregó, mientras exprimía el animal con repugnancia y lo colocaba debajo de una totuna—: Y eso no me importaría, si no me hubieran roto las alambreras.
Y a él le pareció que nunca había conocido tanta dureza de corazón. Un instante después, teniéndole en su propia mano, el sacerdote se dio cuenta de que aquel cuerpo minúsculo e indefenso había dejado de latir. Entonces se olvidó de todo: de la humedad de la casa, de la concupiscencia, del insoportable olor a pólvora en el cadáver de José Arcadio Buendía, y se dio cuenta de la prodigiosa verdad que lo rodeaba desde el principio de la semana. Allí mismo, mientras la viuda lo veía abandonar la casa con el pájaro muerto entre las manos y una expresión amenazante, él asistió a la maravillosa revelación de que sobre el pueblo estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos y de que él, el ministro de Dios, el predestinado que había conocido la felicidad cuando no hacía calor, había olvidado enteramente el Apocalipsis.
Ese día fue a la estación, corno siempre, pero no se dio cuenta cabal de sus actos. Sabía confusamente que algo estaba ocurriendo en el mundo, pero se sentía embotado, bruto, indigno del instante. Sentado en el escaño de la estación trataba de recordar si había lluvia de pájaros muertos en el Apocalipsis, pero lo había olvidado por completo. De pronto pensó que el retraso en casa de la señora Rebeca le había hecho perder el tren y estiró la cabeza por encima de los vidrios polvorientos y rotos y vio en el reloj de la administración que aún faltaban doce minutos para la una. Cuando regresó al escaño sintió que se asfixiaba. En ese momento se acordó de que era sábado. Movió por un instante su abanico de palma trenzada, perdido en sus oscuras nebulosas interiores. Y después se desesperó de los botones de su sotana y de los botones de sus botas y de sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga y se dio cuenta, alarmado, de que nunca en su vida había sentido tanto calor.
Sin moverse del escaño se desabotonó el cuello de la sotana, extrajo de la manga el pañuelo y se enjugó el rostro congestionado, pensando en un instante de iluminado patetismo que tal vez estaba asistiendo a la elaboración de un terremoto. Había leído eso en alguna parte. Sin embargo, el cielo estaba despejado; un cielo transparente y azul del que misteriosamente habían desaparecido todos los pájaros. Él se dio cuenta del color y de la transparencia, pero momentáneamente se olvidó de los pájaros muertos. Ahora pensaba en otra cosa, en la posibilidad de que se desatara una tormenta. Sin embargo, el cielo estaba diáfano y tranquilo, como si fuera el cielo de otro pueblo remoto y diferente, donde nunca había sentido calor, y como si no fueran los suyos sino otros los ojos que estuvieran contemplándolo. Después miró hacia el norte, por encima de los techos de palma y cinc oxidado, y vio la lenta, la silenciosa, la equilibrada mancha de gallinazos sobre el muladar.
Por alguna razón misteriosa sintió que en ese instante revivían en él las emociones que experimentó un domingo en el seminario, poco antes de recibir las órdenes menores. El rector lo había autorizado para hacer uso de su biblioteca particular y él permanecía durante horas y horas ( especialmente los domingos) sumergido en la lectura de unos libros amarillos, olorosos a madera envejecida, y con anotaciones en latín hechas con los garabatos minúsculos y erizados del rector. Un domingo, después de que había leído durante todo el día, entró el rector a la habitación y se apresuró, azorado, a recoger una tarjeta que evidentemente se había caído de entre las páginas del libro que él leía. Presenció la ofuscación de su superior con discreta indiferencia, pero alcanzó a leer la tarjeta. Sólo había una frase, escrita a tinta morada con letra nítida y recta: Madame Ivette est morte cette nuit. Más de medio siglo después, viendo una mancha de gallinazos sobre un pueblo olvidado, se acordó de la expresión taciturna del rector, sentado frente a él, malva al crepúsculo y con la respiración imperceptiblemente alterada.
Impresionado por aquella asociación, no sintió entonces calor sirio precisamente todo lo contrario, un mordisco de hielo en las ingles y la planta de los pies. Sintió pavor, sin saber cuál era la causa precisa de ese pavor, enredado en una maraña de ideas confusas, entre las que era imposible diferenciar una sensación nauseabunda y la pezuña de Satanás atascada en el barro y un tropel de pájaros muertos cayendo sobre el mundo, mientras, él, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, permanecía indiferente a ese acontecimiento. Entonces se irguió, levantó una mano asombrada como para iniciar un saludo que se perdió en el vacío, y exclamó aterrorizado: «El Judío Errante».
En ese momento pitó el tren. Por primera vez en muchos años él no lo oyó. Lo vio entrar en la estación, envuelto en una densa humareda, y oyó la granizada de cisco contra las láminas de cinc oxidado. Pero eso fue como un sueño remoto e indescifrable, del cual no despertó por completo hasta esa tarde, un poco después de las cuatro, cuando dio los últimos toques al formidable sermón que pronunciaría el domingo. Ocho horas después fueron a buscarlo para que administrara la extremaunción a una mujer.
De manera que el padre no supo quién llegó esa tarde en el tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro vagones desvencijados y descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para quedarse, al menos en los últimos años. Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano; ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin pasar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde. Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea —ya encendidas las luces— y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se, acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.
Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la estación, un muchacho apacible, con nada de particular aparte de su hambre, lo vio desde la ventana del último vagón en el preciso instante en que se acordó de que no comía desde el día anterior. Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel. Y descendió del vagón y atravesó la calle abrasada por el metálico sol de agosto y penetró en la fresca penumbra de una casa situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado de un gramófono. El olfato, agudizado por el hambre de dos días, le indicó que ese era el hotel. Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo; un letrero que él no había de leer en su vida.
La propietaria estaba encinta con más de cinco meses. Tenía color de mostaza y la apariencia de ser idéntica a su madre cuando su madre estaba encinta de ella. Él pidió «un almuerzo lo más rápido que pueda» y ella, sin tratar de apresurarse, le sirvió un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde. En ese instante pitó el tren. Envuelto en el vapor cálido y saludable de la sopa, él calculó la distancia que lo separaba de la estación e inmediatamente después se sintió invadido por esa confusa sensación de pánico que produce la pérdida de un tren.
Trató de correr. Llegó basta la puerta, angustiado, pero aún no había dado un paso fuera del umbral cuando se dio cuenta de que no tenía tiempo de alcanzar el tren. Cuando volvió a la mesa se había olvidado de su hambre; vio, junto al gramófono, una muchacha que lo miraba sin piedad, con una horrible expresión de perro meneando la cola. Por primera vez en todo el día se quitó entonces el sombrero que le había regalado su madre dos meses antes, y lo aprisionó entre las rodillas mientras acababa de comer. Cuando se levantó de la mesa no parecía preocupado por la pérdida del tren ni por la perspectiva de pasar un fin de semana en un pueblo cuyo nombre no se ocuparía de averiguar. Se sentó en un rincón de la sala, con los huesos de la espalda apoyados en una silla dura y recta, y permaneció allí largo rato, sin escuchar los discos hasta que la muchacha que los seleccionaba, dijo:
—En el corredor hay más fresco.
Él se sintió mal. Le costaba trabajo iniciarse con los desconocidos. Le angustiaba mirar a la gente a la cara y cuando no le quedaba otro recurso que hablar, las palabras le salían diferentes a como las pensaba. «Si», respondió. Y sintió un ligero escalofrío. Trató de mecerse, olvidado de que no estaba en una mecedora.
—Los que vienen aquí ruedan una silla para el corredor que es más fresco —dijo la muchacha. Y él, oyéndola, se dio cuenta con angustia de que ella tenía deseos de conversar. Se arriesgó a mirarla, en el instante en que le daba cuerda al gramófono. Parecía estar sentada allí desde hacia meses, años quizás, y no manifestaba el menor interés en moverse de ese lugar. Le daba, cuerda al gramófono, pero su vida estaba fija en él. Estaba sonriendo.
—Gracias —dijo él, tratando de levantarse, de dar espontaneidad a sus movimientos.
La muchacha no dejó de mirarlo; dijo: —También dejan el sombrero en el percherito.
Esta vez sintió una brasa en las orejas. Se estremeció pensando en aquella manera de sugerir las cosas. Se sentía incómodo, acorralado, y otra vez sintió el pánico por la pérdida del tren. Pero en ese instante penetró a la sala la propietaria.
—¿Qué hace? —preguntó.
—Está rodando la silla para el corredor, como lo hacen todos —dijo la muchacha.
Él creyó advertir un acento de burla en sus palabras.
—No se preocupe —dijo la propietaria—. Yo le traeré un taburete.
La muchacha se rió y él se sintió desconcertado. Hacía calor. Un calor seco y plano, y estaba sudando. La propietaria rodó hasta el corredor un taburete de madera con fondos de cuero. Se disponía a seguirla cuando la muchacha volvió a hablar.
—Lo malo es que lo van a asustar los pájaros —dijo.
Él alcanzó a ver la mirada dura cuando la propietaria volvió los ojos hacia la muchacha. Fue una mirada rápida pero intensa.
—Lo que debes hacer es callarte —dijo, y se volvió sonriente hacia él. Entonces se sintió menos solo y tuvo deseos de hablar.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó.
—Que a esta hora caen pájaros muertos en el corredor —dijo la muchacha.
—Son cosas de ella —dijo la propietaria. Se inclinó a arreglar un ramo de flores artificiales en la mesita de centro. Había un temblor nervioso en sus dedos.
—Cosas mías, no —dijo la muchacha—. Tú misma barriste dos antier.
La propietaria la miró exasperada. Tenia una expresión lastimosa y evidentes deseos de explicarlo todo, hasta cuando no quedara el menor rastro de duda.
—Lo que ocurre, señor, es que antier los muchachos dejaron dos pájaros muertos en el corredor para molestarla, y después le dijeron que estaban cayendo pájaros muertos del cielo. Ella se traga todo lo que le dicen.
Él sonrió. Le parecía muy divertida aquella explicación; se frotó las manos y se volvió a mirar a la muchacha que lo contemplaba angustiada. El gramófono había dejado de sonar. La propietaria se retiró a la otra pieza y cuando él se dirigía al corredor la muchacha insistió en voz baja:
—Yo los he visto caer. Créamelo. Todo el mundo los ha visto.
Y él creyó comprender entonces su apego al gramófono y la exasperación de la propietaria.
Sí —dijo compasivamente. Y después, moviéndose hacia el corredor—: Yo también los he visto.
Hacía menos calor afuera, a la sombra de los almendros. Recostó el taburete contra, el marco de la puerta, echó, la cabeza hacia atrás y pensó en su madre; su madre postrada en el mecedor, espantando las gallinas con un largó palo de escoba, mientras sentía que por primera vez él no estaba en la casa.
La semana anterior habría podido pensar que su vida era una cuerda lisa y recta, tendida desde la lluviosa madrugada de la última guerra civil en que vino al mundo entre las cuatro paredes de barro y cañabrava de una escuela rural, hasta esa mañana de junio en que cumplió 22 años y su madre llegó hasta su chinchorro para regalarle un sombrero con una tarjeta: «A mi querido hijo, en su día». En ocasiones se sacudía la herrumbre de la ociosidad y sentía nostalgia de la escuela, del pizarrón y del mapa de un país superpoblado por los excrementos de las moscas, y de la larga fila de jarros colgados en la pared debajo del nombre de cada niño. Allí no hacía calor. Era un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas patas cenicientas que atravesaban el salón de clases para echarse a poner debajo del tinajero. Su madre era entonces una mujer triste y hermética. Se sentaba al atardecer a recibir el viento acabado de filtrar en los cafetales, y decía: «Manaure es el pueblo más bello del mundo»; y luego, volviéndose hacia él, viéndolo crecer sordamente en el chinchorro: «Cuando estés grande te darás cuenta de eso». Pero no se dio cuenta de nada. No se dio cuenta a los 15 años, siendo ya demasiado grande para su edad, rebosante de esa salud insolente y atolondrada que da la ociosidad. Hasta cuando cumplió los 20 años su vida no fue nada esencialmente distinta de unos cambios de posición en el chinchorro. Pero para esa época su madre, obligada por el reumatismo, abandonó la escuela que había atendido durante 18 años, de manera que se fueron a vivir a una casa de dos cuartos con un patio enorme, donde criaron gallinas de patas cenicientas como las que atravesaban el salón de clases. El cuidado de las gallinas fue su primer contacto con la realidad. Y había sido el único hasta el mes de julio, en que su madre pensó en la jubilación y consideró que ya el hijo tenía suficiente sagacidad para gestionarla. Él colaboró de manera eficaz en la preparación de los documentos, y hasta tuvo el tacto necesario para convencer al párroco de que alterara en seis años la partida de bautismo de su madre, que aún no tenía edad para la jubilación. El jueves recibió las últimas instrucciones escrupulosamente pormenorizadas por la experiencia pedagógica de su madre, e inició el viaje hacia la ciudad con doce pesos, una muda de ropa, el legajo de documentos y una idea enteramente rudimentaria de la palabra «jubilación», que él interpretaba en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía entregarle el gobierno para poner una cría de cerdos.
Adormilado en el corredor del hotel, entorpecido por el bochorno, no se había detenido a pensar en la gravedad de su situación. Suponía que el percance quedaría resuelto al día siguiente con el regreso del tren, de suerte que ahora su única preocupación era esperar el domingo para reanudar el viaje y no acordarse jamás de ese pueblo donde hacía un calor insoportable. Un poco antes de las cuatro cayó en un sueño incómodo y pegajoso, pensando, mientras dormía, que era una lástima no haber traído el chinchorro. Entonces fue cuando se dio cuenta de que había olvidado en el tren el envoltorio de la ropa y los documentos de la jubilación. Despertó abruptamente, sobresaltado, pensando en su madre y otra vez acorralado por el pánico.
Cuando rodó el asiento hasta la sala se habían encendido las luces del pueblo. No conocía el alumbrado eléctrico, de manera que experimentó una fuerte impresión al ver las bombillas pobres y manchadas del hotel. Luego recordó que su madre le había hablado de eso y siguió rodando el asiento hasta el comedor, tratando de evitar los moscardones que estrellaban como proyectiles en los espejos. Comió sin apetito, ofuscado por la clara evidencia de su situación, por el calor intenso, por la amargura de aquella soledad que padecía por primera vez en su vida. Después de las nueve fue conducido al fondo de la casa, a un cuarto de madera empapelado con periódicos y revistas. A la medianoche se hallaba sumergido en un sueño pantanoso y febril, mientras a cinco cuadras de allí el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, tendido boca arriba en su catre, pensaba que las experiencias de esa noche reforzaban el sermón que tenía preparado para las siete de la mañana. El padre reposaba con sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga, entre el denso rumor de los zancudos. Un poco antes de las doce había atravesado el pueblo para administrar la extremaunción a una mujer y se sentía exaltado y nervioso, de manera que puso los elementos sacramentales junto al catre y se acostó a repasar el sermón. Permaneció así varias horas, tendido boca arriba en el catre hasta cuando oyó el horario remoto de un alcaraván en la madrugada. Entonces trató de levantarse, se incorporó penosamente y pisó la campanilla y se fue de bruces contra el suelo áspero y sólido de la habitación.
Apenas se dio cuenta de sí mismo cuando experimentó la sensación terebrante que le subió por el costado. En ese momento tuvo conciencia de su peso total: juntos el peso de su cuerpo, de sus culpas y de su edad. Sintió contra la mejilla la solidez del suelo pedregoso que tantas veces, al preparar sus sermones, le había servido para formarse una idea precisa del camino que conduce al infierno. «Cristo», murmuró asustado, pensando: «Seguro de que nunca más podré ponerme en pie».
No supo cuánto tiempo permaneció postrado en el suelo, sin pensar en nada, sin acordarse siquiera de implorar una buena muerte. Fue como si, en realidad, hubiera estado muerto por un instante. Pero cuando recobró el conocimiento ya no sentía dolor ni espanto. Vio la raya lívida debajo de la puerta; oyó, remoto y triste, el clamor de los gallos, y se dio cuenta de que estaba vivo y de que recordaba perfectamente las palabras del sermón.
Cuando descorrió la tranca de la puerta estaba amaneciendo. Había dejado de sentir dolor y hasta le parecía que el golpe lo había descargado de su ancianidad. Toda la bondad, los extravíos y los padecimientos del pueblo penetraron hasta su corazón cuando tragó la primera bocanada de aquel aire que era una humedad azul llena de gallos. Luego miró en torno suyo, como para reconciliarse con la soledad, y vio a la tranquila penumbra del amanecer, uno, dos, tres pájaros muertos en el corredor.
Durante nueve minutos contempló los tres cadáveres, pensando, de acuerdo con el sermón previsto, que aquella muerte colectiva de los pájaros necesitaba una expiación. Luego caminó hasta el otro extremo del corredor, recogió los tres pájaros muertos y regresó a la tinaja y la destapó y uno tras otro echó los pájaros en el agua verde y dormida sin conocer exactamente el objetivo de aquella acción. Tres y tres hacen media docena en una semana, pensó, y un prodigioso relámpago de lucidez le indicó que había empezado a padecer el gran día de su vida.
A las siete había empezado el calor. En el hotel, el único comensal aguardaba el desayuno. La muchacha del gramófono no se había levantado aún. La propietaria se acercó y en ese instante parecía como si estuvieran sonando dentro de su vientre abultado las siete campanadas del reloj.
—Siempre fue que lo dejó el tren —dijo con un acento de tardía conmiseración. Y luego trajo el desayuno: café con leche, un huevo frito y tajadas de plátano verde.
Él trató de comer, pero no sentía hambre. Se sentía alarmado de que hubiera empezado el calor. Sudaba a chorros. Se asfixiaba. Había dormido mal, con la ropa puesta, y ahora tenía un poco de fiebre. Sentía otra vez el pánico y se acordaba de su madre, en el instante en que la propietaria se acercó a recoger los platos, radiante dentro de su traje nuevo de grandes flores verdes. El traje de la propietaria le hizo recordar que era domingo.
—¿Hay misa? —preguntó.
—Sí hay —dijo la mujer—. Pero es como si no hubiera porque no va casi nadie. Es que no han querido mandar un padre nuevo.
—¿Y qué pasa con el de ahora?
—Que tiene como cien años y está medio chiflado —dijo la mujer, y permaneció inmóvil, pensativa, con todos los platos en una mano. Luego dijo:
—El otro día juró en el púlpito que había visto al diablo y desde entonces casi nadie volvió a la misa.
De manera que fue a la iglesia, en parte por su desesperación y en parte por la curiosidad de conocer a una persona de cien años. Advirtió que era un pueblo muerto, con calles interminables y polvorientas y sombrías casas de madera con techos de cinc, que Parecían deshabitadas. Eso era el pueblo en domingo: calles sin hierba, casas con alambreras y un cielo profundo y maravilloso sobre un calor asfixiante. Pensó que no había ahí ninguna señal que permitiera distinguir el domingo de otro día cualquiera, y mientras caminaba por la calle desierta se acordó de su madre: «Todas las calles de todos los pueblos conducen inexorablemente a la iglesia o al cementerio». En este instante desembocó en una pequeña plaza empedrada con un edificio de cal con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj parado en las cuatro y diez.
Sin apresurarse atravesó la plaza, subió por los tres escalones del atrio e inmediatamente sintió el olor del envejecido sudor humano revuelto con el olor del incienso, y penetró en la tibia penumbra de la iglesia casi vacía.
El padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar acababa de subir al púlpito. Iba a iniciar el sermón cuando vio entrar a un muchacho con el sombrero puesto. Lo vio examinar con sus grandes ojos serenos y transparentes el templo casi vacío. Lo vio sentarse en el último escaño, la cabeza ladeada y las manos sobre las rodillas. Se dio cuenta de que era un forastero. Tenía más de 20 años de estar en el pueblo y habría podido reconocer a cualquiera de sus habitantes hasta por el olor. Por eso sabía que el muchacho que acababa de llegar era un forastero. En una mirada breve e intensa observó que era un ser taciturno y un poco triste y que tenía la ropa sucia y arrugada. Es como si tuviera mucho tiempo de estar durmiendo con ella, pensó, con un sentimiento que era una mescolanza de repugnancia y piedad. Pero después, viéndolo en el escaño, sintió que su alma desbordaba gratitud y se dispuso a pronunciar para él el gran sermón de su vida. Cristo —pensaba mientras tanto—, permite que recuerde el sombrero para que no tenga que echarlo del templo.
Y comenzó el sermón.
Al principio habló sin darse cuenta de sus palabras, Ni siquiera se escuchaba a sí mismo. Oía Apenas la melodía definida y suelta que fluía de un manantial dormido en su alma desde el principio del mundo. Tenía la confusa certidumbre de que las palabras estaban brotando precisas, oportunas, exactas, en el orden y la ocasión previstos. Sentía que un vapor caliente le presionaba las entrañas. Pero sabía también que su espíritu estaba limpio de vanidad y que la sensación de placer que le embargaba los sentidos no era soberbia, ni rebeldía, ni vanidad, sino el puro regocijo de su espíritu en Nuestro Señor.
En su alcoba, la señora Rebeca se sentía desfallecer, comprendiendo que dentro de un momento el calor se volvería imposible. Si no se hubiera sentido arraigada al pueblo por un oscuro temor a la novedad, habría metido sus cachivaches en un baúl con naftalina y se hubiera ido a rodar por el mundo, como lo hizo su bisabuelo, según le habían contado. Pero íntimamente sabía que estaba destinada a morir en el pueblo, entre aquellos interminables corredores y las nueve alcobas cuyas alambreras, pensaba, haría reemplazar por vidrios erizados, cuando cesara el calor. De manera que se quedaría allí, decidió (y esa era una decisión que tomaba siempre que ordenaba la ropa en el armario), y decidió también escribirle a «mi ilustrísimo primo» para que mandara un padre joven y poder asistir de nuevo a la iglesia con su sombrero de minúsculas flores de terciopelo y oír otra vez una misa ordenada y sermones sensatos y edificantes.
Mañana es lunes, pensó, empezando a pensar de una vez en el encabezamiento de la carta para el Obispo (encabezamiento que el coronel Buendía había calificado de frívolo e irrespetuoso) cuando Argénida abrió bruscamente la puerta alambrada y exclamó:
—Señora, dicen que el padre se volvió loco en el púlpito.
La viuda volvió hacia la puerta un rostro otoñal y amargo, enteramente suyo.
—Hace por lo menos cinco años que está loco —dijo. Y siguió aplicada a la clasificación de su ropa, diciendo—: Debe ser que volvió a ver al diablo.
—Ahora no fue el diablo —dijo Argénida.
—¿Y entonces a quién? —preguntó la señora Rebeca, estirada, indiferente.
—Ahora dice que vio al Judío Errante.
La viuda sintió que se le crispaba la piel. Un tropel de revueltas ideas entre las cuales no podía diferenciar sus alambreras rotas, el calor, los pájaros muertos y la peste, pasó por su cabeza al escuchar esas palabras que no recordaba desde las tardes de su infancia remota: «El Judío Errante». Y entonces, comenzó a moverse, lívida, helada, hacia donde Argénida la contemplaba con la boca abierta.
—Es verdad —dijo, con una voz que se le subió de las entrañas—. Ahora me explico por qué se están muriendo los pájaros.
Impulsada por el terror, se tocó con una negra mantilla bordada y atravesó como una exhalación el largo corredor y la sala recargada de objetos decorativos y la puerta de la calle y las dos cuadras que la separaban de la iglesia, en donde el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, transfigurado decía: «… Os juro que lo vi. Os juro que se atravesó en mi camino esta madrugada, cuando regresaba de administrar los santos óleos a la mujer de Jonás, el carpintero. Os juro que tenía el rostro embetunado con la maldición del Señor y que dejaba a su paso una huella de ceniza ardiente».
La palabra quedó trunca, flotando en el aire. Se dio cuenta de que no podía contener el temblor de las manos, de que todo su cuerpo temblaba y que por su columna vertebral descendía lentamente un hilo de sudor helado. Se sentía mal, sintiendo el temblor y sintiendo la sed y una fuerte torcedura en las tripas y un rumor que resonó como la profunda nota de un órgano en sus entrañas. Entonces se do cuenta de la verdad.
Vio que había gente en la iglesia y que por la nave central avanzaba la señora Rebeca, patética, espectacular, con los brazos abiertos y el rostro amargo y frío vuelto hacia las alturas. Confusamente comprendió lo que estaba ocurriendo y hasta tuvo la lucidez suficiente para comprender que habría sido vanidad creer que estaba patrocinando un milagro. Humildemente apoyó las manos temblorosas en el borde de madera y reanudó el discurso.
—Entonces caminó hacia mí —dijo. Y esta vez escuchó su propia voz convincente, apasionada—. Caminó hacia mí y tenía los ojos de esmeralda y la áspera pelambre y el olor de un macho cabrío. Y yo levanté la mano para recriminarlo en el nombre de Nuestro Señor, y le dije: «Deténte. Nunca ha sido el domingo buen día para sacrificar un cordero».
Cuando terminó había empezado el calor. Ese calor intenso, sólido y abrasante de aquel agosto inolvidable. Pero el padre Antonio Isabel ya no se daba cuenta del calor. Sabía que ahí, a sus espaldas, estaba el pueblo otra vez postrado, sobrecogido por el sermón, pero ni siquiera se alegraba de eso. Ni siquiera se alegraba con la perspectiva inmediata de que el vino le aliviara la garganta estragada. Se sentía incómodo y desadaptado. Se sentía aturdido y no pudo concentrarse en el momento supremo del sacrificio. Desde hacia algún tiempo le ocurría lo mismo, pero ahora fue una distracción diferente porque su pensamiento estaba colmado por una inquietud definida. Por primera vez en su vida conoció entonces la soberbia. Y tal como lo había imaginado y definido en sus sermones, sintió que la soberbia era un apremio igual a la sed. Cerró con energía el tabernáculo, y dijo:
—Pitágoras.
El acólito, un niño de cabeza rapada y lustrosa, ahijado del padre Antonio Isabel y a quien éste había puesto nombre, se acercó al altar.
—Recoge la limosna —dijo el sacerdote.
El niño pestañeó, dio una vuelta completa y luego dijo con una voz casi imperceptible:
—No sé dónde está el platillo.
Era cierto. Hacía meses que no se recogía la limosna.
—Entonces busca una bolsa grande en la sacristía y recoge lo más que puedas —dijo el padre.
—¿Y qué digo? —dijo el muchacho.
El padre contempló pensativo el cráneo pelado y azul, las articulaciones pronunciadas. Ahora fue él quien pestañeó:
—Dí que es para desterrar al Judío Errante —dijo y sintió que al decirlo soportaba un gran peso en su corazón. Por un instante no escuchó nada más que el chisporroteo de los cirios en el templo silencioso, y su propia respiración excitada y difícil. Luego, poniendo la mano en el hombro del acólito que lo miraba con los redondos ojos espantados, dijo:
—Después coges la plata y se la llevas al muchacho que estaba solo al principio y le dices que ahí le manda el padre para que se compre un sombrero nuevo.

Pubicado en Los funerales de la Mamá Grande (1962)

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