Traumatismo facial. Es lo que dicen los doctores. El concepto engloba muchos elementos y conceptos dentro de sí mismo. Y David coleccionó todos. Perdió el diente incisivo lateral izquierdo y se le rompieron algunas muelas. Tanto fue el shock del momento que no se dio cuenta de que se tragó pequeños trozos mientras duró el ataque. Se le desencajó y sufrió la rotura de la quijada. Se le rompió la nariz, que se llenó de sangre y que le impedía respirar con normalidad. Inconscientemente respiraba por la boca, lo que le hacía sentir como si el aire le raspara la garganta. La nariz la tenía morada, casi negra, a causa de los golpes certeros que recibió. Era la nariz de un boxeador novato y peso pluma después de resistir diez asaltos contra el campeón mundial de peso pesado. Igual de oscuros tenía los pómulos, los párpados y la zona alrededor de sus ojos. Las cejas las tenía reventadas, por lo que necesitaron coserlas, dejando las puntas del hilo apuntando hacia afuera; parecía que David tenía púas o espinas en la frente, como un monstruo o un personaje de una película de terror. Alrededor de la cabeza llevaba una venda. En general, toda su cara estaba hinchada. Estaba irreconocible. Era una versión surrealista de sí mismo.

David nunca antes había estado internado en una clínica. Mucho menos en un hospital. De pequeño no fue de aquellos hijos que no paran de darles sustos a sus madres, como su primo Luis, quien cada fin de semana terminaba llorando por algún golpe producto de sus constantes travesuras. A David le gustaba tener los pies en la tierra. Los amigos de su barrio trepaban los árboles en el parque, él prefería verlos desde abajo. Su primo escalaba hasta lo más alto del juego en el parque de diversiones, David prefería quedarse en el columpio. Esas diferencias nunca le causaron inseguridades ni dudas sobre sí mismo; de cierta forma se sentía más inteligente, más cauto.

La ropa de paciente de clínica. El olor a suavizante barato, los cientos de puntitos azules sobre blanco, combinación que nunca usaría en su vida. Lo más importante era el hecho de tener toda la parte posterior del cuerpo al aire, a la vista de todo el mundo. ¿Dónde quedaba el pudor del paciente? ¿Era justo que quedara expuesto a merced de mirones solo porque era un «pobre enfermo» que no tenía poder de decisión? Trató de evitar salir de su cama y de su habitación. Nunca había sentido inseguridad sobre su cuerpo y aspecto, pero en esas circunstancias consideraba que su trasero se veía como el de un viejo decrepito y enfermo.

Las clínicas tienen una sensación particular. Un efecto singular en las personas. Al ingresar a una clínica u hospital se está entrando en un espacio de cuidado, precisión, cálculo.

David veía a los doctores y enfermeras deambular con sus trajes blancos como ángeles salvadores al cuidado del rebaño perdido y herido. Su trato era cordial pero lejano, como profesores de escuela obligados a cuidar de sus alumnos y ser padres sustitutos por algunas horas al día. En el ambiente se respiraba un olor a desinfección y alcohol. Una suerte de limpieza forzada. Un aroma que no se encontraba en la calle ni en ningún hogar mantenido por un ama de casa o muchacha de servicio. Comida de avión en tierra firme. Lo internaron en la clínica Good Hope en Miraflores, cerca de su departamento. La habitación era mediana, tenía un televisor con solo canales nacionales, por lo que David casi nunca lo usó. La cama estaba centrada en el espacio y se podía encontrar un sillón a la mano derecha, muy pegado a la ventana.

Por un día estuvo en un vaivén, un yoyó entre la conciencia y la inconciencia después del ataque a su vida. Una suerte de estado de ensueño y despertar constante que le impide a uno completar el sueño en el que estás viajando rumbo a descubrir una fantasía o una pesadilla.

Al despertar recordó casi todo lo que había sucedido. Verse en el carro junto a Claudia. Empezando un día camino a su trabajo. La fila de carros a causa del tráfico. La camioneta detrás de él y, por último, aquel hombre, aquel rostro. «¿Quién era ese hombre? ¿Por qué acabó siendo parte de mi vida?», se preguntaba David. El nombre atado a ese rostro era Piero. Al parecer, según lo que le contaron, se había despertado con el pie izquierdo decidido a acabar con alguien. No necesariamente matarlo, pero descargar con alguien toda su ira y brutalidad. Era divorciado y con hijos, a quienes visitaba dos veces al mes. La exesposa se divorció de él por maltratos verbales y psicológicos. Una vez llegaron a las manos, pero no lo reportó.

Todo lo que pasó después del ataque no existió para David. Los gritos de la gente alertaron a la Policía que se acercó tímidamente, como si fuera una simple pelea callejera, pero los gritos y súplicas de una señora de casi setenta años, quien vio toda la brutalidad del acto, les hizo cambiar de accionar. Los policías trataron de separar a Piero de David, que yacía en el suelo desmayado y con la cara ensangrentada. Cuatro policías fueron necesarios para cumplir con el objetivo. Al tenerlo controlado, lo metieron a un patrullero y se lo llevaron a la comisaria. Otros policías le hicieron preguntas a Claudia. Si conocían a ese hombre y si tenían algún tipo de problema con él, asumiendo que se trató de un ajuste de cuentas. Los hombres no podían creer que la causa de tremendo acto fue el tráfico y un malentendido. Esos policías se llevaron a casa, dentro de su cabeza, lo ocurrido. En la intimidad de su hogar reflexionaron acerca de la violencia de la que eran testigos.

Las consecuencias legales para Piero poco o nada le importaban a David. Después de despertar había caído en un letargo mental que se podría haber confundido con depresión. Comía porque le hacían recordar. Casi no hablaba con sus visitas. Contestaba lo mínimo e indispensable. Su mente estaba concentrada en temas y problemas que nunca antes habían rondado por ahí. No le importaba quién era exactamente Piero ni qué le iba a suceder. Le importaba qué representaba Piero. Quién era en un sentido simbólico. ¿Una fuerza arrolladora? ¿Una maldad imparable? Más importante aún, ¿había más gente como él? ¿Cuántos actos de violencia absurda se daban en el Perú al día, al mes, al año? ¿Acaso nadie estaba libre? David trataba de entender por qué le ocurrió algo así. Se entregó a la reflexión constante y obsesiva. Su vida había sido sencilla hasta ese día. Esas cosas no le pasaban a él.

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