Estamos entrando en un terreno amplio y difícil. Hay hitos que merecen señalarse desde el comienzo.

Todos los hombres tienen conciencia de la tragedia en la vida. Pero la tragedia como forma teatral no es universal. El arte oriental conoce la violencia, el pesar y los embates de los desastres naturales o provocados; el teatro japonés está repleto de ferocidad y muertes rituales. Pero esa representación del sufrimiento y el heroísmo personales a la que damos el nombre de teatro trágico es privativa de la tradición occidental. Hasta tal punto ha llegado a ser parte de nuestro sentido de las posibilidades del comportamiento humano, tan arraigados están en nuestros hábitos espirituales la Orestíada, Hamlet y Fedra, que olvidamos cuán extraña y compleja noción es esta de representar la angustia privada en un escenario público. Tanto esa noción como la visión del hombre que implica son griegas. Y casi hasta el momento de su decadencia las formas trágicas son helénicas.

La tragedia es ajena al sentido judaico del mundo. El Libro de Job es citado siempre como un ejemplo de visión trágica. Pero esa fábula sombría se halla situada en el borde exterior del judaísmo, e incluso ahí una mano ortodoxa ha afirmado los títulos de la justicia en oposición a los de la tragedia: «Yahvé bendijo ahora a Job más que al principio, pues se hizo con catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil burras».

Dios ha reparado los estragos sufridos por su siervo; ha recompensado a Job por sus infortunios. Pero donde hay compensación hay justicia y no tragedia. Esta exigencia de justicia es el orgullo y la carga de tradición judaica. Yahvé es justo, hasta en su furia. A menudo la balanza de la retribución o recompensa parece estar terriblemente desequilibrada o bien las providencias de Dios parecen insoportablemente lentas. Pero, tras la suma de los tiempos, no puede caber duda de que Dios es justo para con el hombre. Sus acciones no sólo son justas sino, asimismo, racionales. El espíritu judaico es vehemente en su convicción de que el orden del universo y de la condición humana es accesible a la razón. Las vías del Señor no son caprichosas ni absurdas. Podemos entenderlas cabalmente si a nuestras indagaciones les conferimos la clara visión de la obediencia. El marxismo es típicamente judío en su insistencia en la justicia y la razón; y Marx repudiaba el concepto entero de tragedia. «La necesidad –afirmaba– sólo es ciega en la medida en que no es entendida».

El teatro trágico surge, precisamente, de la afirmación opuesta: la necesidad es ciega y el encuentro del hombre con ella le despojará de sus ojos, tanto en Tebas como en Gaza. La afirmación es griega y el sentido trágico de la vida que se levanta sobre ella constituye la principal contribución del genio griego a nuestro legado. Resulta imposible indicar con precisión dónde o cómo la noción de tragedia formal se apoderó por primera vez de la imaginación. Pero la Ilíada es la cartilla del arte trágico. En ella se exponen los motivos e imágenes en torno a los que ha cristalizado el sentido de lo trágico durante casi tres mil años de poesía occidental: la brevedad de la vida heroica, el sometimiento del hombre a la ferocidad y el capricho de lo inhumano, la caída de la Ciudad. Obsérvese la distinción decisiva: la caída de Jericó o la de Jerusalén se limitan a ser justas, en tanto que la caída de Troya es la primera gran metáfora de la tragedia. Donde una ciudad es destruida porque ha desafiado a Dios, su destrucción constituye un instante fugaz en el designio racional del propósito divino. Sus muros volverán a levantarse, en la tierra o en el reino de los cielos, cuando las almas de los hombres hayan recobrado la gracia. El incendio de Troya es definitivo porque es causado por el feroz juego de los odios humanos y por la elección caprichosa y misteriosa del destino.

En la Ilíada hay intentos por arrojar la luz de la razón sobre el mundo de sombras que rodea al hombre. Al destino se le da un nombre y a los elementos se los presenta con la máscara frívola y tranquilizadora de los dioses. Pero la mitología sólo es una fábula destinada a ayudarnos a soportar. El guerrero homérico sabe que no puede comprender ni dominar las acciones del destino. Patroclo recibe la muerte y el vil Tersites navega tranquilamente hacia su tierra. Reclámese justicia o explicación y el mar responderá atronadoramente con su clamor sin sentido. Las cuentas de los hombres con los dioses no quedan saldadas.

La ironía se ahonda. En vez de modificar o disminuir su condición trágica, el aumento de recursos científicos y de poder material hace que los hombres sean aún más vulnerables. Este concepto no se halla todavía explícito en Homero, pero aparece elocuentemente en otro gran poeta trágico, en Tucídides. Nuevamente debemos observar el contraste decisivo. Las guerras relatadas en el Antiguo Testamento son sangrientas y atroces, pero no son trágicas. Son justas o injustas. Los ejércitos de Israel triunfarán en las batallas si han cumplido la voluntad del Señor y le han rendido culto. Serán derrotados si han violado la alianza divina o si sus reyes han caído en la idolatría. En cambio, las guerras del Peloponeso son trágicas. Oscuras fatalidades y sombríos errores de juicio se despliegan tras ellas. Enredados por falsa retórica y movidos por impulsos políticos que no pueden explicar a conciencia, los hombres salen a destruirse entre sí, con una especie de furia sin odio. Hoy seguimos desencadenando guerras del Peloponeso. Nuestro control del mundo material y nuestras ciencias positivas se han desarrollado increíblemente. Pero nuestros mismos logros se vuelven contra nosotros, haciendo más azarosa la política y más feroces las guerras.

La concepción judaica ve en el desastre una falta moral o una falla intelectiva específica. Los poetas trágicos griegos aseveran que las fuerzas que modelan o destruyen nuestras vidas se encuentran fuera del alcance de la razón o la justicia. Peor aún: hay a nuestro alrededor energías demoníacas que hacen presa del alma y la enloquecen o que envenenan nuestra voluntad de modo tal que infligimos daños irreparables a quienes amamos, así como a nosotros mismos. O para exponerlo en los términos del diseño trágico trazado por Tucídides: nuestras naves partirán siempre hacia Sicilia por más que cada cual tenga más o menos conciencia de que van hacia su destrucción. Eteocles sabe que perecerá ante la séptima puerta, pero, con todo, sigue adelante:

Ya los dioses no cuidan de nosotros.

Para ellos nuestra muerte

es la ofrenda admirable.

¿Por qué demorarnos, pues

rebajándonos ante nuestra suerte?

Antígona es perfectamente consciente de lo que le sucederá y en las profundidades de su terco corazón Edipo también sabe. Pero se apresuran hacia sus feroces desastres, atenazados por verdades más intensas que el conocimiento. Para el judío, hay una maravillosa continuidad entre conocimiento y acción; para el griego, un abismo irónico. La leyenda de Edipo, en la que el sentido griego de la sinrazón trágica está representado tan horriblemente, le sirvió a ese gran poeta judío que era Freud como emblema de la perspicacia racional y de la redención mediante la curación.

No se trata de que falte por completo la redención en la tragedia griega. En Las euménides y en Edipo en Colono, la acción trágica se cierra con una nota de gracia. Gran importancia se le ha dado a este hecho. Pero, a mi juicio, deberíamos interpretarlo con suma cautela. Ambos casos son excepcionales; hay en ellos un elemento de procesión ritual, conmemorativo de aspectos especiales de la santidad de Atenas. Por otra parte, lo que había de música en la tragedia griega está irrevocablemente perdido para nosotros, y sospecho que el uso de música puede haber dado a los finales de estas dos obras una singularidad solemne, poniendo los momentos finales a cierta distancia de los terrores antes desplegados.

Hago hincapié en esto porque en mi opinión toda concepción realista del teatro trágico debe tener como punto de partida el hecho de la catástrofe. Las tragedias terminan mal. El personaje trágico es destruido por fuerzas que no pueden ser entendidas del todo ni derrotadas por la prudencia racional. También esto es de una importancia capital. Cuando las causas del desastre son temporales, cuando el conflicto puede ser resuelto con medios técnicos o sociales, entonces podemos contar con teatro dramático, pero no con la tragedia. Leyes de divorcio más flexibles no podrían modificar el destino de Agamenón; la psiquiatría social no es respuesta para Edipo. Pero las relaciones económicas más sensatas o mejores sistemas de cañerías pueden resolver algunas de las graves crisis que hay en los dramas de Ibsen. Conviene tener bien presente esta distinción. La tragedia es irreparable. No puede llevar a una compensación justa y material por lo padecido. Al final Job recibe el doble de burras; y así tenía que ser, pues Dips había representado con él una parábola de la justicia. A Edipo no le devuelven la vista ni su cetro tebano.

El teatro trágico nos afirma que las esferas de la razón, el orden y la justicia son terriblemente limitadas y que ningún progreso científico o técnico extenderá sus dominios. Fuera y dentro del hombre está l’autre, la «alteridad» del mundo. Llámesele como se prefiera: Dios escondido y maligno, destino ciego, tentaciones infernales o furia bestial de nuestra sangre animal. Nos aguarda emboscada en las encrucijadas. Se burla de nosotros y nos destruye. En unos pocos casos, nos lleva, después de la destrucción, a cierto reposo incomprensible.

Bien sé que nada de esto constituye una definición de la tragedia. Pero no hay definición abstracta que pueda servir de algo. Cuando decimos «teatro trágico» sabemos de qué estamos hablando; no con toda precisión, pero lo bastante claramente como para reconocer la cosa real. Sin embargo, hay un caso en que un poeta trágico nos acerca mucho a dar un resumen explícito de la visión trágica de la vida. Las bacantes de Eurípides están en cierta proximidad especial con las fuentes arcaicas, ya indiscernibles, del sentimiento trágico. Al final de la obra, Dioniso condena a Cadmo, a su casa real y a la ciudad entera de Tebas a una feroz sentencia. Cadmo protesta: la sentencia es demasiado dura. No guarda ninguna proporción con la culpa de aquellos que no reconocen al dios o lo han insultado. Dioniso no le hace caso. Reitera con petulancia que se le ha ofendido mucho; y luego afirma que Tebas estaba predestinada a su suerte. De nada vale pedir una explicación racional o piedad. Las cosas son como son, inexorables y absurdas. El castigo impuesto supera de lejos nuestras culpas.

Se trata de una visión terrible e inflexible que cala en la vida humana. No obstante, en el mismo exceso de su padecimiento se encuentran los títulos del hombre para aspirar a la dignidad. Impotente y arruinado, mendigo ciego expulsado de la ciudad, él alcanza una nueva grandeza. El hombre es ennoblecido por el rencor vengativo o la injusticia de los dioses. No lo vuelve inocente, pero lo purifica como si hubiera pasado por las llamas. Por esto hay en los momentos finales de las grandes tragedias, sean griegas, shakespeareanas o neoclásicas, una fusión de pesar y júbilo, de lamentación por la calda del hombre y de regocijo en la resurrección de su espíritu. Ninguna otra forma poética consigue este efecto misterioso que hace de Edipo, El rey Lear y Fedra los más nobles poemas hasta ahora urdidos por el espíritu.

Desde la Antigüedad hasta la época de Shakespeare y Racine, tal logro parecía al alcance del talento. Desde entonces, la voz trágica se empaña o calla en el teatro. Lo que sigue es un intento por determinar a qué se debe esto.

 

Tomado de:

Capítulo I: «La muerte de la tragedia» (1961) – George Steiner. Ediciones Siruela.

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