En esa época me acababa de separar y necesitaba un lugar para vivir. Había conseguido un trabajo pequeño en un estudio de abogados. Pequeño en cuanto al sueldo y a la función que cumplía, pero grande en cuanto al horario;  entraba a primera hora y salía pasadas las 8 de la noche.


Por:

Alina Gadea

Era un trabajo que no me gustaba, pero que necesitaba desesperadamente. Sentía que no me apreciaban y que, en cierto modo, estaba sobre dimensionada para lo que hacía. Era muy rudimentario: yo cumplía la función de una especie de vendedora del estudio de abogados.

El dueño necesitaba una persona que conociera de temas jurídicos, que tuviera un aspecto físico más o menos bueno y un cierto roce con la gente. Pero no necesitaba alguien con mayor talento.

Mi labor consistía en ir, de empresa en empresa, presentando al estudio y las bondades de sus servicios. Tal como si estuviera vendiendo agendas de cuero o máquinas de coser, de puerta en puerta. En cierto modo, para una persona como yo, resultaba un trabajo humillante. Tal vez para otras personas no lo fuera, porque serían más jóvenes y aún estarían comenzando su carrera. O tal vez me era tan desagradable porque fui criada en una forma según la cual, una de las cosas que uno no debía hacer nunca, era vender, fuera lo que fuera; rebuscar cosas ajenas o hacer comentarios sobre la vida de las personas. En todo caso, a parte del acto de vender, me disgustaba el tema de fondo: todo lo que tuviera que ver con litigios.

Durante la carrera, me habían gustado los cursos que eran limítrofes con otras disciplinas, no los que serían fundamentales para ejercer.

Sin duda, la elección de mi profesión había sido tan inadecuada como la de mi matrimonio; no sabía lo que quería. Entré como muchos jóvenes desorientados a estudiar una carrera importante, que mantuviera contenta a la familia y que no tuviera que ver con números.

En la misma forma escogí a la pareja que sería la ideal para el resto de la vida. A esa edad uno cree que todo es para el resto de la vida.

Desde el comienzo del matrimonio, desaparecieron, como por un hechizo, una serie de cosas sencillas que me hacían feliz, como el olor de las madreselvas en las noches de verano. Me preguntaba si habrían desaparecido del todo esas flores o sería que era yo la que había cambiado.

Conforme avanzaba el tiempo, me apagaba lentamente, mientras él apagaba el interruptor de luz donde yo me encontrara, la música que ponía y hasta las velas que prendía esperanzada en una noche especial. Pero aun así había amor. O así lo creía yo y  pensé que ya era tarde para arrepentirse. En realidad no lo era. Nunca lo es. Eso lo comprendí unos años después, en que salí por la puerta falsa de ese matrimonio. Sin hijos ni bienes que repartir. Sólo con la sensación del tiempo perdido y la de una puerta que se había cerrado para nunca más volver a ser abierta. Debía continuar mi camino.

Sabía que lo menos recomendable para una persona en mi situación era caer en la enloquecedora pregunta de “¿qué hubiera pasado si hubiera hecho otra cosa, si hubiera escogido distinto, si no hubiera seguido ese camino?” Frecuentemente esa clase de cuestionamientos van seguidos de algo así como “quisiera ser otra persona, en otro lugar y otro tiempo”, “¿Por qué, por qué? No. Yo debía desechar todas esas ideas nefastas. Simplemente debía volver a empezar.

Probablemente influenciada por mi formación hice una lista larga que después reduje a tres puntos:

Uno: Conseguir un trabajo. Le puse un check porque por malo que fuera, ya lo tenía.

Dos: Conseguir un lugar para vivir. Probablemente tendría que ser tan pequeño como el trabajo.

Tres: Hacer ejercicio. Debía tratar de mejorar mi estado de ánimo.

 

Decidí combinar los puntos Dos y Tres: saldría del trabajo caminando y al mismo tiempo aprovecharía para buscar un lugar donde vivir. Cada noche, saliendo del estudio, caminaba todo el largo de la avenida Santa Cruz, llegaba al óvalo Gutiérrez y continuaba por toda la Comandante Espinar y seguía hasta el malecón de Miraflores. Así también llegaba más tarde a casa y molestaba lo menos posible a mi familia.

Las calles, fuesen las que fuesen, me parecían desconcertantemente  solitarias.  Pero yo me repetía una y otra vez, que esa sensación sólo estaba dentro de mi cabeza.

Me encontraba viviendo, temporalmente en casa de mis padres, quienes hacían un esfuerzo por hacerme sentir bien, pero era claro que no estaban acostumbrados a mi presencia en la casa. Hacía ya varios años, desde que me había casado,  que yo había dejado de vivir ahí y hasta mi cuarto había dejado de ser mío para convertirse en el de una sobrina, hija de uno de mis hermanos.

Una tarde de domingo, caminando por una de esas calles totalmente vacías, que una y otra vez salían a mi encuentro, pasé por la avenida Saenz Peña. En los últimos días me había dedicado a peinar las calles de Barranco. Llevaba dos fines de semana  sentada en una pérgola frente al mar, sin pensar en nada.

En el medio de la plazoleta de enfrente, había siempre unas palomas que se reunían a conversar. Me di cuenta que eran los únicos seres vivos a mi alrededor. Esa tarde no estaba siquiera el hombrecito que vendía maíz partido en bolsas pequeñas para darles de comer.

No pasó un auto, ni un peatón en las dos horas en que permanecí derrengada en la banca de madera. Hasta el mar, al mirarlo por el viejo malecón, parecía detenido y gris. Este silencio es gris, pensé con melancolía. Las puestas de sol parecen gritar con sus colores insolentes, pero las tardes grises, de garúas impenitentes, son inmóviles y sordas. Parece que el cielo va a ir bajando poco a poco hasta aplastarnos.

 

Me puse a caminar, mirando hacia abajo con los brazos cruzados. Mis pasos atemorizados casi no se oían. Parecía que adquirían vida propia y decidían no llamar la atención de nadie, con el ruido de sus pisadas. No había respuesta. Pero a mi paso, las palomas volaron todas de golpe, con un sonido que llenó el instante mudo.

Me fijé en la casa más grande y más cercana al malecón. Parecía una torta de merengue, endeble y tierna, que se resquebrajaba y cuyo relleno se salía por algunas grietas. Olvidada frente al mar.  No habría nadie adentro. Me acerqué hasta la puerta del zaguán y sentí desde adentro su respiración. Desde algún lugar desconocido venía un suave sonido que me estremeció. Voces que parecían susurrarles canciones de cuna a algún niño.

Seguí caminando por una calle estrecha y arbolada. Hubiera sido una callecita alegre de no haber sido porque tampoco había nadie. Los pájaros no trinaban, seguramente se debería al frío y a la humedad. El viento fuerte sacudía con furia las hojas ralas de una palmera. Las palomas debían estar guarnecidas con sus crías en algún nido tibio y escondido de un árbol frondoso.

Estaba a punto de salir un tímido rayo de luz, pero después de varios nubarrones, el sol no se atrevió a brillar. El cielo daba la impresión de que le hubieran limpiado el color con un trapo.

Con el mar a un lado y el cielo cerca de mi cabeza, llegué hasta una calle paralela a la de las palomas. Y me detuve sobre una vereda polvorienta y rota.

De algún lugar, salió un hombre gordo en una bicicleta, que me mandó un beso sonoro. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien me besaba. Pensé que aunque fuera de lejos y en una forma grotesca, no dejaba de ser un beso. Pero después desapareció pedaleando tal como había aparecido y el mundo continuó siendo un planeta desierto.

Fijé la vista al frente y vi dos casas muy viejas. Debían haber sido construidas a comienzo de siglo veinte. Dos señoras casas. Una de ellas estaba más deteriorada que la otra y tenía un pequeño letrero pintado a mano donde decía ingenuamente: Carlos Calderón.

¿Qué habría querido decir esa persona, anunciándose en un letrero mohoso de una casa que parecía deshabitada? Tal vez decir que no lo estaba y que él todavía no estaba muerto. Que aún existía, aunque fuera preso dentro de ese antiguo palacete. Perdida en mis conjeturas, por alguna razón desconocida, esa triste figura, me conmovió.

 

La casa tenía un torreón muy alto. Un cascarón cuadrado, alto y vacío. Balaustres rotos de madera y un insólito friso de mosaicos ocres. Un techo de tejas desvencijadas coronaba el torreón dejando ver su esqueleto de madera. Una ventana francesa de cuadros con varios de los vidrios rotos. Un zaguán separado de la vereda por una reja de madera. Una enorme madreselva recorría la fachada de la casa. Seguramente que en noches de verano despedirían ese olor. Pero ahora, petrificada, la flor no tenía mucho que decir. Se limitaba a dormir.

Me acerqué a la antigua reja de madera, mal pintada de marrón, con muchas capas de pintura, una tras otra. Seguramente cada propietario, a lo largo de varias generaciones,  habría pintado encima sin raspar la anterior. Pensé en las experiencias de la vida como capas sobre capas desgastadas de vivencias pasadas y parcialmente olvidadas.

Vi detrás de ella, el piso de losetas antiguas, cuarteado  y con una pequeña colina, empujada desde adentro por la raíz de un ficus. El zaguán parecía contener la respiración. Cargaba de manera invisible, miles de tristezas, como un testigo de muchas vidas, vividas tras sus muros.

La suciedad de los visillos tejidos a crochet no dejaba ver el interior. Me hice a un lado. Miré hacia abajo; de una bruña de la vereda reseca, salía, rebelde, un poco de hierba.

Algo hacía que no quisiera continuar mi camino, como si estuviera anclada en ese suelo. Tal vez porque un lugar tan abandonado me servía de consuelo. Los lugares así, me tranquilizaban. Los lugares fríos y modernos me hacían sentir que no podría resistir su impacto. Era algo así como parchar una tela vieja con otra vieja. Ese es un parche que resiste, pero si se intenta parchar una tela vieja con una nueva, la parte vieja se rompe fácilmente.

La casa de al lado era idéntica y tenía un letrero, pero no tímido y escrito a mano, sino grande, con letras hechas en una imprenta: Nido Jardín Nº 00-15. Sin duda se trataba de un colegio para niños de la zona. Un palacete albergando ahora risas y llantos de niños pobres. Sin embargo no oí ninguno en todo el rato que estuve ahí.

Retrocedí unos pasos para ver si atisbaba algún niño, cuando una voz  apagada sonó débilmente tras de mí:

–        ¿Se le ofrece algo? -la voz venía de atrás de la reja de madera. Algo asustada, me cerré el cuello del saco y decidí seguir mi camino, cuando se abrió la puerta pesada. Era un señor mayor, delgado y vestido con chaleco y sombrero. Me pareció un duende. Se sacó el sombrero y me preguntó con voz aguda y a la vez gastada: –  ¿Es usted la señorita que llamó esta mañana?

– Oh, no, no lo creo. Yo solamente pasaba por acá y no sé, disculpe señor. Estaba mirando.

– Pierda cuidado. Pensé que usted era la señorita que había quedado en pasar esta tarde por aquí. Ella quería conocer el departamento, digo el  cuarto.

– ¿Cuarto?

El señor me señaló con su mano, arrugada y temblorosa, un cartel que yo no había visto. Estaba en la puerta de al lado, sobre la ranura de un buzón de cartas. Tapado por una rama de la madreselva, decía:

 

Se alquila habitación a dama.

 

Algo desconcertada le pregunté:

–          ¿Es usted el señor Carlos Calderón?

–          El mismo que viste y calza señorita. ¿O señora?

–          Da igual, en realidad se puede decir que soy una señora, aunque no completamente.

–          ¿Me decía? No entendí lo que me dijo.

–          Señora, señora Durand.

Era la primera vez que decía esa extraña combinación de palabras. Hasta antes, de soltera me habían llamado Aída Durán o señorita Durand. Después me había convertido, un buen día, casi sin darme cuenta en Aída Durand de Zegarra. O simplemente en la señora Zegarra.  “De”, reflexioné, qué cosa tan absurda. ¿Cómo es que había sido “de alguien”? ¿Era posible que en algún momento de la vida, hubiera sido hermoso ser de alguien?

–          Encantado señora Durand.  Carlos Calderón para servirla.

–          Igualmente señor Calderón. Si no le es molestia, quisiera ver el cuarto.

–          No es ninguna molestia – me dijo en un tono muy amable y abrió la puerta pesada de madera. La puerta rebotó contra el muro resquebrajado de adobe con un golpe gomoso. La rama de la  madreselva que caía pesadamente sobre parte del cartel se movió fastidiada, como si la estuvieran despertando de su siesta.

Me hizo pasar con un gesto galante. Dentro, me pareció una vez más que el mundo se había detenido. Yo buscaba esa sensación porque los autobuses atestados de gente en los que viajaba por avenidas transitadas, me desconcertaban. Me hacían sentir que la vida era una película que pasaba rápidamente, en la que yo era sólo un personaje  irreal.

Los lugares solitarios me hacían sentir un poco más cerca de mí misma. Aunque de cualquier manera persistía la extraña sensación de vacío que me acompañaba como una sombra larga.

Pasamos el remolino de raíces y entramos por el zaguán al recibidor de la casa.

La entrada estaba llena de objetos que parecían tener vida propia: observé un angelón que colgaba de una de las paredes, con una expresión bonachona y lánguida. Una de las ventanas tenía un vitral de colores deslucidos tal vez por el paso del tiempo. Los sofás eran viejos y estaban llenos de polvo. Dos lámparas como floripondios alumbraban tenuemente la sala.  Una mecedora de Viena aún se balanceaba. Probablemente el gato que pasó cerca de mí, enroscándome la cola en las piernas, habría estado sentado ahí. Un perchero a un lado, tenía colgados algunos sombreros muy pasados de moda. A juzgar por la vestimenta de don Carlos debían ser todos de él. El mueble con el perchero tenía un espejo biselado en medio. Miré mi cara en él y me sorprendió ver que aun era joven.

Al fondo de la sala alcancé a ver unos cuadros con caras de niños sonrientes.   Sobre la mesa del comedor, unas flores de mentira en un centro de cristal de Murano color azul.

Eché una mirada rápida a todos los bajos de la casa. Era bastante oscura.

–          Puede llamarme por mi nombre – me dijo el señor parado en la mitad de la sala.

–          Bien, don Carlos.

–          Pase para enseñarle el resto de la casa y el dormitorio que estoy alquilando.

Lo seguí. Atravesamos la sala. El piso crujía apolillado. Tardamos en llegar arriba; la escalera era larga, algunos peldaños cedían bajo nuestros pies. Y descansamos un buen rato en el descanso. El señor Calderón se agitaba. Respiró profundamente y continuamos nuestro camino. Llegamos finalmente al segundo piso. Ante una puerta, su cara mostró una sonrisa seguida de un “pase por favor”. Abrió la puerta y entré. El cuarto era muy grande, con molduras de yeso despostillado, un foco que colgaba y al fondo una ventana que daba a un jardín de madreselvas. Había un ropero antiguo.  Y un sillón donde inmediatamente se sentó el gato, haciendo ver que era dueño de casa. La ventana tenía unas cortinas gruesas que colgaban de un bronce. Eso era todo lo que había.  Estaba bien para mí; podría acomodarme, aunque noté que la habitación no tenía baño. Antes de preguntarle sobre eso, calculé que sólo debía traer unas cuantas cosas, mi cama y mi ropa.

–          ¿La habitación tiene baño don Carlos?

–          No. El baño lo compartiría con… alguien más.

–          ¿Y cuántas personas viven acá?

–          Bien, eso es lo que quería comentarle. Esta casa tiene cuatro cuartos en la parte de arriba. En uno duermo yo, en el otro estaría usted, luego hay un cuarto vacío que prefiero que no sea ocupado, por razones que no son del caso mencionar, y en el otro cuarto está una persona. Un hombre. Es un artista. Él es escultor. Sí, así es -se dijo como respondiéndose a sí mismo de algo de lo  que no estaba muy seguro.

Y siguió algo dubitativo diciéndome:

– En realidad yo señora… disculpe, mi memoria está muy frágil.

–          Aída.

–          Ah, sí, ya no me voy a olvidar, disculpe usted, Aída como la obra de Verdi. Si me permite llamarla por su nombre, como le seguía diciendo, yo desde el principio tenía la idea de alquilar sólo a damas. A señoritas o señoras como usted, pero en su momento no conseguí sino alquilárselo a este… artista. No sé si a usted le mortificaría compartir el baño con él.

Atisbé la puerta entreabierta que debía ser del baño.

–          ¿Puedo mirarlo? – le pregunté con cierto recelo.

–          Oh, sí por supuesto, no faltaba más.

Y señaló con dirección al lugar que yo había visto. Entré. Era un baño sumamente antiguo. Tenía una tina de mármol y una instalación improvisada de ducha. Me perturbó la idea de tener que compartirla con un hombre desconocido, pero al mismo tiempo estaba casi convencida de hacerlo. Afortunadamente al abrir uno de los caños comprobé que había agua en abundancia y mirando las  losetas verde agua pensé que en general no había nada que una buena limpieza no pudiera mejorar.

–          Hay agua caliente, Aída, pero sólo por la mañana – me dijo levantando un poco el índice.

–          Bien don Carlos – le dije mirando hacia una ventana del baño que pensé en abrir de par en par – ¿Cuánto cuesta el cuarto?

–        Son quinientos soles mensuales – me dijo tímidamente.

Era un precio que me permitiría guardar algo de dinero por si había alguna emergencia y además era un lugar que me gustaba, lo mismo que el dueño de la casa. Pensé que el interior de una casa tiene mucho que ver con el interior de la persona que vive en ella.

–          Me parece bien. Me imagino que necesitará alguna carta de presentación o alguna garantía.

–          No se preocupe, viéndola a usted me doy perfecta cuenta de con quién estoy tratando.

–          Muchas gracias señor – le dije halagada.

–          No se hable más. Eh, respecto a lo del artista, quería comentarle que él suele trabajar por las noches. Durante el día, no sé exactamente qué es lo que hace, pero me da la impresión de que duerme porque mayormente no lo oigo. Usted verá, ahora mismo no habrá oído el menor ruido –dijo ladeando ligeramente la cabeza.

–          Ah, sí, es verdad. ¿Él se encuentra ahora mismo acá? – le pregunté con curiosidad.

–          Sí, precisamente en ese cuarto – y señaló una puerta de cedro al otro lado del pasillo. – Casi nunca sale de día. Sólo alguna que otra vez a comprar y regresa trayendo algo del mercado.

–          No creo que haya ningún problema, don Carlos.

 

Ese mundo, el del señor Calderón con el cuarto misterioso y el artista al otro lado del pasillo era tan distinto a aquel en el que yo había vivido durante todo ese tiempo. Era un mundo estancado lejos de la gente de saco y corbata y de las oficinas llenas de cables, pantallas y enchufes.

Cuando comenzamos a bajar la escalera, me di cuenta que ya estaba oscureciendo y sentí algo así como una tos que venía del cuarto del escultor. Probablemente, estaría despertando.

Me despedí del señor Calderón, diciéndole que vendría con el dinero al día siguiente y limpiaría la habitación para después traer mis cosas.

 

***

 

 

 

Esa noche fue una de las últimas que pasé en casa de mis padres.

El señor Calderón me dio las llaves de la casa y yo le di el mes adelantado. Después de unos días de trabajar limpiando la habitación de la casa de don Carlos, estuve lista para llevar mis pocas cosas; ropas, algunos discos, un pequeño equipo de música y algunos libros. Una débil esperanza brillaba en el fondo de esa calle barranquina.

No fue fácil limpiar esa habitación, tuve que sacudir años de polvo de las paredes. Para eso llevé una de esas noches, en un taxi, después de salir del trabajo, una escalera plegable. Una nube de polvo se levantó hasta el techo alto al sacudir el sillón. Saqué las cortinas y las mandé lavar. Pasé un trapo por los vidrios de la ventana y mucha cera por el piso y dentro del armario. El baño lo lavé íntegramente con lejía. Instalé mis cosas, puse mi cama con dos almohadas nuevas y compré un cubrecama que le hacía juego a las cortinas. Colgué una pequeña estantería para mis discos y mis libros. Y una lámpara de tela donde colgaba el foco. El cuarto ya estaba listo para quedarme a dormir.

 

La primera noche que me quedé, caí rendida hasta el día siguiente. Un tenue rayo de luz me dio los buenos días, colándose por entre las cortinas. Me desperecé y después de darme un baño salí a trabajar.

En la esquina de la casa había un café con un piano en un extremo y  sillas de Viena. Se acercó un camarero y me extendió una lista. Pedí un jugo de naranja, que me trajeron inmediatamente. Lo bebí en dos sorbos, saqué un billete y me levanté con mi maletín de trabajo.

Durante el día, mientras trabajaba, algo del espíritu de esa vieja casa había quedado en mí, como el olor que se impregna en uno después de saludar con un beso a una persona perfumada. Y era algo así como un olor agradable el que me dejaba esa habitación, ese señor y hasta la imagen inventada que tenía del artista, que hasta ese momento no había podido ver.

Regresé esa noche a dormir. Al entrar por la antigua reja de madera y dejar atrás el día, pasé a la sala y una sombra que pasó de lado a lado me estremeció. Después me di cuenta que era don Carlos.

–          Doña Aída – me dijo alegre -. ¿Gusta tomar un plato de sopa conmigo?

Me acerqué, cansada, al comedor con un gesto afirmativo y colgué mi cartera y mi maletín en el perchero de la entrada. El gato estaba sentado sobre la mesa. Parecía que el señor me esperaba a cenar porque había puesto dos sitios. En la penumbra del comedor, alcancé a distinguir sobre la mesa un plato con unos panes, una jarra de agua, unas servilletas y unos cubiertos. Salió de la cocina con una sopera que humeaba. A decir verdad, olía muy bien. Era un olor muy casero y reparador. Comimos los dos, cruzando algunas palabras sobre las cosas del día. Y me atreví a preguntarle:

–          Don Carlos, ¿los niños de esos cuadros, son sus hijos?

–          Así es, Aída. Si supiera que ya son abuelos.

Después calló y yo noté que él, por educación, no se atrevía a preguntarme si yo tenía hijos.

–          Increíble, como pasa el tiempo –le contesté, antes que se pusiera en apuros con la pregunta de los hijos.

–          ¿Cómo es la vida, no? Viven lejos los dos. Pero a veces se llena el buzón, me mandan cartas y fotos –me dijo algo melancólico, pero conservando una sonrisa simpática.

–          Qué bien.

–          Sí, cuando mi esposa vivía, todo era muy distinto. Después fue que yo comencé a alquilar los cuartos. Ya estaba viejo para trabajar y la casa me quedaba muy grande.

–          Entiendo.

–          Espero que esté usted a gusto acá.

–          Claro que sí. Me gusta mucho su casa. Y le agradezco esta sopa tan rica y sobre todo la compañía.

–          Lo mismo digo, Aída.

–          Hasta mañana don Carlos.

Y me despedí de él con una venia mientras levantaba mi plato y el de él.

Después de eso, me retiré a mi habitación. Se había hecho tarde y subiendo las escaleras alcancé a oír, por primera vez, unos ruidos que venían del cuarto del artista. La puerta se encontraba entreabierta y de ahí salía una luz cálida. Me acerqué sin hacer ruido y pude ver por la ranura el color rosado colonial, casi fresa de las paredes cuyos pedazos de yeso estaban descascarados. Oí unos pasos y me aparté rápidamente. Pero me di la vuelta y vi sus ojos y su ceño fruncido, desde atrás de la ranura, clavados en mí sombríamente. Inmediatamente después cerró la puerta con un golpe seco.

Durante toda la noche se oyó su cincel sobre la piedra. Los muros anchos de adobe y el largo del pasadizo debían amortiguar esos ruidos, porque llegaban a mis oídos como detrás de un velo. Entre sueño y sueño sentía el sonido rítmico como un latido de corazón.

A la mañana siguiente, lo primero que vi al abrir los ojos, fue la puerta de mi cuarto abierta de par en par. Tal vez hubiera sido el viento que habría entrado por alguna ventana o sería don Carlos creyendo que yo ya estaría despierta. Salí al pasillo, aún en ropa de dormir. No había nadie.

Pasé el día trabajando y en la noche, cuando llegué a la casa, entré a mi cuarto como de costumbre. Y así las siguientes noches.

Las puertas de esa casa no cerraban completamente, tal vez el salitre de las paredes y la humedad hubieran desencajado los marcos. Pero eso tampoco me molestaba. Por el contrario, dormir con la puerta sin llave me hacía sentir como en una familia.  Pero, en todo caso, ¿quién abría la puerta de mi cuarto mientras yo dormía?

¿Qué habría dentro del cuarto cerrado al lado del de don Carlos? ¿Por qué no querría hablar de eso? Seguramente tendría algo que ver con su esposa y le resultaría doloroso. Yo sabía que las personas reaccionaban ante la viudez de maneras diferentes. Algunas conservaban sus casas tal como estaban en vida del esposo o la esposa y otras cambiaban todo o incluso se mudaban de casa o hasta de país.

¿Cómo se sentiría don Carlos sin esa mujer, sin “su” mujer, en la casa que compartieron siempre? En la casa donde crecieron sus hijos. Tal vez él, igual que yo, en algún momento de su vida había pertenecido a alguien. A ella. Y aún siguiera perteneciendo porque, a diferencia de lo que me había pasado a mí, a ellos no los había separado la vida, sino la muerte.

No había ningún retrato de ella en toda la casa. Era seguro que estarían dentro de ese cuarto clausurado y que conservaría el recuerdo sólo para sí. Imaginé el cuarto pintado de color lavanda, con sus paredes imperfectas de adobe, una ventana dando al mar de Barranco, frente a una cama con una cabecera de bronce y una colcha de crochet, donde habrían dormido juntos año tras año. Un  pastillero de plata en la mesa de noche de madera con mármol y unos vestidos oscuros dentro del armario de alcanfor. Su cara frágil en una fotografía sepia,  en un marco ovalado de pan de oro.

Noche tras noche, me dormía pensando en esos dos viejos, pero curiosamente, una vibración serena me acompañaba y me envolvía en un sueño como un manto tibio.

A esos pensamientos se unían los ruidos del cincel y continuaban aun durante el sueño. A decir verdad, no me molestaban en lo absoluto. Por el contrario, me hacían acordar que estaba viva. Y su ritmo, como el eco de una voz lejana,  me mecía haciéndome dormir.

Esa noche en particular soñé con el hombre de al lado, haciendo el amor sobre una tarima desvencijada. No alcancé a verles las caras, ni a él ni a ella, pero me pareció sentir su aliento caliente y oír su respiración enloquecida. Desperté. Todavía no amanecía. Mi puerta estaba abierta como las otras veces. Me levanté y desde la puerta de mi cuarto, vi la suya, también abierta. Decidí acercarme. Me animé a tocarla levemente.

–          Adelante – me dijo con una voz áspera.

Pasé. Vi su cara barbuda, su pelo revuelto, la camisa manchada, igual que sus manos y el piso de madera de su cuarto. Los ojos vidriosos. Sudaba y bebía de un pequeño vaso de vidrio algo que olía como a un aguardiente. El cuarto estaba lleno de humo y de trozos de piedra de huamanga desparramada por el suelo.

–          Siéntate – me dijo bruscamente.

Con un poco de frío, me tapé el pecho cruzando los brazos sobre el camisón delgado. Me senté sobre el mueble destartalado que aparecía en el sueño y sentí los resortes salidos hincándome el cuerpo. Me acomodé como pude y estuve observando al escultor por largo rato mientras tallaba con fuerza la enorme piedra. Parecía desquitarse de algo en cada golpe que sonaba como una liberación.

Pensé en que hacía mucho tiempo que no pasaba la noche despierta. Él no me miró ni una vez ni me dijo una sola palabra más y siguió trabajando.

La piedra iba tomando forma. Parecía la cara de una persona con los ojos cerrados o tal vez podía ser ¿una mujer dormida? Después de un rato, me levanté y  me dirigí a mi cuarto. Cada paso mío sonaba al mismo tiempo que el golpe del cincel. Pisé fuerte, con confianza por el pasillo, hasta llegar a mi habitación. Miré por la ventana y respiré la brisa salina del mar. Después de mucho tiempo podía oler el aroma de las madreselvas. Oí claramente el  trino de los pájaros y me sentí por primera vez en mi vida, libre. Amanecía. Pronto don Carlos se despertaría y regaría las enredaderas de colores.  El mundo se había echado a andar. No era un lugar silencioso  ni yo era un ser irreal. Para mi suerte era sábado. Pude  echarme y quedarme profundamente dormida.

 

****

 

 

Por primera vez en muchos años me desperté cerca al medio día. La puerta de mi cuarto había amanecido, como siempre,  abierta de par en par.

Tenía una sensación de inquietud agradable, de confianza y hasta de incomprensible vergüenza que revoloteaba en torno a mí como una mariposa. Recordé remotamente ese vacío que era como una sombra larga sobre mi cabeza y lo ignoré, abriendo con fuerza las cortinas. Las argollas de bronce sonaron unas contra otras como campanas pequeñas y vi como se metía a mi cuarto la luz atrevida del medio día.

Escogí con gusto un vestido fresco de colores y unas sandalias y salí del cuarto para entrar al baño. Oí el agua corriendo y me detuve pero alcancé a ver al artista bañándose con la cortina de la ducha corrida y la puerta abierta.

–        Eh, eh, perdón, disculpe, yo no quería. Es decir, pensé, es que como nunca estoy a esta hora.

–        No importa –dijo con total indiferencia, como si se dirigiera a otro hombre. Y al mismo tiempo jaló una toalla y sin cubrirse se secó los brazos musculosos.

Por mi parte di dos pasos para atrás y miré hacia abajo, pero alcancé a verle el cuerpo desnudo, mojado y velludo. Yo seguía en el pasillo con la ropa en la mano. Él, terminando de secarse,  me dijo con la misma voz ronca de la noche anterior:

–          Pasa.

–          No, creo que mejor me voy a mi cuarto, después entro.

–          Como quieras – me dijo con un gesto burlón.

Y salió mojando el piso con los pies. Llegó a su cuarto y dejó la puerta abierta. Entré al baño y cerré como pude. Me  saqué la ropa temblando. Me jaboné el cuerpo y me sentí cerca de mí misma; de mi piel, de mis piernas, de mi corazón que latía desbocado. Me pareció deliciosa el agua. Me sequé, me vestí y me miré al espejo y esta vez no me sorprendió verme joven. Me reconocí a mí misma y sentí unos deseos desconocidos de saber quién era ese hombre. Salí del baño decidida por el pasillo, hacia el cuarto del artista. Estaba sentado en la tarima de los resortes salidos, bebiendo licor, con el pelo mojado y la camisa abierta. Contemplaba la escultura terminada.

Esta vez no dijo nada. Me miró, se levantó dejando el vaso en el quicio de la ventana, dio dos pasos y sin darme tiempo a nada me cogió con las dos manos de la cintura, me atrajo hacia él y mirándome con una expresión torva, me besó.

Yo sólo supe que caí sobre él y después sobre la tarima. Lo demás fue igual al sueño que tuve. Debí quedarme dormida después porque volví a la realidad al oír la voz temblorosa de Don Carlos desde el pasillo. Se dirigía a mi cuarto.

–          ¿Aída?

Me levanté, me tapé como pude y me oculté detrás de la puerta. El artista seguía desnudo, boca arriba, en el mueble. Felizmente don Carlos no se acercó. Era evidente que nunca lo hacía. Sólo estaba buscándome a mí en mi cuarto.

Me vestí, me acomodé el pelo y esperé a que Don Carlos entrara a su cuarto. En ese momento salí lo más rápido que pude y bajé los escalones sin pisar los que crujían. Cerré suavemente la puerta y caminé hasta llegar a la pérgola del malecón. Ahí me detuve y respiré con todas mis fuerzas el aire tibio y salino del mar. Regresé a la casa, como llegando recién y llamé al viejito:

–        ¿Don Carlos?

Después de un rato lo sentí bajar por la escalera.

–        Aída, qué gusto verla. Me sorprendió que se levantara tarde y después fui a buscarla pensando que estaba en casa, pero ya se había ido.

–        Ah, sí Don Carlos, si supiera que hacía años que no dormía tan bien y hasta tan tarde. Desde que era una chica. Ni siquiera he comido nada, estuve dando una vuelta por acá.

–        Vamos, le invito un café.

Y mientras pasábamos el café en la cocina vieja de kerosene, no podía dejar de pensar en lo ocurrido con el escultor y un escalofrío me recorrió como si me siguiera abrazando.

Me animé a preguntarle:

–        Don Carlos, ¿quién es ese artista? ¿Cómo se llama?

–        Eh, sabía que en algún momento me lo preguntaría. Era lógico viviendo nosotros tres bajo el mismo techo. Y me imagino que se sentirá algo desconcertada, siendo él una persona tan distinta a usted. Él es… Gonzalo Velarde, ¿no lo reconoce? –dijo don Carlos mientras acercaba dos tazas de porcelana que temblaban al ritmo de su pulso.

Tomé  un sorbo de café y le contesté:

–        Lo que pasa es que he vivido muchos años, por razones ajenas a mi voluntad, desconectada del mundo, aunque siempre me ha gustado mucho el arte en general. No tenía un minuto para lo que me gustaba.

–        ¿Y ahora? –dijo él con un aire pensativo, como descifrando un enigma.

–        Ahora estoy muy bien gracias a usted y a su casa. –Sentí un enorme alivio al decirlo.

–        Me alegro. Y ese hombre no la habrá molestado para nada. ¿Verdad?- sus ojos adquirieron un brillo especial.

–        Por el contrario. Me agrada mucho todo lo que pasa en su casa, aunque no lo crea. Todo está muy lleno de vida –se lo dije como asomándome a  una vida distinta.

–        No lo hubiera pensado, qué gusto que sea así Aída. No sé qué decirle.  Por mucho tiempo sentí lo contrario. Hasta me provoca contarle cosas de la casa –dijo entre nervioso y alegre.

Dudé un poco, pero me animé a preguntarle:

–        Sí Don Carlos, claro que quiero saber algo, ¿qué hay en el cuarto cerrado? ¿Algún día me lo dirá? –no pude evitar subir un poco el tono de mi voz.

–        Le comento, tengo muchas cosas, Aída. Toda una vida encerrada en un cuarto. Pero es sólo para mí. Es algo que sólo yo entiendo –un carraspeo que venía de arriba lo interrumpió.

–        Oh, no, por favor, no se preocupe en seguirme contando, entiendo, son cosas privadas.

–        No, Aída, está bien. En realidad hasta ahora a nadie le había interesado o nadie había estado lo suficientemente cerca de mí para preguntármelo. Es algo así como un santuario –me lo dijo con la expresión de un niño.

–        Entiendo -le dije sin entender realmente.

–        Lo que sí le puedo comentar es que cuando me siento solo, voy para allá, limpio el polvo, pongo unas flores frescas del jardín y hasta ventilo la ropa de mi mujer. Y le cuento cosas a su retrato, aunque le parezca una tontería.  Le conté que usted vivía aquí y ella se alegró.

Dudé un poco y finalmente atiné a contestarle:

–        Yo también me alegro, Don Carlos – tratando de sonar convencida desde mi desconcierto.

 

Hacia la noche, recostada en mi cama, entre dormida y despierta oí el sonido ácido de mi puerta abriéndose. Me levanté, caminé por el pasillo y mis pasos sonaron al mismo tiempo que el latido del cincel sobre la piedra.

 

***

Esta vez fui yo la que me acerqué a él y lo besé. El cincel cayó al piso y nos seguimos besando contra la pared descascarada, sobre el alféizar de la ventana. Él abrió su cama con un gesto inusitadamente formal, como una invitación y yo cedí con naturalidad, como si lo hubiéramos hecho siempre.

Me dio la impresión de que él tenía un reloj distinto al del resto del mundo, algo así como si fuera el dueño del tiempo. La noche pasaba y cada tanto dormíamos o me acariciaba la cabeza mientras descansábamos y me invitaba unos sorbos de licor. La noche era furtiva y desconocidamente deliciosa. Su voz había adquirido un tono cómplice y cadencioso muy distinto al de antes.

Pronto amanecería y tendría que alistarme para ir a trabajar, pero parecía no importarme. Una laxitud me invadía. Sería el efecto de él en mí o tal vez en parte sería el licor. No supe cuando me dormí pero al despertar y ver que aún no clareaba la aurora, salí tambaleante hacia mi cuarto.

En el camino pasó por mi mente una idea insensata: ir al cuarto cerrado. Me detuve. No debía hacerlo. Recordé algo muy asentado en mí; no debía rebuscar cosas ajenas, menos fisgonear un cuarto cerrado. Pero algo me hizo seguir caminando hacia ese lugar. El piso crujía y sentí miedo de que don Carlos me oyera. Pero en ese momento oí desde su habitación su ronquido. Eso me volvió a dar confianza y avancé mareada hacia allá. Estiré mi mano temblorosa hacia la perilla, la llegué a tocar pero no me atreví a abrirla. La solté. Dudé unos instantes mirando hacia el cuarto de Don Carlos y esta vez me acerqué del todo y giré la perilla. Empujé la puerta, felizmente no chirrió como lo hacía la mía y miré entre la oscuridad. Algo así como un vacío me hizo retroceder y cerrar la puerta de golpe. No entendí lo que vi. Me sentí observada y miré con temor en todas direcciones; tanto Gonzalo como don Carlos dormían. Me tapé los brazos con las manos, con frío y me fui en puntas de pies a mi cuarto, donde me acurruqué en mi cama, confusa, en medio de la noche, el sueño y el efecto del licor. ¿Qué era lo que había en ese cuarto?

Caí profundamente dormida.

Un par de horas después me costó mucho levantarme para ir a trabajar. El calor del cuerpo del escultor como un nido tibio y su olor parecido al de la cría recién nacida de algún animal salvaje, se habían quedado en mí. El extraño sueño de la noche anterior en que abría esa puerta. O había estado ebria. Hice un verdadero esfuerzo y después de bañarme en agua fría, salí a trabajar. Pasé el día casi adormecida, con Gonzalo Velarde en mis poros y en mi mente la sombra de la duda: el cuarto cerrado.

Hacia la noche regresé a la casa. Abrí la reja de madera y la del zaguán y subí  con ganas de llegar a mi cuarto. El escultor me estaba esperando. Al oír mis pasos en la escalera, salió a mi alcance, me alzó en sus brazos, y me llevó a su cuarto en silencio. En la penumbra pude ver, a la luz de la lámpara torcida de su mesa de noche, su cara: estaba afeitada. Nos echamos sobre su cama sin hablar y nos dormimos abrazados hasta el día siguiente. Era temprano, nos levantamos y nos duchamos juntos.

Esa mañana al llegar a la oficina decidí pedir la tarde libre. Esgrimiría cualquier pretexto y no me lo negarían; era la primera vez que pedía algo.

Salí radiante, algo que no sabía qué era me hacía querer volver a la casa, como si me esperara un regalo sin abrir. Llegué y vi al pasar a don Carlos echando una siesta, luego pasé delante del cuarto secreto que esta vez tenía la puerta abierta. Ni siquiera quise mirar lo que había dentro. Lo que quería era llegar al del artista. Lo encontré absorto en su trabajo. Modelaba una porción grande de arcilla sujeta con un fierro a una madera. No me había oído entrar pero cuando abrí las cortinas, entró la luz y él se dio vuelta sorprendido. Me sonrió como desde otro mundo  y siguió haciendo incisiones con la estaca. Yo recogí los pedazos de barro, estiré las sábanas revueltas, recogí las botellas vacías, el cenicero lleno de puchos  y fui por dos tazas de  café.

Me senté en el sofá desvencijado de resortes salidos, saboreando cada sorbo de café y decidí que al día siguiente iría a la oficina, pero sólo para renunciar. Al fin y al cabo había logrado, en ese tiempo, reunir suficientes ahorros: podía  tomarme un tiempo para pensar en cómo empezar una vida distinta.

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