(FRAGMENTO) Queridos alumnos. Sí, los quiero. Tal vez no pareciera, pero siempre los quise. No a todos, pero a la mayoría. Por mucho tiempo pensé que aquello de la Gabriela Mistral, quien dice “Ama, si no puedes amar, no enseñes” era una cursilería de aquellas. Pero no, es una gran verdad. No les voy a decir que los amo, pero los amo. No a todos, pero a la mayoría. De todas formas, gente como yo no debiera enseñar.

Por:

Cristian Geisse Navarro

Ustedes ya se han dado cuenta de que su profesor está loco. En alguna parte del camino perdió piezas, se le cruzaron los cables. Sin embargo, es peor de lo que parece. No voy a entrar en detalles, pero su profesor, además, está en problemas graves. Quizás no graves, pero bastante serios. La vida está llena de problemas graves. También serios. Seguro muchos de ustedes ya los han vivido. Déjenme entonces contarles una historia. Creo, sin ningún tipo de dudas, que esto es lo único valioso que les habré enseñado en todo este tiempo juntos.

Esto me lo contó un primo. Quizás él no le dio toda la importancia que en realidad tiene esta historia, pero yo sí, porque me he transformado en algo así como un sabio. Puedo ser un gran fracasado y un gran imbécil, pero a veces entiendo algunas cosas. Quizás eso me permita salvarme algún día. Quizás esta historia les permita a ustedes salvarse algún día, por eso se las estoy contando.

Este primo mío me contó que siendo adolescente se estaba bañando junto a su hermano en la playa. No importa el nombre de la playa, importa que el mar estuviera lleno de huiros. No de pitos de marihuana, sino de unas algas chasconas, largas, que flotan enredándolo todo. Era la felicidad. Pero la muerte siempre está al acecho.

Chapoteaban como niños, cuando escucharon unos gritos de desesperación. Alguien se ahogaba cerca de ellos. Era un tipo que manoteaba desesperado, porque las algas se le habían enredado en los pies y lo estaba tirando hacia el fondo. Mi primo y su hermano partieron a socorrerlo, al igual que otras personas que estaban ahí cerca. Pero un gordo les gritó violentamente: “¡No lo ayuden! ¡No lo ayuden! ¡Déjenlo solo, no lo ayuden!”. De esa manera extraña como se entienden algunas cosas, entendieron que el gordinflón sabía lo que estaba haciendo, así es que lo dejaron hacer. El gordo le gritaba al ahogado: “¡Cálmate! ¡Lo primero que tienes que hacer es calmarte! ¡El que se desespera se ahoga! ¡El que se desespera de ahoga! ¡Primero tienes que calmarte!”. A punta de gritos, el gordo lo tranquilizó. Entonces siguió diciéndole: “¡Ya, ahora que estás calmado, hunde la cabeza en el agua y sácate las algas de las piernas!”. Y así le fue gritando y hablando, hasta que el tipo logró sacarse las algas y liberarse. Así lo salvó. Después, el gordo, que a todo esto tenía un chaleco de pelo blanco sobre su cuerpo guatón y negro, les explicó a todos: “Si lo hubieran ayudado, lo más seguro es que ustedes también se hubiesen ahogado. Pasa así; en la desesperación la gente arrastra a otros que los están tratando de ayudar, se los llevan hasta el fondo y mueren todos”.

Entonces, queridos alumnos, acuérdense de esta historia cuando estén en un problema serio o grave: no se nublen, el que se desespera se ahoga. Y lo peor es que puede ahogar a la gente que tiene a su alrededor. Aprendan entonces a surfear el caos, aprendan a tranquilizarse cuando estén en medio de lo peor. Es por su bien y por el bien de todos. Por supuesto, es un consejo difícil de seguir, sobre todo cuando uno está manoteando, muerto de miedo, pero traten de tenerlo presente. Yo mismo estoy en esa ahora. Yo mismo debiera poner en práctica mi propio consejo, pero me está costando. Cuesta mucho, no les digo que no.

No, no les voy a contar lo que me pasa. Déjenme terminar la mejor clase que podría darles un imbécil como yo con otra historia. Creo que les va a gustar, porque hay droga en ella. Y es complementaria a la anterior.

Esto sí me pasó a mí, a mí y a otro primo. En realidad no me pasó a mí, sino a Tito y a unos neozelandeses. Ya van a saber quién es Tito. ¿No sabe dónde queda Nueva Zelandia? Donde hicieron El Señor de los Anillos. Ahí. Ya.

Eran tiempos difíciles también, parecidos a estos que vivo ahora, pero no tanto. Yo andaba en Perú, huyendo de mí mismo, lo que es una verdadera estupidez que a veces uno no puede evitar cometer. Iba con mi primo. Otro primo. Uno que se cree beatnik. No sé si hay tiempo para contarles qué es un beatnik, pero puedo decirles que este primo mío había recorrido gran parte de Sudamérica como un vagabundo libre y total. Es de esas personas que uno no sabe si están locas o si son las personas más cuerdas del mundo. En uno de esos viajes, en Colombia, había conocido a un italiano, un gigante rubio de dos metros. Toni, se llamaba. Y estaba igual de loco que mi primo, así es que se llevaron de maravillas. Toni estaba viviendo en el Perú en esos momentos, en Máncora, y fuimos a verlo después de recorrer de sur a norte el Perú. En bus, no nos daba para más. Máncora queda al final del Perú. Es una playa cercana al desierto, y es un lugar para fugitivos. La gente que está huyendo de sí misma o de lo que sea, llega a ese lugar. Allá llegué yo, y les juro que me hubiese quedado si hubiese podido. Combinaba bien con otros perdidos. Un día conocí a un escocés que llevaba varios meses ahí. Llamaba la atención por lo pálido que estaba. Nunca salía al sol. Se drogaba durante las noches y dormía durante el día. Lo peor era que no había aprendido nada de español y se le estaba olvidando el inglés. La gente decía que se estaba quedando mudo. Era como un fantasma que se desvanecía. Así era la gente allá. No, yo no me drogaba. Bueno, una vez nos fumamos un marciano. No hagan un escándalo, solo escuchen con atención.

No me drogaba casi nunca, no me gusta mucho. Pero tomaba. Sí, para que andamos con cosas. De hecho, llegamos a ese lugar en muy malas condiciones. Con una caña horrible y casi sin dinero. Yo me había emborrachado dentro de un bus y había culpado a todo el mundo por la muerte de un poeta: César Vallejo. No, murió hace muchos años. No, no lo mataron, pero quizás el Perú sí tiene algo de culpa. Y yo, completamente borracho con el ron más barato que habíamos encontrado, les ofrecí combos a todos en el bus, porque según yo eran culpables de la muerte de este ser humano extraordinario. ¿Cómo dice? No se haga el huevón. ¿Ha tomado ron barato? ¿Y cómo le fue? ¿Ve? El punto es que me bajaron del bus y me metieron preso. Tuvimos que sobornar a la policía para que nos soltaran en Piura. Nos subimos a una combi y partimos a Máncora. Yo iba mal, a cada momento tenía nuevas razones para seguir huyendo de mí mismo. Me era imposible escapar, yo lo sabía, pero seguía intentándolo.

El Máncora que yo conocí no era lujoso, creo que hay una parte que sí lo es, pero donde yo estuve era normal. Casas de cemento, sin pintar, a medio hacer, como gran parte del Perú. Los gallinazos —que son nuestros jotes—, caminaban por las calles de tierra que relumbraban fiero con el sol. Toni vivía ahí hace un año y tenía una pizzería. Gracias a él conocimos a Tito. Tito es sin duda una de las personas más maravillosas y extrañas que he conocido en la vida. Era negro y flaco. Llevaba el pelo largo, muy ruliento. Usaba un jockey gastado para afirmárselo. Día y noche iba con ese jockey, creo estar viéndolo ahora. Y sus manos eran unas manos alienígenas, con dedos como platos; nunca había visto ni he vuelto a ver manos así. Eran como cucharas al final. Dedos negros, de uñas blanquísimas. Tito había sido tombo. Tombo es la palabra que tienen los peruanos para llamar a los pacos. Como les digo, Tito había sido tombo en la peor época en la que un peruano podía ser tombo: el tiempo de Sendero Luminoso. ¿Saben qué es Sendero Luminoso? Era una organización terrorista que hizo su pega bastante bien porque aterrorizó al Perú por muchos años. Durante esa época, los tombos morían como moscas. Ibas por las calles de Lima —donde vivía Tito— y de la nada salía un tipo con una pistola y le descerrajaba varios tiros a un tombo cualquiera. Nadie estaba a salvo. No importa que ese tombo no hubiese hecho nada, daba igual, moría por el solo hecho de ser tombo.

Tito era de un tipo especial de tombo, era de esos tombos que desactivaban bombas, porque las bombas también abundaban en ese tiempo. Yo dudo que Tito supiera hacer bien su pega: según él, no había terminado la escuela y en la policía tenía que dibujar las bombas antes de desactivarlas. O por lo menos eso contaba. Imagínense el estrés. Al salir de su pega, Tito se sacaba su uniforme y se subía de franco a las combis para volver al Callao, donde vivía. Porque era pobre. En Perú hay mucha gente pobre, quizás más que acá porque es un país más grande. No había plata para la micro; y creo que si hubiera podido, hubiera pagado el pasaje, pero no, tenía que mostrar la tifa, el carnet de policía para que lo dejaran pasar gratis. Cuando el resto de los pasajeros veía eso, se apartaba de él como de la peste. Algunos se bajaban de la combi. Quedaba él solo en medio de la micro, porque nadie quería que le llegara un balazo de rebote. Vivió así por mucho tiempo. Pero un día colapsó. Por esa y otras razones. Llegó a Máncora con una bolsa gigante de coca que se demoró varias semanas en acabar. Hay mucha coca en todo el Perú, así como empieza a haber en Chile. Pero allá es más pura y mejor. ¿Cómo lo sé yo? Es fácil deducirlo. Acá no se produce coca, ni hojas de coca, ni la coca misma, entonces la chutean mucho. Allá no. Y bueno, qué quiere que le diga, quizás alguna vez me habré mandado un puntazo, aunque nada más. Pero ese no es el tema: algo había hecho Tito, algo malo, algo relacionado con su novia; es posible que la haya golpeado, quizás hasta matado, no sé, el punto es que habló de una temporada en el siquiátrico y luego su huida a Máncora, donde vivía relativamente tranquilo, por fin, después de años de angustias. Pero en realidad nada de esto es importante. ¿Cómo dice? ¿Era bueno o malo Tito? Buena pregunta, porque según yo, Tito —al igual que la mayoría de la gente de este mundo demencial— no era ni bueno ni malo, nada más era lo que era de acuerdo a sus posibilidades. Pero basta, la historia que quiero contarles tiene a otro personaje importante: el Indio. Al Indio le decían así porque efectivamente era un indio ecuatoriano, un indio selvático, un indio gordo y grande con un acento muy bonito que no puedo imitar. Era uno de los mejores amigos de Tito. No llegué a conocerlo realmente, pero lo vi en varias ocasiones. La primera fue el primer día en que llegamos a Máncora. Apenas llegados, partimos a almorzar a un lugar donde comimos asado de chivo y jugo de cebada. El jugo helado de cebada es la cosa más grandiosa para pasar la sed en medio del desierto. No, no es cerveza, es jugo de cebada.

Estábamos ahí, afuera del local, sentados en unas sillas de plástico sobre el piso de tierra, comiendo, cuando el Indio pasa frente a nosotros y saluda a Tito: “Habla, Tito”, le dice. “Habla, Indio”, responde Tito. Indio iba con más gente y siguió de largo. Pero de pronto se devolvió y comenzó a decirle a Tito: “Esta vez sí, Tito, esta vez sí la voy a dejar; no es como las otras veces, la voy a dejar de verdad, ya está bueno, te lo juro, amigo, ya no más, no volveré a probarla”. “Muy bien, Indio”, le respondió Tito. El Indio permaneció un rato ahí, mirándolo en silencio, y partió. Apenas se fue, Tito dijo: “Nadie le preguntó nada y se puso a dar el discurso de la cocaína. Siempre dice lo mismo, se lo he escuchado más de veinte veces”. Entonces se paró y fue al baño. Porque cada vez que Tito escuchaba hablar de coca, tenía que levantarse e ir al baño a cagar. ¿Por qué? No lo sé, pero así funciona esa adicción. Porque Tito todavía tenía el problema, aunque al parecer lo manejaba mejor que Indio. Era raro Tito. Trabajaba con Toni repartiendo pizzas, pero Toni no le pagaba. Le daba comida, lo ayudaba en lo que fuera, pero prefería no pagarle porque cuando Tito tenía dinero, desaparecía por días hasta que volvía hecho mierda, siempre mal, tiritón y triste. Él mismo lo entendía así y trabajaba por amistad y comida. Como sea. Tito conocía a Indio desde hace mucho, desde sus primeros días en Máncora. Había terminado viviendo con él frente a la playa en una carpa, al lado de una caleta de pescadores a los que ayudaban a cambio de pescados.

Un día, tratando de ganarse la vida, inventaron una agencia de turismo chamánico. Consistía en hacer rituales chamánicos a los turistas. Eran de dos clases: con ayahuasca o con peyote. Todo era falso, porque ellos no eran chamanes. Pero la necesidad tiene cara de hereje. Si alguno de ustedes llegara a viajar, que es una de las mejores cosas que pueden hacer en esta vida, tenga cuidado con este tipo de tours, porque en general lo hacen sinvergüenzas y desesperados como el Tito y el Indio. Lo que hacían era lo siguiente: salían a tomar en la noche de Máncora y captaban clientes. Al otro día los llevaban a la playa y les hacían una ceremonia. Uno de los dos consumía la droga y se las daba de chamán, mientras que el otro los cuidaba a todos. Se iban turnando para no enloquecer. Una vez el Indio, otra vez Tito. Sucedió que un día le hicieron la ceremonia a como diez neozelandeses. Les dieron peyote en su ceremonia chanta y cuando Tito ya se había comido su jugo de peyote, le dijo a Indio: “Bueno, Indio, es tu turno de cuidarnos mientras yo dirijo la ceremonia”. “Pero Tito” —dijo el Indio— “Yo pensé que a ti te tocaba cuidarnos”. “¿No me digas que tú también tomaste peyote, Indio?”. “Sí, Tito”, “Mierda, esto es un problema, Indio”. “Claro que es un problema, Tito”. “Tratemos de que no se den cuenta”. “Tratemos”. Hicieron la fogata y una hora después estaban en círculo alrededor del fuego. En un momento se echaron de espaldas. Tito y el Indio hablaban: “Estos gringos no entienden ni una sola palabra de español”. “No importa, así creen que estamos diciendo oraciones”. “Amén”. “Mira el cielo, Indio, es hermoso”. “¿Ves los círculos de colores que rodean a las estrellas?”. “Claro que los veo”. “El universo es hermoso, Tito”. “Claro que lo es”. “Somos gente afortunada”. “Es cierto, lo somos”. En un momento escucharon gritos tipo cowboy: “¡Yajúúúúúúúú!”. Se incorporaron y vieron en el mar, a la luz de la luna, a los gringos sorteando las olas. Vale la pena acá decir que el mar de Máncora es muy peligroso; de hecho, yo casi me ahogo en él. No, no estaba borracho, pero las olas son gigantes y rompen en tres etapas. Sin querer pasas de la primera a la segunda, que es muy amplia, pero la corriente te tira y te tira y pasas a la tercera. La tercera te tira más hacia el mar, de donde muchos no han vuelto jamás. Yo casi fui uno de esos muchos. Nadé casi dos horas tratando de salir. Me salvé de milagro. Cuando salí era como un náufrago. Me temblaban las piernas y estaba a más de dos kilómetros de donde me había metido. A los cinco días tenía músculos por primera vez en la vida por todo el esfuerzo que hice. Muchos mueren así, tragados por el mar y el cansancio. Entonces los gringos estaban en un peligro grande, porque el mar estaba especialmente bravo ese día.

El Tito y el Indio siguieron conversando mientras los veían gritando, nadando y metiéndose mar adentro: “Tito, acá se nos va a morir un gringo”. “Más de uno, Indio”. “Estamos perdidos, Tito”. “Podemos ir a la cárcel, Indio”. “Tito, los cuento y me faltan gringos”. “Quizás ya han muerto”. “Esperemos”. “Y mira cómo está bravo el mar, Indio”. “Nunca lo había visto así, Tito”. “¿Indio?”. “Qué quieres, Tito”. “Si algo llega a pasar, yo nunca te he visto en la vida, Indio”. “Pues te digo lo mismo: no te conozco, Tito, nunca te conocí”. “¿Indio?”, “Habla, Tito”. “Si se nos muere algún gringo lo mejor es que tú te vayas para el sur y yo para el norte”. “Claro, Tito, así va a tener que ser”. De esa manera se la pasaron buena parte de la noche, hasta que los gringos fueron llegando de a uno o de a varios a la playa, con sus ojos claros y sus cuerpos jóvenes y bellos, respirando fuerte, todos con una enorme sonrisa en la cara. “Eran unos Budas, cuñado” —contaba Tito—. “Estaban en paz con el universo, habían estado al borde de la muerte sin saberlo, y había sido una de las mejores experiencias de sus vidas. Eran mejores personas, mejores seres humanos, todo gracias a nuestra irresponsabilidad”.

El Indio y el Tito esperaron al último de ellos y terminaron la ceremonia. “Nos salvamos de esta, Indio”. “Amén, Tito”. “Lo mejor es que cerremos la empresa, Indio”. “Es lo mejor, Tito”. Ninguno de esos jóvenes aprendices de brujo supo nunca que su vida corría serio peligro. Pero creo que fue mejor que no lo supieran: estaban en estado de trance y fuese como fuese, debían agradecerlo.

¿Cuál es la lección? Ah, cierto. Quizás no hay lección esta vez. Tarea para la casa: encuentre la moraleja. Pero no. Yo se las voy a dar, mejor. Este es mi consejo final: disfrute de la iluminación, entre en trance de vez en cuando, ponga su vida en peligro y disfrute. Pero hágalo para salir de ahí como un Buda, como un hermoso buda mojado que sale de una playa brava bajo la luna llena…

Y bueno, ya lo saben: algo así podría haber sido mi última clase en el Ricardo Nixon y yo me sentiría ahora un poco mejor persona. Pero por supuesto, no fue así. Nunca más volví a dar clases en ese colegio y jamás volví a encontrarme con ninguno de esos pobres infelices.

Tampoco fui capaz de seguir mis propios consejos.

*El presente fragmento pertenece a «Ricardo Nixon School» novela de Cristian Geisse Navarro (Emecé, Cruz del Sur, 2016)

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