Por Raymond Carver

El teléfono suena en plena noche, a las tres de la madrugada, y nos da un susto de muerte.

—¡Ve a cogerlo! ¡Ve a cogerlo! —grita mi mujer—. Dios mío, ¿quién puede ser? ¡Ve a cogerlo!

No encuentro el interruptor, pero consigo llegar hasta la otra habitación, donde tenemos el teléfono, y lo descuelgo al cuarto timbrazo.

—¿Está Bud? —dice una mujer, con voz muy ebria.

—¡Vaya! Se ha equivocado —digo, y cuelgo.

Enciendo la luz y entro en el cuarto de baño, y en ese momento vuelve a sonar el teléfono.

—¡Contesta! —grita mi mujer desde el dormitorio—. ¿Qué diablos quieren, Jack? No lo soporto más.

Salgo corriendo del baño y levanto el auricular.

—¿Bud? —dice la mujer—. ¿Qué estás haciendo, Bud?

Digo:

—Mire, se ha equivocado de número. No se le ocurra volver a marcarlo.

—Tengo que hablar con Bud —dice la mujer.

Cuelgo, espero y, cuando vuelve a sonar, descuelgo y dejo el auricular encima de la mesa, al lado del teléfono.

Pero oigo la voz de la mujer, que dice:

—Bud, háblame. Por favor.

Dejo el auricular donde está, apago la luz y cierro la puerta del cuarto.

Al volver veo luz en el dormitorio y encuentro a Iris, mi mujer, sentada contra la cabecera de la cama, con las piernas dobladas bajo las mantas. Apoya la espalda contra una almohada, y está más en mi lado que en el suyo. Se ha subido las mantas hasta rodearse los hombros. Mantas y sábanas se han salido del pie de la cama. Si queremos volver a dormir —y yo quiero volver a dormirme—, no tendremos más remedio que volver a hacer la cama desde el principio.

—¿Qué demonios querían? —pregunta Iris—. Deberíamos haber desconectado el teléfono. Se nos olvidó, ya veo. Se te olvida desconectar el teléfono una noche y mira lo que pasa. Es increíble.

Cuando Iris y yo empezamos a vivir juntos, mi ex mujer solía telefonear de madrugada para sermonearnos. A veces era alguno de mis hijos. Siguieron haciéndolo incluso después de que Iris y yo nos casáramos. Así que empezamos a desconectar el teléfono antes de acostarnos. Lo desconectábamos todas las noches del año, o casi. Llegó a ser una costumbre. Esta vez se me había pasado, eso es todo.

—Una mujer que preguntaba por Bud —digo.

—Estoy de pie, en pijama, deseando meterme en la cama. Pero mi lado está ocupado. —Estaba borra­cha—. Muévete, cariño. He dejado descolgado el teléfono.

—¿No puede volver a llamar?

—No —digo—. ¿Por qué no te corres hacia allá un poco y me dejas algo de manta?

Coge la almohada y la pone al otro lado de la cama, contra la cabecera, se desplaza de un solo im­pulso y vuelve a apoyar la espalda contra ella. No parece que tenga sueño. Parece completamente despierta. Me meto en la cama y me tapo un poco con las mantas. Pero siento un tacto extraño: no tengo sábana, sólo manta. Miro hacia abajo y veo mis pies al aire, destapados. Me vuelvo en mi lado hasta que­dar de cara a Iris y subo las piernas para que las mantas me tapen los pies. Deberíamos hacer otra vez la cama. Tendría que proponerlo. Pero pienso que si apagamos la luz ahora mismo nos podríamos volver a dormir en seguida.

—¿Qué tal si apagas tu lámpara, cariño? —digo con la mayor de las delicadezas.

—Antes vamos a fumarnos un cigarrillo —dice ella—. Y luego nos dormimos. Alcanza los cigarrillos y el cenicero, ¿quieres? Vamos a fumarnos uno.

—Mejor que nos durmamos —digo yo—. Mira la hora que es.

Tenemos la radio despertador allí al lado, sobre la mesilla. No hay más que mirarla para ver que son las tres y media de la madrugada.

—Venga —dice Iris—. Necesito un pitillo después de todo este lío.

Me levanto a coger los cigarrillos y el cenicero.

Tengo que entrar en el cuarto del teléfono. No toco el aparato. No quiero siquiera mirarlo, pero no puedo evitarlo. Sigue sobre la mesa, donde lo he dejado.

Vuelvo a deslizarme bajo las mantas y pongo el cenicero encima de la colcha, entre los dos. Enciendo un cigarrillo, se lo paso a Iris, enciendo otro para mí.

Iris trata de recordar el sueño que estaba teniendo cuando sonó el teléfono.

—Creo que puedo acordarme, pero bastante vagamente. Era algo sobre, sobre… no, ya no me acuerdo de qué trataba. No estoy segura. No consigo recordarlo —dice al cabo—. Esa dichosa mujer, mira que llamar a estas horas… Bud… —dice—. Se me­rece una buena bofetada…

Apaga el cigarrillo e inmediatamente enciende otro. Echa una bocanada de humo y deja que su mirada se pasee por la cómoda, por las cortinas. Lleva el pelo suelto, sobre los hombros. Utiliza el cenicero y se pone a mirar fijamente el pie de la cama, esforzándose por recordar el sueño.

Pero en realidad a mí no me importa lo que ha soñado. Lo único que quiero es volver a dormirme. Acabo el cigarrillo, lo apago y espero a que ella termine el suyo. Me quedo echado, quieto, en silencio.

Iris se parece a mi ex mujer en que suele tener sueños agitados, violentos. Se pasa la noche revolviéndose en la cama y se despierta bañada en sudor, con el camisón pegado al cuerpo. Y, al igual que mi ex mujer, siempre quiere contarme sus sueños detalladamente, y hacer cábalas sobre lo que significan o presagian. Mi ex mujer solía dejarnos sin mantas durante la noche a fuerza de patadas, y gritaba a voz en cuello como si alguien estuviera agrediéndola físicamente. Una vez, en un sueño particularmente violento, llegó a golpearme en un oído con el puño. Yo dormía plácidamente, sin sueños, y me re­volví en la oscuridad y le lancé un golpe en la frente. Se puso a chillar. Los dos gritamos y gritamos. Nos habíamos hecho daño, pero sobre todo estábamos asustados. No sabíamos lo que nos había pasado, pero al final encendí la luz y caímos en la cuenta y nos calmamos. Luego solíamos bromear sobre ello, sobre aquella pelea a puñetazos en la madrugada. Pero tiempo después empezaron a suceder cosas más graves y fuimos olvidándonos de aquella noche. Ya no volvimos a mencionarla; ni siquiera cuando nos tomábamos el pelo o nos hacíamos rabiar.

Una noche me desperté y oí cómo Iris hacía re­chinar los dientes en sueños. Era un ruido tan extraño a escasos centímetros de mi oído que me había despertado. La zarandeé un poco y dejó de hacerlo. A la mañana siguiente me contó que había tenido un sueño horrible, pero eso fue todo lo que dijo. No insistí para que me lo contara con detalle. Imagino que no quise saber qué había podido ser tan horrible como para que no quisiera hablar de ello. Cuando le dije que le habían rechinado los dientes frunció el ceño y dijo que tendría que hacer algo al respecto. Aquella noche apareció en casa con un protector nocturno, un artilugio que tendría que ponerse en la boca mientras dormía. Tenía que hacer algo, explicó. No podía permitir que los dientes le rechinaran noche tras noche, porque acabaría perdiéndolos a causa del frote. Así que se puso aquel aparato durante aproximadamente una semana, y luego dejó de ponérselo. Dijo que era muy incómodo, y que… bueno, que no favorecía gran cosa… ¿Quién iba a querer besar a una mujer que llevara algo semejante en la boca? No le faltaba razón, desde luego.

Otra noche me desperté porque me acariciaba la cara y me llamaba Earl. Le cogí la mano y le apreté los dedos.

—¿Qué te pasa? —dije—. ¿Qué es lo que te pasa, cariño?

Pero en lugar de responder me apretó la mano, suspiró y volvió a quedarse inmóvil. A la mañana siguiente, cuando le pregunté qué había soñado, se obstinó en que no había tenido ningún sueño.

—¿Entonces quién es Earl? —dije—. ¿Quién es ese Earl de quien hablabas en sueños?

Se ruborizó y dijo que no conocía a nadie que se llamara Earl, que no había conocido a ningún Earl en toda su vida.

La lámpara sigue encendida. Como ya no se me ocurre en qué pensar, pienso en el teléfono descolgado. Tendría que colgarlo y desconectar la clavija. Luego más vale que pensemos en dormir.

—Voy a dejar el teléfono como tiene que estar —digo—. Y cuando vuelva nos dormimos.

Iris sacude la ceniza sobre el cenicero y dice:

—No te olvides de desconectarlo.

Me levanto y voy al cuarto del teléfono, abro la puerta y enciendo la luz. El auricular sigue sobre la mesa. Me lo llevo al oído. Espero oír la señal de marcar, pero no oigo nada en absoluto.

Obedezco un impulso y digo:

—¿Sí?

—Oh, Bud, estás ahí… —dice la mujer.

Cuelgo el teléfono y me agacho para desconectarlo antes de que pueda volver a sonar. Jamás me había sucedido nada parecido. ¿Qué diablos se traerán entre manos esa mujer y el tal Bud? No veo la forma de contarle a Iris el sesgo que ha tomado el asunto, porque no va a dar lugar sino a nuevos comentarios y conjeturas al respecto. Decido no decir nada de momento. A lo mejor hablo de ello duran­te el desayuno.

Vuelvo al dormitorio y veo que Iris ha encendido otro cigarrillo. Veo también que son casi las cuatro de la madrugada. Empiezo a preocuparme. Si son las cuatro, pronto serán las cinco, y las seis, y las seis y media, y la hora de levantarnos para ir al trabajo. Me acuesto, cierro los ojos, y decido contar hasta sesenta, muy despacio, antes de decir nada sobre la luz encendida.

—Empiezo a acordarme —dice Iris—. Me está volviendo a la cabeza. ¿Quieres que te lo cuente, Jack?

Dejo de contar, abro los ojos, me incorporo. El dormitorio está lleno de humo. Enciendo un cigarrillo. ¿Por qué no? Al diablo con todo.

Iris dice:

—Había una fiesta.

—¿Y dónde estaba yo mientras se celebraba la fiesta?

Normalmente, quién sabe por qué, yo no aparezco en sus sueños. Y eso me molesta un poco, pero jamás lo digo. Tengo los pies destapados otra vez. Los encojo y me los tapo. Me apoyo sobre un codo para acabar de incorporarme y echo la ceniza en el cenicero.

—¿Otro sueño en el que no aparezco? Si es así, muy bien.

Doy una chupada al cigarrillo, retengo el humo, lo expulso.

—No estabas en el sueño, cariño —dice Iris—. Lo siento, pero no estabas. No se te veía por ninguna parte. Pero te echaba de menos. Te echaba de menos, seguro. Era como si supiese que estabas cerca, pero no donde yo necesitaba que estuvieras. ¿Sabes esas angustias que a veces me entran? ¿Como cuando vamos a algún sitio y hay un grupo de gente y nos perdemos de vista y no consigo encontrarte? Era un poco como eso. Estabas allí, creo, pero no podía encontrarte.

—Venga —digo—, cuéntame el sueño.

Se arropa cintura y piernas con las mantas y alarga la mano para coger un cigarrillo. Le acerco el encendedor. Empieza a contarme cómo era la fiesta, una velada en la que sólo había cerveza.

—Y a mí ni siquiera me gusta la cerveza —dice.

Me cuenta que, de todas formas, bebió grandes cantidades de cerveza, y que justo cuando iba a irse —a casa, explica— un perrito se puso a tirar del dobladillo de su vestido y la obligó a quedarse.

Se echa a reír, y río con ella. Aunque, al mirar el reloj, vea que las manecillas van a marcar muy pronto las cuatro y media.

En la fiesta suena una música, de piano, quizá, o de acordeón, o quién sabe de qué. Los sueños a veces son así, dice. El caso es que recuerda vaga­mente que en algún momento apareció por allí su ex marido. Puede que fuera él quien servía la cerveza. La gente usaba vasos de plástico, y los llenaba directamente de un barril. Es posible incluso —dice Iris— que bailara con su ex marido.

—¿Por qué me cuentas eso?

—Era un sueño, cariño —me dice.

—Pues no me gusta en absoluto. Se supone que estás aquí durmiendo a mi lado y lo que haces es soñar con no sé qué perros, fiestas y ex maridos. No me hace ninguna gracia que bailes con él en sueños. ¿A qué diablos viene eso? ¿Qué te parecería si te contara que me he pasado la noche bailando en sueños con Carol? ¿Te gustaría?

—No es más que un sueño, ¿no? —dice ella—. No te pongas así conmigo. Ya no te cuento nada más. Ya veo que no puedo. No debería haber abierto la boca.

Se lleva los dedos a la boca despacio, como sue­le hacer cuando está pensando. Veo en su cara con qué intensidad se concentra; se dibujan en su frente pequeñas arrugas.

—Siento que no aparecieras en el sueño. Pero si te hubiera dicho lo contrario te habría mentido, ¿no crees?

Asiento con la cabeza. Le rozo con los dedos el brazo para darle a entender que no pasa nada, que no me importa. Y no me importa, supongo.

—¿Y qué pasó después, cariño? —digo—. Acaba de contarme el sueño. Y luego intentaremos dormir un poco.

Supongo que quiero saber lo que viene luego. Lo último que ha dicho es que había bailado con Jerry. Si había algo más, necesitaba saberlo.

Ahueca un poco la almohada que tiene a la espalda y dice:

—Eso es todo lo que recuerdo. No consigo recordar más. Fue en ese momento cuando sonó el dichoso teléfono.

—Bud —digo. Veo flotar el humo en el aire, bajo la luz de la lámpara. Hay humo por todo el cuarto—. ¿No deberíamos abrir una ventana?

—Buena idea —dice Iris—. Que se airee esto un poco. Este humo no puede sentarnos nada bien.

—No, claro que no.

Vuelvo a levantarme y voy hasta la ventana y la subo un par de palmos. Siento el aire fresco que entra del exterior, y oigo a lo lejos cómo un camión cambia de marcha al iniciar la pendiente de acceso al puerto que le llevará al estado vecino.

—Imagino que muy pronto vamos a ser de los pocos que sigan fumando en este país —dice Iris—. En serio, tendríamos que pensar en dejarlo —aña­de mientras aplasta la colilla y coge el paquete que hay junto al cenicero.

—Se ha abierto la veda contra los fumadores —digo.

Vuelvo a la cama. Las mantas están hechas un caos, y son las cinco de la madrugada. No creo que logremos dormir ni un minuto más esta noche. Pero qué más da. ¿Hay alguna ley que lo ordene? ¿Va a pasarnos algo si no lo hacemos?

Iris se coge un mechón de pelo con los dedos. Luego se lo coloca detrás de la oreja, me mira y dice:

—Últimamente me siento una vena en la frente. A veces late. Palpita. ¿Sabes a qué me refiero? No sé si habrás sentido alguna vez algo parecido. Odio pensar en ello, pero no sería nada extraño que cual­quier día de éstos me diese una embolia o algo así. ¿No es eso lo que pasa? ¿Una vena de la cabeza que revienta? Eso es seguramente lo que acabará pasándome. Mi madre, mi abuela y una de mis tías murieron de una embolia cerebral. Hay un historial de embolias en mi familia. A veces viene de familia, ya sabes. Es hereditario, como las enfermedades del corazón, o la obesidad, o lo que sea. Bueno —dice—, un día me tendrá que pasar algo, ¿no? Y puede que sea eso: un ataque de apoplejía. Puede que me llegue la hora así. La sensación es ésa, como una señal de aviso. Primero late un poco, como para que me fije en ella, luego se pone a palpitar. Sin parar: tac-tac-tac. Me da verdadero pánico —dice—. Quiero que dejemos este maldito tabaco antes de que sea demasiado tarde.

Mira lo que le queda del cigarrillo, lo aplasta contra el cenicero, trata de ahuyentar el humo con la mano.

Estoy echado en la cama, contemplando el techo, pensando que este tipo de conversación sólo puede tener lugar a las cinco de la madrugada. Siento que tengo que decir algo.

—Yo me ahogo en seguida —digo—. Antes, al correr a coger el teléfono, me he quedado sin aliento.

—Eso puede ser por la inquietud, por el sobre­salto —dice ella—. Un telefonazo así le sobresalta a cualquiera. ¡A quién se le ocurre llamar a esas horas! Esa mujer… Le arrancaría la piel a tiras.

Me incorporo en la cama y me apoyo contra la cabecera. Pongo la almohada a mi espalda y trato de ponerme cómodo, como Iris.

—Voy a contarte algo que nunca te he contado —digo—. De cuando en cuando el corazón me pal­pita con fuerza. Como si se volviera loco. —Iris me mira fijamente, atenta a lo que pueda venir después—. A veces es como si fuera a saltárseme fuera del pecho. No tengo ni la más remota idea de a qué puede deberse.

—¿Por qué no me lo has contado antes? —dice. Me coge la mano y me la estrecha con fuerza—. Nunca me has dicho nada, cariño. Mira, no sé lo que haría si te pasara algo algún día. Me vendría abajo. ¿Te pasa muy a menudo? Me da miedo, créeme.

Sigue cogiéndome la mano. Pero sus dedos se deslizan hasta mi muñeca, donde tengo el pulso. Y los deja allí, rodeándome la muñeca.

—Nunca te lo he contado porque no quería asustarte —digo—. Pero me pasa a veces. La última vez la semana pasada. No es necesario que esté haciendo nada en particular para que me suceda. Puedo estar en la butaca, por ejemplo. Leyendo el periódico. O conduciendo, o empujando el carrito de la compra. Da igual que esté haciendo un esfuerzo o no. Empieza, y ya está. Pom-pom-pom. Así mismo. Hasta me extraña que la gente no lo oiga. A mí me parece fortísimo. Yo, por lo menos, lo oigo. Y no me importa confesarte que me da un miedo del demonio —digo—. Así que si no acaba conmigo un enfisema, o un cáncer de pulmón, o una de esas embolias de las que hablas, lo que tendré seguramente será un ataque al corazón.

Alcanzo los cigarrillos. Le doy uno a Iris. Esta noche ya no vamos a dormir más. ¿Hemos dormido algo? Durante un instante no puedo acordarme.

—¿Quién sabe de qué vamos a morir? —dice Iris—. Puede ser de cualquier cosa. Si vivimos lo bastante, quizá sea del riñón, o de algo por el estilo. El padre de una compañera de trabajo acaba de morir de insuficiencia renal. Es normal que te pase si tienes la suerte de llegar a una edad avanzada de verdad. Cuando te falla el riñón, el cuerpo se te empieza a llenar de ácido úrico. Y cambias totalmente de color antes de morirte.

—Fantástico. Parece maravilloso —digo—. ¿No crees que deberíamos dejar el tema? ¿Cómo hemos empezado a hablar de todo esto?

Iris no me contesta. Se aparta de la almohada inclinándose hacia adelante y se rodea las piernas con los brazos. Cierra los ojos y deja descansar la cabeza sobre las rodillas. Luego se balancea despacio, como si estuviera escuchando música. Pero no hay música. Por lo menos, yo no oigo ninguna.

—¿Sabes lo que me gustaría? —dice. Deja de moverse, abre los ojos y ladea hacia mí la cabeza. Luego sonríe para que yo sepa que está bien.

—¿Qué te gustaría, cariño?

Tengo su tobillo enlazado con mi pierna. Y ella responde:

—Un poco de café. Me gustaría tomar un café solo bien cargado. Estamos despiertos, ¿no? No nos vamos a volver a dormir, así que podemos tomarnos un café.

—Tomamos mucho café —digo—. Tanto café no es bueno. No digo que no tomemos nada. Lo que digo es que tomamos demasiado. Sólo es una observación —añado—. La verdad es que yo también me tomaría un café.

—Estupendo —dice Iris.

Pero ninguno de los dos hace ademán de levantarse.

Se sacude el pelo y enciende otro cigarrillo. El humo vaga despacio por el dormitorio. Parte de él se desliza hacia la ventana abierta. Una lluvia fina comienza a caer fuera, en el patio. Suena el despertador, y alargo la mano para pararlo. Luego cojo la almohada y vuelvo a ponérmela bajo la nuca. Me echo hacia atrás y me quedo unos instantes mirando al techo.

—¿Qué fue de aquella genial idea de una chica que nos trajera el café a la cama? —digo.

—Me gustaría que alguien nos trajera el café a la cama —dice—. Chica o chico, me es igual. El caso es que me tomaría un café ahora mismo.

Pone el cenicero en la mesilla, y pienso que va a levantarse. Alguien tiene que levantarse para hacer café y descongelar el zumo. Uno de los dos ha de ponerse en movimiento. Pero lo que Iris hace es deslizarse hacia abajo hasta quedar sentada en la mitad de la cama. Las mantas están revueltas sobre el colchón. Iris hurga en algo que hay encima de la colcha, lo frota con la palma de la mano unos instantes y finalmente levanta la mirada.

—¿Has visto en el periódico lo de ese tipo que entró con una escopeta en la unidad de cuidados intensivos y obligó a las enfermeras a que desconectaran la máquina que mantenía a su padre con vida? ¿Lo leíste?

—Algo he oído en la televisión —digo—. Pero de lo que más hablaron fue de esa enfermera que desconectó la máquina a seis u ocho personas. En realidad no saben exactamente a cuántas. Empezó por desconectar la de su madre, y luego siguió con otras personas. Fue algo así como una borrachera, imagino. Dijo que lo hizo por hacerles un favor a esas personas. Y que esperaba que alguien se lo hiciera a ella también llegado el caso.

Iris se desplaza hasta el pie mismo de la cama, y se vuelve de forma que quedamos frente a frente. Sigue teniendo las piernas bajo las mantas. Las pone entre las mías y dice:

—¿Y qué me dices de esa tetrapléjica que ha salido en los informativos? Dice que quiere morir, que quiere dejar de comer hasta morir de inanición. Ha puesto una demanda al hospital y al médico por empeñarse en alimentarla a la fuerza para mantenerla con vida. ¿No es increíble? Es de locos. La atan con correas tres veces al día para meterle un tubo en la garganta. Le dan desayuno, almuerzo y cena de la misma forma. Y, por si fuera poco, la mantienen enchufada a una máquina, porque sus pulmones se niegan a funcionar por su cuenta. El periódico decía que no hace más que suplicar que la desconecten de la máquina, o que al menos le permitan ayunar hasta morirse. Suplica y suplica que la dejen morir en paz, pero no le hacen el menor caso. Dice que al principio lo que quería era morir con cierta dignidad. Pero ahora está furiosa y quiere demandar a todo el mundo. ¿No es asombroso? ¿No es un caso increíble? Yo a veces tengo jaquecas. Puede que tengan algo que ver con esa vena. Puede que no. Puede que no tengan relación. Pero cuando tengo esos dolores de cabeza no te digo nada. No quiero preocuparte.

—¿De qué estás hablando? —digo—. Mírame, Iris. Tengo derecho a saberlo. Soy tu marido, no debes olvidarlo. Si algo te pasa, debo saberlo.

—¿Y qué podrías hacer tú? Preocuparte, nada más. —Me da en la pierna con la suya. Vuelve a darme otro golpecito—. ¿Me equivoco? Me dirías que me tomase una aspirina. Te conozco.

Miro hacia la ventana y veo que empieza a clarear. Me llega una brisa húmeda. Ha dejado de llo­ver, pero es una de esas mañanas en las que no se­ría extraño que se pusiera a diluviar. Vuelvo a mirar a Iris.

—Si quieres que te diga la verdad, a veces siento un terrible dolor en el costado —digo.

Pero nada más decirlo me arrepiento. Iris se va a preocupar, y va a querer hablar de ello. Ya es hora de que pensemos en ducharnos. Deberíamos estar desayunando.

—¿En cuál? —dice.

—En el derecho.

—Puede que sea el apéndice —dice—. Algo tan simple como eso.

Me encojo de hombros.

—¿Tú crees? No sé. Lo que sé es que me pasa. De vez en cuando siento como una punzada aquí abajo. Muy intensa. Y dura sólo unos instantes. Al principio pensé que podía ser un tirón muscular. A propósito, ¿en qué lado tenemos la vesícula? ¿En el derecho o en el izquierdo? Puede que sea la vesícula. O un cálculo biliar, aunque no tengo ni idea de lo que significa.

—Es una piedrecita diminuta o algo así —dice Iris—. Como la puntita de un lápiz. No, espera, creo que ésas son las de riñón. La verdad es que yo tampoco tengo ni idea —dice, y mueve la cabeza.

—¿Cuál es la diferencia entre cálculo biliar y cálculo renal? —pregunto—. Dios mío, ni siquiera sabemos en qué lado del cuerpo está cada cual. Ni lo sabes tú ni lo sé yo. Entre los dos sabemos eso: nada. Pero he leído en alguna parte que el cálculo renal se expulsa, y que normalmente no es mortal. Aunque, eso sí, muy doloroso. Del cálculo biliar nunca he oído nada.

—Me ha gustado lo de «normalmente» —dice Iris.

—Ya —digo—. Oye, será mejor que nos levantemos. Es tarde. Son las siete.

—Sí. De acuerdo —dice, pero sigue sentada. Luego añade—: Mi abuela tenía al final tal artritis que no podía ni andar por sí misma. No podía ni mover los dedos. Tenía que estar sentada en una silla, con esa especie de manoplas todo el día. Al final ya no podía ni sostener una taza de cacao. Imagínate la artritis que tenía. Luego le dio la embolia. Y el abuelo… —dice—. Poco después de que muriera la abuela hubo que internarlo en un asilo. No hubo más re­medio. Nadie podía ocuparse de él las veinticuatro horas. Ni pagar a una persona para que lo hiciera. Así que lo llevaron a un asilo. Pero allí empezó a decaer a ojos vistas. Una vez, cuando llevaba inter­nado un tiempo, mamá fue a verlo y al volver dijo algo que no olvidaré en la vida. —Me mira como si tampoco yo fuera a olvidar en la vida lo que va a decirme. Y tiene razón—. Dijo: «Papá ya no me re­conoce. Y ni siquiera sabe quién soy. Papá se ha vuelto un vegetal». Sí, mamá misma lo dijo.

Se inclina hacia adelante, se tapa la cara con las manos y se echa a llorar. Me deslizo hasta el pie de la cama y me siento a su lado. Le cojo la mano, la retengo sobre mi regazo. Le paso el brazo por los hombros. Estamos muy juntos, mirando la cabecera de la cama y la mesilla de noche. Vemos también el despertador, y al lado unas cuantas revistas y un libro de bolsillo. Estamos sentados en la parte de la cama donde tenemos los pies cuando dormimos. Es como si quienquiera que hubiera dormido en esta cama se hubiera levantado de pronto para salir de casa precipitadamente. Sé que no podré volver a mirar esta cama sin recordarla así, tal como está. Sé que nos está sucediendo algo, pero no sabría decir qué exactamente.

—No quiero que me pase nunca nada parecido —dice Iris—. Ni a ti. —Se seca ojos y mejillas con una esquina de la manta. Luego inspira profunda­mente, y el aire le sale en un sollozo—. Lo siento. Es que no puedo evitarlo —dice.

—A nosotros no nos pasará. No, no nos pasará —digo—. No te preocupes por nada, hazme caso. Estamos bien de salud, cariño, y vamos a seguir estándolo. Si ha de pasarnos algo algún día, aún falta mucho tiempo. Eh, Iris, te quiero. Nos queremos, ¿no es cierto? Eso es lo importante. Lo único que importa. No te preocupes, cariño.

—Quiero que me prometas una cosa —dice. Aparta su mano de la mía, me retira el brazo de su hombro—. Quiero que me prometas que me desconectarás de la máquina si llega el caso, o cuando llegue el caso. Si algún día me pasa, quiero decir. ¿Oyes lo que te digo? Estoy hablando en serio, Jack. Quiero que me desconectes de la máquina si un día tienes que hacerlo. ¿Me lo prometes?

Me quedo en silencio unos instantes. ¿Qué ten­dría que responderle? Es una cuestión delicada. Tengo que pensarlo un momento. Sé que no me costaría nada decirle que sí, que lo haré si llega el caso. Serían sólo palabras, ¿no? Y las palabras poco cuesta pronunciarlas. Pero hay más que palabras en juego: ella quiere una respuesta sincera. Y yo aún no sé cuál es mi posición al respecto. No debo responder a la ligera. No debo pronunciarme sin pensar en lo que estoy diciendo, sin meditar en las con­secuencias, en su reacción ante mi respuesta, sea ésta la que sea.

Aún sigo pensando en ello cuando ella dice:

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Quieres que te desconecte si llega el caso? Dios quiera que no llegue nunca, por supuesto —dice—. Pero creo que tendría que tener una idea de…, ya sabes, de lo que querrías que hiciera si las cosas llegaran a ese extremo. Que me dijeras algo ahora para saber a qué atenerme.

Me mira fija, intensamente, a la espera de mis palabras. Quiere registrarlas para poder hacer uso de ellas si un día se viera enfrentada a tal alternativa. Muy bien. De acuerdo. Me sería muy fácil decir: Desconéctame, cariño, si piensas que es lo mejor. Pero necesito pensarlo un poco más. Ni siquiera le he dicho aún lo que yo haría en el caso de ella. Y ahora tengo que ponerme a pensar en mí, en mi caso. No creo que deba seguir por ahí. Qué locura. Estamos chiflados. Pero me doy cuenta de que lo que diga ahora quizá llegue a afectarme vitalmente algún día. Se trata de un asunto crucial. Estamos hablando de una cuestión de vida o muerte.

Iris no se ha movido. Espera una respuesta. Veo que no vamos a movernos de aquí mientras no la obtenga. Sigo pensando unos segundos, y al cabo digo lo que pienso:

—No. No me desconectes. No quiero que me des­conecten de la máquina. Déjame conectado todo el tiempo que sea posible. ¿Alguien va a poner reparos? ¿Vas tú a poner reparos? ¿Voy a molestar a alguien? Mientras la gente pueda soportar verme, mientras no empiecen a dar alaridos, no me desconectes. Déjame seguir vivo, ¿de acuerdo? Hasta el mismísimo y amargo final. Haz venir a los amigos para que me digan adiós. Y no metas prisas.

—No bromees —dice ella—. Estamos hablando de algo muy serio.

—No bromeo —digo—. No me desconectes. Tan sencillo como eso.

Asiente con la cabeza.

—Bien, de acuerdo. No lo haré, te lo prometo.

Me abraza. Me abraza con fuerza unos instantes.

Luego me deja. Mira el reloj despertador y dice:

—Santo cielo. Será mejor que nos demos prisa.

Nos levantamos y empezamos a vestirnos. En cierto modo todo es como cualquier otra mañana, sólo que hacemos las cosas más de prisa. Tomamos café y zumo y panecillos. Hacemos comentarios sobre el tiempo; el cielo está nublado, amenazador. No volvemos a hablar de máquinas conectadas a personas, ni de enfermedades, ni de hospitales, ni de ese tipo de cosas. Le doy un beso y la dejo en el porche con el paraguas abierto, esperando a que pase su compañera a recogerla. Corro hasta mi coche. Arranco, dejo que el motor se caliente unos segundos, le digo adiós con la mano a Iris y me pon­go en marcha.

Pero a lo largo del día, en el trabajo, pienso en lo que hemos hablado esta mañana. No puedo evitarlo. Entre otras cosas, la falta de sueño me ha dejado maltrecho. Me siento vulnerable, fácil presa ante cualquier pensamiento fortuito y lúgubre. En un momento dado, cuando no hay nadie a la vista, dejo descansar la cabeza sobre la mesa y trato de dormir unos minutos. Pero cuando cierro los ojos me sorprendo pensando en ello de nuevo. Veo mentalmente una cama de hospital. Sólo una cama de hospital. La cama está en una sala, supongo. Luego veo una tienda de oxígeno sobre la cama, y a un lado unas cuantas pantallas y unos grandes monitores de esos que se ven en las películas. Abro los ojos, me incorporo en la silla y enciendo un cigarrillo. Mientras fumo el cigarrillo me tomo un café. Luego miro el reloj y me pongo de nuevo a trabajar.

A las cinco estoy tan cansado que apenas me quedan fuerzas para volver a casa. Está lloviendo, debo conducir con cuidado. Con sumo cuidado. Ha habido un pequeño accidente. Un coche le ha dado un golpe por detrás a otro en un semáforo, pero no creo que haya habido heridos. Los coches siguen en medio de la calzada, y un grupo de gente charla bajo la lluvia. El tráfico, sin embargo, continúa despacio. La policía ha puesto señales luminosas sobre el asfalto.

Cuando veo a Iris, le digo:

—Dios mío, vaya día. Estoy hecho polvo. ¿Tú qué tal?

Nos besamos. Me quito el abrigo y lo cuelgo. Cojo la bebida que Iris me tiende. Luego, como no he hecho más que pensar en ello, y como quiero dejar saldado el asunto, digo:

—De acuerdo. Si es eso lo que quieres, te des­conectaré. Si quieres que lo haga, lo haré. Si aquí y ahora te hace feliz oírmelo decir, te lo digo. Haré lo que me pides. Te desconectaré de la máquina, si llega el caso y lo creo necesario. O haré que te des­conecten. Pero lo que te dije de mí sigue en pie.

Y ahora no quiero volver a pensar en este asunto nunca más. Ni volver a hablar de ello siquiera. Creo que hemos dicho todo lo que había que decir al res­pecto. Hemos agotado todos los aspectos del tema.

Y también yo estoy agotado.

Iris sonríe abiertamente.

—De acuerdo —dice—. Al menos ahora lo sé. Antes no lo sabía. Puede que esté un poco loca, pero me siento mejor, ¿sabes? Yo tampoco quiero pensar más en ello. Pero me alegro de haberlo hablado. Tampoco voy a volver a sacarlo a colación, te lo prometo.

Me coge el vaso de la mano y lo deja encima de la mesa, junto al teléfono. Me rodea con los brazos y se aprieta contra mí y posa la cabeza sobre mi hombro. Pero entonces siento que algo ha sucedido en mi interior. Lo que acabo de decirle, lo que he estado rumiando de forma recurrente todo el día… bien, pues siento como si hubiera cruzado alguna suerte de línea invisible. Siento como si hubiera llegado a un lugar al que jamás pensé que llegaría. Y no sé cómo ha sucedido. Es un lugar extraño. Un lugar en el que un fugaz e inocuo sueño y una breve charla temprana y somnolienta han dado lugar en mí a lucubraciones de muerte y aniquilamiento.

Suena el teléfono. Deshacemos el abrazo, alargo la mano hacia la mesa.

—¿Dígame? —digo.

—Hola —responde una mujer.

Es la misma mujer que ha llamado esta mañana, pero ahora no está ebria. Al menos eso creo; su voz parece sobria. Habla serena, discretamente, y me pregunta si puedo ponerla en contacto con Bud Roberts. Pide disculpas. Dice que siente importunarme, pero que se trata de un asunto urgente. La­menta cualquier molestia que pueda estar ocasionándome.

Mientras la mujer habla me palpo torpemente en busca de los cigarrillos. Me llevo uno a los labios y me doy fuego con el encendedor. Ahora soy yo quien habla. Y digo lo siguiente:

—Bud Roberts no vive aquí. No está en este número, y me temo que no va a estar nunca. No voy a ver jamás a ese individuo de quien me habla. Así que por favor no vuelva a llamar a este teléfono. No lo haga, ¿de acuerdo? ¿Me oye? Y hágame caso, por­que, si no, me veré obligado a retorcerle el pescuezo.

—Vaya caradura —dice Iris.

Me tiemblan las manos. Creo que también mi voz traiciona mi estado de ánimo. Pero mientras estoy tratando de dejar las cosas bien claras, Iris se mueve de pronto e inclina un poco el cuerpo, y todo cesa. La línea queda muda, y no oigo nada.

2 comentarios para “Quienquiera que hubiera dormido en esta cama

Deja una respuesta

Regístrate

O con tu correo

Inicia sesión

O con tu correo