Por Ernest Renan

Lo que quiero proponerles hoy es que analicemos juntos una idea si bien parece clara, se presta a peligrosos malentendidos. Considéren- que, se las vastas aglomeraciones de hombres que pueden encontrarse en China, Egipto o la antigua Babilonia; las tribus de hebreos y árabes; la ciudad tal como existía en Atenas o Esparta; las asambleas de los diversos territorios del Impe- rio Carolingio; las comunidades que no tienen una patrie y a las que sólo un lazo religioso mantiene unidas, como ocurre con los israelíes y los parsis; na- ciones, como Francia, Inglaterra y la mayoría de los Estados soberanos moder- nos de Europa; confederaciones, como las que existen en Suiza o en América; y lazos tales como los que la raza o en particular el idioma establecen entre las diferentes ramas de los pueblos germanos o eslavos. Cada uno de estos agrupamientos existe, o ha existido, y confundir alguno de ellos con cualquier otro tendría terribles consecuencias. En la época de la Revolución Francesa, se creía que las instituciones que eran apropiadas para las ciudades pequeñas e independientes, como Esparta y Roma, podían aplicarse a nuestras grandes naciones, que aglutinan a aproximadamente treinta o cuarenta millones de al- mas. Hoy en día se comete un error mucho más grave: se confunde la raza con la nación, y a los grupos etnográficos, o más bien lingüísticos, se les atribuye una soberanía análoga a la de los pueblos realmente existentes. Ahora quiero tratar de precisar un poco más estas preguntas complejas, pues la más leve confusión respecto del significado de las palabras al comienzo de la exposición puede terminar conduciendo al más fatal de los errores. Lo que me propongo hacer aquí es algo delicado, similar a una vivisección: trataré a los vivos tal como en general se trata a los muertos. Adoptaré una actitud absolutamente fría e imparcial.

Desde la caída del Imperio Romano o, mejor, desde la desintegración del Imperio de Carlomagno, la Europa occidental parece haberse dividido en naciones, algunas de las cuales, en ciertas épocas, intentaron ejercer su hegemonía sobre las otras, sin alcanzar nunca un éxito duradero. Es bastante improbable que alguien en el futuro logre lo que Carlos V, Luis XIV y Napoleón I no alcanzaron: La fundación de un nuevo Imperio Romano o de un nuevo Imperio Carolingio sería imposible hoy. Europa está tan dividida, que cualquier tentativa de dominación universal daría lugar muy rápidamente a una coalición, lo que reconduciría a cualquier nación demasiado ambiciosa a sus fronteras naturales. Hace ya tiempo que se ha alcanzado una suerte de equilibrio. Francia, Inglaterra, Alemania y Rusia, sin importar lo que les suceda, continuarán siendo, por los siglos de los siglos, unidades históricas individuales, las piezas esenciales de un tablero de ajedrez cuyas casillas va- riarán continuamente en importancia y tamaño, pero que nunca llegarán a confundirse del todo entre sí.

Las naciones, en este sentido del término, son algo bastante nuevo en la historia. La Antigüedad no las conocía; Egipto, China y la antigua Caldea de ningún modo crean naciones. Eran masas de personas lideradas por un Hijo del Sol o por un Hijo del Cielo. Ni en Egipto ni en China habia ciudadanos en cuanto tales. La Antigüedad clásica tenia repúblicas, reinos municipales, confederaciones de repúblicas e imperios locales, pero no puede decirse que tuviera naciones tal como las concebimos hoy. Atenas, Esparta, Tiro y Sidon eran pequeños centros imbuidos del más admirable patriotina, pero eran [simplemente ciudades, con un territorio relativamente restringido. Antes de ser absorbidas por el Imperio Romano, Calia, España e Italia eran conjuntos de clanes que a menudo se aliaban entre sí, pero que no tenían instituciones centrales ni dinastías. El Imperio Asirio, el Imperio Persa y el Imperio de Alejandro Magno tampoco eran pabies. Nunca hubo patriotas asirion, y el Imperio Persa no era más que una estructura feudal. Los orígenes de ninguna nación se remontan a la aventura decisiva de Alejandro Magno, por más fértiles que hayan sido las consecuencias de ésta para la historia general de la civilización. El Imperio Romano se acercaba mucho más a una parte. Aunque la dominación romana fue muy dura al principio, no tardó en ser aclamada, pues trajo aparejado el gran beneficio de poner fin a la guerra. El Imperio era una enorme asociación, y un sinónimo de orden, paz y civilización. En sus etapas finales, las almas elevadas, los obispos esclarecidos y las clases instruidas tenían un verdadero sentido de la Pax Romana, que opuso resistencia al caos amenazante de la barbarie. Pero no puede decirse que un imperio doce veces más grande que la Francia actual fuese un Estado en el sentido moderno del término. La división entre los imperios de Oriente y Occidente fue inevitable, у los intentos de fundar un imperio en Galia, en el siglo III d. C., tampoco tuvieron éxito. De hecho, fueron las invasiones germánicas las que introdujeron en el mundo el principio que más tarde serviria de base para la existencia de las nacionalidades.

¿Qué fue en realidad lo que los pueblos germánicos lograron, comenzando con sus grandes invasiones en el siglo V d. C. hasta las conquistas normandas en el siglo X? Introdujeron pocos cambios en el tipo racial, pero impusieron dinastías y una aristocracia militar a porciones más o menos extensas del viejo imperio de Occidente, que adoptaron los nombres de sus invasores. Este fue el origen de Francia, Borgoña, Lombardia y, posteriormente, Normandía. El Imperio Franco extendió su dominio con tanta rapidez que, durante un periodo, restableció la unidad de Occidente, pero se fragmentó irreparablemente a mediados del siglo IX. La partición de Verdun marcó divisiones que en principio eran inmutables y, a partir de ese momento, Francia, Alemania, Inglaterra, Italia y España se encaminaron, por vías a menudo sinuosas y a través de mil y una vicisitudes, hacia su completa existencia nacional, hoy en pleno auge. ¿Cuál es en verdad el rasgo distintivo de estos diferentes Fatados? La fusión de las poblaciones que los componen. En los paises mencionados, no hay nada análogo a lo que puede encontrarse en Turquia, donde los turcos, eslavos, griegos, armenios, árabes, sirios y kurdos son tan diferentes hoy como lo eran el día en que fueron conquistados. Dos circunstancias clave contribu yeron a producir este resultado.

En primer lugar, el hecho de que los pueblos germánicos adoptasen el cristianismo apenas experimentaron un contacto prolongado con los pueblos griegos o latinos. Cuando el conquistador o el conquistado tienen la misma religión o, más bien, cuando el conquistador adopta la religión del conquistado, el sistema turco-es decir, la diferencia- ción absoluta de los hombres según su religión-ya no puede prosperar. La segunda circunstancia fue el olvido, por parte de los conquistadores, de su propia lengua. Los nietos de Clodoveo, Alarico, Gundebaldo, Alboin y Rolan- do ya hablaban la lengua romana. Este hecho fue en sí mismo consecuencia de otra caracteristica importante, a saber, que los francos, los borgoñeses, los godos, los lombardos y los normandos tenían muy pocas mujeres de su propia raza. Durante varias generaciones, los jefes sólo contrajeron matrimonio con mujeres germanas, pero sus concubinas, al igual que las nodrizas de sus hijos, eran latinas. La tribu en general comenzó a casarse con mujeres latinas, por lo que, desde que los francos y los godos se establecieron en territorio romano, la lengua franca y la lengua gótica no duraron mucho tiempo.

No fue este el caso de Inglaterra, puesto que, por cierto, los sajones invasores llevaban a sus mujeres consigo; la población celta se dispersaba y, además, el latín dejaba de ser dominante en Gran Bretaña -o, más precisamente, nun- ca lo había sido Si en la Galia del siglo V el idioma habitual hubiese sido el francés antiguo, Clovis y su pueblo no habrían cambiado el alemán por aquella lengua.

El resultado fundamental de todo esto fue que, pese a la violencia extrema de las costumbres de los invasores germanos, el patrón que éstos impusie ron se convirtió, al cabo de los siglos, en el verdadero patrón de la nación. «Francia» pasó a ser, de modo bastante legitimo, el nombre de un país al que había llegado apenas una minoría imperceptible de francus. En el siglo X, en las primeras chanson de grote, que constituyen el reflejo perfecto del espíritu de la época, todos los habitantes de Francia son franceses. La idea de que la población de Francia se componía de diferentes razas-una idea que a Gregorio de Tours le había parecido may obia no fue en absoluto evidente para los escritores y poetas franceses después del reinado de Hugo Capeto. La diferencia entre nobles y siervos de la gleba se martaba lo más ni- tidamente posible, pero en modo alguno era presentada como un diferen cia étnica, sino como una distinción en cuanto a la valentia, las costumbres y la educación, todo lo cual se transmitia en forma hereditaria, si a nadie se le ocurría pensar que el origen de todo esto era una conquista. El sistema espurio según el cual la nobleza debia sa existencia a un privilegio que el rey le confería por los servicios prestados a la nación, de manera que todos los nobles eran personas ennoblecidas, se estableció como un dogma ya en el siglo XIII. Lo mismo ocurrió kiego de casi todas las conquistas normandas. Después de una o dos generaciones, los invasores normandos ya no se distin guían del resto de la población, aunque no por ello su influencia era menos profunda; le habían dado al país conquistado una nobleza, hábitos militares y un patriotismo que aquél desconocía.

El olvido incluso- diría el error histórico- es un factor fundamental en la creación de una nación, razón por la cual el progreso en los estudios históricos suele constituir un peligro para el principio de la nacionalidad, De hecho, la investigación histórica saca a la luz los actos de violencia que estuvieron en el origen de todas las formaciones politicas, aun aquellos que han tenido conse cuencias completamente beneficiosas. La unidad se logra siempre mediante la brutalidad; la unión de Francia del norte con el territorio sue de ese país fue el resultado de masacres y actos de terror que se extendieron a lo largo de casi un siglo. Aunque el rey de Francia fue, me atrevería a decir, el ejemplo casi perfecto de un agente que cristalizó una nación durante un largo periodo, aunque estableció la unidad nacional más perfecta nunca vista, un escrutinio muy minucioso destruyó su prestigio. La nación que había formado abominó de él y hoy en día sólo las personas cultas tienen alguna noticia de su antiguo valor y de sus logros

Sólo por contraste estas grandes leyes de la historia de la Europa occidental se vuelven perceptibles para nosotros. Muchos países vieron frustrados sus intentos de lograr lo que el rey de Francia, en parte merced a su tiranía, en parte merced a su justicia, concretó tan admirablemente, Bajo la Corona de San Esteban, los magiares y los eslavos siguieron siendo tan diferentes como lo habían sido ochocientos años antes. Lejos de intentar fusionar los diversos elementos étnicos que se hallaban en su territorio, la Casa de Habsburgo los mantuvo separados y a menudo en oposición. En Bohemia por ejemplo, los elementos checos y alemanes se superponen como lo hacen el agua y el aceite en un vidrio. La política tarca de separar nacionalidades según su religión tuvo consecuencias mucho más graves, pues trajo aparejada la caída del Este Si tomamos una ciudad como Salónica o Esmirna, encontraremos cinco o seis comunidades que tienen sus propias memorias y prácticamente nada en común. Sin embargo, la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también, que hayan olvidado muchas otras. Ningún ciudadano francés sabe si es borgoñés, alano, taifa o visigodo, y sin embargo todos los ciudadanos franceses deben haber olvidado la masacre de San Bartolomé,» o las masacres que tuvieron lugar en el sur de Francia en el siglo XIII. No hay en Francia diez familias que puedan ofrecer pruebas de su origen franco, y cualquier prueba que existiera sería imperfecta, debido a las innumerables alianzas desconocidas que suelen alterar cualquier sistema genealógico.

Por lo tanto, la nación moderna es el resultado histórico de una serie de hechos convergentes. A veces la unidad se ha logrado a través de una dinastía, como en el caso de Francia; a veces ha sido el producto de la voluntad directa de las provincias, como en el caso de Holanda, Suiza o Bélgica; a veces ha sido obra de una conciencia general que triunfó tardíamente sobre los capri- chos del feudalismo, como en el caso de Italia y Alemania. Estas formaciones siempre han tenido una profunda razón.En estos casos, los principios siempre surgen a partir de las sorpresas más inesperadas. Así, en nuestros días, hemos asistido a la unificación de Italia a través de sus derrotas y a la destrucción de Turquía a raíz de sus victorias. Cada derrota acercaba a Italia a su causa; cada victoria significaba para Turquía su ruina; pues Italia es una nación y Turquía, fuera de Asia Menor, no lo es. Francia puede arrogarse la gloria de haber proclamado, mediante la Revolución Francesa, que una nación existe por sí misma. No debería disgustarnos que otros nos imiten en este punto. Fuimos nosotros quienes fundamos el principio de nacionalidad. Pero ¿qué es una nación? ¿Por qué Holanda es una nación, cuando Hanover o el Gran Ducado de Parma no lo son? ¿Cómo es que Francia continúa siendo una nación, cuando el principio que la creó ha desaparecido) ¿Cómo puede ser que Suiza, que tiene tres idiomas, dos religiones y tres o cuatro razas, sea una nación, cuando la Toscana, que es tan homogéna, no lo es? Por qué Austria es un Estado y no una nación? ¿En qué difiere el principio de nacionalidad del de las razas? Estas son preguntas que alguien reflexivo desearía responder, para poder aquietar su mente. Dificilmente pueda afirmarse que los asuntos de este mundo están gobernados por razonamientos de esta indole, y sin embargo los hombres diligentes estan deseosas de aportar algún grado de razonabilidad a estas cuestiones y de despejar las confusiones en las que estin enredadas las inteligencias superficiales.

Fragmento de: ¿Qué es nación? , ensayo de Renan.

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