Por Eduardo Galeano

Campeón del mundo y rey del fútbol. No habia cumplido veinte cuando el gobierno de Brasil lo declaró tesoro nacional y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos mundiales con la selección brasileña y dos con el club Santos. Después de su gol número mil, siguió sumando. Jugó más de mil trescientos partidos, en ochenta países, un partido tras otro a ritmo de paliza, y convirtió casi mil trescientos goles. Una vez, detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar. Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba a la carrera, pasaba a través de los rivales, como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perdían en los laberintos que sus piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una esca- lera. Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que for- maban la barrera querían ponerse al revés, de cara a la meta, para no perderse el golazo. Había nacido en casa pobre, en un pueblito remoto, y llegó a las cumbres del poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada. Fuera de las can- chas, nunca regaló un minuto de su tiempo y jamás una moneda se le cayó del bolsillo. Pero quienes tuvimos la suerte de verlo jugar, hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe.

Deja una respuesta

Regístrate

O con tu correo

Inicia sesión

O con tu correo