Por:

Diego Triveño

Pocos poetas pueden jactarse de haber creado un universo personal. Son pocos, al mismo tiempo, los artistas en los que a través del género que se adjudiquen ostenten un alma propia. Nicanor Parra es una de aquellas extrañas y alegres excepciones.

La antipoesía, hija legítima de Parra, merecería quizás un texto cuando no un libro entero para su trato. Es fácil perderse en sus senderos o tomarla como un capricho creativo del que va tras los pasos de lo que muy groseramente se conoce por vanguardia, lo cual es en lo absoluto falso. Si de algo puede acusarse a la vena poética de Parra es el espíritu democrático en sus propuestas y lo enfermizas que fueron sus evoluciones tanto en sus primeros como en sus últimos años.

El poeta no buscó jamás una poesía de laboratorio, hermética y hasta en ocasiones excluyente y selectiva con algunos lectores. Parra fraguó versos que invitaron a hacer la vida en la calle, entre las gentes, bajo el sol y bajo la lluvia. No obstante, no se trató de un poeta que hizo concesiones a sus lectores, más bien concibió a los suyos y los educó.

Parra fue un creador extranjero en un país desconocido. Su poesía no frecuentó con asiduidad los caminos de la poesía nerudiana, a decir verdad, agreste y predecible, más bien optó por una extraordinaria forma de encarar los días interminablemente largos de una vida ordinaria con la resignada sencillez que solo manifiestan los grandes hombres.

Con entregas que fueron rodeando influencias como García Lorca (una sombra tangible en Cancionero sin nombre), Whitman (de quien el poeta descubrió el componente descubridor e inagotable que sugiere el verso libre) y un amplio abanico en el que se reúnen por igual desde surrealistas consumados hasta irreverentes cabecillas de la decadente Generación Beat (entre ellos, un todavía joven Allen Ginsberg). Así fue como amasó su segunda y citada obra Poemas y antipoemas.

Cada obra de Parra parece seguir un modelo elaborado a partir de cada autor o autores que llegaron ante sus ojos y, sin embargo, mantiene una originalidad que, por inusual que suene, seduce y complace. Su ritmo cabalga al lado de las circunstancias. Los lugares por los que transita resultan, por lo general, al unísono familiares e inhóspitos. Solo el genio de Parra fue capaz de encontrar extravagancia en las cuestiones más corrientes y escoltar a quien sea a través de ellos. Es por eso que no me cabe la menor duda. Los ojos de este hombre tuvieron vida e inteligencia propia.

El poeta que hoy nos abandona cierra el clímax de una era y condiciona el inicio de otra. Lo anterior suena demasiado optimista, pero es verdad. Aquel poeta que, desde hoy y desde cualquier punto cardinal, quiera homenajearlo deberá hacerlo solo y en medio del silencio y la discreción, volviéndose a la que fue probablemente la más importante de sus lecciones.

Mi posición es ésta:
El poeta no cumple su palabra
si no cambia los nombres de las cosas

Diría que él cumplió a cabalidad con la suya.

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