Por Juan Carlos Cortázar
– No todos los hombres somos así. Señora -la pausa antes del Señora le permite terminar de bajar los ojos, mirarse las manos.
Pena es lo que siente. Por eso la hizo pasar: salía del ascensor y la vio ahí, a su izquierda, paradita al pie de la cinta amarilla de Peligro que habían dejado los bomberos semanas atrás. El dueño no ha podido hacer nada con el departamento, comenzar las reparaciones; es parte de las pruebas que investiga la PDI, le dijo un día en que se cruzaron abajo, en portería. La señora lo sintió salir del ascensor y volteó apenas la cabeza: ¿usted la vio?, preguntó así, a quemarropa pero sin mala intención, sin agresividad; quería saber nada más. Y él, imaginar la situación, entender quién era ella y por quién preguntaba. No se le ocurrió nada más que ofrecerle un té, algo calientito, Señora, y conducirla a lo largo del pasillo hasta su puerta, hacerla pasar. Pero ahora, mirándose las manos sentado en la mesa del comedor, la mujer en frente, erguida, sin atreverse a apoyar la espalda contra el respaldar -sentirá que incomoda porque es una desconocida, o que está en falta por ser quien es-, ahora ya no es sólo pena eso que se le apelmaza dentro y, confundido, examina sus propias manos, el aro de matrimonio, el diseño del mantel.
– Como si la Cony no tuviera nombre, escort la llaman en las noticias. El otro día la jueza tuvo que parar todo y prohibir que usaran esa palabra -dice la señora mientras deposita la taza sobre el platillo que tiene en frente.
Maracas. Bataclanas. Prostis. Así se les llamaba cuando él era muchacho. Vamos por unas maracas, la idea surgía en la oficina los viernes al final de la tarde, un Night Club allá en Santiago centro, así nadie conocido los vería entrar. Hasta que un viernes finalmente fueron, hasta que él -cuántos tendría, veinte, veintiuno- fue con ellos. Lo de las escort, eso surgió después, con las páginas web y los celulares, los departamentos en Providencia. Él ya estaba con la Marita y no, jamás había buscado una escort, siente ganas de explicarle a la Señora.
– Era bien buena ella -la señora hunde los ojos en él-, una chica alegre, dedicada. Estudió mucho siempre. Luego le dio por el gimnasio todos los días, comer sano. Bien rico cocinaba la Cony. De vendedora en Ripley trabajaba, promotora nos decía que era, y a mi me daba risa eso de promotora. Estaba ganando muy bien, que en la tienda le hacían descuentos, así nos decía cuando la veíamos venir con ropa nueva, linda. Que estaba ahorrando para la Universidad. ¿Cómo iba a saber yo? Dígame: ¿cómo puede una adivinar algo así?
Él guarda silencio cabizbajo, las manos inmóviles sobre la mesa.
– Las perras, como quería a sus perras. La Bony, la Princesa y la Reina, esas eran suyas -termina de sorber lo que queda de te en su taza-. Las cuido yo ahora, mi otra hija no puede tenerlas, ya con los niños tiene bastante, pues.
– ¿Más té? -la mujer asiente con la cabeza.
Él va hasta la cocina con la tetera en la mano: para qué la hizo entrar, por qué se dejó ganar por la pena; qué tiene él que ver con eso de meterse con putas, de que resulten muertas. La casualidad de ser vecino nada más. La noche del incendio no vio nada, qué iba a estar mirando cuando lo que tenía que hacer era agarrar a las niñas y a Marita y correr por las escaleras. Preocuparse luego por si el fuego se expandía hasta el otro extremo del pasillo, si se quedaría sin casa. Al dueño lo conocía apenas, vivió poco tiempo ahí. Le había prestado el departamento a un amigo esa noche, sí, al hombre que llamó a la escort, eso ha declarado a la prensa, que él no tiene nada que ver. Que no es su culpa.
– ¿Sabe? -la mujer habla mirando el té que remueve con la cucharilla-, la Cony le tenía miedo al fuego. Una vez se quemó el balón de gas en la casa, ella estaba bañándose pero pudo salir. Y el incendio unos años después, se quemó la casa de unos vecinos cerca a nosotros. Eso la dejó con susto. Ni siquiera fumaba ella.
– Se va a hacer justicia, Señora, seguro que sí -interviene él todavía de pie, sin saber cómo salir del atolladero, cómo zafar de esa mujer sentada tomando té en el comedor de su casa.
La mujer alzó de inmediato la cabeza: los ojitos negros atentos, perforándolo; la boca pequeña y de labios lisos, sin color; la cabellera todavía oscura, alguna cana por ahí; una chomba negra de punto sencillo, como las que se ponen las señoras de las ferias.
– ¿Que lo van a meter preso al Umaña ese? ¿Usted cree?
El juicio ha salido en las noticias. La mujer que está ahora en su casa, sentada en primera fila en la corte, al lado derecho de la sala, sola. El tipo, Cristián Umaña, la abogada rubia que habla tanto, al otro lado. Mientras llena su taza con más té, mira a la mujer: cómo será escuchar todo eso, días oyendo a la abogada hablar de la víctima, que corrió riesgos por trabajar en lo que trabajaba, que fue su decisión dedicarse a escort, que su cliente no sabe cómo se originó el fuego, bajó por cigarros y desde abajo vio el incendio.
– De verdad, ¿usted cree? -insiste la mujer adelantándose todavía más sobre el extremo de la silla, las manos rodeando el platito sobre la mesa-. La vida entera debieran encerrarlo a ese.
Un reportaje especial hubo también en la tele, lo vio con Marita a su lado, ya estaban acostados. Que el celular del acusado mostraba que esa noche él había llamado a la agencia, que tenía costumbre de buscar escorts cuando estaba de viaje en Santiago. Ni Marita ni él entendieron bien cómo, pero la PDI afirmaba que al tipo le gustaba orinar o cagar sobre las mujeres, humillarlas, las golpeaba para no pagarles el servicio. Que había sido naval pero lo botaron -claro, bien rectos son ahí, opinó Marita-. El fuego, causado intencionalmente cuando la víctima -Constanza Calderón González, veintitrés años, domiciliada en la población Nogales, Estación Central, Santiago-, cuando la víctima estaba inconsciente pero con vida. Que murió ahí dentro, en ese departamento a unos metros del suyo, una noche en que él estaba en cama como siempre, viendo tele, sus hijas dormidas; que ahí murió Cony calcinada.
– Busqué a la persona que manejaba el sitio donde Cony trabajaba. Una mujer alta y elegante, la vi en el juzgado. Nunca quiso contestarme. Ni siquiera me devolvió las cosas de Cony que Carabineros le envió. Por qué no me las dieron a mí, no sé.
En silencio, él toma de su té. Es tarde ya, la señora debería irse.
– Por qué, dígame -y los ojillos negros vuelven a clavarse en él-, ¿por qué un hombre hace algo así a una chica, a mi Cony?
Él hunde nuevamente los ojos en sus manos. Cagar sobre una chica, pegarle con pies y manos, insultarla. Qué habrá en la cabeza de tipos así. Dejarla morir quemada viva. Él, sus amigos; no todos los hombres somos así, siente ganas de repetirle a la señora. Claro que alguna vez ha ido a un Night Club, a un sauna, y quién no. Que las mujeres se ofrecen, para eso están ahí, ellas y ellos, para encontrarse, hablar con un trago, tocarse un poco y, si se puede, irse al privado del fondo -siempre hay privados al fondo-, tener una cosa rápida. Mira a la mujer sorber su té: y bueno, sí, una fiesta, pero solo una vez, una despedida de soltero de la oficina, trago y chicas contratadas para ellos; que él sólo manoseó. Ellos no, nunca golpearían a una; él jamás lo había hecho -la señora intenta dejar la taza sobre el platillo, no acierta a la primera y se aproxima un poco a la mesa, a él, hasta que logra dejarla en su lugar-, claro que alguna nalgada, un apretarle la cara entre las manos hasta que gimiera un poco, pero es su trabajo, eso, un trabajo, a fin de cuentas ellos pagaban y ellas sabían, ellos no las obligaban, apretarlas un poco nada más, a veces jugar a estrangularlas -las manos una contra la otra sobre la mesa, la espalda y las axilas sudadas-, un juego, sí, calentar la cosa, provocarlas para que se movieran mejor, las manos cerrándose sobre la garganta que ellas ofrecían, verlas abrir los labios rojos buscando aire, soltarlas y morderles una teta, qué puta eres, decirles.
– Un buen hombre, eso le faltó. Tantas veces que se lo dije: un buen hombre, Cony. No como ese que tuvo un tiempo -alza los ojos de nuevo hacia él- a escobazos quería botarlo yo, por vivo. Quién sabe -él la ve hundirse en la silla-, un buen marido, una familia, todo distinto.
Quiere pararse él, decirle que es tarde y tiene que cenar con su familia -no, ni pensar en decirle que se quede, la Marita se pondría furiosa: una desconocida, la madre de-, que ya debería irse a dormir a su casa. Él le paga el taxi, le llama un Uber. Está a punto de hablar cuando se abre la puerta del pasillo que da a las habitaciones, la menor de sus hijas que viene corriendo hacia él y lo abraza mientras, con ojos de pregunta, mira a la desconocida.
– ¿Su hijita?- pregunta la mujer mientras sus ojos recorren en detalle la cara, la ropa, a la niña entera.
Él demora unos segundos hasta que su cabeza asiente con lentitud -eso que ya no es pena se le termina de cuajar adentro, enrojece su cara, le hace sudar-, y mirando fijo a la mujer, abraza a su hija con fuerza.
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