Por José Alberto Concha

Por muy ajeno que fuera a su propia vida no pudo evitar acabar dándose cuenta.


El estado de alienación en que vivía, a toda mecha y sin detenerse, no fue suficiente impedimento, como la niebla translúcida y fría que no puede con el sol de la mañana, para seguir ocultándole la verdad.


Se dio cuenta de golpe, sin necesidad de recurrir a ninguno de los prolijos procesos mentales introspectivos a los que era tan aficionado.


La realidad se le presentó de manera tan inusitada y sorprendente como lo hubiera hecho una aparición. Antes no había nada y de repente estaba ahí por muy imposible que pudiera parecer.
En este instante se daba perfecta cuenta, pero lo raro fue que no lo había hecho al sufrir el accidente. Incluso ahora que lo sabía hasta sospechaba que, consciente o inconscientemente, había jugado al engaño. Había algo sospechoso en la exagerada afabilidad y cortesía que había dispensado, con todos aquellos huesos rotos, a médicos, enfermeras y celadores. 


– ¿Tiene dolores? ¿Necesita un calmante? – se había agachado su enfermera favorita para colocar en su brazo el brazalete de tomar la tensión.


La chaquetilla blanca, empujada por la gravedad, le enseñó el valle de sus senos, pequeños como mandarinas. Estaban envueltos con la delicadeza y el mimo de una delicatessen por un sujetador violeta. También olía, a juego, a una mezcla de lavanda, agua y jabón. La cinta de encaje que remataba el sujetador dejaba ver la transición en la que su piel morena se hacía pétalo de flor de cerezo. Se imaginó que en esta parte debería acariciarse con tanta suavidad como si se quitara, con la yema de los dedos, la tela de nata de un tazón de leche caliente. 


El motor eléctrico del aparato zumbó llenando el brazalete de aire oprimiendo con fuerza su brazo.


– No, no hace falta, estoy bien- había contestado.
– Muchas gracias por cuidarme. Casi da gusto que le ingresen a uno- añadió.


Tal vez no había dicho esto exactamente pero sí algo similar que le pareció, al escucharse, igualmente afectado y cursi.


Pero no podía volver a engañarse. No había sido por la enfermera del sujetador violeta (¿no es de todas formas un detalle delicioso? ¿qué clase de ángel es capaz de ponerse un sujetador violeta con encaje para ir a trabajar a un hospital?)


De hecho él se había mostrado igualmente afable con todos los operarios. Incluso con la bruja rijosa que le vaciaba enfurruñada el orinal de plástico. Igual que lo había hecho con su compañero de habitación y sus ruidosas visitas. Tomaban por asalto el sagrado descanso de los enfermos, con el ariete del mando de la tele en ristre, alternando y comentando a todo volumen con los tertulianos del estudio los chismes del corazón y política de Telecinco y la Sexta.


De la misma manera – estaba seguro porque la cuestión era de otra índole- en que se hubiera mostrado igualmente afable y considerado con sus torturadores y verdugos de haber estado encerrado en una mazmorra y no recluido en un hospital. 


Porque la verdad era que estaba agradecido a la hospitalización, a las fracturas, al dolor, al estado de postración en el que se veía y hasta al descafeinado de sobre con galletas maría de media tarde.


Postrado en una cama articulada, que podía subir y bajar por partes dándole a un botón, y con una vía en el brazo por la que introducir calmantes a la vena. No había más. No podía preocuparse ni por los clientes ni por los proveedores. Ningún problema de los trabajadores podía llegarle hasta la habitación del hospital. Tampoco un inspector de hacienda podía hacerle daño en aquella cama. Ni siquiera ella, que ya no le quería, y que había dicho que con él era imposible la paz. O sus hijos, distantes como estrellas en una noche sin luna, con sus respectivas nueras. Después de años y años con complejo de bombero, corriendo detrás de fuegos que apagar, se vio por fin libre de toda angustia.


Miró a la mesita de al lado de su cama. ¿Qué habrá sido de mi móvil? – se preguntó. Luego su mirada voló distraída del techo a la ventana. Las ramas de un tilo frondoso y de buen porte se sacudían por el viento que arremolinaba, justo contra su ventana, las pelusas blancas del polen de los álamos que, un poco más allá, flanqueaban la ribera. El juego, el efecto, era el de una ventisca intempestiva como si estuviese nevando en La Habana.


Sonrió al tomar conciencia a la vez de la imposibilidad y belleza de la nevada y de que estaba libre de la tiranía del móvil.


Entonces se le vino a la cabeza una evidencia. Algo claro, manifiesto e incontestable, por muy extraño que pudiera sonar: no quería volver a salir nunca del hospital; solo pedía esto a la vida; poder permanecer en aquella cama al calor de la potente calefacción con la baba de sudor tibio pegada al cuerpo.  Quedarse para siempre bajo aquellas sábanas, un tanto tiesas pero limpias, a buen resguardo del mundo exterior y de sus incendios.


Fue justo entonces cuando se dio cuenta.


Se dio cuenta de golpe como si la verdad se hubiera aparecido destelleando en un anuncio de neón sobre la pared.


No había sobrevivido al accidente. Estaba muerto.

2 comentarios para “Muerto en vida

  1. Al fin y al cabo, la vida es un problema de sencillez por lo tanto de lealtad. Hay que seguir lo indicios y darles cabida, confianza y posibilidad. Me gusta el detalle del «sujetador» de la enfermera. ¡Cómo un pequeño detalle puede arrastrarnos y significar todo lo que queremos en la Vida!. Lo inmoral no es lo que hacemos mal, es no seguir este indicio de verdad, de correspondencia seductora, que nos lleva a esperar tenerlo todo.
    El pequeño cuento abre a mil cosas, a mil cuestiones vitales.., darían para meternos en «harina» con más profundidad, sin duda.
    Enhorabuena José Alberto!!

    Enhorabuena josé Alberto. me ha encanado

  2. Sin embargo al rato despertaste del sueño, contrariado al volver a la realidad. Abandonaste el centro hospitalario, en silla de ruedas y con la pierna «escayolada», rumbo al refugio de tu hogar, a lo conocido, a lo rutinario.
    El consuelo que te queda es la consciencia de saber que muchísimos están «muertos» aunque estén viviendo.
    Animo Jose. Todos los días amanece… Y es evidente que tu estás muy vivo y existes porque piensas y compartes tu existencia.
    Enhorabuena.

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