Por Rivelino Rueda

Melquíades era un fugitivo de cuantas plagas

y catástrofes habían flagelado al género humano.

Sobrevivió a la pelagra en Persia,

al escorbuto en el archipiélago de Malasia,

a la lepra en Alejandría,

al beriberi en el Japón,

a la peste bubónica en Madagascar,

al terremoto en Sicilia

y a un naufragio multitudinario

en el estrecho de Magallanes.

Gabriel García Márquez/Cien años de soledad

 

Doña Cuquita tomó por los hombros a Luisa Gabriela, su hija de 17 años. Era la víspera del gran eclipse total de sol del 11 de julio de 1991 en México. Con lágrimas en los ojos y el llanto atragantado en la panza, Doña Cuquita rogó a la niña no salir al día siguiente para no perder al niño que llevaba en el vientre.

Luisita se fue a la mañana siguiente y no regresó hasta dos días después. La enorme panza había desaparecido. Dijo que había sido por el eclipse. Todos le creyeron.

Es la hora del fervor ciego ante la tragedia. El momento de la pócima mágica y del hilo rojo en la frente para quitar el hipo. Es la hora del “detente” en la cartera y la de la inmunidad por el escapulario. La del jabón “Ven a mi” y la de los tés con sangre de menstruación para el “amarre”.

Todos sacan, hoy, al epidemiólogo que trae dentro. Hace unos meses éramos expertos en estrategias de seguridad nacional, cuando lo de la liberación de “El Chapito”. Luego todos fuimos la voz cantante en asuntos de aeronáutica, cuando lo del avión presidencial, y hace unas semanas todos fuimos feministas y feministos progres.

Ahora es tiempo de lo místico. De los brebajes sanadores y de las limpias de protección. Del cloro con lejía y del oscurantismo medieval.

“Dicen que untándote jabón Zote en las fosas nasales el coronavirus se muere”, recomienda un muchacho de unos 28 años a la señora con su bolsa de mandado afuera de una tienda de abarrotes.

Por allá un periódico del Norte llama a sus lectores a llevar un “conteo paralelo” al del gobierno en los casos de Covid-19. Acá, más para el Sur, el obispo de la diócesis de Cuernavaca, Ramón Castro Castro, advierte que “la pandemia es un grito de dios a la humanidad ante el desorden social, el aborto, la violencia, la corrupción, la eutanasia y la homosexualidad”.

Eduardo Fernández Garza, presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) saca conclusiones de raza. Por todos lados se cuecen habas. Los estratos sociales no importan para difundir “opiniones propias”, “rumores”, “fenomenología”. “Probablemente el clima y las condiciones en las que hemos vivido la mayoría, ha generado sistemas inmunológicos más fuertes”.

La infusión de ruda con canela. Las gárgaras de miel de abeja con orín de gato. La veladora que todo lo puede. El “periodista” que se inventa la historia de los casos de “neumonía atípica”, los otros periodistas que lo siguen. El ridículo ante la evidencia científica.

Todos somos epidemiólogos. Las y los que después de los terremotos de 1985 y 2017 concibieron que la energía liberada nos había bendecido. Los que buscan desquiciados que el reloj marque las 11:11. El periódico El Horizonte, de Monterrey, que cabecea en su primera plana: “No te asustes: Coronavirus ¡no es letal!” “Estudio en Italia demuestra que 99% de los fallecidos por Covid-19 tenían otras enfermedades”.

Mercaderes y mercachifles en desbandada. La búsqueda del miedo, la ignorancia y la superstición. También de la fe. El padre Alejandro Solalinde lanzando amenazas apocalípticas en redes sociales: “Quien quiera, persona física o moral, que haya provocado esta pandemia es un criminal de lesa humanidad. Debe investigar y castigarse al culpable. Una voluntad, una decisión humana está ocasionando esta destrucción de nuestro género.  Urge generar legislaciones que impidan esto”.

La lucha a vida o muerte. Las compras de pánico de papel higiénico. Escases de cubrebocas y gel antibacterial. Saqueo de tiendas para llevarse pantallas de televisión, hornos de microondas y teléfonos móvil.

La especie de que el medicamento Plaquenil (hidroxiclororoquina), para el tratamiento de lupus, cura el Covid-19. “¡Que se chinguen los que tienen lupus, primero está mi privilegio de ser yo!”

¡Faltaba más!”

Azúcar con baba para el chipote del escuincle. Gallos y colibríes decapitados en calles y avenidas para “el trabajito” al ser más odiado, o al más amado. Fotos con alfileres. Chicles para sacar astillas enterradas en la piel. Imágenes de miles de santos para ahuyentar la mala suerte. La Santa Muerte. Jesús Malverde. San Judas Tadeo. La Triple Entente para vencer la plaga.

“El calor es bueno contra el coronavirus y hoy amaneció especialmente caliente. Ojalá y así siga porque ayuda a destruirlo”, anota desde su casa en el Pedregal, en su cuenta de Twitter, la escritora Elena Poniatowska.

“¡Échale más cloro en la cabeza al pinche Iván! ¡Si le mató los piojos, que no le mate ese pinche virus!”, grita Doña Marisol a su hijo mayor, frente a su casa en la colonia Obrera, cuando está a punto de echarle otro cubetazo de agua al pequeñín que tiembla de frío.

***

Hoy María Dolores Frías atrapó al “coronavirus madre”. La puntada de mamá hizo reír a todos. Se trataba de un arma medieval, conocida como mangual (bola con picos), que data de los primeros años en que mis padres se mudaron a esa casa, allá a finales de los sesenta del siglo pasado.

Con esos artefactos, además de espadas reales de metal, los tres hijos de Dolores y Mónico guerreaban en la niñez. Llegó un día que esas bolas negras con picos se desprendieron de la cadena y el mazo que las sujetaban y quedaron ahí olvidadas. Hoy mi madre encontró una de esas reliquias y sí, son muy parecidas al virus.

Hoy Dolores se aventó uno de esos comentarios chuscos que perdurarán en el tiempo. Y se quedará en eso, en una observación chusca entre la familia. De esas anécdotas hay muchas en el currículum familiar.

Pero hay otras que podrían pasar por gracejadas y no lo son. Y no sólo trascienden en el ámbito de una familia, sino de un país entero. Son de esos chistes de humor negro que repercuten y calan hondo en una sociedad harto lastimada por la crisis epidemiológica.

Lo lamentable de que son creencias enraizadas en las personas que lanzaron estos (¿irresponsables?) comentarios. Uno el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, y el otro, horas más tarde, de su secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero.

–¿Cómo se está cuidando?—preguntaron al tabasqueño en la conferencia mañanera que se realizó en Chiapas.

–Mantenerse a la distancia, el aseo, lavado de las manos […] Y estar bien con nuestra conciencia, no mentir, no robar, no traicionar. Eso ayuda mucho para que no dé el coronavirus—respondió el jefe del Ejecutivo federal.

Los caprichos presidenciales por encima de la ciencia. La reiteración de que el presidencialismo ocurrente, desafiante, nunca se ha ido del endeble sistema democrático. López Obrador recurre, como cuando dijo que una imagen religiosa (un “detente”) lo protegía de un posible contagio, de las malas vibras y de sus adversarios políticos, al deslinde fácil, a la declaración simulada.

Pero aparte AMLO deja entrever que las 624,987 personas que han sido estudiadas hasta el momento por contagio o posible infección de la Covid-19 fue o porque mintieron, o porque robaron, o porque traicionaron. De ese tamaño.

Y sí. También deja entrever que dos de sus más allegados o han mentido, o han robado o han traicionado, como son los casos de Irma Eréndira Sandoval, secretaria de la Función Pública (SFP), y del gobernador de Tabasco, Adán Augusto López, quienes contrajeron la enfermedad en semanas recientes.

Pero eso no paró ahí. Los remedios caseros para eliminar al bicho también salen de las oficinas de la responsable de la política interna de México, Olga Sánchez Cordero. Surge una pregunta: ¿Para qué insisten desesperadamente los científicos de todo el planeta en encontrar una vacuna que ponga fin a este virus si con pócimas que se pueden encontrar en el Mercado de Sonora se puede aniquilar el bicho?

Como si se tratara de colocar un hilo rojo en la frente de un bebé para erradicar el hipo o colgarse un ojo de venado para ahuyentar las malas vibras, la secretaria de Gobernación señala que ella no utiliza cubrebocas para protegerse de un contagio por Covid-19, pero que sí usa “gotas cítricas”.

La funcionaria va más allá. Y no, no es una gracejada de temporada. La exministra va en serio: «Yo no, no, no. Yo estoy blindada con mis gotas. Son nanomoléculas de cítricos. Las vi en varias entrevistas a una chica inteligentísima, ingeniera bioquímica, que sacó esta maravilla de productos que van directamente a destruir los virus, yo le pedí y para mis colaboradores. Se las di al gobernador de Querétaro, al de Hidalgo y al de Tabasco”.

Es una lástima que María Dolores Frías no sea ni presidenta de la República ni secretaria de Gobernación. Así no tendría que estar a la espera de la miserable pensión que recibe Mónico del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (ISSSTE), ni el chantaje bimestral disfrazado de apoyo a adultos mayores.

Pero seguramente le arrancaría la risa a más de uno por sus chistes de temporada…

***

Nomás verle el semblante de terror provoca que se cumplan sus exigencias. Doña Amalia está lejos de la “trampa para el coronavirus” y su cuerpo de anciana tiembla de pavor. Pide a la cajera en turno un garrafón de agua de veinte litros, un cloro de a litro y pagar el recibo de luz. Nada más.

“Pero rapidito por favor”.

A dos calles de ese Oxxo está su escudo protector. Fuera de ese círculo la señora de sesentaiocho padece de esquizofrenia, de “un hueco espantoso aquí mero”, entre el vientre y el estómago diabético y ponzoñoso de abuela enfermiza.

La despachan rápido. Lo más rápido que se puede. Amalia casi corre con las viandas saponificadoras. Las que atraen, atrapan y aniquilan al bicho.

Ahí va. Arrastrando tarumba la carretilla de dos ruedas con el enorme peso del garrafón. Ahí va. Abrazando la botella verde de cloro como si fuera un embrión nonato que se arrepintió de no concebir.

Lleva cubrebocas blanco debajo de la nariz, guantes de látex y un delantal del mismo color. Corre para estar protegida. Corre porque es la hora de cambiar la pócima-solución-remedio casero para triturar las entrañas del virus asesino.

En el árbol que está frente a su departamento, en la planta baja del edificio que hace esquina en las calles de Casas Grandes y Concepción Méndez, en la colonia Atenor Sala, de la Alcaldía Benito Juárez, cuelga de la bifurcación principal del tronco madre una caja de zapatos de cartón. Doña Amalia la desamarra con eterna paciencia e ingresa a su domicilio.

En veinte minutos está listo el ungüento-catalizador-remedio-trampa para la peste. La fórmula ya va dentro del cofre color ocre de cartón con la publicidad de la marca de tenis Converse. A los costados y en la tapa superior, Doña Amalia recortó con un cuchillo de cocina dos agujeros de unos cinco centímetros… “Por ahí entra esa cosa y ya no sale”.

Es tanta la convicción que uno se puede imaginar la muerte misma, la agonía bárbara, la cúspide agonizante del bicho arañando las paredes de la caja de cartón; la sonrisa horrible, el río de cenizas viscosas, de membranas espumosas derritiéndose en ese armadijo colosal.

Describe la fórmula letal. Pero pide difundirla para “salvar el mayor número de vidas”. Señala hacia Obrero Mundial y dice que, por ejemplo, la medida de Doña Carmelita es efectiva, “pero sólo para ahuyentar el virus, no para eliminarlo. Este sí es para eliminarlo por completo”.

Doña Carmelita colocó en el dintel de su portón un ramillete de hojas de helecho amarradas con una cinta roja, aunque entre los tallos –detalla Amalia—“hay que colocar un sagrado corazón y una imagen del Santo Niño de Atocha”.

Bueno. La anciana se emociona al revelar su secreto. Irradia alegría y satisfacción al saber que puede ayudar en algo. Sólo aclara una cosita… “Es una receta de mi abuela, de allá de cuando fue lo de la gripe española (en 1918)”.

“A ver. Es sencillo. En un trapo de paño rojo se vierte cloro, lejía, jabón Zote rosa disuelto en agua. Medio limón. Una cucharada de miel de abeja. Luego untar pomada de ‘vaporrup’. Agua bendita y, ahí le va lo más importante: pincharse el dedo y dejar caer una gotita de sangre para que atraiga al bicho. Se amarra el trapo con un lazo para que suelte su esencia, su jugo pues. Se mete a una caja y se cuelga en el árbol más cercano, a la altura de la cabeza. Es, digamos, como una especie de colmena para ese bicho”.

Doña Amalia ya no quisiera salir de casa, pero recuerda que ya no tiene agua bendita. Esa –dice—se la proporciona el padre Oliva, de a cien pesitos el litro. Tiene que ir hoy por ella. No queda de otra.

Ya nomás pide no acercarse tanto a la colmena-trampa para el coronavirus. “Luego encuentro ahí adentro de la caja abejas, avispas y libélulas. No le vaya a picar una”.

***

Tal vez algún día de estos, Don Dámaso labre un surco en ese demente trayecto. Lo ha recorrido al menos dos veces por día en las últimas diez semanas. En estos tiempos de la pandemia por el “sarscovdos”.

El folder amarillo, el traje gris dos tallas más grande, los zapatos de polvo celeste, el trozo de espejo, son las herramientas del anciano para conseguir ese trabajo de cerillo que tanto le hace falta.

Tiene el espinazo torcido por trabajar en el torno casi cuarenta años. Cuando frota las manos caen pedazos de piel muerta por las podridas callosidades de tiempos inmemoriales. Padece de una sordera de animal de circo y la tenacidad de un navegante embriagado de océanos.

Va a la tienda comercial que está en Avenida Cuauhtémoc y Obrero Mundial a las nueve y media de la mañana. Aprieta el desvencijado folder amarillento y apresura el paso para ser el primero en la lista.

Regresa a casa al mediodía ensopado de sudor sin una respuesta clara sobre el empleo. A las cuatro y media vuelve para conocer alguna “noticia” sobre su solicitud infinita. A las seis y media cruza distraído las calles sin una respuesta. Otra vez nada.

Evita el bozal de tela. No le gusta. Se sofoca con las pelusas de la tela quirúrgica. Empapa su materia rugosa con las gruesas gotas de sudor que escurren desde el cráneo. Se le hace inútil, incómodo, innecesario. No hace más que emitir pujidos secos cuando le piden que se lo coloque al salir de su casa y al esperar una respuesta que no llegará para su empleo de cerillo.

No le importan las 29,843 muertes por la peste ni los 26.063 casos de contagios activos. Don Dámaso lo que quiere es un trabajo para sobrevivir al cataclismo atonal de la primavera.

Ha buscado alguna oportunidad como repartidor en cafeterías, restaurantes, farmacias y tiendas. En todos estos lugares le han pretextado un requisito indispensable, discriminatorio por donde se le vea: los setentaiún años de edad y el caminar lerdo del elegante anciano de traje gris.

Empuña el folder amarillo como salvoconducto en toque de queda, como pasaporte para el último vuelo, como el último papiro de un náufrago. Amenaza con el puño cerrado a las moscas metálicas que zumban cerca de sus inservibles oídos. Balbucea palabras imperceptibles que se desvanecen en las ondas expansivas de una plaga asesina.

Dámaso es asintomático al encierro desigual. Para él da lo mismo infectarse con el virus que morir encerrado en cuatro paredes. Para él da lo mismo morir contagiado que morir de hambre… Lo que lo sacude hasta los huesos es sentirse “inservible”, “inútil”, “desempleado” a sus setentaiún años.

Y ahí va de nuevo a recibir una respuesta que no llega, que en las últimas 115 mil 200 horas no ha llegado.

***

Zoila se desvaneció cuando abrió el primer recipiente de comida. Eran una rajas poblanas que minutos antes le habían obsequiado unos vecinos de “a la vuelta”, en la calle de Mitla. Dicen que tenía frío, que le dolía el pecho y que la migraña no paraba desde hace tres días.

Los paramédicos se la llevaron en una ambulancia del Escuadrón de Rescates y Urgencias Médicas (ERUM). Luego les avisaron que había muerto. Que si sabían de algún familiar o conocido que fuera a reconocer el cadáver.

Nadie sabe de dónde vino, ni cómo llegó, ni hacia dónde iba. Zoila apareció así nomás, como aparece una rama nueva del tronco madre de un árbol; como aparece una bolsa de basura recargada en un poste; como aparece una cucaracha en al abismo de una alcantarilla.

La muchacha de veintiocho años apareció y se fue como un espectro atonal en medio de la peste. No le alcanzó siquiera a utilizar el bozal blanco de tela quirúrgica que le acababan de proporcionar unas horas antes. Todo quedó ahí botado. Todo quedó pendiente, pospuesto para otra ocasión, a punto de…

Tenía hábitos nocturnos. Nunca se le vio el rostro al sol. Pero tampoco nunca pidió nada. Todo fue por voluntad de los vecinos. Cuando alguien avisó que estaba tirada en la esquina, debajo de un árbol, se posó sobre el lugar un silencio cerrado.

Valentina fue la que reportó a los servicios de urgencias médicas el estropicio de la mujer en condición de calle y con problemas de salud mental. Alguien más la cubrió hasta el cuello con una frazada.

Zoila se acurrucó, cedió al sueño, al cansancio, a la enfermedad, al olvido. Se dejó llevar por un arrullo imperceptible. Apenas probó nada de su alimento. Las costras en el barro húmedo dejaron una marca con su silueta. Las cagadas de pájaros que salpicaron, desde la primera aurora, el contorno de la tragedia.

Cuando se la llevaron en la ambulancia ya iba fracturada, fragmentada en una pedacería de males antiguos. Se fue con un silbido débil que salía de los pulmones y unos párpados pesados como los mares. Dicen que tenía el semblante de niña traviesa arriba del vehículo de urgencias y que incluso alguien adivinó uno que otra sonrisa pícara en sus labios secos.

Dejó sin máculas la sopa de fideo, el arroz con huevo revuelto, las tortitas de carne en salsa verde, las tortillas húmedas y el agua de melón. Dejó la bolsa negra y la mordaza sanitaria. Dejó la trapisonda lunar de sus insomnios lastimeros. Dejó un vahaje dulzón y tímido en la circunferencia que atestiguó su último esfuerzo.

Zoila resollaba algunas cosas inentendibles en las semanas que estuvo de paso por estas calles. Nunca dijo de dónde era. Si era chilanga o de algún estado de la República. No habló de amigos, conocidos o familiares. Eso fue lo que le dijo Viridiana a los paramédicos, primero, y luego a las autoridades de Salud del Gobierno de la Ciudad de México cuando informaron sobre su muerte por coronavirus.

También le dijeron que estará unos días en el forense para ver si alguien reclama el cuerpo. Si no es así, Zoila y su enorme sonrisa de muchachita traviesa terminarán en una fosa común. Solamente le comentaron eso. No más.

***

Plaga llama a plaga. Aparecieron de la noche a la mañana sin ninguna explicación. Doña Petra Rizo asegura que nadie en el pequeño edificio de cuatro departamentos de la colonia Atenor Sala echó mano de insecticida, venenos, cloros, ni nada por el estilo.

Pero amanecieron ahí, apiladas, enmarañadas como racimos de terminales nerviosas chamuscadas por el sol.

Cuando inició el confinamiento por la pandemia, hace ya setentaiún días, comenzaron a aparecer como ejércitos silenciosos. Hacía falta un poquito de tranquilidad arriba para que emergieran con toda su singular e imponente belleza desde coladeras, huecos de árboles viejos, grietas de banquetas destrozadas por poderosas raíces de ahuehuetes y huizaches, pero también de postes raquíticos de madera añeja.

Torpes, ciegas, ofuscadas por la libertad, por las nulas amenazas; atolondradas por la luz del día y por la inmensa tranquilidad de las madrugadas, los obesos insectos rojizos se apoderaron de la calle y de la situación pandémica. Se empalmaron a otra plaga (la invisible) para hacerse visibles.

A nadie molestan. Son atolondradas por naturaleza. Chocan con los zapatos en movimiento o con las patas de perros y huyen despavoridas. No soportan vibraciones ajenas cerca de su perfecta estructura.

Lo que provocan regularmente son asco, repugnancia, ansiedad desbordada. Y sí, por lo común mueren por ellas mismas, boca arriba, de cara al sol, sin poder controlar su peso molecular para darse el giro de la salvación. Nomás no pueden.

Así pasa con esta legión de cucarachas. Nadie se metió con ellas, nadie las espantó. Ni siquiera los hartos gatos que rondan las calles vecinas, quienes se divierten lanzándoles zarpazos como si fueran pequeñas bolitas de estambre. Yacen debajo de la enorme y perezosa haya.

Y sí, parecen frutos que cayeron de las ramas del árbol y se estrellaron en ese rincón mortuorio y anegado de orines de chuchos y mininos. Sufren en exceso. Su muerte es un proceso lento de desesperación inconmensurable en el intento de girar su caparazón quebradizo.

Pero ellas mismas impiden su tránsito a la vida. Ellas mismas, rubicundas y milenarias, bloquean ese giro con los cilios, los filamentos secos y unas antenas que recuerdan las curvas de una pandemia. Todos los que pasan por ese campo de exterminio sólo mueven la cabeza y observan con lástima y asco. El desprecio es mayúsculo. Ni siquiera las aves se interesan por ese posible alimento.

“¿Y si les echo cloro para que ya no sufran?”, pregunta Doña Petra Rizo a un vecino. “Es que se las pueden comer los gatos o los pájaros y se pueden envenenar. Mejor dejémoslas ahí”. Y ahí siguen, en el día que la otra peste, la del Covid-19, ya sumó 8,597 decesos y 78,023 casos positivos confirmados desde el 28 de febrero, cuando se registró al primer infectado.

Tampoco “Nico”, el barrendero del barrio, se las quiso llevar. “Esas madres no se mueren, ¿pa’ qué quieres que mis barriles se conviertan en un nido de cucarachas? Ni madres. Que ahí se queden pudriéndose”.

Plaga llama a plaga. Y es que hasta ahora las únicas interesadas en saciarse de los esqueletos y cuerpos moribundos de esos insectos rubicundos son otro tipo de plaga que ha aparecido en los días de la pandemia: las hormigas, los asqueles y las enormes moscas pardas. Nadie más…

***

Lucy se deshizo del espejito circular que le regaló el último cliente. Si se da cuenta el “chulo” que les da alojo a ella y a Alexia, Montse y Adela –las muchachas colombianas transgénero que en estos meses no han trabajado por la pandemia–, le puede propinar una golpiza como la de hace unas semanas.

El padrote –con su permanente e intolerante cara de madreador de arrabal ochentero—no toleró que Lucy haya llegado al edificio con un cubrebocas que le proporcionó uno de los pedófilos que contratan su servicio.

Le ha dicho mil y un veces que no se ponga “esa chingadera”, que al cliente “le gusta ver la mercancía”… que “las putas sólo obedecen y callan”.

Lucy cumple apenas veinte años en noviembre. Evita mencionar su nacionalidad, pero tiene acento de las Antillas, cubana, dominicana o boricua. Su diminuta figura apenas puede con los enormes tacones ruidosos. Parece que en cualquier momento se va a fracturar los tobillos por el reciente uso de estos accesorios de trabajo.

Nunca lleva cubrebocas y su andar a toda prisa se percibe a las cinco de la mañana, a las dos de la tarde, a las once de la noche o a las tres de la madrugada. Lo suyo es la fugacidad y el equilibrio. También la necesidad y un cosmos de amenazas, chantajes y violencias del hombre que la enganchó en este abominable negocio.

La muchachita de ojos asustadizos y mirada extraviada siempre anda aprisa. Una calle antes de llegar al lugar donde habita siempre se detiene.

Revisa en su pequeño bolso que no cargue algún objeto extraño, algo que pueda enervar a la bestia de cabello relamido con gel corriente y rostro brilloso y, si es así, despojarse de éste y arrojarlo al pie de cualquier árbol, de cualquier jardinera, de cualquier coladera.

Esta vez, Lucy se deshizo de un pequeño espejo circular. Y la repetición platinada de cristal queda ahí, reducida a piezas de rompecabezas que ya no embonan, que ya no encuentran su sitio en la figura de la muchacha que asegura que nada le pasa, que está bien, que se da la media vuelta y camina aprisa para reportarse con el “chulo” del automóvil gris último modelo.

Los haces de luz que ilumina la silueta de Lucy a las cinco de la mañana. Las notas que expulsa el bombardino del hombre que pide monedas a cambio de música, que acompañan una nueva salida de la muchachita triste de diminuta figura y pies quebradizos…

Perfume de gardenias/Tiene tu boca/Bellísimos destellos/De luz/En tu mirar/Y llevas en tu alma/La virginal pureza/Por eso es tu belleza de místico candor…

Lucy sin cubrebocas, ni aquí ni en su encuentro con hombres que le llevan de veinte a cuarenta años. La amenaza perenne del “chulo” de que con ese bozal de tela “nomás asusta a los clientes”, y de que “nomás te veo con esa mamada en el hocico y verás cómo te va”.

La pandemia punzante. En la cresta de los contagios. Los pasos aprisa de Lucy para cambiarse, para dormir unas horas, para ducharse, para comer un poco, para recibir insultos, amenazas y golpes del padrote con rostro de reptil esquizofrénico… El encierro como una palabra hueca, lejana, sin sentido.

***

Cien días de encierro. Semáforo Naranja para la Ciudad de México. Una señal confusa. La peste deambulando a sus anchas por el ombligo de la luna. Las actividades económicas de pequeños y medianos comerciantes en la ruina. El trance entre el sí o el no continuar con el confinamiento. La esperanza a secas.

Hacinados en el ensimismamiento del miedo egoísta. Ese que no permite entender que hay millones de tragedias allá afuera. Ese que ciega y saca lo peor de uno mismo. Ese que acusa y recrimina por la apertura paulatina en el pico de la peste, pero también por el colapso de miles de negocios. Ese que señala hacia el frente y no hacia su pecho.

Cien días de abstraerse en nuestras mismas miserias. Ciento cuarentaicuatro mil horas de insomnios y sueños soporíferos de angustia. Trece semanas en un confinamiento hermético, en el que la batalla diaria no es con un virus, sino contra nuestros propios demonios, nuestros propios infiernos.

Pero las puertas se abren de nuevo. Los cerrojos giran en medio de un evento inconmensurable, histórico, sin registro en la historia contemporánea, sólo quizá después de la llamada “gripe española” de hace un siglo.

Los candados ceden en una segunda oportunidad para enfrentarse con uno mismo y con el “otro” allá afuera, en las calles, en las plazas, en el transporte, en los espacios públicos. ¿Habremos cambiado? ¿Habremos aprendido la lección?

Apertura limitada en territorios de curvas, picos, mesetas, muertes, contagios, sismos, relámpagos madre, inundaciones, atentados, ventiscas de desiertos remotos, poderosos lluvias, feminicidios, desapariciones, esquizofrenias por soledades remotas.

Apertura a medias con miles de miedos a cuestas; con espalda y hombros lacerados por cargar fardos de locura.

Agrietar concretos y asfaltos. Luego romperlos y germinar de nuevo. Adaptarse a hábitos ermitaños. Gemir en silencio. Soportar el peso de nuestra infinita soledad.

Sudar el cansancio acumulado. La tensión impregnada como rémora, como sanguijuela. Asimilar una cotidianeidad con pandemia. Distantes pero cerca… De lejos que voy de prisa.

Diferentes formas para relacionarnos. Cambios implacables en el acercamiento con los otros. Una plaga que pegó en lo más sensible del comportamiento humano, en su capacidad de tocarse y ser tocado.

En su angustia infinita por tener a alguien cerca para abrazar, para acariciar, para besar. Temblores de ansiedad en el distanciamiento, en el encierro, en el confinamiento forzoso y hermético.

Nadar hasta el puerto tras el naufragio pandémico. Arribar cansado y cubierto de algas. Tumbarse al sol y repensar en la sobrevivencia, en el paso que sigue, en la adaptación a la nueva realidad; a la “nueva normalidad”.

Cien días con sus noches. Pisar la calle. Aspirar el veneno que nos aferra a la ciudad. Despojarse del caparazón del miedo. Levantar la vista a la bóveda celeste que nos amarra a la invisibilidad de la peste… Esperar otro poco. El choque frontal con las notas que salen de la marimba callejera…

Hermoso cariño, hermoso cariño

ya estoy como un niño

con nuevo juguete

contento y feliz no puedo evitarlo

y quiero gritarlo hermoso cariño

Que Dios ha mandado,

no más para mí.

Esperar otro poco… Esperar otro poco porque ya llegará el tiempo para apretujarnos de nuevo.

Un comentario para “México: Un epidemiólogo en cada hijo te dio

  1. Excelente me ha parecido la crónica de la pandemia con que nos ha deleitado Marcelino Rueda. Ve, hasta el nombre le ayuda a nuestro amigo.
    Una floritura de mi parte o mejor, una apropiación de un privilegio que ha de ser concedido y en ningún caso tomado en nuestro mundo de corrección de genero donde cada palabra a de sopesarse antes de ser expresada para no herir las susceptibilidades que abundan como en su relato las plagas aunadas al covid como nos las describe con sus cucarachas, chinches y piojos, y esa otra plaga que se sobreabunda, como es la plaga humana, que con un poquito, o mucha mejor diría, comprensión, nos vamos reconociendo como sujetos de la misma especie, que con un buen brochazo literario, como el aplicado por Marcelino a cada uno de sus sujetos, los ha convertido por arte de magia en trascendentes seres de mitos literarios.
    Mi cerrado aplauso por su destreza narrativa que rescata la virtud de escribir sin temor a andanadas de inquisidores modernos del lenguaje.

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