Por Edgar Allan Poe

En cuanto a mi patria y a mi familia tengo muy poco que decir. Malas trazas y largos años me echaron de la una y me extrañaron de la otra. Mi hereditaria riqueza me deparó una educación nada común, y una disposición contemplativa de mi espíritu me capacitó para ordenar metódicamente las adquisiciones que mis tempranos estudios fueron acumulando. Por cima de todo, las obras de los moralistas alemanes me procuraron sumo deleite; y no por incauta admiración hacia su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis hábitos de riguroso pensamiento me habían capacitado para descubrir sus falsedades. A menudo me han vituperado por la avidez de mi talento; me han imputado como un crimen mi falta de imaginación; y el pirronismo de mis opiniones me ha puesto siempre en evidencia. En efecto, mi poderosa afición a la filosofía de la Naturaleza, mucho me temo que ha impregnado mi espíritu de un error muy común en estos tiempos —quiero decir el hábito de referir todas las circunstancias, hasta las menos susceptibles de tal relación, a los principios de aquella ciencia. Y lo cierto es, que de un modo general, no había persona menos sujeta que yo a dejarse arrastrar fuera de los severos recintos de la verdad por los fuegos fatuos de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar bien esto, no fuera que la increíble narración que voy a contar, llegara a ser considerada más como desvarío de una ruda imaginación, que como positiva experiencia de un espíritu para el cual los ensueños de la fantasía han sido siempre letra muerta y nulidad.

Después de muchos años pasados en un viaje a extrañas tierras, me embarqué el año de 18…, en el puerto de Batavia, de la rica y populosa isla de Java, para un viaje por las islas del archipiélago. Yo iba de pasajero, pues no llevaba más aliciente para aquel viaje sino una especie de inquietud nerviosa que me obsesionaba como un espíritu maligno.

Nuestro navío era un buque de unas cuatrocientas toneladas abadernado de cobre, y construido en Bombay con teca de Malabar. Iba fletado con algodón en rama y aceite de las islas Laquedives. Llevábamos también a bordo bonote, azúcar de palma, aceite de manteca clarificada, cocos, y unas cuantas cajas de opio. El arrumaje había sido una chapucería, y por lo tanto el bajel quedaba mal lastrado.

Nos dimos a la vela con un ligero soplo de viento; y durante muchos días nos quedamos navegando a lo largo de la costa oriental de Java, sin más incidente para divertirnos de la monotonía de nuestro rumbo que el casual encuentro con algunos de los pequeños grabs del archipiélago en el cual nos hallábamos confinados.

Una tarde, hallándome apoyado en el coronamiento, observé una nube aislada muy singular, hacia el Noroeste. Era notable, así por su color como por ser la primera que habíamos visto desde nuestra salida de Batavia. Yo la observé atentamente hasta la puesta del sol, cuando se desplegó de pronto, de Este a Oeste, ciñendo el horizonte de una estrecha faja de vapor, y semejando una larga línea de costa baja. Mi atención fue poco después atraída por la apariencia pardorrojiza de la luna, y el peculiar aspecto de la mar. Esta iba experimentando un rápido cambio, y el agua parecía más transparente que de costumbre. Aunque yo podía distinguir perfectamente el fondo, con todo, echando la sonda, hallé que el navío estaba a quince brazas sobre él. El aire se había puesto ahora intolerablemente cálido y estaba cargado de exhalaciones espirales parecidas a las que se alzan del hierro calentado. Cuando vino la noche, desapareció el menor soplo del viento, y es imposible imaginar una calma más completa. La llama de una bujía ardía en la popa sin el menor movimiento perceptible, y un largo cabello, sostenido entre el índice y el pulgar, pendía sin la menor posibilidad de descubrir en él una vibración.

Con todo, cuando el capitán dijo que él no podía percibir ninguna indicación de peligro, y cuando íbamos derivando a la altura de la costa, mandó aferrar las velas, y arriar el áncora. No se apostó vigía, y la tripulación, que se componía principalmente de malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo me fui abajo, no sin completo presentimiento de una desgracia. En efecto, todas las apariencias me certificaban en el temor de un simún. Hablé al capitán de mis temores; pero él no hizo caso de lo que yo le decía, y me dejó, sin dignarse darme respuesta. Sin embargo, mi inquietud me privaba de dormir, y hacia medianoche subí a cubierta. Al poner el pie en el primer peldaño en la escala de toldilla, me sobrecogió un fuerte, zumbante ruido, como el que produce la rápida revolución de una rueda de molino, y antes que yo pudiera averiguar su significado, noté que el navío trepidaba en su centro. A poco rato, una oleada de espuma nos arrojó sobre el costado, y precipitándose por cima de nosotros, de proa a popa, barrió todas las cubiertas de roda a escudo.

La extremada furia de la ráfaga, fue en gran manera la salvación del navío; aunque completamente anegado, como su arboladura había sido arrastrada por cima de la borda, se puso a flote, un minuto después, lentamente, y bamboleándose unos momentos bajo la inmensa presión de la tempestad, finalmente se adrizó.

Por qué milagro escapé a la muerte, es imposible decirlo. Aturdido por la sacudida del agua, me hallé, al recobrarme, estrujado entre el estambor y el timón. Con mucha dificultad me pude poner de pie, y mirando vertiginosamente a mi alrededor, me sobrecogió la idea de que nos hallábamos entre rompientes; tan terrorífico, por cima de la más loca imaginación, era el torbellino del montañoso y espumante océano dentro del cual nos hallábamos engolfados. Pasados unos momentos, oí la voz de un anciano sueco, que se había embarcado con nosotros en el momento de salir del puerto. Lo llamé con todas mis fuerzas, y ya venía tambaleándose por la popa. Pronto descubrimos que éramos los únicos supervivientes del siniestro. Todo cuanto estaba sobre cubierta, a excepción de nosotros, había sido barrido por cima de la borda; el capitán y los pilotos debían de haber perecido mientras dormían, porque sus camarotes había sido inundados por el mar. Sin ayuda, poco podíamos esperar para poner en salvo el buque, y nuestros esfuerzos fueron paralizados desde el primer instante por la momentánea probabilidad de que íbamos a hundirnos. Nuestro cable, desde luego, se había partido como un bramante, al primer soplo del huracán; de otro modo hubiéramos naufragado instantáneamente. Corríamos viento en popa con espantosa velocidad y el agua iba dando limpios saltos de ballena por cima de nosotros. La armadura de nuestra popa estaba excesivamente destrozada, y casi en todos los respectos, habíamos padecido considerables averías; pero con grandísimo gozo hallamos que las bombas no estaban obstruidas, y que nuestro cargamento no se había desbaratado mucho. La furia principal de la tormenta había pasado, y no temíamos ya mucho peligro de la violencia del viento; pero pensábamos con angustia en que pudiera encalmarse completamente; suponiendo con razón que con el destrozo que llevábamos, pereceríamos inevitablemente en la tremenda marejada que se produciría; pero aquel temor tan verosímil no parecía probable que hubiese de producirse pronto. Durante cinco días y cinco noches, en los cuales nuestro alimento fue sólo una pequeña cantidad de azúcar de palmera, que nos procuramos, con grande dificultad, del castillo de proa, nuestro casco voló a una velocidad que desafiaba todo cálculo, ante rachas de viento que se sucedían rápidamente, y que, sin igualar la primera violencia del huracán, eran todavía más espantosas que cualquier tempestad de las en que hasta entonces me había encontrado. Nuestro rumbo durante los primeros cuatro días fue, con insignificantes variaciones, Sudeste y cuarto de Sur; bien podíamos ir a parar a las costas de Nueva Holanda. El quinto día el frío se tornó extremado, aunque el viento había girado un punto más hacia el Norte.

El sol se levantó con un enfermizo brillo amarillento, y se encaramó unos poquísimos grados sobre el horizonte, sin despedir ninguna luz decisiva. No había nubes aparentes, y con todo, el viento tendía a aumentar, y soplaba con intervalos de inconstante furia. Hacia mediodía, según pudimos calcular, nuestra atención fue de nuevo atraída por el aspecto del sol. No daba luz propiamente hablando, sino una especie de apagada y tétrica fosforescencia sin reflejo, como si sus rayos estuviesen polarizados. En el preciso momento de hundirse en el mar, que iba engrosando, su lumbre central desapareció de pronto como si bruscamente la extinguiera algún poder inexplicable. Ya no era más que un indistinto, plateado cerco, cuando se precipitó en el insondable océano. Esperamos en vano la llegada del sexto día, día que para mí no ha llegado aún, y para el sueco ya no llegará jamás. Desde aquel momento nos vimos amortajados en densas tinieblas, de modo que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del navío. La eterna noche continuó envolviéndonos, y sin el consuelo del brillo fosforescente del mar que solíamos hallar en el de los trópicos. Observamos, también, que, aunque el temporal continuaba enfureciéndose con no abatida violencia, ya no era posible descubrir la acostumbrada presencia de la resaca y espuma que hasta entonces nos habían acompañado. Todo en torno nuestro era horror y espesa lobreguez, en un negro, sofocante desierto de ébano. Un supersticioso terror invadía gradualmente el espíritu del anciano sueco, y también mi alma estaba cubierta de silencioso asombro. Desatendíamos todo cuidado del buque, el cual estaba ya más que inútil, y afianzándonos lo mejor que podíamos en el trozo que restaba del palo de mesana, atendíamos llenos de amargura a aquel mundo del océano. No teníamos medios para calcular el tiempo, ni podíamos formar ninguna conjetura acerca de nuestra situación. Con todo, estábamos muy convencidos de que habíamos avanzado hacia el Sur más que todos los anteriores navegantes, y nos maravillábamos mucho al no hallar los acostumbrados impedimentos del hielo. En el ínterin, cada momento nos amenazaba con ser el último de nuestras vidas y cada ola montañosa se precipitaba sobre nosotros para aplastarnos. El oleaje excedía de cuanto yo hubiera podido imaginar, y era un milagro que no fuésemos inmediatamente sumergidos. Mi compañero hablaba de la ligereza de nuestro cargamento, y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro navío; pero yo no podía menos de experimentar la absoluta desesperanza de la esperanza misma, y me preparaba sombríamente para aquella muerte que según yo pensaba no podía tardar ya más de una hora, puesto que a cada nudo que el buque avanzaba, la marejada de aquellos negros y pasmosos mares se hacía cada vez más congojosamente aterradora. A veces nos faltaba el aire para respirar, a una altura superior al vuelo del albatros, a veces nos invadía el vértigo por la velocidad de nuestro descenso en algún liquido infierno, donde el aire se quedaba paralizado, y donde ningún sonido perturbaba los sueños del Kraken.

Estábamos en el fondo de uno de aquellos abismos, cuando un grito penetrante de mi compañero estalló temerosamente en la noche. «¡Mire usted!, ¡mire usted! —gritaba chillando en mis oídos—. ¡Dios poderoso!, ¡mire usted!, ¡mire usted!». Mientras él hablaba, pude notar un apagado y tétrico fulgor de roja luz que ondeaba por los costados de la vasta sima en cuyo fondo nos hallábamos, y arrojaba un incierto resplandor sobre nuestra cubierta. Dirigiendo entonces mi mirada hacía arriba, pude ver un espectáculo que heló la corriente de mi sangre. A una altura aterradora, directamente sobre nosotros, y sobre el borde mismo de la precipitosa pendiente, estaba suspenso un gigantesco buque, por lo menos de cuatro mil toneladas. Aunque se alzaba sobre la cima de una ola que tendría más de cien veces su altura, su aparente dimensión aún excedía la de cualquier navío de línea o de la Compañía de Indias que pudiera existir. Su enorme casco tenía un profundo color negro mate, no mitigado por ninguna de las acostumbradas entalladuras de los bajeles. Una simple hilera de cañones de bronce sobresalía de sus abiertas portañolas, y en sus bruñidas superficies se quebraban los fulgores de innumerables fanales de combate que se balanceaban acá y allá en derredor de su enjarciadura. Pero lo que principalmente nos infundió terror y asombro era que navegaba a toda vela desafiando la furia de aquel mar sobrenatural y de aquel temporal ingobernable. Cuando lo acabábamos de descubrir, únicamente se veían sus serviolas, mientras se alzaba lentamente del confuso y horrible abismo que dejara tras sí. Por un momento de intenso terror, se detuvo sobre la tajada cima como si contemplara su propia sublimidad; luego retembló, se bamboleó y se vino abajo.

En aquel instante yo no sé qué sangre fría llegó a dominar a mi espíritu. Me retiré, tambaleándome, tanto como pude hacia la popa, y esperé intrépidamente la catástrofe que iba a hundirnos. Nuestro propio navío finalmente había cesado ya en su lucha, y se hundía de proa en el agua. El choque de la mole que se precipitó, descargó, por lo tanto, en aquella parte de sus cuadernas que estaba casi toda bajo el agua, y el resultado inevitable fue el de arrojarme hacia arriba con irresistible violencia, sobre el aparejo del buque extranjero.

Cuando yo caí, aquel navío se había levantado al pairo y viró de bordo; y a la confusión que entonces se produjo atribuí el haber escapado a la atención de los tripulantes. Con poca dificultad pude deslizarme por la escotilla mayor que estaba parcialmente abierta y pronto hallé oportunidad de ocultarme en la cala. Por qué hice aquello, difícilmente podría decirlo. Una indefinida sensación de terror, que, al primer pronto de ver a los navegantes del buque, se había apoderado de mi espíritu, fue tal vez lo que me obligó a esconderme. No tenía ningún deseo de confiarme a una raza de personas que me habían ofrecido a mi primera, sumaria ojeada tantos puntos de indefinible novedad, de duda y de aprensión. Por tanto, pensé que era conveniente buscarme un escondrijo en la cala. Y lo hice, separando una pequeña parte del falso bordaje, para procurarme un conveniente refugio entre las enormes cuadernas del buque. Apenas había completado mi obra cuando un ruido de pasos en la cala me obligó a hacer uso de ella. Un hombre pasaba cerca de donde estaba yo escondido, con paso débil y vacilante. Yo no podía ver su rostro, pero tuve oportunidad de observar su aspecto general. Mostraba todo el carácter de la vejez y la enfermedad. Sus rodillas vacilaban bajo una carga de años, y todo su cuerpo tembleteaba bajo aquel peso. Refunfuñaba para sí con voz queda y quebrada, algunas palabras en un lenguaje que yo no podia comprender, y buscó a tientas en un rincón, entre un cúmulo de instrumentos de aspecto extraño y ajadas cartas de navegar. Su gesto era una mezcla singular de la displicencia de la segunda infancia y la solemne dignidad de un dios. Por fin subió a cubierta, y no lo vi más.

*   *   *

Un sentimiento, para el cual no hallo nombre, se había apoderado de mi alma, una sensación que no admitiría análisis; para el cual los léxicos de los tiempos pasados serían impropios, y cuya clave, según pienso, tampoco podrá ofrecerme lo por venir. Para un espíritu formado como el mío, esta última consideración es una verdadera desgracia. Nunca podré —conozco que nunca podré— satisfacerme, respecto a la naturaleza de aquellas ideas mías. Pero no es maravilla que tales concepciones sean indefinibles, puesto que tienen su origen en fuentes tan absolutamente nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad ha sido añadida a mi alma.

*   *   *

Hace ya mucho tiempo que pisé por primera vez la cubierta de este pavoroso buque, y los rayos de mi destino, según pienso, se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles!; enfrascados en meditaciones que yo no puedo adivinar, pasan junto a mí sin advertir mi presencia. El esconderme es una verdadera locura por mi parte, porque esta gente no quiere ver. Hace muy poco rato he pasado directamente ante los ojos del piloto; y poco antes me había atrevido a entrar en el camarote privado del propio capitán, y de allí he tomado los materiales con que escribo esto y he escrito lo anterior. De cuando en cuando, continuaré este diario. Verdad es que no puedo hallar manera de trasmitirlo al mundo, pero no dejaré de procurarlo. En el último instante encerraré el manuscrito en una botella, y lo echaré a la mar.

*   *   *

Ha ocurrido un incidente que me ha dado nueva ocasión de meditar. ¿Son estas cosas obra de una díscola casualidad? Me he atrevido a subir al puente, donde me he tendido, sin llamar la atención de nadie, entre un montón de flechastes y velas viejas, en el fondo de la yola. Mientras meditaba acerca de la singularidad de mi destino, inconscientemente iba embadurnando con una brocha de alquitrán los cantos de una arrastradera cuidadosamente plegada puesta junto a mí sobre un barril. La arrastradera está puesta ahora, combada sobre el buque, y los irreflexivos toques de la brocha se despliegan en la palabra DESCUBRIMIENTO. Últimamente he podido hacer algunas observaciones acerca de la estructura del navío. Aunque bien armado, no es, según pienso, un buque de guerra. Su enjarciadura, construcción y general equipamiento, rechazan todos una suposición de este género. Lo que no es, sí que puedo comprenderlo fácilmente; lo que es me temo que será imposible decirlo. Yo no sé por qué, pero al examinar su extraño modelo, y la singular caída de sus berlingas, su enorme tamaño y los excesivos conjuntos de su velamen, su severa y sencilla proa y su anticuada popa, de cuando en cuando cruza por mi mente como un relámpago, la sensación de cosas familiares, y siempre se mezcla con aquellas sombras indistintas del recuerdo una inexplicable remembranza de antiguas crónicas extranjeras y de siglos muy lejanos…

He estado examinando el maderamen del navío. Está construido con un material extraño para mí. Su madera tiene un carácter peculiar que me llama la atención, porque me parece inadecuado para el objeto a que se le aplicó. Me refiero a su extremada porosidad considerada aparte de su carcoma, que es una consecuencia de la navegación por estos mares, y dejando aparte su podredumbre resultado de su vejez. Acaso parecerá una observación excesivamente sutil, pero esta madera podría ofrecer todos los caracteres del roble español, si el roble español pudiera ser distendido por procedimientos artificiales. Volviendo a leer la frase anterior, acude plenamente a mi recuerdo un curioso apotegma de un viejo navegante holandés curtido por la intemperie. «Esto es tan cierto —acostumbraba decir cuando se expresaba alguna duda acerca de su veracidad—, es tan cierto como que hay un mar donde hasta los navíos engruesan como el cuerpo viviente de un marino»…

Hará cosa de una hora, me he atrevido a confiarme entre un grupo de tripulantes. No me han hecho ningún caso, y aunque yo me he parado en el mismo centro de donde estaban, parecían completamente inconscientes de mi presencia. A semejanza del que vi primero en la cala, todos ofrecen las señales de una canosa vejez. Sus rodillas tembletean de achacosidad; sus espaldas están dobladas por la decrepitud; sus epidermis arrugadas rechinaban con el viento; sus voces eran débiles, trémulas y quebradas; sus ojos brillaban con la fluxión de la vejez; y sus canos cabellos tremolaban terriblemente con las ráfagas del temporal. En derredor de ellos, a cada lado de la cubierta estaban esparcidos instrumentos matemáticos de construcción anticuadísima y desusada…

Hace algún tiempo mencioné la colocación de una arrastradera. Desde aquel momento el buque, llevado a merced del viento, ha continuado su terrorífico rumbo derecho, hacia el Sur, con todos los trapos de su velamen empaquetados desde sus vertellos y botavaras hasta sus menores arrastraderas de botalón, y mojando a cada momento los penóles de sus juanetes en el más espantoso infierno de agua que puede llegar a concebir la imaginación del hombre. Precisamente acabo ahora de dejar el puente, donde he hallado ser imposible estar de pie, por más que la tripulación no parecía experimentar mucha dificultad para ello. Me parece un milagro de milagros que nuestra inmensa mole no sea tragada por el mar acto seguido y para siempre. Sin duda estamos condenados a virar continuamente sobre el borde de la eternidad sin hacer nuestra zambullida final en el abismo. Nos deslizamos por cima de oleadas mil veces más estupendas que todas las que yo vi jamás, con la facilidad de la saetera gaviota; y las aguas colosales alzaban sus cabezas sobre nosotros como demonios del abismo, pero demonios reducidos a las meras amenazas y a quienes se ha prohibido destruir. Me veo obligado a atribuir estas continuas escapadas a la única causa natural que puede explicar semejante efecto. Debo suponer que el buque se halla bajo la influencia de alguna poderosa corriente o impetuosa resaca…

He podido ver al capitán cara a cara, y en su propio camarote, pero, como ya me lo esperaba, no ha hecho caso de mí. Aunque en su aspecto no hay para el observador ordinario cosa que pueda señalar en él nada de superior o inferior a un hombre, sin embargo, un sentimiento de indomable respeto y temor se mezclaba en la sensación de asombro con que yo lo estaba mirando. En cuanto a estatura, tendrá aproximadamente la mía; esto es, unos cinco pies y ocho pulgadas. Es de constitución mediana, aunque sólida, sin mucha robustez ni otra cosa que la distinga. Pero la singularidad de la expresión que reina en su semblante, la intensa, asombrosa, conmovedora evidencia de una vejez tan completa, tan extremada, excita en mi espíritu una sensación, un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece llevar la estampa de millares de años. Sus cabellos grises son testigos del pasado, y sus ojos, más grises todavía, son sibilas de lo futuro. El suelo del camarote estaba sembrado de extraños infolios con cierres de hierro, y ajados instrumentos de ciencia, y desusados mapas, olvidados desde tiempo inmemorial. Tenía la cabeza doblada entre sus manos, y escudriñaba con ardiente e inquieta mirada, un documento que me pareció ser un despacho y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Refunfuñaba entre sí, como el primer marino que yo vi en la cala, algunas quedas y displicentes sílabas en una lengua extranjera; y aunque el que hablaba estuviese tocándome el brazo, su voz parecía llegar a mis oídos desde la distancia de una milla…

El buque y todo lo que hay en él está impregnado de un carácter de vetustez. La tripulación se desliza de una parte a otra como los fantasmas de siglos difuntos; sus ojos muestran una intención anhelante e inquieta; y cuando sus rostros se hallan en mi camino, al extraño resplandor de los faroles almenados, yo sentía una impresión que jamás había sentido antes, aunque durante toda mi vida he tenido trato con las antigüedades y me he empapado de las sombras de las arruinadas columnas en Balbec, y Tadmor, y Persépolis, hasta el punto de que mi alma se ha convertido en verdadera ruina…

Cuando miro a mi alrededor, me quedo avergonzado de mis primeras aprensiones. Si yo temblaba ante las ráfagas que nos han acompañado hasta ahora, ¿no habría de quedarme horrorizado ante esta batalla del viento y del océano, para dar una idea de la cual las palabras tornado y simún son completamente ineficaces? Todo en la inmediata vecindad del navío ofrece la negrura de una eterna noche, y un caos de agua sin espuma; pero a una legua aproximadamente de cada banda del navío, se pueden vislumbrar indistintamente y a intervalos, estupendas murallas de hielo, que se elevan a lo lejos, en el cielo desolado, y parecen ser las paredes del universo…

Como yo lo imaginaba, el buque demuestra hallarse sobre una corriente, si esta denominación puede aplicarse propiamente a un flujo que ululando y chillando entre el blanco hielo retruena hacia el Sur con una velocidad parecida a la precipitosa caída de una catarata… Imaginar el horror de mis sensaciones, es, según pienso, absolutamente imposible; y con todo, mi curiosidad por penetrar los misterios de estas espantosas regiones, predomina hasta sobre mi desesperación, y me reconciliaría con los más horribles aspectos de la muerte. Es evidente que somos arrastrados hacia algún descubrimiento interesantísimo, algún secreto que jamás deberemos comunicar y cuyo conocimiento implica la muerte. Tal vez esta corriente nos arrastra hasta el mismo Polo Sur. Hay que confesar que esta suposición, en apariencia tan extravagante, tiene todas las probabilidades en su favor.

La tripulación anda por la cubierta con pasos inquietos y tremulantes; pero en su continente y expresión hay más del ardor de la esperanza que de la apatía de la desesperación.

Mientras tanto, el viento sigue todavía a nuestra popa, y como llevamos una fuerza enorme de vela, el navío a veces llega a saltar en el aire realmente por cima de la mar. ¡Ah!, ¡horror de los horrores! Las masas de hielo se abren súbitamente a derecha y a izquierda, y estamos girando vertiginosamente, en inmensos círculos concéntricos, dando vueltas y vueltas por los bordes de un gigantesco anfiteatro, la cima de cuyas paredes se pierde en la negrura y en la distancia. ¡Pero ya poco tiempo me quedará para meditar en mi destino! Los círculos se van empequeñeciendo rápidamente —nos estamos sumergiendo locamente en las garras de la vorágine—, y entre el bramido, el rugido y el retronar del océano y la tempestad, el buque retiembla todo —¡oh, Dios!— ¡y se hunde!

NOTA. — El Manuscrito hallado en una botella fue publicado por primera vez en 1831, y hasta muchos años más tarde no conocí yo los mapas de Mercator, en que el océano está representado como una precipitación torrencial, por cuatro embocaduras, en el (nórdico) Golfo Polar, para ser absorbido en las entrañas de la Tierra: el propio Polo está representado como un negro peñasco, que se eleva a una altura prodigiosa.

4 comentarios para “Manuscrito dentro de una botella

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