lospendejosorlandomazeyra(CUENTO) El señor Donato Quintanilla, tu peluquero, te pregunta por qué no te casas con la guapa señorita con la que solías venir a su peluquería hace tiempo: «ya estás en edad y ella también», reflexiona y tú le hablas del costo de la vida, de tus escasos ingresos, de los divorcios, de que embarcarse en la paternidad es una cosa demasiado seria, etcétera; le hablas de todo, menos de una relación rota. Nostalgia: dolor de una herida vieja, sufrimiento por el retorno de un deseo incumplido.

A G.

 

—La gente piensa que los solterones son chivatos: soltero maduro, maricón seguro —desliza él, como midiéndote—: y la mayoría lo son. Hoy, por ejemplo, hay tanto peluquero marica. Y ellos también se quieren casar, ¡es el colmo! Por eso yo sólo le corto el pelo a los hombres, nada de raritos acá.

Entonces tienes que mostrarte viril. Hacer alguna broma vulgar sobre maricas y decirle que, claro, que de ninguna manera: ¡cómo se van a casar los chivatos!

Mientras él empieza a afeitarte, de pronto reverbera una imagen: el Hermano Gabriel interrumpió la case de biología del segundo de secundaria:

—Profesor Flor, tenemos un alumno nuevo —informa y todo el salón guarda silencio—. En realidad no es nuevo, ha vuelto.

Lo acompañaba Gustavo Sánchez. A los pocos días todos lo llamarían «Tavo», apelativo que luego se vería deformado: «Tavita».

—Sino el mejor, será uno de los mejores del salón —vaticinó el Hermano. Este comentario generó un inmediato murmullo en el fondo del aula: los chanconcitos no eran bienvenidos a menos, claro, que «compartieran» su conocimiento durante los exámenes. Ese, al parecer, no sería el caso de Sánchez. Gustavo era un año mayor que nosotros. Alto, atractivo, de gestos y facciones finas. Femeninas. Había estudiado en el colegio los primeros años de la primaria y luego se retiró por razones nunca esclarecidas.

Cuando sonó la campana del primer recreo, todos salimos al patio y Gustavo se quedó en el aula. Pensé que tenía miedo de socializar y quise darle una mano: «¿No quieres jugar fútbol?», le pregunté. «A mí me gusta el vóley», me informó.

—¿Vóley? Acá nadie juega eso.

—Pues ya es hora de que empecemos a jugarlo. ¿Me ayudas?

Negué con la cabeza: «Nunca he jugado vóley. Es un deporte para hembritas». Luego me fui. Al final del recreo, ya en la fila, les conté la novedad a mis compañeros antes de volver al aula: «Al Sánchez le gusta el vóley».

—¿Él te lo dijo? —indagó Lucio Cánepa, el líder de los más revoltosos y matones del salón.

—Sí.

—¿Le has visto la cintura? ¡Parece una hembrita, carajo! Me late que esa avispita es del otro equipo. Hay que sacarnos la duda de una vez.

—¿Y cómo?

—Regalándole pendejos —se le ocurrió riendo con ganas. Mostrando esas dos hileras de dientes blanquísimos.

—¿Qué hablas? —pregunté sin comprender.

Apenas entramos a la clase, apuraron al Muerto Quiroz para que terminara su cremolada. Cuando esto ocurrió, Cánepa ordenó que el vaso de plástico circulara por toda el aula: «Regálale un pendejo al nuevo», decían. Más que una invitación, era una orden festiva. Se trataba de mostrar virilidad y no sólo tener los cojones bien puestos sino también cubiertos de vello púbico. Cáceres, Mendiola, Torreblanca, Bustíos. Todos. No precisaban abrirse la bragueta del pantalón escolar. Introducían sus manos por debajo del pantalón y luego depositaban su generosa cuota de vellos en el vaso. Era un espectáculo deplorable. ¿Por qué nadie se atrevía a darle la contra a Lucio Cánepa? ¿Acaso no era estúpida su orden? ¿Qué les había hecho Gustavo Sánchez? Nada. Sólo parecía ser distinto. En la selva de cemento, si no encajas, mueres. O sufres. Mucho.

Cuando fue mi turno, tuve pavor. Empecé a temblar. Junté las piernas con mucha incomodidad: «Yo paso», murmuré y de inmediato le entregué el vaso al siguiente: Christian Zegarra, quien, sin pensarlo, me tiró dedo: «¿Cómo que pasas, huevón?», me dijo Lucio Cánepa: «Acá todos ponen su cuota: hasta el débil mental del Carrillo ha contribuido».

—No me importa —alegué asustado.

—Tú no me engañas —dijo mirándome de pies a cabeza—. ¡Eres lampiño!

—¿Qué te pasa? —le dije. Él empezó a burlarse: «El Mazeyra es lampiño, no quiere colaborar porque tiene los huevos calatitos. Quiere comprarle una pelota de vóley al nuevo y también jugar con él a las muñecas: ¡par de rosquetones!».

—¡Cállate, mierda! —exclamé enfadado. Hice acopio de valor, introduje con violencia mi mano dentro de mi pantalón y, sintiendo un fugaz dolor, me arranqué unos cuantos vellos del pubis—. Acá tienes, imbécil, ¿dónde está el vaso?

Cuando los deposité, Cánepa escudriñó con atención el recipiente de plástico.

—Son rubios, los tienes rubios —festejaba— Tienes vellos de gringo.

—¿Son para ti o para el nuevo? —le pregunté con sorna y varios rieron.

—Conmigo no te pases de vivo —me advirtió—, porque vas a perder.

El vaso siguió circulando hasta que por fin sonó la campana del segundo recreo. Sánchez otra vez se quedó sentado y sacó un sándwich de su mochila. Entonces Lucio Cánepa le dijo a Torreblanca que vigilara la puerta: «me avisas cualquier cosa, los que quieran se van, ahora vamos a agasajar al nuevo: ¡nunca hay que perder los buenos modales!».

Se aproximó a la carpeta de Gustavo y le dijo: «Yo soy el encargado de darte la bienvenida».

—Gracias —le dijo Sánchez con cierto temor.

—Acá, me dijo Mazeyra que te gusta el vóley.

—Sí, es cierto. ¿A ti también?

—Yo sólo juego fútbol. Acá todos somos hombres, ¿entiendes?

—Yo también…

—¿Tú también qué, avispita?

—Yo también soy hombre.

—Te llamas Gustavo pero te dicen…

—Tavo. Mis amigos me dicen Tavo.

—¿No te gusta más “Tavita”? —le preguntó y le echó los vellos de todos mis compañeros en la cabeza. Le quitó su sándwich, lo abrió y también allí vertió el resto del contenido del vaso—. ¡Cómetelos, Tavita, para que te hagas hombre!

Gustavo no salía de su asombro. Apenas atinó a sacudirse el pelo y luego, con mucho asco, limpió su carpeta con su pañuelo echando su sándwich al suelo.

—¿No quieres comer eso? —le increpó Cánepa—. Entonces hazme la taba y cómete ésta.

Lucio desabrochó su  correa, se bajó el pantalón y puso su miembro encima de la carpeta de Gustavo. La escena más que sórdida, era salvaje, inaceptable. Gustavo cerró los ojos y empezó a sollozar: «¿Ven? Llora como hembrita —se burló mientras se volvía a abrochar el pantalón—. Vámonos y que nadie se meta con Tavita, nuestra Gaby Perez del Solar,  ¡qué orgullo!».

Abro los ojos: todavía siento las burlas de todos, los vellos en la cabeza de mi compañero. Yo no hice nada. Tuve miedo. Después también me burlé de Gustavo: para encajar, para ser parte del clan, de la manchita, para sentirme pendejo.

Sí, Gustavo era distinto. Después del colegio —soportó, hasta el quinto de media, cargadas inclusive de algunos profesores—, desapareció. Se fue a vivir al norte y muchos años después nos enteramos que participó en una elección de Miss Gay en la que quedó segundo. Dicen que ha vuelto y ahora tiene una peluquería en el centro de la ciudad. También comentan que, de lejos, cualquiera lo confunde con una mujer.

Mi peluquero termina su faena, me da una palmadita y me dice: «Listo, caballero». Le pago y me despido estrechándole la mano, fuerte, como los machos. Quisiera contarle que él y Gustavo comparten el mismo oficio: peluqueros. Pero sé que no le haría gracia, así somos. Así creemos ser.

Sí, el infierno es la mirada de los otros, qué duda cabe. Perdóname, Gustavo. Ya es muy tarde, lo sé. Pero perdóname. Perdónanos.

 

Arequipa, 23 de setiembre de 2015.

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