Por:

JUAN MAURICIO MUÑOZ

Todos los días a las Cinco de  la mañana Samuel observa cómo decenas de personas intentan cruzar la frontera de México a Estados Unidos para bus- car una aparente vida mejor, el famoso sueño —o pesadilla— americano.

En Lima, Samuel era un obrero mal pagado que distri- buía sus horas sin trabajar en alguna construcción para ha- cerla de lavaplatos, limpiador de autos y vendedor de cara- melos. Apenas podía mantener a su pequeña hija Soraya y a su esposa Marisol, quien vendía desayunos en un mercado o lavaba la ropa de señoronas.

La opción de partir a Estados Unidos surgió gracias a un amigo que le ofreció un trabajo en Nueva York. Este era el camino a seguir para Samuel: trabajar y ahorrar dinero para llevar a su familia. Tenía sueños —como todos—, aunque primero debía llegar.

Le negaron la visa tres veces. En la tercera entrevista en la embajada de Estados Unidos, se llenó de ira y golpeó a un guardia de seguridad. Como castigo, no volvería a solicitar una visa en diez años. Sin embargo, existía la otra —y única—opción de ingresar por México ilegalmente. En menos de dos días, partía en un avión con rumbo al Distrito Federal con la promesa a su familia de que pronto se reencontrarían.

La desdicha escoltó a Samuel, quien había sido el único sobreviviente de su grupo en llegar al desierto, cuando unos oficiales racistas, a los cuales confundió con unos camellos, al borde de la locura, pidieron sus papeles. Sabía que había llegado su fin, que jamás volvería a ver a su familia. Los agentes le dispararon a quemarropa. Los sueños de Samuel se evaporaron. Dos miserables de Inmigración se lo arrebataron, algo usual para ellos.

Samuel mantiene esos recuerdos como si fuera ayer. Aho- ra es solitario, nostálgico y pesimista. No es el mismo, tal vez porque aceptó, poco a poco, que era una de las almas del limbo de los mojados, aquellas personas que murieron intentando cruzar y que se convirtieron en espíritus sin voz ni voto. Aquellas almas que pueden ver las desgracias cuando pretenden cruzar: mujeres violadas, descuartizadas, secues- tradas; niños perdidos en el desierto muriéndose de hambre; pandillas matando y robando a los confundidos; personas ahogándose en el río Bravo: cruzar la frontera es atravesar el infierno para llegar al supuesto cielo.

Las ánimas no pueden rescatar a nadie. Es lógico: están muertos. Sus espíritus penan en el desierto como las cruces sin nombre que desvarían en el camino. Como consuelo, reciben a las nuevas almas que pasan del umbral de la vida a lo espiritual. No volverán a ver a sus familias, sentenciados con esa nueva forma de existencia, aguardando penurias, llanto y dolor.

Los días son eternos. La noche es el temor de las almas. Cuando la luna se aproxima y el sol se oculta, los rostros grisáceos saben que ese día habrá víctimas y que no podrán evitar las matanzas, las violaciones, las torturas. Solo con- templar y afligirse por sus prójimos. ¡Oh, Dios, qué estamos pagando! En el limbo de los mojados no hay un mínimo espacio para una sonrisa, una broma o un poco de amor.

Samuel padece todas las noches como hoy. Unos inmigrantes cruzan con temor la frontera, el Coyote apresura el paso y se borra en el camino. Un grupo de pandilleros se acercan al pequeño conjunto de mojados como chacales; los cazan, golpean, insultan, roban y se ensañan con dos mujeres. Ellas son arrastradas violentamente a un descampado. Maldice a Dios, al diablo, al limbo de los mojados, a todos. Las mujeres son forzadas a desvestirse contra su voluntad, gritan, piden ayuda. Son violadas. Algunas almas lloran, de rabia, dolor e impotencia.

Samuel siempre creyó que esos actos repudiables eran algún tipo de castigo de Dios por no quedarse a luchar en sus países.

Los pandilleros penetran hasta el vómito y la muerte a las dos mujeres. No perdonan ningún hueco: por la vagina, por el ano, y se vienen en la boca de ambas, ya apagadas. Se ríen, se burlan y continúan ultrajándolas. Hay almas que prefieren no ver, no lo soportan. Otras miran la escena con total normalidad: es el pan de cada día.

Después de ser transgredidas, los cadáveres de las muje- res son despedazados: cortan sus yugulares y la piel de sus rostros.

No pasaron ni dos minutos —aunque el tiempo no vale nada en el limbo de los mojados— cuando aparecieron sin rumbo frente a las almas: despavoridas, abrazadas, protegiéndose. Cruzaron el umbral de la vida a la muerte. El vigilante Peju Rupa, montado en su caballo azul, apareció en la escena. Es el encargado de dar las noticias a las nuevas almas sobre su nuevo hogar: no hay dios ni diablo, ni un cielo o infierno, esta era su nueva casa y no hay lugar a reclamo.

Peju Rupa utiliza un poncho azul y un sombrero de charro tal como Samuel lo conoció cuando le hizo notar que es- taba en el limbo de los mojados. Se fastidió con él porque no sabía que su creador fue el escritor mexicano Juan Rulfo y que había luchado en la Guerra Cristera. Soy un personaje de un cuento que jamás vio la luz, se excusó.

No obstante, el sufrimiento de otros inmigrantes no había concluido. Samuel, así como las demás ánimas, volteó a ver a este nuevo grupo. Sus ojos se iluminaron. Una mujer de mediana edad, con una pequeña cicatriz en la frente, cargaba a un niño, al lado de una joven. No cabía duda de que eran Marisol y Soraya. Asumió que el niño era su nieto.

—Tantos años han pasado —pensó Samuel—. Cuánto esperé esto y no lo deseé. Soraya, ¡cuánto creciste, hija mía, y no pude verte! ¡Perdónenme!

Samuel imploró, arrodillado, a Peju Rupa que perdonara la vida de su familia: si fenecían, que las entregara al cielo donde merecían estar. El centinela del limbo de los mojados desatendió el ruego. Obstinado, exhortó una respuesta.

—Ya sabes que no es mi problema si mueren —resolvió Peju Rupa.

—¡Esto no puede terminar así! —reclamó Samuel.

—Pero terminará así —reaccionó groseramente Peju Rupa, alejándose montado en su caballo.

 

Cuento publicado en: Al norte está el paraíso. Editorial: Campo Letrado.

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