Tomado de: El olor de la guayaba.

 

—Te advierto que los libros me gustan no porque necesariamente los crea mejores, sino por razones diversas no siempre fáciles de explicar.

—Mencionas siempre a Edipo rey de Sófocles.

—A Edipo rey, Amadís de Gaula y El Lazarillo de Tormes, el Diario de la peste, de Daniel Defoe, El primer viaje en torno al globo, de Pigaffeta.

—Y también a Tarzán de los monos.

—De Burroughs, sí.

—¿Y los autores que relees de manera más constante?

—Corvad, Saint-Exupéry…

—¿Por qué Conrad y Saint-Exupéry?

—La única razón por la cual uno vuelve a leer un autor, es porque le gusta. Ahora bien: lo que más me gusta de Conrad y Saint-Exupéry es lo único que ellos tienen en común: una manera de abordar la realidad de un modo sesgado, que la hace parecer poética, aun en instantes en que podría ser vulgar.

—¿Tolstoi?

—Nunca guardo nada de él, pero sigo creyendo que la mejor novela que se ha escrito es La guerra y la paz.

—Ninguno de los críticos ha descubierto, sin embargo, huella de esos autores en tus libros.

—En realidad, siempre he procurado no parecerme a nadie. En vez de imitar, trato siempre de eludir a los autores que más me gustan.

—Sin embargo, los críticos han visto siempre en tu obra la sombra de Faulkner.

—Cierto. Y tanto insistieron en la influencia de Faulkner, que durante un tiempo llegaron a convencerme. Eso no me molesta, porque Faulkner es uno de los grandes novelistas de todos los tiempos. Pero creo que los críticos establecen las influencias de una manera que no llego a comprender. En el caso de Faulkner, las analogías son más geográficas que literarias. Las descubrí mucho después de haber escrito mis primeras novelas, viajando por el sur de los Estados Unidos. Los pueblos ardientes y llenos de polvo, las gentes sin esperanza que encontré en aquel viaje se parecían mucho a los que yo evocaba en mis cuentos. Quizás no se trataba de una semejanza casual, porque Aracataca, el pueblo donde yo viví cuando niño, fue construido en buena parte por una compañía norteamericana, la United Fruit.

—Uno diría que las analogías van más lejos. Hay un parentesco, una cierta línea de filiación entre el coronel Sartoris y tu coronel Aureliano Buendía, entre Macondo y el condado de Yoknapatawpha. Hay algunas mujeres de carácter férreo y quizás algunos adjetivos que llevan la marca de fábrica… Al esquivar a Faulkner como influencia determinante, ¿no estarás cometiendo un parricidio?

—Quizás. Por eso he dicho que mi problema no fue imitar a Faulkner, sino destruirlo. Su influencia me tenía jodido.

—Con Virginia Woolf ocurre exactamente lo opuesto: nadie, salvo tú, habla de esa influencia. ¿Dónde está?

—Yo sería un autor distinto del que soy si a los veinte años no hubiese leído esta frase de La señora Dalloway: «Pero no había duda de que dentro (del coche) se sentaba algo grande: grandeza que pasaba, escondida, al alcance de las manos vulgares que por primera y última vez se encontraban tan cerca de la majestad de Inglaterra, el perdurable símbolo del Estado que los acuciosos arqueólogos habían de identificar en las excavaciones de las ruinas del tiempo, cuando Londres no fuera más que un camino cubierto de hierbas, y cuando las gentes que andaban por sus calles en aquella mañana de miércoles fueran apenas un montón de huesos con algunos anillos matrimoniales, revueltos con su propio polvo y con las emplomaduras de innumerables dientes cariados». Recuerdo haber leído esta frase mientras espantaba mosquitos y deliraba de calor en un cuartucho de hotel, por la época en que vendía enciclopedias y libros de medicina en la Goajira colombiana.

—¿Por qué tuvo tanto efecto sobre ti?

—Porque transformó por completo mi sentido del tiempo. Quizás me permitió vislumbrar en un instante todo el proceso de descomposición de Macondo, y su destino final. Me pregunto, además, si no sería el origen remoto de El otoño del patriarca, que es un libro sobre el enigma humano del poder, sobre su soledad y su miseria.

—La lista de influencias debe ser más amplia. ¿A quiénes hemos omitido?

—A Sófocles, a Rimbaud, a Kafka, a la poesía española del Siglo de Oro y a la música de cámara desde Schumann hasta Bartok.

—¿Debemos añadir algo de Greene y algunas gotas de Hemingway? Cuando eras joven te veía leyéndolos con mucha atención. Hay un cuento tuyo, La siesta del martes —(el mejor que has escrito, dices tú)— que le debe mucho a Un canario como regalo, de Hemingway.

—Graham Greene y Hemingway me aportaron enseñanzas de carácter puramente técnico. Son valores de superficie, que siempre he reconocido. Pero para mí una influencia real e importante es la de un autor cuya lectura le afecta a uno en profundidad hasta el punto de modificar ciertas nociones que uno tenga del mundo y la vida.

—Volviendo a las influencias profundas. O mejor, secretas. ¿La poesía? Quizás cuando eras muchacho querías ser poeta, y esto nunca lo confesarás… Aunque sí has reconocido que tu formación fue esencialmente poética.

—Sí, yo empecé a interesarme por la literatura a través de la poesía. De la mala poesía. Poesía popular, de esa que se publica en almanaques y hojas sueltas. En los textos de castellano del bachillerato, descubrí que me gustaba la poesía tanto como detestaba la gramática. Me encantaban los románticos españoles Núñez de Arce, Espronceda.

—¿Dónde los leías?

—En Zipaquirá, que, como sabes, es el mismo pueblo lúgubre, a mil kilómetros del mar, donde Aureliano Segundo fue a buscar a Fernanda del Carpio. Allí, en el liceo donde estaba interno, empezó mi formación literaria, leyendo por una parte mala poesía y por otra libros marxistas que me prestaba a escondidas mi profesor de historia. Los domingos no tenía nada que hacer, y para no aburrirme, me metía en la biblioteca del colegio. Empecé, pues, con la mala poesía antes de descubrir la buena. Rimbaud, Valéry…

—Neruda…

—Neruda, desde luego, a quien considero como el gran poeta del siglo XX en todos los idiomas. Inclusive cuando se metía en callejones difíciles —su poesía política, su poesía de guerra—, había siempre en su poesía una gran calidad. Neruda, lo he dicho otras veces, era una especie de rey Midas, todo lo que tocaba lo convertía en poesía.

—¿Cuándo empezaste a interesarte en la novela?

—Más tarde. Cuando estaba en la universidad, en primer año de Derecho (debía tener unos diecinueve años) y leí La metamorfosis. Ya hablamos de aquella revelación. Recuerdo la primera frase: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en la cama convertido en un enorme insecto». «Coño —pensé—, así hablaba mi abuela». Fue entonces cuando la novela empezó a interesarme. Cuando decidí leer todas las novelas importantes que se hubiesen escrito desde el comienzo de la humanidad.

—¿Todas?

—Todas, empezando por la Biblia, que es un libro cojonudo donde pasan cosas fantásticas. Dejé todo, inclusive mi carrera de Derecho, y me dediqué solamente a leer novelas. A leer novelas y a escribir.

—¿En cuál de tus libros crees que se observa más tu formación poética?

—Quizás en El otoño del patriarca.

—Que tú has definido como un poema en prosa.

—Que yo trabajé como si fuese un poema en prosa. ¿Te has dado cuenta de que allí hay versos enteros de Rubén Darío? El otoño del patriarca está lleno de guiños a los conocedores de Rubén Darío. Inclusive él es un personaje del libro. Y hay un verso suyo, citado al descuido; un poema suyo, en prosa, que dice: «Había una cifra en tu blanco pañuelo, roja cifra de un nombre que no era el tuyo, mi dueño».

—Además de novela y de poesía, ¿qué lees?

—Muchos libros que no se distinguen por su importancia literaria sino documental: memorias de personajes célebres, aunque sean mentiras. Biografías y reportajes.

—Hagamos otra lista. Te gustó mucho, recuerdo, aquella biografía del Cordobés, de Dominique Lapierre y Larry Collins, O llevarás luto por mí. Chacal. Inclusive Papillon

—Que es un libro apasionante sin ningún valor literario. Debió ser reescrito por un buen escritor a quien le interesaba dar la sensación de que el libro es de un principiante.

—Hablemos de influencias extraliterarias. Influencias que han sido decisivas en tu obra. Tu abuela, por ejemplo.

—Como ya te lo dije, era una mujer imaginativa y supersticiosa, que me aterrorizaba noche a noche con sus historias de ultratumba.

—¿Y tu abuelo?

—Cuando yo tenía ocho años, me relató los episodios de todas las guerras en que había participado. En los más importantes personajes masculinos de mis libros hay mucho de él.

—Supongo que tus abuelos son representantes de una influencia más vasta y profunda. Me refiero a la región de la costa colombiana del Caribe donde tú naciste. Evidentemente existe allí una soberbia tradición del relato oral, que está presente inclusive en las canciones, los vallenatos. Siempre cuentan una historia. En realidad, todo el mundo sabe allí narrar historias. Tu madre, por ejemplo. Doña Luisa. Recuerdo haberle oído hablar de una comadre suya, que paseaba todas las noches por el patio de la casa, peinándose. Naturalmente había muerto diez años atrás… Pero seguía paseándose por el patio. ¿De dónde sale esta capacidad de narrar cosas tan extraordinarias, tan… mágicas?

—Mis abuelos eran descendientes de gallegos, y muchas de las cosas sobrenaturales que me contaban provenían de Galicia. Pero creo que ese gusto por lo sobrenatural propio de los gallegos es también una herencia africana. La costa caribe de Colombia, donde yo nací, es con el Brasil la región de América Latina donde se siente más la influencia de África. En ese sentido, el viaje que hice por Angola en 1978 es una de las experiencias más fascinantes que he tenido. Yo creo que partió mi vida por la mitad. Yo esperaba encontrarme en un mundo extraño, totalmente extraño, y desde el momento en que puse los pies allí, desde el momento mismo en que olí el aire, me encontré de pronto en el mundo de mi infancia. Sí, me encontré toda mi infancia, costumbres y cosas que yo había olvidado. Volví a tener, inclusive, las pesadillas que tenía en la niñez.

En América Latina se nos ha enseñado que somos españoles. Es cierto, en parte, porque el elemento español forma parte de nuestra propia personalidad cultural y no puede negarse. Pero en aquel viaje a Angola descubrí que también éramos africanos. O mejor, que éramos mestizos. Que nuestra cultura era mestiza, se enriquecía con diversos aportes. Nunca, hasta entonces, había tenido conciencia de ello.

En la región donde nací hay formas culturales de raíces africanas muy distintas a las de las zonas del altiplano, donde se manifestaron culturas indígenas. En el Caribe, al que pertenezco, se mezcló la imaginación desbordada de los esclavos negros africanos con la de los nativos precolombinos y luego con la fantasía de los andaluces y el culto de los gallegos por lo sobrenatural. Esa aptitud para mirar la realidad de cierta manera mágica es propia del Caribe y también del Brasil. De allí han surgido una literatura, una música y una pintura como las de Wilfredo Lam, que son expresión estética de esta región del mundo.

—En suma, la influencia más fuerte que has recibido, más fuerte que cualquiera otra adquirida en tu formación literaria, es la que proviene de tu identidad cultural y geográfica. La del Caribe. Es tu mundo, y el mundo que expresas. ¿Cómo se traduce esa influencia en tus libros?

—Yo creo que el Caribe me enseñó a ver la realidad de otra manera, a aceptar los elementos sobrenaturales como algo que forma parte de nuestra vida cotidiana. El Caribe es un mundo distinto cuya primera obra de literatura mágica es el Diario de Cristóbal Colón, libro que habla de plantas fabulosas y de mundos mitológicos. Sí, la historia del Caribe está llena de magia, una magia traída por los esclavos negros de África, pero también por los piratas suecos, holandeses e ingleses, que eran capaces de montar un teatro de ópera en Nueva Orleans y llenar de diamantes las dentaduras de las mujeres. La síntesis humana y los contrastes que hay en el Caribe no se ven en otro lugar del mundo. Conozco todas sus islas: mulatas color de miel, con ojos verdes y pañoletas doradas en la cabeza; chinos cruzados de indios que lavan ropa y venden amuletos; hindúes verdes que salen de sus tiendas de marfiles para cagarse en la mitad de la calle; pueblos polvorientos y ardientes cuyas casas las desbaratan los ciclones, y por otro lado rascacielos de vidrios solares y un mar de siete colores. Bueno, si empiezo a hablar del Caribe no hay manera de parar. No sólo es el mundo que me enseñó a escribir, sino también la única región donde yo no me siento extranjero.

2 comentarios para “Las lecturas de García Márquez

  1. Escuché en una entrevista, de las últimas que dio, que al llegar a México le dieron a leer “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”, quedó sorprendido por la prosa de Rulfo.

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