(FRAGMENTO) Partimos de Lima a las nueve de la mañana, en un colectivo que tomamos en el Parque Universitario. La tía Julia había salido de casa de mis tíos con el pretexto de hacer las últimas compras antes de su viaje, y yo, de la de mis abuelos, como si fuera a trabajar a la Radio. Ella había metido en una bolsa un camisón de dormir y una muda de ropa interior; yo llevaba, en los bolsillos, mi escobilla de dientes, un peine y una maquinilla de afeitar (que, la verdad, aún no me servía de gran cosa).

Por:

Mario Vargas Llosa

Pascual y Javier estaban esperándonos en el Parque Universitario y habían comprado los pasajes. Por suerte, no se presentó ningún otro viajero. Pascual y Javier, muy discretos, se sentaron delante, con el chofer, y nos dejaron el asiento de atrás a la tía Julia y a mí. Era una mañana de invierno, típica, de cielo encapotado y garúa continua, que nos escoltó buena parte del desierto. Casi todo el viaje, la tía Julia y yo estuvimos besándonos, apasionadamente, estrechándonos las manos, sin hablar, mientras oíamos, mezclado al ruido del motor, el rumor de la conversación entre Pascual y Javier, y, a veces, algunos comentarios del chofer. Llegamos a Chincha a las once y media de la mañana, con un sol espléndido y un calorcito delicioso. El cielo limpio, la luminosidad del aire, la algarabía de las calles repletas de gente, todo parecía de buen agüero. La tía Julia sonreía, contenta.

Mientras Pascual y Javier se adelantaban a la Municipalidad a ver si todo estaba listo, la tía Julia y yo fuimos a instalarnos en el Hotel Sudamericano. Era una vieja casa de un solo piso, de madera y adobes, con un patio techado que hacía las veces de comedor y una docena de cuartitos alineados a ambos lados de un pasillo de baldosas, como un burdel. El hombre del mostrador nos pidió papeles; se contentó con mi carnet de periodista, y, al poner yo «y señora» al lado de mi apellido, se limitó a echar a la tía Julia una ojeada burlona. El cuartito que nos dieron tenía unas losetas despanzurradas por las que se veía la tierra, una cama doble y hundida con una colcha de rombos verdes, una silleta de paja y unos clavos gordos en la pared para colgar la ropa. Apenas entramos, nos abrazamos con ardor y estuvimos besándonos y acariciándonos, hasta que la tía Julia me apartó, riéndose:

—Alto ahí, Varguitas, primero tenemos que casarnos.

Estaba arrebatada, con los ojos brillantes y alegres y yo sentía que la quería mucho, estaba feliz de casarme con ella, y mientras esperaba que se lavara las manos y peinara, en el baño común del corredor, me juraba que no seríamos como todos los matrimonios que conocía, una calamidad más, sino que viviríamos siempre felices, y que casarme no me impediría llegar a ser algún día un escritor. La tía Julia salió por fin y fuimos andando, de la mano, a la Municipalidad.

Encontramos a Pascual y a Javier en la puerta de una bodega, tomando un refresco. El alcalde había ido a presidir una inauguración, pero ya volvería. Les pregunté si estaban absolutamente seguros de haber quedado con el pariente de Pascual en que nos casaría a mediodía y ellos se burlaron de mí. Javier hizo unas bromas sobre el novio impaciente y trajo a colación un oportuno refrán: el que espera desespera. Para hacer tiempo, los cuatro dimos unas vueltas bajo los altos eucaliptos y los robles de la Plaza de Armas. Había unos muchachos correteando y unos viejos que se hacían lustrar los zapatos mientras leían los periódicos de Lima. Media hora después estábamos de regreso en la Municipalidad. El secretario, un hombrecito flaco y con anteojos muy anchos, nos dio una mala noticia: el alcalde había vuelto de la inauguración, pero se había ido a almorzar a El Sol de Chincha.

—¿No le avisó usted que lo esperábamos, para la boda? —lo reprendió Javier.

—Estaba con una comitiva y no era el momento —dijo el secretario, con aire de conocedor de la etiqueta.

—Vamos a buscarlo al restaurant y nos lo traemos —me tranquilizó Pascual—. No se preocupe, don Mario.

Preguntando, encontramos El Sol de Chincha en las vecindades de la plaza. Era un restaurant criollo, con mesitas sin manteles, y una cocina al fondo, que chisporroteaba y humeaba y en torno a la cual unas mujeres manipulaban ollas de cobre, peroles y fuentes olorosas. Había una radiola a todo volumen, tocando un vals, y se veía mucha gente. Cuando la tía Julia comenzaba a decir, en la puerta, que tal vez sería más prudente esperar que el alcalde terminara su almuerzo, éste reconoció a Pascual, desde una esquina, y lo llamó. Vimos al redactor de Panamericana darse de abrazos con un hombre joven, medio rubio, que se puso de pie en una mesa donde había media docena de comensales, todos hombres, y otras tantas botellas de cerveza. Pascual nos hizo señas de que nos acercáramos.

—Claro, los novios, me había olvidado por completo —dijo el alcalde, estrechándonos la mano y calibrando a la tía Julia de arriba abajo, con una mirada de experto. Se volvió a sus compañeros, que lo contemplaban servilmente, y les contó, en voz alta, para hacerse oír por sobre el vals—: Estos dos acaban de fugarse de Lima y yo los voy a casar.

Hubo risas, aplausos, manos que se estiraban hacia nosotros y el alcalde exigió que nos sentáramos con ellos y pidió más cerveza para brindar por nuestra felicidad.

—Pero nada de ponerse juntos, para eso tendrán toda la vida —dijo, eufórico, cogiendo a la tía Julia del brazo e instalándola junto a él—. La novia aquí, a mi lado, que felizmente no está mi mujer.

La comitiva lo festejó. Eran mayores que el alcalde, comerciantes o agricultores vestidos de fiesta, y todos parecían tan borrachos como él. Algunos conocían a Pascual y le preguntaban sobre su vida en Lima y cuándo volvería a la tierra. Sentado junto a Javier, en un extremo de la mesa, yo procuraba sonreír, tomaba traguitos de una cerveza medio tibia, y contaba los minutos.

Muy pronto, el alcalde y la comitiva se desinteresaron de nosotros. Se sucedían las botellas, primero solas, después acompañadas de seviche y de un sudado de corvina, de unos alfajores, y luego otra vez solas. Nadie recordaba el matrimonio, ni siquiera Pascual, que, con ojos encendidos y voz empalagosa coreaba también los valses del alcalde. Éste, después de haber piropeado todo el almuerzo a la tía Julia, intentaba ahora pasarle el brazo por los hombros y le acercaba su cara abotagada.

Haciendo esfuerzos por sonreír, la tía Julia lo mantenía a raya, y, de rato en rato, nos lanzaba miradas de angustia.

—Tranquilo, compadre —me decía Javier—. Piensa en el matrimonio y nada más.

—Creo que ya se fregó —le dije, cuando oí que el alcalde, en el colmo de la dicha, hablaba de traer guitarristas, de cerrar El Sol de Chincha, de ponemos a bailar—. Y me parece que voy a ir preso por romperle la cara a ese huevón.

Estaba furioso y decidido a rompérsela si se ponía insolente, cuando me levanté y le dije a la tía Julia que nos íbamos. Ella se paró de inmediato, aliviada, y el alcalde no intentó detenerla. Siguió cantando marineras, con buen oído, y al vemos salir nos hizo adiós con una sonrisita que me pareció sarcástica. Javier, que vino detrás, decía que era sólo alcohólica. Mientras caminábamos hacia el Hotel Sudamericano, yo hablaba pestes contra Pascual, a quien, no sé por qué, hacía responsable de ese almuerzo absurdo.

—No te hagas el niño malcriado, aprende a conservar la cabeza fría —me reñía Javier—. El tipo está zampado y no se acuerda de nada. Pero no te amargues, hoy los casa. Esperen en el hotel hasta que los llame.

Apenas estuvimos solos, en el cuarto, nos echamos uno en brazos del otro y comenzamos a besarnos con una especie de desesperación. No nos decíamos nada, pero nuestras manos y bocas se decían locuazmente las cosas intensas y hermosas que sentíamos. Habíamos comenzado besándonos de pie, junto a la puerta, y poco a poco fuimos acercándonos a la cama, donde luego nos sentamos y por fin nos tendimos, sin haber aflojado el estrecho abrazo ni un instante. Medio ciego de felicidad y de deseo, acaricié el cuerpo de la tía Julia con manos inexpertas y ávidas, primero sobre la ropa, luego desabotoné su blusa color ladrillo, ya arrugada, y estaba besándole los senos, cuando unos nudillos inoportunos estremecieron la puerta.

—Todo listo, concubinos —oímos la voz de Javier—. Dentro de cinco minutos, en la Alcaldía. El cacaseno está esperándolos.

Saltamos de la cama, dichosos, aturdidos, y la tía Julia, roja de vergüenza, se acomodaba la ropa y yo, cerrando los ojos, como de chiquito, pensaba en cosas abstractas y respetables —números, triángulos, círculos, la abuelita, mi mamá— para que cediera la erección. En el baño del pasillo, ella primero, yo después, nos aseamos y peinamos un poco, y regresamos a la Municipalidad a paso tan rápido que llegamos sin respiración. El secretario nos hizo pasar de inmediato a la oficina del alcalde, un cuarto amplio, en el que había un escudo peruano colgado en la pared, dominando un escritorio con banderines y libros de actas, y media docena de bancas, como pupitres de colegio. Con la cara lavada y el pelo todavía húmedo, muy compuesto, el rubicundo burgomaestre nos hizo una venia ceremoniosa desde detrás del escritorio. Era otra persona: lleno de formas y de solemnidad. A ambos lados del escritorio, Javier y Pascual nos sonreían con picardía.

—Bien, procedamos —dijo el alcalde; su voz lo traicionaba: pastosa y vacilante, parecía quedársele atascada en la lengua—. ¿Dónde están los papeles?

—Los tiene usted, señor alcalde —le repuso Javier, con infinita educación—. Pascual y yo se los dejamos el viernes, para ir adelantando los trámites, ¿no se acuerda?

—Qué zampado estás que ya se te olvidó, primo —se rió Pascual, con voz también borrachosa—. Si tú mismo pediste que te los dejáramos.

—Bueno, entonces los debe tener el secretario —murmuró el alcalde, incómodo, y mirando a Pascual con disgusto, llamó—: ¡Secretario!

El hombrecito flaco y de anchos anteojos se demoró varios minutos en encontrar las partidas de nacimiento y la sentencia de divorcio de la tía Julia. Esperamos en silencio, mientras el alcalde fumaba, bostezaba y miraba su reloj con impaciencia. Al fin las trajo, escudriñándolas con antipatía. Al ponerlas sobre el escritorio, murmuró, con un tonito burocrático:

—Aquí están, señor alcalde. Hay un impedimento por la edad del joven, ya le dije.

—¿Alguien le ha preguntado a usted algo? —dijo Pascual, dando un paso hacia él como si fuera a estrangularlo.

—Yo cumplo con mi deber —le contestó el secretario. Y, volviéndose al alcalde, insistió con acidez, señalándome—: Sólo tiene dieciocho años y no presenta dispensa judicial para casarse.

—Cómo es posible que tengas a un imbécil de ayudante, primo —estalló Pascual—. ¿Qué esperas para botarlo y traer a alguien con un poco de cacumen?

—Cállate, se te ha subido el trago y te estás poniendo agresivo —dijo el alcalde. Carraspeó, ganando tiempo. Cruzó los brazos y nos miró a la tía Julia y a mí, gravemente—. Yo estaba dispuesto a pasar por alto las proclamas, para hacerles un favor. Pero esto es más serio. Lo siento mucho.

—¿Qué cosa? —dije yo, desconcertado—. ¿Acaso no sabía usted desde el viernes lo de mi edad?

—Qué farsa es ésta —intervino Javier—. Usted y yo quedamos en que los casaría sin problemas.

—¿Me está pidiendo que cometa un delito? —se indignó a su vez el alcalde. Y con aire ofendido—: Además, no me levante la voz. Las personas se entienden hablando, no a gritos.

—Pero, primo, te has vuelto loco —dijo Pascual, fuera de sí, golpeando el escritorio—. Tú estabas de acuerdo, tú sabías lo de la edad, tú dijiste que no importaba. No te me vengas a hacer el amnésico ni el legalista. ¡Cásalos de una vez y déjate de cojudeces!

—No digas malas palabras delante de una dama y no vuelvas a chupar porque no tienes cabeza —dijo tranquilamente el alcalde. Se volvió al secretario y con un ademán le indicó que se retirara. Cuando nos quedamos solos, bajó la voz y nos sonrió con aire cómplice—: ¿No ven que ese sujeto es un espía de mis enemigos? Ahora que él se dio cuenta, ya no puedo casarlos. Me metería en un lío de padre y señor mío.

No hubo razones para convencerlo: le juré que mis padres vivían en Estados Unidos, por eso no presentaba la dispensa judicial, nadie en mí familia haría lío por el matrimonio, la tía Julia y yo apenas casados nos iríamos al extranjero para siempre.

—Estábamos de acuerdo, usted no puede hacernos esa perrada —decía Javier.

—No seas tan desgraciado, primo —le cogía el brazo Pascual—. ¿No te das cuenta que hemos venido desde Lima?

—Calma, no me hagan cargamontón, se me ocurre una idea, ya está, todo resuelto —dijo al fin el alcalde. Se puso de pie y nos guiñó un ojo—: ¡Tambo de Mora! ¡El pescador Martín! Vayan ahora mismo. Díganle que van de mi parte. El pescador Martín, un zambo simpatiquísimo. Los casará encantado. Es mejor así, un pueblo chiquito, nada de bulla. Martín, el alcalde Martín. Le regalan una propina y ya está. Casi no sabe leer ni escribir, ni mirará estos papeles.

Traté de convencerlo que viniera con nosotros, le hice bromas, lo adulé y le rogué, pero no hubo manera: tenía compromisos, trabajo, su familia lo esperaba. Nos acompañó hasta la puerta, asegurándonos que en Tambo de Mora todo sería cuestión de dos minutos.

La tía Julia y el escribidor es una novela semi-autobiográfica . Cuenta la historia de un adolescente, Mario, que sueña con ser escritor y trabaja en una radioemisora en donde conoce a Pedro Camacho, un excéntrico libretista boliviano de radionovelas que además interpreta lo que escribe. Mario, o Marito como es llamado en la obra, se enamora de su tía política Julia Urquidi, quien es divorciada y 14 años mayor que él, por lo que se enfrenta con su propia familia hasta casarse con ella.

En la misma puerta de la Alcaldía contratamos un viejo taxi con la carrocería remendada para que nos llevara a Tambo de Mora. Durante el viaje, Javier y Pascual hablaban del alcalde, Javier decía que era el peor cínico que había conocido, Pascual trataba de endosarle la culpa al secretario, y, de pronto, el chofer metió su cuchara y comenzó también a echar sapos y culebras contra el burgomaestre de Chincha y a decir que sólo vivía para los negociados y las coimas. La tía Julia y yo íbamos con las manos enlazadas, mirándonos a los ojos, y a ratos yo le susurraba al oído que la quería.

Llegamos a Tambo de Mora a la hora del crepúsculo y desde la playa vimos un disco de fuego hundiéndose en el mar, bajo un cielo sin nubes, en el que empezaban a brotar miríadas de estrellas. Recorrimos las dos docenas de ranchos de caña y barro que constituían el poblado, entre barcas desfondadas y redes de pescar tendidas sobre estacas para el remiendo. Olíamos a pescado fresco y a mar. Nos rodeaban negritos semidesnudos que nos comían a preguntas: quiénes éramos, de dónde veníamos, qué queríamos comprar. Por fin encontramos el rancho del alcalde. Su mujer, una negra que atizaba un brasero con un abanico de paja, quitándose el sudor de la frente con la mano, nos dijo que su marido estaba pescando. Consultó al cielo y añadió que ya estaría por volver. Fuimos a esperarlo a la playita, y, durante una hora, sentados sobre un tronco, vimos regresar a las barcas, finalizado el trabajo, y vimos la complicada operación que era arrastrarlas por la arena y descubrimos cómo las mujeres de los recién llegados, estorbadas por perros codiciosos, descabezaban y quitaban las vísceras, ahí mismo en la playa, a los pescados. Martín fue el último en volver. Estaba oscuro y había salido la luna.

Era un negro canoso y con una enorme barriga, bromista y locuaz, que, pese al fresco del anochecer, vestía sólo un viejo calzón que se le pegaba a la piel. Lo saludamos como a un ser bajado de los cielos, lo ayudamos a varar su barca y lo escoltamos hasta su rancho. Mientras caminábamos, a la escuálida luz de los fogones de las viviendas sin puertas de los pescadores, le explicamos la razón de la visita. Mostrando unos dientes grandotes de caballo, se echó a reír:

—Ni de a vainas, compañeros, búsquense otro manso para que les fría ese churrasco —nos dijo, con un vozarrón musical—. Por una broma parecida, casi me gano mi balazo.

Nos contó que, hacía unas semanas, por hacerle un favor al alcalde de Chincha, había casado a una parejita pasando por alto las proclamas. A los cuatro días se le había presentado, loco de rabia, el marido de la novia —«una muchacha nacida en el pueblo de Cachiche, donde todas las mujeres tienen escoba y vuelan de noche», decía—, que ya estaba casada hacía dos años, amenazando matar a ese alcahuete que se atrevía a1egalizar la unión de los adúlteros.

—Mi colega de Chincha se las sabe todas, se va a ir al cielo volando de puro vivo que es —se burlaba, dándose palmadas en la gran barriga brillante de gotitas de agua—. Cada vez que se le presenta algo podrido se lo manda de regalo al pescador Martín, y que el negro cargue con el muerto. ¡Pero qué vivo que es!

No hubo manera de ablandarlo. Ni siquiera quiso echar una ojeada a los papeles, y a los argumentos míos, de Javier, de Pascual —la tía Julia permanecía muda, sonriendo a veces a la fuerza ante el buen humor pícaro del negro—, contestaba con bromas, se reía del alcalde de Chincha, o nos contaba de nuevo, a carcajadas, la historia del marido que había querido matarlo por casar con otro a la brujita de Cachiche sin estar él muerto ni divorciado. Al llegar a su rancho, encontramos una aliada inesperada en su mujer. Él mismo le contó lo que queríamos, mientras se secaba la cara, los brazos, el ancho torso, y olfateaba con apetito la olla que hervía en el brasero.

—Cásalos, negro sin sentimientos —le dijo la mujer señalando compasiva a la tía Julia—. Mira a la pobre, se la han robado y no se puede casar, estará sufriendo con todo esto. A ti qué más te da, ¿o se te han subido los humos porque eres alcalde?

Martín iba y venía, con sus pies cuadrados, por el piso de tierra del rancho, recolectando vasos, tazas, mientras nosotros volvíamos a la carga y le ofrecíamos de todo: desde nuestro agradecimiento eterno hasta una recompensa que equivaldría a muchos días de pesca. Pero él se mantuvo inflexible y terminó diciéndole de mal modo a su mujer que no metiera la jeta en lo que no entendía. Pero recobró inmediatamente el humor y nos puso un vasito o una taza en la mano a cada uno y nos sirvió un traguito de pisco:

—Para que no hayan hecho el viaje de balde, compañeros —nos consoló, sin pizca de ironía, levantando su copa. Su brindis fue, dadas las circunstancias, fatal: Salud, por la felicidad de los novios.

Al despedirnos nos dijo que habíamos cometido un error yendo a Tambo de Mora, por el precedente de la muchacha de Cachiche. Pero que fuéramos a Chincha Baja, a El Carmen, a Sunampe, a San Pedro, a cualquiera de los otros pueblitos de la provincia, y que nos casarían en el acto.

—Esos alcaldes son unos vagos, no tienen nada que hacer y cuando se les presenta una boda se emborrachan de contentos —nos gritó.

Regresamos adonde nos esperaba el taxi, sin hablar. El chofer nos advirtió que, como la espera había sido tan larga, teníamos que discutir de nuevo la tarifa. Durante el regreso a Chincha acordamos que, al día siguiente, desde muy temprano, recorreríamos los distritos y caseríos, uno por uno, ofreciendo recompensas generosas, hasta encontrar al maldito alcalde.

—Ya son cerca de las nueve —dijo la tía Julia, de pronto—. ¿Ya le habrán avisado a mi hermana?

Yo le había hecho memorizar y repetir diez veces al Gran Pablito lo que tenía que decir a mi tío Lucho o a mi tía Olga, y, para mayor seguridad, terminé escribiéndoselo en un papel: «Mario y Julia se han casado. No se preocupen por ellos. Están muy bien y volverán a Lima dentro de unos días». Debía llamar a las nueve de la noche, desde un teléfono público y cortar inmediatamente después de trasmitir el mensaje. Miré el reloj, a la luz de un fósforo: sí, la familia ya estaba enterada.

—Se la deben estar comiendo a preguntas a Nancy —dijo la tía Julia, esforzándose por hablar con naturalidad, como si el asunto concerniera a otras gentes—. Saben que es cómplice. Le van a hacer pasar un mal rato a la flaquita.

En la trocha llena de baches, el viejo taxi rebotaba, a cada instante parecía atascarse, y todas sus latas y tornillos chirriaban. La luna encendía tenuemente los médanos, y a ratos divisábamos manchas de palmas, higueras y huarangos. Había muchas estrellas.

—O sea que ya le dieron la noticia a tu papá —dijo Javier—. Nada más bajar del avión. ¡Qué tal recibimiento!

—Juro por Dios que encontraremos un alcalde —dijo Pascual—. No soy chinchano si mañana no los casamos en esta tierra. Mi palabra de hombre.

—¿Necesitan un alcalde que los case? —se interesó el chofer—. ¿Se ha robado usted a la señorita? Por qué no me lo dijeron antes, qué falta de confianza. Los hubiera llevado a Grocio Prado, el alcalde es mi compadre y los casaba ahí mismo.

Yo propuse seguir hasta Grocio Prado, pero él me quitó los bríos. El alcalde no estaría en el pueblo a estas horas, sino en su chacrita, como a una hora de camino en burro. Era mejor dejarlo para mañana. Quedamos en que pasaría a recogernos a las ocho y le ofrecí una buena gratificación si nos echaba una mano con su compadre:

—Por supuesto —nos animó—. Qué más se puede pedir, se casarán en el pueblo de la Beata Melchorita.

En el Hotel Sudamericano estaban ya por cerrar el comedor, pero Javier convenció al mozo que nos preparara algo. Nos trajo unas Coca-Colas y unos huevos fritos con arroz recalentado, que apenas probamos. De pronto, a media comida, nos dimos cuenta que estábamos hablando en voz baja, como conspiradores, y nos dio un ataque de risa. Cuando salíamos hacia nuestros respectivos dormitorios —Pascual y Javier iban a regresar a Lima ese día, después de la boda, pero, como habían cambiado las cosas, se quedaron y para ahorrar plata compartieron un cuarto— vimos entrar en el comedor a media docena de tipos, algunos con botas y pantalón de montar, pidiendo cerveza a gritos. Ellos, con sus voces alcohólicas, sus carcajadas, sus choques de vasos, sus chistes estúpidos y sus brindis groseros, y, más tarde, con sus eructos y arcadas, fueron la música de fondo de nuestra noche de bodas. Pese a la frustración municipal del día, fue una intensa y bella noche de bodas, en la que, en esa vieja cama que chirriaba como un gato con nuestros besos y que seguramente tenía muchas pulgas, hicimos varias veces el amor, con fuego que renacía cada vez, diciéndonos, mientras nuestras manos y labios aprendían a conocerse y a hacerse gozar, que nos queríamos y que nunca nos mentiríamos ni nos engañaríamos ni nos separaríamos. Cuando vinieron a tocarnos la puerta —habíamos pedido que nos despertaran a las siete—, los borrachos acababan de callarse y nosotros estábamos todavía con los ojos abiertos, desnudos y enredados sobre la colcha de rombos verdes, sumidos en una embriagadora modorra, mirándonos con gratitud.

El aseo, en el baño común del Hotel Sudamericano, fue una hazaña. La ducha parecía no haber sido usada nunca, de la mohosa regadera salían chorros en todas direcciones salvo la del bañista, y había que recibir un largo enjuague de líquido negro antes de que el agua viniera limpia. No había toallas, sólo un trapo sucio para las manos, de manera que tuvimos que secarnos con las sábanas. Pero estábamos felices y exaltados y los inconvenientes nos divertían. En el comedor encontramos a Javier y Pascual ya vestidos, amarillentos de sueño, mirando con repugnancia el estado catastrófico en que habían dejado el local los borrachos de la víspera: vasos rotos, puchos, vómitos y escupitajos sobre los que un empleado echaba baldazos de aserrín, y una gran pestilencia. Fuimos a tomar un café con leche a la calle, a una bodeguita desde la que se podían ver los tupidos y altos árboles de la plaza. Era una sensación rara, viniendo de la neblina cenicienta de Lima, ese comenzar el día con sol potente y cielo despejado. Cuando regresamos, en el hotel estaba ya esperándonos el chofer.

En el trayecto a Grocio Prado, por una trocha polvorienta que contorneaba viñedos y algodonales y desde la que se divisaba, al fondo, tras el desierto, el horizonte pardo de la Cordillera, el chofer, presa de una locuacidad que contrastaba con nuestro mutismo, habló hasta

por los codos de la Beata Melchorita: daba todo lo que tenía a los pobres, cuidaba a los enfermos y a los viejitos, consolaba a los que sufrían, ya en vida había sido tan célebre que de todos los pueblos del departamento venían devotos a rezar junto a ella. Nos contó algunos de sus milagros. Había salvado agonizantes incurables, hablado con santos que se le aparecían, visto a Dios y hecho florecer una rosa en una piedra que se conservaba.

—Es más popular que la Beatita de Humay y que el Señor de Luren, basta ver cuánta gente viene a su ermita y a su procesión —decía—. No hay derecho que no la hagan santa. Ustedes, que son de Lima, muévanse y apuren la cosa. Es de justicia, créanme.

Cuando llegamos, por fin, enterrados de pies a cabeza, a la ancha y cuadrada plaza sin árboles de Grocio Prado, comprobamos la popularidad de Melchorita. Montones de chiquillos y mujeres rodearon el auto y a gritos y accionando nos proponían llevarnos a conocer la ermita, la casa donde había nacido, el lugar donde se mortificaba, donde había hecho milagros, donde había sido enterrada, y nos ofrecían estampitas, oraciones, escapularios y medallas con la efigie de la Beata. El chofer tuvo que convencerlos que no éramos peregrinos ni turistas para que nos dejaran en paz.

La Municipalidad, una vivienda de adobe con techo de calamina, pequeña y pobrísima, languidecía en un flanco de la plaza. Estaba cerrada:

—Mi compadre no tardará en llegar —dijo el chofer—. Esperémoslo a la sombrita.

Nos sentamos en la vereda, bajo el alero de la Alcaldía, y desde allí podíamos ver, al final de las calles rectas, de tierra, que a menos de cincuenta metros a la redonda terminaban las casitas endebles y los ranchos de caña brava y comenzaban las chacras y el desierto. La tía Julia estaba a mi lado, con la cabeza apoyada en mi hombro, y tenía los ojos cerrados. Llevábamos ahí una media hora, viendo cruzar a los arrieros, a pie o en burro, y a mujeres que iban a sacar agua de un arroyo que corría por una de las esquinas, cuando pasó un viejo montado a caballo.

—¿Esperan a don Jacinto? —nos preguntó, quitándose el sombrerote de paja—. Se ha ido a Ica, a hablarle al prefecto, para que saque a su hijo del cuartel. Se lo llevaron los soldados para el Servicio Militar. No volverá hasta la tarde.

El chofer propuso que nos quedáramos en Grocio Prado, visitando los lugares de Melchorita, pero yo insistí en probar suerte en otros pueblos. Después de regatear un buen rato, aceptó seguir con nosotros hasta mediodía.

Eran sólo las nueve de la mañana cuando iniciamos la travesía, que, zangoloteando por senderos de acémilas, arenándonos en trochas medio comidas por los médanos, acercándonos a veces al mar y otras a las extremidades de la Cordillera, nos hizo recorrer prácticamente toda la provincia de Chincha. A la entrada de El Carmen se nos reventó una llanta, y, como el chofer no tenía gata, tuvimos que sujetar los cuatro el auto en peso, mientras le cambiaba la rueda de repuesto. A partir de media mañana, el sol, que se había ido enardeciendo hasta convertirse en un suplicio, recalentaba la carrocería y todos sudábamos como en el baño turco. El radiador comenzó a humear y fue preciso llevar con nosotros una lata llena de agua para refrescarlo cada cierto tiempo.

Hablamos con tres o cuatro alcaldes de distritos y otros tantos teniente-alcaldes de caseríos que eran a veces sólo veinte chozas, hombres rústicos a los que había que ir a buscar a la chacrita donde estaban trabajando la tierra, o al almacén donde despachaban aceite y cigarrillos a los vecinos, y a uno de ellos, el de Sunampe, debimos despertarlo a remezones de la zanja donde dormía una borrachera. Apenas localizábamos a la autoridad municipal, bajaba yo del taxi, acompañado a veces de Pascual a veces del chofer, a veces de Javier —la experiencia mostró que mientras más fuéramos más se intimidaba el alcalde— a dar las explicaciones. Fueran cuales fueran los argumentos, veía infaliblemente en la cara del campesino, pescador o comerciante (el de Chincha Baja se presentó a sí mismo como «curandero») brotar la desconfianza, un brillo de alarma en los ojos. Sólo dos de ellos se negaron francamente: el de Alto Larán, un viejecito que, mientras le hablaba, iba cargando unas acémilas con atados de alfalfa, nos dijo que él no casaba a nadie que no fuera del pueblo, y el de San Juan de Yanac, un zambo agricultor que se asustó mucho al vemos pues creyó que éramos de la policía y que le veníamos a tomar cuentas por algo. Cuando supo qué queríamos, se enfureció: «No, ni de a vainas, algo malo habrá para que unos blanquitos se vengan a casar a este pueblo dejado de la mano de Dios». Los otros nos dieron pretextos que se parecían. El más común: el libro de registros se había perdido o agotado, y, hasta que mandaran uno nuevo de Chincha, la Alcaldía no podía certificar nacimientos ni defunciones ni casar a nadie. La respuesta más imaginativa nos la dio el alcalde de Chavín: no podía por falta de tiempo, tenía que ir a matar un zorro que cada noche se comía dos o tres gallinas de la región. Sólo estuvimos a punto de lograrlo en Pueblo Nuevo. El alcalde nos escuchó con atención, asintió y dijo que eximirnos de las proclamas nos iba a costar cincuenta libras.

No le dio ninguna importancia a mis años y pareció creer lo que le aseguramos, que la mayoría de edad era, ahora, no a los veintiuno sino a los dieciocho. Estábamos ya instalados frente a un tablón sobre dos barriles que hacía las veces de escritorio (el local era un rancho de adobes, con un techo agujereado por el que se veía el cielo), cuando el alcalde se puso a deletrear, palabra por palabra, los documentos. Despertó su temor el hecho de que la tía Julia fuera boliviana. No sirvió de nada explicarle que ése no era impedimento, que los extranjeros también podían casarse, ofrecerle más dinero.

—«No quiero comprometerme», decía, «eso de que la señorita sea boliviana puede ser grave».

Regresamos a Chincha cerca de las tres de la tarde, muertos de calor, llenos de polvo y deprimidos. En las afueras, la tía Julia se echó a llorar. Yo la abrazaba, le decía al oído que no se pusiera así, que la quería, que nos casaríamos aunque hubiera que recorrer todos los pueblecitos del Perú.

—No es por lo que no podamos casarnos —decía ella entre lagrimones, tratando de sonreír—. Sino por lo ridículo que resulta todo esto.

En el hotel, le pedimos al chofer que volviera una hora después, para ir a Grocio Prado, a ver si había regresado su compadre.

inguno de los cuatro teníamos mucha hambre, de modo que nuestro almuerzo consistió en un sandwich de queso y una Coca-Cola, que tomamos de pie, en el mostrador. Luego fuimos a descansar. Pese al desvelo de la noche y a las frustraciones de la mañana, tuvimos ánimos para hacer el amor, ardientemente, sobre la colcha de rombos, en una luz rala y terrosa. Desde la cama, veíamos los residuos de sol que apenas podían filtrarse, adelgazados, envilecidos, por una alta claraboya que tenía los cristales cubiertos de mugre. Inmediatamente después, en vez de levantarnos para reunirnos con nuestros cómplices en el comedor, caímos dormidos. Fue un sueño ansioso y sobresaltado, en el que a intensos ramalazos de deseo que nos hacían buscarnos y acariciarnos instintivamente, sucedían pesadillas; después nos las contamos y supimos que en las de ambos aparecían caras de parientes, y la tía Julia se rió cuando le dije que, en un momento del sueño, me había sentido viviendo uno de los cataclismos últimos de Pedro Camacho.

Me despertaron unos golpes en la puerta. Estaba oscuro, y, por las rendijas de la claraboya, se veían unas varillas de luz eléctrica. Grité que ya iba, y, mientras, sacudiendo la cabeza para ahuyentar el torpor del sueño, prendí un fósforo y miré el reloj. Eran las siete de la noche. Sentí que se me venía el mundo encima; otro día perdido y, lo peor, ya casi no me quedaban fondos para seguir buscando alcaldes. Fui a tientas hasta la puerta, la entreabrí e iba a reñir a Javier por no haberme despertado, cuando noté que su cara me sonreía de oreja a oreja:

—Todo listo, Varguitas —dijo, orgulloso como un pavo real—. El alcalde de Grocio Prado está haciendo el acta y preparando el certificado. Déjense de pecar y apúrense. Los esperamos en el taxi.

Cerró la puerta y oí su risa, alejándose. La tía Julia se había incorporado en la cama, se frotaba los ojos, y en la penumbra yo alcanzaba a adivinar su expresión asombrada y un poco incrédula.

—A ese chofer le voy a dedicar el primer libro que escriba —decía yo, mientras nos vestíamos.

 

Tomado de: Cap.XV- La tía Julia y el escribidor-Mario Vargas Llosa. Editorial Seix Barral, 1977.

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