Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura, era el siglo de la razón, era la edad de la fe, era la edad de la incredulidad, era la época de la luz, era la época de las tinieblas, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, lo teníamos todo, no teníamos nada, íbamos directos al Cielo, íbamos de cabeza al Infierno: era, en una palabra, un siglo tan diferente del nuestro que, en opinión de autoridades muy respetables, solo se puede hablar de él en superlativo, tanto para bien como para mal.
Reinaban en aquel tiempo en Inglaterra un rey provisto de robustas mandíbulas y una reina de cara muy fea, mientras se sentaban en el trono de Francia un rey provisto de unas mandíbulas no menos robustas y una reina de cara muy linda. Estaba más claro que el agua para todos los grandes del Estado que en uno y otro país se renovaba diariamente el milagro de la multiplicación de los panes, y que no cambiaría jamás el orden de cosas establecido.

Era el año de Nuestro Señor de 1775. Entonces como hoy se le habían concedido a Gran Bretaña revelaciones espirituales. Un profeta, que no era más que un guardia de corps, había anunciado que el día en que la señora Southcott cumpliera los veinticinco años, un abismo, preparado ya para abrirse, se tragaría Londres y Westminster. Apenas habían transcurrido doce años desde que el espíritu de Cock Lane hablara por conducto de las sillas y las mesas del mismo modo que nuestros modernos espíritus, lo cual es un argumento poco favorable para la originalidad de nuestro siglo. Se habían recibido en Inglaterra noticias de un orden menos espiritual relativas a cierto congreso formado en América por súbditos de la Gran Bretaña y estas noticias adquirieron más importancia para los humanos que todas las comunicaciones transmitidas por las gallinas de Cock Lane.

Francia, menos favorecida en materia de espíritus que su hermana del escudo y el tridente, se deslizaba blandamente por una senda sembrada de flores, cantos y carcajadas, abrojos, llantos y gemidos; fabricaba papel moneda que se daba prisa en gastar. Bajo la guía de sus pastores cristianos, se divertía con actos de humanidad, como, por ejemplo, quemar vivo a un joven, después de cortarle ambas manos y arrancarle la lengua, por no haberse arrodillado, mientras llovía, al pasar una sucia procesión de monjes, a una distancia de cincuenta o sesenta metros. Crecían entretanto en los grandes bosques de Francia y de Noruega árboles que el Leñador, el Destino, había marcado para ser talados con la idea de construir con sus tablas un cadalso de nueva invención, provisto de una cuchilla y un saco, y del cual debía conservar la historia un espantoso recuerdo. También en aquellos días se albergaban bajo los cobertizos de algunos de los labradores que cultivaban las tierras de las cercanías de París toscos carros cubiertos de lodo, olfateados por los cerdos y que servían de cama a las gallinas, y que el Granjero, la Muerte, había elegido para convertirlos en proveedores del hacha revolucionaria. Pero el Leñador y el Granjero trabajaban en silencio y nadie oía el sordo rumor de sus pasos, aunque es verdad que bastaba sospechar sus preparativos para hacerse culpable de traición y de ateísmo.

En Inglaterra apenas había orden o seguridad suficientes para justificar la jactancia nacional. No pasaba una noche sin robos a mano armada y audaces asaltos en medio de la calle hasta en la misma capital; se habían puesto avisos en los parajes públicos para advertir que nadie saliese de la ciudad sin depositar sus muebles en el almacén de un tapicero para tener más seguridad de encontrarlos a su regreso; el ladrón nocturno se transformaba a la claridad del sol en mercader de la City y, cuando era reconocido y acusado por su cómplice, lo prendía en virtud de su título de capitán, le cortaba sin cumplimientos la cabeza y huía a uña de caballo. El correo caía en emboscadas en las que lo esperaban siete bandidos; tres de éstos morían a manos del guarda que acompañaba la correspondencia y que, agotando sus municiones, era asesinado por los demás asaltantes, los cuales saqueaban el coche sin mayor obstáculo. El lord corregidor de Londres, a pesar de ser un poderoso potentado, se veía obligado a obedecer a un osado aventurero que le exigía la bolsa o la vida, y que despojaba al ilustre personaje en medio de sus numerosos lacayos. Los pilluelos robaban los broches de diamantes del pecho de los nobles lores hasta en los salones de la corte; los mosqueteros iban al barrio de Saint Giles a apoderarse de las mercancías de contrabando; la turba hacía fuego contra los mosqueteros y éstos contra la turba, y nadie se extrañaba de estos hechos que eran propios de la vida común. En tanto el verdugo estaba muy atareado y trabajaba que era un portento. Ya colgaba en largas hileras criminales de toda especie, ya estrangulaba el sábado al ratero preso el martes anterior; por la mañana marcaba a fuego en la prisión de Newgate la mano de docenas de personas, y por la noche ardían los libelos en la puerta de Westminster; hoy quitaba la vida a un horrible asesino, y mañana, a un miserable que había robado dos peniques al hijo de un colono.

Todas estas cosas, y mil más por el estilo, sucedían en Francia y en Inglaterra en el año de gracia de 1775; y mientras el Leñador y el Granjero trabajaban sin que nadie los viera, los dos monarcas de robustas mandíbulas y las dos reinas, la una fea y la otra bonita, marchaban con estruendo llevando con mano levantada y firme su derecho divino. De este modo conducía el año 1775 a sus majestades, y a millares de ínfimas criaturas —las criaturas de esta crónica, principalmente—, por las sendas que se abrían ante ellas.

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