Por Raúl Mendoza Cánepa

I

La invasión

 

Toqué apenas la manija que levanta la cama e introduje el dedo en mi boca en uno de esos movimientos inconscientes de los que apenas nos percatamos. Me detuve frente al espejo. «El virus habita el metal, la madera, el plástico…estoy muerto». Temprano vi en el noticiero a decenas de ataúdes amontonados en los hospitales. La muerte por el contagio es sencilla, pero tiene sus complejidades tortuosas. No sé si han visto morir a una cucaracha, ahogada y agitada, revolcándose sobre sí misma.

Cada día la curva de ascensos de la mortandad se eleva exponecialmente y no quedan respiradores. Es suficiente aspirar alguna goticula perdida en el aire por un estornudo o el intercambio de lluvias en una simple conversación para convertirse en estadística.

¿Sabes lo que es el miedo? No tiene una definición, pero se precisa en una intuición, un estado de alerta permanente que agota. Ese estado te obnubila, te impide pensar cuando vas al mercado por tu sobrevivencia, cuando caminas para vender una baratija cubierto por un cubrecara posapocalíptico, unos lentes de fumigador y una bolsa que cubre tus cabellos. El virus se adhiere como una partícula volátil sobre cualquier materia hasta introducirse en la boca y hundirse socavando las paredes bronquiales y destruyéndolo todo. Se impregna en los pulmones para detenerlos.

Ahora, ¿sabes lo que es el miedo? No, no soy de los que salgo. La crisis respiratoria se inició en mi niñez. Me arqueaba para respirar y mi padre me limpiaba las láminas de sudor de la frente con un trapo empapado en alcohol. El miedo, sí. Ya no me acicalo y una tupida barba me esconde de las arañas. Me he habituado a la idea del encierro, pero trato de darle un contenido ¿Para qué todo esto? Es un antes y un después de qué ¿Seré mejor? ¿Me envileceré frente a esos miles que salen abigarrados para sobrevivir? Mi única sobrevivencia es un escondrijo que preserva mi tráquea ya malherida.

La economía se cae y no existe una perspectiva en el horizonte porque no hay horizonte ¿Y ahora sabes lo que es el miedo? ¿Y la nostalgia? El océano es solo un recuerdo que vivifico. Va, viene, cerca roe las piedras y lejos no respira pero contiene a la vida. Si la tragedia sirve de algo, cómo descubro su orientación. Los primeros días no podía retener la vista en las páginas de mis libros hasta que asumí que no se trataba de leer porque días innumerables tuve para hacerlo cuando la vida tenía un curso normal. El miedo. Cuántos cometas y asteroides han rondado la esfera con la múltiple posibilidad de destruirnos durante estas semanas.

-Qué te asusta.

Me recuesto de lado para dormir, que es la única manera de no pensar. No puedo cerrar los ojos, los fijo en la lámpara de metal y procuro perderme en una nebulosa. Respiro entrecortado. En dos meses no tendremos provisiones. Suena el timbre. Me levanto y bajo a zancadas las escaleras. Acomodo mi disfraz galáctico. Es la última entrega y abro sin medir la distancia. El hombre de las entregas lleva un barbijo y extiende los paquetes, pero aún queda la duda de cuál es el poder de contención de una tela frente a miles de micropartículas que vuelan como flechas hasta los ojos descubiertos o los orificios nasales. Tengo los ojos inyectados de furia como un soldado desertor, lo interrumpo, no deseo que hable.

Tengo los ojos crispados y rojos que el espejo me devuelve como una imagen de asombro y terror frente a mí mismo.  No sé si enloqueceré finalmente o si la resignación paciente es, en ocasiones, la posición más razonable. Soy un pequeño roedor que huye y hurga un lugar en el rincón más alejado de la casa. La vecina rompe en llanto, es su madre. Oigo la plañidera como un violín. Hay una ambulancia en la puerta de su casa. En el edificio de enfrente un niño se quiebra por salir y amenaza con tirarse al vacío. Las ambulancias aúllan entrecruzándose en las calles que clarean.

¿Y de qué me servirá todo esto? Victor Frankl encontró una razón para sostenerse en los campos de concentración nazis, pensar en mañana, la ilusión del indulto. Yo solo me descubro en mi desnudez.

II

Inmóvil

Hoy tembló la tierra mientras escribía la novela que no verá la luz. Un sacudón con agitaciones decrecientes. Amanecía con una inusual lluvia de verano, goterones  que caían como avalancha de flechas picaban mi ventana, pero el remezón rugió sobre el vidrio hasta rajar algunos tramos.

Fue el único día que asomé el rostro a la calle, pero no es tiempo de contemplaciones, cerré la puerta de inmediato. No hay víveres en los mercados y los hombres se han provisto de armas para atacar o defenderse frente a la delincuencia.  Solo tengo una automática vieja, de mi abuelo; y un fierro que perfila una punta que bien puede servir de lanza. Es común que algunos quieran penetrar las casas con engaños y que golpeen las puertas, amenazantes.

La lanza es de fierro pesado que mi mano apenas puede empuñar y dirigir. Anoche dos hombres golpetearon la puerta vecina. La casa está vacía. Algunos minutos más tarde dos estampidos secos de bala nos sobresaltaron y finalmente sobrecogieron. Hemos decidido no salir. He callado sobre el asteroide y trato de explicarles a las niñas sobre la lógica de las lluvias inusuales, pero soy bastante impreciso. Tampoco alcanzo una razón para fundamentar los vientos huracanados que ya han derribado algunos cables.

No sé cómo sostener a otros. Cuando el desaliento gana batalla invento una actividad. Rezar y meditar en las primeras horas pueden reforzar la atención. Contener el aliento trabaja la ilusión de que unos pulmones fuertes son suficientes para sobrevivir, pero entre tantos fuegos me abrumo porque es tiempo de buscar el alimento y enfrentar a las hordas agazapadas en las esquinas y al virus arrasador que se suspende en el aire para estrangularnos con la ventaja de su invisibilidad.

No tengo el coraje para dar batalla, quizás morir de hambre no sea, después de todo, tan malo, solo la elección del tipo de muerte. Todas ellas asemejan nuestra agonía con la de las cucarachas. Mi hermana es práctica, demasiado, y su opción no es la inanición. Premunida de una  máscara, un cuchillo y unos lentes especiales se dispone a ir por el alimento, contraviniendo la ley de las cuevas. Pueril o no, debo confrontar con la vergüenza y con el miedo o los escrúpulos cuando vuelva a casa y cumpla con el protocolo de desinfección. “No salgas, moriremos”. Estoy quieto como una estatua, vulnerable al menor descuido de los otros.

 

“Cobarde”, no es una palabra que ilustre un retrato ni la memoria de quien se presumió siempre un héroe de nada. Me aseguro de advertirle que mire que no haya vándalo alguno en la calle, pero no tengo el coraje de arrebatarle la indumentaria de bioseguridad para darle cara a los peligros de una calle distópica, de un mundo distópico y vacío. Estoy preso, como amarrado a una cama que se eleva apenas para la hora de mis alimentos.

 

III

La fuga

Me detengo. Aparto el lapicero y me escondo entre dos colchas. Me duelen los nudillos por horas largas de escritura. No quiero hacer de mi miedo una novela. Estoy asustado, no he salido de casa pero no justifica que evada el infierno que nos toca, persisto porque escribir es un mecanismo que apura el tiempo. Lo más reciente fue una nueva salida de Juana que me forzó a asomar a la puerta de la calle sin mascarilla cuando una mujer descubierta de labios pasaba. Volví mi cuerpo y pasé varias horas vinculando todas las variables. No interactuamos, pero estuvo cerca y es peligroso no guardar una distancia. Era la calle y el viento golpeaba mi cara. No abriré más la puerta de mi cuarto y fingiré no oír la voz de nadie. No comeré. Solo escribiré hasta morir o hasta cuando todo esto pase, pero un experto en epidemias sostiene que no hay caso, que todos nos contagiaremos igual y muchos moriremos. Es un dato de la prospectiva estadística. La farsa es la previsión, lo único seguro es la prevención, pero vivo en un océano de peces y de redes sueltas. Prendo el televisor, eludo y vuelvo, es un juego perverso. Las noticias dan cuenta de un político enfermo, muerto en la puerta de un hospital. Estoy condenado a morir bajo mi techo para ser envuelto con una bolsa como los perros. Es el plan familiar si es que alguno se pierde en la peste.

Daría lo que sea por quebrar el muro de vidrio de la realidad o saltar, pero es una ilusión. Despierto. La sábana se ha humedecido con mi sudor helado. Tengo las manos frías, las envuelvo en una manta. Juana persiste en tocar la puerta, pero no le abriré. Me pregunto si tomaré contacto con ella y con los otros habitantes de la casa. Leo sobre la incubación y los síntomas y los ojos se me inyectan, son dos pelotas a punto de reventar.

-Deja de leer. Te dejaré el plato cerca hasta que te animes a salir. Bien te vendría colaborar, estamos cargados.

Deja de tocar la puerta con sus nudillos, raspa el suelo con sus sandalias. Se aleja. Miro fijo mi violín azul, lo compré hace dos años en la Plaza 2 de Mayo y permanezco ensimismado, sé que no pensar es lo único que puedo hacer. El ruido se torna en silencio. No recuerdo bien si me encerré cuando se abrió una puerta con un golpe de viento o cuando uno de mis hijas me encaró. No hay una palabra precisa para exorcizar a esos demonios.

Me envuelvo nuevamente para dormir, con la urgencia de saltar, de volver a los muros del recinto universitario. Descifro la marca del violín. Acaso Covenant, ese lugar de Georgia que rastreo en la novela que acabo de leer o acaso un nombre común.

Mi muerte no es tu muerte, la muerte ha dejado de ser un referente de miedo. A nadie la importa. Se ha banalizado. Solo pasa. “Salgan, morirán aquellos a los que le toque”. Dónde quedó el valor absoluto de la vida. Un kilo de lentejas tienen más peso que sobrevivir a un virus que ahora estrangula a pocos y el derecho al miedo es una comedia trágica, un gesto horrendo ante el espejo, una vergüenza. La cuarentena  no ha concluido y centenares de personas se aglomeran en los mercadillos y en las calles estrechas. La impresión es que no le temen a la muerte o que llevarse la comida a la boca supera a cualquier invasor. La congestión a contrapelo de la orden presidencial se expande y es una bola de nieve que debilita al presidente. Estoy dispuesto a ser el hazmerreír, no me importa. Vivir sin empleo fue un infierno. Procuro siempre olvidarlo y estoy al linde de echarlo a perder. Fue una suerte lograr este trabajo, pero temo morir al enfrentarme a las cercanías de la calle. Es un dilema perverso que me aprieta la garganta y me gatilla. Un hombre es contenido antes de saltar desde la ventana de un hospital en Bogotá, se ahoga, lo regresan a su cama y muere media hora después. Requiero de narcóticos para no ver la luz, pero nadie los prescribe y nadie sale. Se reanudan algunas actividades y soy la carne de cañón de un mundo que olvida rápido el viento envenenado. No los entiendo, ni ellos me entienden a mí.

Prendo el foco y apago el televisor. Luz de agosto, Faulkner. Tantas veces leído sin concentración en estos meses. Estoy atento a la posibilidad de que alguien en la primera planta abra la puerta. Un hombre tose, expectora y se ahoga en el jardín colindante. Nadie viene por él. Me duele el vientre, quiero vomitar.

Me paro para observar sus movimientos sin hacer nada, inmutable lo miro sin pestañear y sigiloso para que no me sorprenda. Se oye la cola del banco, los pobres que buscan el bono para sobrevivir y que no da para una semana. Todos presionan para levantar la cuarentena y morir, no sé si es una inspiración de coraje o la desesperación. Soy el cobarde que atisba encadenado a la cama, vulnerable, muerto de miedo y sin posibilidad alguna de defenderse.

 

IV

La semilla del héroe

 

El filo helado trazando mis pectorales en dos hemisferios como aquella fruta que partí, dos pulpas heladas. Le pedí me remendara el corazón y lo tomó  tan a la letra que la esperé hasta morir. No me sometí a la cirugía, si hay algo le temí más que a nada es a los hospitales y los bisturís.

El dolor agudo de las carnes rotas y las costillas separadas músculo tirante punzado por un metal quemante y mis ojos curvados manifiestos en toda su órbita me mantengo despierto los tejidos de nervios aún responden mortificado  con las arterias colgantes débiles el tortuoso paso de la máquina que desteje mi interior profanando las entrañas y el grotesco gesto en el espejo imaginario atrapada mi voz en las cuerdas colapsadas de su guitarra y apenas el eco impotente de mi clamor. “Va la anestesia, señor…” . Una pesadilla. Le temo a los hospitales.

Me esfuerzo por contener el aire como una bestia herida una batalla por respirar respirar, crisis respiratoria (edad: diez años; diagnóstico: asma), seccionando las branquias con cuchillas fulgurantes globos apertrechados entre los omoplatos, siempre le temí a la asfixia, la carne atrapada en la epiglotis rígida y mis ojos lechosos deshechos y el rostro que se me amorata en el espejo de una tetera cromada y el aire que entrampa el tubo de aire que me conecta a la vida. Proust dividió el tiempo entre el asma y las letras, a puntadas hilaron la memoria. Es lo que trato de hacer desde que se reportó el primer caso en Lima.

 

El aire denso en extinción, adelgaza, objetos que se cuelan o deslizan por la tráquea como una sustancia espesa, silba y silba con mi vaho en la cuchara del te… agito las manos con violencia cianosis azul azul como que algo así debe ser morirse hoy, hoy como a mis diez años, porque de morirse de miedo ya es bastante. Pesadilla, las he tenido en demasía desde marzo: “contemplo el frente de mi cuerpo afeitado el esternón separado de arriba hacia abajo pericardio expuesto que se abre la máquina de corazón-pulmón un artefacto que invade las marañas y me habita entran en batalla los pulmones se aquietan luego y toman distancia, incisión en la masa elástica que late  reloj de pared, espeso el aire helado la inyección en la frágil maquinaria de esta carne flagelada desmontable grasa hollín niebla ácida en los ojos terror de sombras en la oscuridad. Y yo corriendo con una bata por los alrededores de la San Felipe para no ser invadido”. Despierto.

-No pienses tanto. Crea una rutina para la cuarentena. Imagina el futuro, qué tal si te lo crees. Tal vez se te dé. Si superas el para qué, puedes ser un héroe, un poeta o quizás un tirano, ¿has leído a Víctor Frankl?

Enciendo el televisor. Los enfermeros uniformados en triple tela recogen los cadáveres que enfilan en un estadio. Ocurre en Italia, donde han llegado a la etapa cuatro de la pandemia, esto es en términos precisos y trágicos que los casos graves dejan de recibir atención y son presas del matadero de un sistema sanitario que no se da abasto.  Italia tiene miles de respiradores mecánicos y el Perú solo doscientos. Pienso en la eutanasia llevada a su máxima expresión. Qué hubiera escrito Zweig si viviera y atisbara por los agujeros negros de este siglo; El diario del año la peste, Dafoe; acumulo libros. Camus. La muerte en el siglo de Pericles, muerto en una oleada. Los paquetes de restos son depositados en  camiones frigoríficos en Turín.

-Todo lo haces síntomas-musita Juana, ¿ni sabes la razón?

Quizás sí. Mi hermana se aleja y abro una página al azar de un libro que me cubre como una excusa. El guardián entre el centeno, sobrevuelan mis ojos la enigmática y perturbadora frase de Holden Caulfield, quizás de eso trata todo finalmente, del heroísmo que me llama, que es la suprema excusa de una reivindicación personal: “Yo como Caulfield, me imagino a muchos niños pequeños jugando en un gran campo de centeno y todo. Miles de niños y nadie allí para cuidarlos, nadie grande,  excepto yo. Y yo estoy al borde de un profundo precipicio. Mi misión es agarrar a todo niño que pueda caer en el precipicio. Quiero decir, si algún niño echa a correr y no mira por dónde va, tengo que hacerme presente y agarrarlo. Eso es lo que haría todo el día. Sería el encargado de agarrar a todos los niños en el centeno. Sé que es absurdo; pero es lo único que verdaderamente me gustaría ser”.

 

 

Un comentario para “La semilla del héroe

  1. «La impresión es que no le temen a la muerte o que llevarse la comida a la boca supera a cualquier invasor» Raúl Mendoza.
    Al final de cuentas, al miedo le da hambre, y sale con mascarilla a llevarse un último mendrugo para el viaje. Aquí en mi país, no hubo miedo hasta que empezamos a enterrar nombres.
    Saludos desde Guatemala.

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