«Empecé mi vida como sin duda la acabaré: en medio de los libros. En el despacho de mi abuelo había libros por todas partes; estaba prohibido limpiarles el polvo salvo una vez por año, en octubre, antes del comienzo de las clases. No sabía leer aún y ya reverenciaba esas piedras levantadas: derechas o inclinadas, apretadas como ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente espaciadas formando avenidas de menhires; sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. Se parecían todas; yo retozaba en un santuario minúsculo, rodeado de monumentos rechonchos, antiguos, que me habían visto nacer, que habían de verme morir y cuya permanencia me garantizaba un porvenir tan tranquilo como el pasado. Yo las tocaba a escondidas para honrar a mis manos con su polvo, pero no sabía qué hacer con ellas y asistía cada día a unas ceremonias cuyo sentido se me escapaba. Mi abuelo, tan torpe de costumbre que mi abuela le abrochaba los guantes, manejaba esos objetos culturales con una destreza de oficiante. Le he visto mil veces levantarse con un aire ausente, dar la vuelta a la mesa, cruzar la habitación de dos zancadas, tomar un volumen sin dudar ni lo más mínimo, sin tener el tiempo de elegir, hojearlo mientras volvía a su sillón, con un movimiento combinado del pulgar y del índice, y luego, apenas sentado, abrirlo de golpe por «la página buena», haciéndolo crujir como un zapato»

(«Las palabras»; Buenos Aires: Losada, 2005 [1964], páginas 36-37).

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