Por Edgar Allan Poe

A lo largo de todo un pesado, sombrío, sordo día otoñal, cuando las nubes se ciernen agobiosamente bajas en el cielo, yo había ido cruzando, solo, a caballo, por un terreno singularmente lóbrego de la campiña; y al fin, me hallé, cuando las sombras de la tarde iban cayendo, a la vista de la melancólica mansión de los Usher. No sé cómo fue, pero, a mi primer atisbo de la casa, una sensación de insufrible tristeza invadió mi espíritu. Digo insufrible, porque aquella sensación no era mitigada por ninguno de esos sentimientos semiagradables, por lo poéticos, con que el espíritu recibe hasta las más severas imágenes naturales de lo desolado o terrible. Yo contemplaba la escena que tenía delante —la casa y las líneas del paisaje de aquella heredad, las frías paredes —las ventanas vacías que parecían ojos— unos juncos lozanos —y unos pocos, blanquecinos troncos de árboles carcomidos— con tan completa depresión de ánimo, que yo no podía compararla propiamente a otra sensación terrena sino al desvarío que sigue a la embriaguez del opio —amarguísimo tránsito a la vida cotidiana— horrible caída del velo. Era un helor, un abatimiento, una angustia del corazón— una irremediable tristeza de pensamiento, que ningún estímulo de la imaginación, podía convertir en el menor grado de entusiasmo por lo sublime. ¿Qué era? —me detuve a reflexionarlo— ¿qué era lo que así me deprimía en la contemplación de la Casa de los Usher? Era un misterio insoluble; ni siquiera podía yo luchar con las imaginaciones sombrías que tumultuaban en mí durante aquellas reflexiones. Me veía obligado a recaer en la insatisfactoria conclusión de que, sin duda, puesto que se dan combinaciones de sencillísimos objetos naturales, que tienen el poder de afectarnos de tal modo, el análisis de ese poder reside en consideraciones que están fuera de nuestros alcances. Era posible, pensaba yo, que una simple disposición de las particularidades de la escena, de los pormenores del cuadro, fuesen suficientes para modificar, o acaso aniquilar, su capacidad para producir impresión dolorosa; y, obrando de acuerdo con aquella idea, guié mi caballo hacia el tajado margen de un negro y tétrico estanque, el cual se extendía con no alterado brillo junto a la casa, y contemplé dentro de él —aunque con un estremecimiento más trémulo todavía que el de antes— las repetidas e invertidas imágenes del verde juncar, y de los troncos siniestros de los árboles y las vacías ventanas que parecían ojos.

Y, con todo, yo me proponía entonces pasar unas semanas en aquella lóbrega mansión. Su propietario, Rodrigo Usher, había sido uno de los alegres camaradas de mi adolescencia; pero habian pasado muchos años desde la última vez que nos vimos. Sin embargo, habia recibido últimamente, en una distante región de aquel país, una carta suya, la cual, por su carácter de apremiante insistencia, no admitía sino una respuesta mía en persona. Aquel manuscrito manifestaba claramente grande agitación nerviosa. El que lo escribía hablaba de una enfermedad corporal aguda, de un trastorno mental que lo oprimía, y un vehemente deseo de verme, como a su mejor, y en realidad, único amigo de veras, para ver si con el gozo de mi compañía, hallaba algún alivio a su enfermedad. La manera como todo aquello, y mucho más, estaba dicho —y el modo como se me hacía aquella súplica con todo el corazón— no me daban espacio para vacilar, y en consecuencia, inmediatamente obedecia lo que, sin embargo, seguía pareciéndome singularísimo requerimiento.

Aunque de muchachos habíamos sido íntimos camaradas, yo conocía en realidad muy poco a mi amigo. Su reserva para conmigo había sido siempre excesiva y habitual. Con todo, yo estaba enterado de que su antiquísima familia había sido notable, desde tiempo inmemorial, por una peculiar sensibilidad de temperamento, que se había desplegado durante largos siglos, en muchas obras de arte superior, y manifestado últimamente en obras de caridad munífica aunque nada ostentosa, así como en apasionada devoción para las intrincadas, tal vez más que para las normales y reconocibles bellezas, de la ciencia musical. Y también había sabido, cosa muy digna de notar, que el tronco de la raza de los Usher, con ser de tan antigua reputación, en ningún período había producido ramas duraderas; dicho de otro modo, que toda su descendencia era por línea directa, y siempre con muy insignificantes y temporarias variaciones, se había perpetuado de aquel modo. Aquella deficiencia, pensaba yo, mientras daba vueltas en mi pensamiento a la perfecta correspondencia del carácter de aquellas posesiones con el atribuido a las personas, y mientras reflexionaba acerca de la posible influencia que el de las unas, en el largo transcurso de los siglos, podía haber ejercido en las otras —aquella deficiencia, tal vez, de sucesión colateral, y la consiguiente, indesviada transmisión, de señor a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era lo que a la larga los había identificado hasta el punto de fundir el titulo original de la posesión con el rancio y ambiguo nombre de «Casa de Usher»— nombre que parecía incluir en la intención de los lugareños que lo usaban, a un mismo tiempo la familia y la mansión familiar.

He dicho que el solo efecto de mi algo pueril experimento —el de mirar dentro del estanque había sido el de reforzar más todavía mi primera y singular impresión. No podía caber duda en que la conciencia del rápido incremento de mi superstición —¿por qué no habría de llamarla así?— servía principalmente para intensificarla más. Tal es, me he convencido hace mucho tiempo de ello, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen por base el terror. Y podía haber sido por esta razón únicamente, por lo que, cuando volví a levantar mis ojos hacia la casa misma, dejando de mirar su imagen en el estanque, se originó en mi espíritu una extraña fantasía —una imaginación tan ridícula, en efecto, que sólo hago mención de ella para mostrar la vivida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Había yo excitado mi imaginación como si realmente creyera que por toda la casa y toda aquella heredad se cernía una atmósfera peculiar de ellas y de cuanto las rodeaba— una atmósfera que no tenía ninguna afinidad con el aire del cielo, sino que se había exhalado de los desmedrados árboles, y del verde valle, y del silencioso estanque— un vapor pernicioso y misterioso, pesado, inactivo, apenas discernible, y de color plomizo.

Sacudiendo de mi espíritu lo que debía haber sido un sueño escudriñé más estrictamente el aspecto del edificio. Su principal carácter parecía ser el de extraordinaria antigüedad. Y el descoloramiento causado por los siglos había sido muy considerable. Abundancia de diminutos hongos se esparcían por todo el exterior de la casa y colgaban, en delicado enmarañado tejido, de los aleros. Y sin embargo, esto no tenía nada que ver con un deterioro extraordinario de la casa. No había caído ningún trozo de mampostería, aunque parecía existir un extraño desacuerdo entre el perfecto ajuste de las partes, lo desmoronado de cada una de las piedras. Ello me recordaba mucho la engañosa integridad de viejas obras de carpintería que se han ido carcomiendo durante años en algún desván olvidado, sin estorbos del soplo del aire exterior. Aparte de aquel indicio de general ruina, el edificio, con todo, no ofrecía la menor señal de inestabilidad. Tal vez la vista de un observador minucioso hubiera podido descubrir una grieta apenas perceptible que, extendiéndose desde el techo de la fachada del edificio, bajaba por la pared zigzagueando hasta que se perdía dentro de las tétricas aguas del estanque.

Mientras iba notando aquellas cosas, cabalgaba yo por una corta calzada que conducía a la casa. Un mozo que estaba aguardándome, se encargó de mi caballo, y entré en el gótico vestíbulo abovedado. Un criado de paso furtivo, me condujo en silencio desde allí, por varios oscuros e intrincados pasadizos, hacia el estudio de su amo. Mucho de lo que encontré por el camino contribuyó no sé de qué modo, a intensificar más todavía los vagos sentimientos de que he hablado ya. Con todo y ser los objetos que me rodeaban —las entalladuras de los techos, las oscuras tapicerías de las paredes, la negrura de ébano de los pisos, y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que traqueteaban con mis pisadas, no eran sino cosas a las que, o como a las que, yo me había acostumbrado desde mi infancia— a pesar de que yo no vacilaba en reconocer lo familiar que me era todo aquello— sin embargo me maravillaba al hallar cuán poco familiares eran las imaginaciones que aquellas imágenes ordinarias estaban agitando en mí. En una de las escaleras por donde subimos, hallé al médico de la familia. Su fisonomía, a lo que me pareció, mostraba una expresión mezclada de baja marrullería y perplejidad. Pasó por mi lado con azoramiento y continuó su camino. Entonces el criado abrió una puerta y me introdujo a presencia de su señor.

… La habitación donde me hallé era muy vasta y alta. Las ventanas eran largas, estrechas y puntiagudas, y a tan elevada distancia del negro pavimento de roble, que desde dentro eran completamente inaccesibles. Débiles fulgores de luz acarmesinada se abrían paso por los enrejados cristales, y servían para hacer lo suficiente distinguibles los objetos más prominentes en derredor; con todo, la mirada se esforzaba en vano para alcanzar los más lejanos rincones de la habitación, o los meandros del abovedado y calado techo. Negras colgaduras pendían sobre las paredes. El mobiliario general era profuso, incómodo, anticuado y desvencijado. Algunos libros e instrumentos musicales estaban esparcidos por allí; pero no alcanzaban a dar vida alguna al conjunto. Sentí como si estuviese respirando una atmósfera de tristeza. Un aspecto de austera, profunda e irremediable melancolía se cernía y lo invadía todo.

Al entrar yo, Usher se levantó de un sofá donde había estado echado completamente, y me saludó con vivaz vehemencia que tenía mucho, según yo pensé al primer pronto, de cordialidad excesiva de obligado esfuerzo de hombre de mundo aburrido.

Con todo, una ojeada a su continente, me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos; y durante unos momentos, en que él no dijo palabra, lo contemplé con un sentimiento medio de lástima, medio de terror. ¡Sin duda, jamás un hombre había cambiado de modo tan terrible, en tan poco tiempo como Rodrigo Usher! No sin dificultad pude admitir la identidad de aquel ser macilento que tenía ante mí, con el camarada de mi temprana edad. Y eso que el carácter de su rostro había sido siempre extraordinario. Una tez cadavérica; unos ojos grandes, licuescentes y luminosos sobre toda comparación; los labios algo delgados y muy pálidos, pero de curvas extremadamente bellas; una nariz de fino modelado hebreo, pero con las ventanas demasiado abiertas para semejante forma; un mentón finamente modelado, que por su poca prominencia expresaba falta de energía moral; los cabellos de sédea suavidad y tenuidad; aquellas facciones, con un exagerado ensanchamiento en la región de las sienes, formaban una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora en la mera exageración del carácter predominante de aquellas facciones, y de la expresión que solían mostrar, había tanto de cambiado, que yo dudaba quién estaba hablando. La lívida palidez actual de su epidermis, y el nuevo y maravilloso brillo de sus ojos, eran lo que más me asombraba y aun aterrorizaba. También los sedosos cabellos habían sido dejados crecer con el mayor descuido, y como con su extraño enmarañamiento de telaraña flotaban más que caían alrededor de su rostro, yo no podía ni con esfuerzo, relacionar aquella salvaje expresión con ninguna idea de pura humanidad.

En los gestos de mi amigo me llamó la atención en seguida cierta incoherencia, cierta inconsistencia; y pronto vi que ello procedía de una serie de esfuerzos débiles y vanos para dominar una trepidación habitual, una excesiva agitación nerviosa. Para algo de aquella naturaleza ya había sido yo preparado, en efecto, no menos por su carta que por los recuerdos de ciertos rasgos de su niñez, y por conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y flojos. Su voz variaba rápidamente de una trémula indecisión (cuando los espíritus vitales parecían del todo ausentes) a esa especie de enérgica concisión —a esa brusca, grave, pausada y ahuecada pronunciación—, a esa aplomada, equilibrada y perfectamente modulada pronunciación, que se puede observar en los borrachos perdidos, o en los incorregibles tomadores de opio, durante los períodos de su más intensa excitación.

Así fue cómo me habló del objeto de mi visita, de su vivo deseo de verme y del consuelo que esperaba recibir de mí. Se extendió bastante en lo que él imaginaba ser la naturaleza de su enfermedad. Era, decía, una dolencia constitucional y familiar, y para la cual desesperaba de hallar remedio —pura enfermedad nerviosa, añadió inmediatamente, que sin duda se mejoraría pronto. Se manifestaba en una porción de sensaciones nada naturales. Algunas de ellas, según él las refería minuciosamente, me interesaron y asombraron; aunque los términos y el modo general de su narración contribuían a ello. Padecía mucho de una morbosa acuidad de los sentidos; solamente podía soportar los alimentos más insípidos; sólo podía llevar ropas de ciertos tejidos; las fragancias de todas las flores lo sofocaban; sus ojos eran torturados hasta por la luz más débil; y solamente había algunos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, que no le infundiesen horror.

Me pareció verlo completamente esclavizado por una especie anómala de terror. «Me moriré —dijo—, he de morirme de esta deplorable locura. Así, así, y no de otra manera pereceré. Temo los acontecimientos futuros no por sí mismos sino por sus resultados. Me estremezco al pensar en los efectos que cualquier incidente, aun el más trivial, puede causar en esta intolerable agitación de mi alma. En efecto, no me causa horror el peligro sino por su puro efecto: el terror. En esta desalentada y lamentable condición siento que más tarde o más temprano vendrá el momento en que tendré que abandonar la vida y la razón a un mismo tiempo, en lucha con el horroroso fantasma, Miedo».

Noté además a intervalos y por indicaciones fragmentarias y equívocas, otro singular carácter de su estado mental. Estaba obsesionado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la casa que habitaba, y de la cual hacía muchos años que no se había atrevido a salir —referentes a una influencia cuyo supuesto poder me comunicaba en términos demasiado sombríos para que yo los repita aquí— una influencia que ciertas particularidades de la pura forma y materia de su mansión familiar, habían, a fuerza de largo padecimiento, decía él, ejercido sobre su espíritu —un efecto que lo físico de las grises paredes y torres, y del sombrío estanque en que totalmente se reflejaba, había a la larga producido sobre lo moral de su existencia.

Sin embargo, admitía aunque con cierta vacilación que mucho de la peculiar tristeza que de aquel modo lo afligía, podía atribuirse a un origen más natural y mucho más claro —a la grave y larga enfermedad— y aun a la segura muerte próxima —de una hermana a quien amaba tiernamente— su sola compañera durante largos años —su último y único pariente sobre la Tierra. «La muerte de ella, decía, con una amargura que jamás podré olvidar, lo dejaría (a él tan desesperanzado y tan débil) por único de la antigua raza de los Usher. Mientras él hablaba, lady Madelina (que asi se llamaba) pasaba pausadamente por un largo apartado de aquella habitación, y, sin haber advertido mi presencia, desapareció. Yo la miré con profundo asombro, no sin mezcla de temor y, con todo, me fue imposible explicarme tales sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía, mientras mis ojos seguían sus pasos que se retiraban. Cuando una puerta, al fin, se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintivamente y con vivo interés, el semblante de su hermano, pero él había ocultado su rostro en sus manos, y yo sólo pude notar que una palidez más intensa que de ordinario se había difundido por sus enflaquecidos dedos por entre los cuales corrían abundantemente ardientes lágrimas.

La enfermedad de lady Madelina había burlado largo tiempo la pericia de sus médicos. Una quieta apatía, un agotamiento gradual de su persona, y frecuentes aunque transitorios ataques de carácter en parte cataléptico, tal era su insólita diagnosis. Hasta entonces ella había sufrido firmemente el peso de su enfermedad, y no había acudido al recurso final de la cama; pero al cerrar de la tarde en que llegué a la casa, sucumbía (como me lo dijo su hermano, a la noche con inexpresable agitación) al demoledor poder de la Destructora; y así me enteré de que el vislumbre que yo había obtenido de su persona había de ser probablemente el último —que aquélla dama, a lo menos viviente, no volvería a ser vista por mi jamás.

Durante algunos días siguientes, su nombre no fue mentado ni por Usher ni por mí: y durante aquel período yo me atareaba en diligentes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o bien yo escuchaba, como entre sueños, las singulares improvisaciones en su hablante guitarra. Y de este modo, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía con menor reserva en las profundidades de su espíritu, con mayor amargura yo advertía la inutilidad de toda tentativa para alegrar a un espíritu del cual las tinieblas, como si fueran una cualidad inherente y positiva en él, se derramaban sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una irradiación incesante de melancolía.

Siempre llevaré conmigo el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé de este modo a solas con el dueño de la Casa de Usher. Pero me fallaría todo intento para dar una idea del carácter exacto de los estudios o de las ocupaciones en que me introducía o me encaminaba. Una exaltada y muy destemplada idealidad proyectaba sus cárdenos fulgores sobre todas las cosas. Sus largas e improvisadas endechas resonarán para siempre en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en mi espíritu cierta singular tergiversación y amplificación de la singular melodía del último vals de Von Weber. De los cuadros que acariciaba su artificiosa fantasía, y que alcanzaban, pincelada a pincelada, una vaguedad ante la cual yo me estremecía del modo más espeluznante, pues me sobrecogía sin saber por qué; de aquellos cuadros (tan vividos que sus imágenes están ahora delante de mí) yo me esforzaría inútilmente en sacar más de una pequeña porción que cupiese en los estrechos límites de las palabras escritas. Por su absoluta sencillez, por la limpidez de sus perfiles, me retenían y me intimidaban la atención. Si jamás un mortal pudo pintar una idea, ese mortal fue Rodrigo Usher. Para mí a lo menos —en las circunstancias que me rodeaban— brotaba de las puras abstracciones que aquel hipocondríaco se ingeniaba para trasladar al lienzo, una intensidad de intolerable terror del cual no había sentido yo ni una sombra ni aun en la contemplación de las tan resplandecientes y, con todo, demasiado concretas ensoñaciones de Fuseli.

Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo que no participaba tan rígidamente del espíritu de abstracción, podría ser reflejada, aunque débilmente, en palabras. Un cuadrito suyo representaba el interior de una larga y rectangular cueva o túnel, de paredes bajas, lisas, blancas y sin interrupción ni significado alguno. Ciertos puntos accesorios del dibujo servían para dar bien la idea de que aquella excavación se hallaba a extraordinaria profundidad bajo la superficie de la Tierra. No se observaba salida en ninguna porción de su inmensa longitud, ni se discernía antorcha ni otra alguna fuente artificial de luz; y con todo, una inundación de intensos rayos luminosos fluctuaba a lo largo de ella, y bañaba el conjunto con un resplandor horrible e inverosímil.

He hablado ahora mismo del morboso estado del nervio auditivo que hacía intolerable toda música para el paciente, como no fueran ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Eran, tal vez, los estrechos límites en que se encerraba él con la guitarra, lo que daba origen en buena parte, al fantástico carácter de sus ejecuciones. Pero la férvida facilidad de sus impromptus no podría explicarse por ello. Era menester que fuesen, y eran, así en las notas, como en las palabras de sus delirantes fantasías (porque no sin frecuencia se acompañaba con rimadas improvisaciones verbales), resultado de aquel intenso recogimiento mental y concentración a que he aludido anteriormente y que no se observan sino en determinados momentos de la más intensa excitación artificial. Las palabras de una de aquellas rapsodias las he podido recordar con facilidad. Tal vez fui más fuertemente impresionado por ellas cuando las produjo, porque en la profunda y misteriosa corriente de su pensamiento, yo imaginaba advertir, y por primera vez, una plena conciencia por parte de Usher del tambaleo de su elevada razón en su trono. Aquellos versos, que se titulaban, «El palacio de las Apariciones» venían a ser muy aproximada, si no exactamente, como siguen:

I

En el más verde de nuestros valles,

Por ángeles buenos habitado,

Un tiempo, hermoso y soberbio palacio—

Radiante palacio —alzaba su cabeza

En el dominio del monarca Pensamiento.

¡Allí se altaba!

Jamás serafín desplegó su ala

Sobre mansión, ni con mucho, tan bella.

II

Estandartes amarillos, gloriosos, dorados,

En su techo flotaban y ondeaban;

(Esto —todo esto— sucedía en pasados,

Tiempos remotos)

Y a cada soplo suave de viento que retozaba,

En tan amables días,

Rozando las paredes desnudas y descoloridas,

Se exhalaban aligeras fragancias.

III

Los caminantes por aquel valle feliz

A través de dos luminosas ventanas, veían

Espíritus que se movían musicalmente

Al ritmo de un laúd bien templado,

Y en derredor de un tronco donde estaba sentado

(¡Porfirogeneta!)

Con pompa muy digna de su gloria,

Al señor de aquel reino se veía.

IV

Y toda reluciente de perlas y rubíes

Era la puerta del palacio,

Por la cual entraba a oleadas, oleadas, oleadas,

Y rutilando eternamente,

Una muchedumbre de Ecos cuyo dulce deber,

Sólo consistía en cantar,

Con voces de extraordinaria belleza,

El talento y la sabiduría de su rey.

V

Pero unos seres del mal con ropas de duelo,

Asaltaron los augustos dominios del monarca;

(¡Ah!, lloremos, porque jamás un mañana

Amanecerá sobre él, ¡desolado!)

Y en derredor de su mansión, la gloria

Que ruboreaba y florecía

Ya no es sino una historia confusamente recordada

De los antiguos tiempos sepultados.

VI

Y ahora los caminantes de aquel valle,

A través de las ventanas enrojecidas, ven

Vastas formas que se agitan fantásticamente

A los sones de discordante melodía;

Mientras semejante a un río rápido y lúgubre,

Por la macilenta puerta,

Un feo tropel se precipita eternamente,

Y ríe —pero ya no sonríe.

Recuerdo perfectamente que las sugestiones producidas por esta balada, nos condujeron a un orden de ideas en el cual se puso de manifiesto una opinión de Usher que yo menciono no tanto por su novedad (porque otros hombres han pensado también así), como por razón de la pertinacia con que la sostenía. Esta opinión, en su forma general, era la de la conciencia en todos los seres vegetales. Pero, en su desordenada fantasía, aquella idea había adquirido un carácter más audaz, y se extendía, bajo ciertas condiciones, al reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, y la vehemente ingenuidad de su persuasión. Aquella creencia, sin embargo, se relacionaba (como antes he insinuado) con las grises piedras de la casa de sus antepasados. Aquellas condiciones de conciencia se habían cumplido allí, según él imaginaba, por el procedimiento de colocación de aquellas piedras —por el orden de su distribución, así como por los innumerables hongos que las recubrían y los decaídos árboles que se alzaban en derredor— y sobre todo, por la larga y no estorbada duración de todo aquel orden, y por su reduplicación en las quietas aguas del estanque. Su prueba —la prueba de la conciencia— podía hallarse, decía (y entonces yo me sobresaltaba al oírle hablar) en la gradual, aunque segura condensación de una atmósfera propia en las aguas y en las paredes. El resultado de ello, añadía, podía descubrirse en aquella muda, pero insistente y terrible influencia que durante siglos había plasmado los destinos de su familia y que había hecho de él lo que yo podía ver ahora —lo que era. Semejantes opiniones no necesitan comentario, y yo no haré ninguno.

Nuestros libros —los libros que, durante años, habían formado no pequeña parte de la existencia de aquel inválido— estaban, como puede suponerse, en estrecha conformidad con aquel carácter de visionario. Escudriñábamos juntos en las páginas de obras como Ververt et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Macchiavelli; el Cielo e Infierno, de Swedenborg; el Viaje Subterráneo de Nicolás Klinun, por Holberg; las Quiromancias, de Roberto Flud, de Juan de Indaginé, y de De La Chambre; el Viaje a la Azul Distancia, de Tieck; y la Ciudad del Sol, de Campanella. Uno de los volúmenes preferidos era una pequeña edición en octavo del Directorium Inquisitorum, por el Dominicano Eymeric de Gerona; y había pasajes en Pomponio Mela, acerca de los sátiros y egipanes africanos, sobre los cuales se ensimismaba Usher durante algunas horas. Con todo, su principal deleite lo hallaba en la detenida lectura de un extraordinario, raro y curioso libro en cuarto gótico —manual de alguna iglesia olvidada— el Vigiliae Mortuorum secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.

No podía menos de pensar en el extraño ritual de esta obra, y de su probable influencia en el hipocondríaco, cuando, una tarde, luego de informarme súbitamente de que lady Madelina había dejado de existir, declaró su intención de guardar su cuerpo durante una quincena (antes de su entierro definitivo), en uno de los numerosos sótanos situados debajo de las paredes maestras del edificio. La razón humana, sin embargo, que él daba a tan singular proceder, era tal, que yo no podía permitirme discutirla. Que él, como hermano había llegado a tal resolución (así me lo dijo) por considerar el insólito carácter de la enfermedad de la difunta, por ciertas importunas e insistentes averiguaciones por parte de sus médicos, y por la lejana y arriesgada situación del cementerio de la familia. No negaré que cuando yo me representaba el siniestro aspecto de la persona a quien había encontrado en la escalera, el día en que llegué a la casa, no tuve ganas de oponerme a lo que por otra parte me parecía todo lo más una precaución inofensiva y en modo alguno antinatural.

A petición de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de aquella sepultura temporaria. Luego de poner el cuerpo en el ataúd, los dos solos la llevamos a su lugar de reposo. El sótano donde la colocamos (y que había estado tanto tiempo sin abrirse que nuestras antorchas medio apagadas en su asfixiante atmósfera, no nos daban mucha ocasión para examinar sus pormenores) era reducido, húmedo y desprovisto por completo de medio para la entrada de la luz; estaba situado a grande profundidad inmediatamente debajo de aquella parte del edificio donde se hallaba la habitación en que yo dormía. Había servido, según parecía, en remotos tiempos feudales, para el peor objeto, el de mazmorra, y en tiempos más próximos, como polvorín, o para guardar otras materias muy combustibles, porque una parte de su suelo, y todo el interior de un largo corredor abovedado por donde llegamos a él, habían sido cuidadosamente forrados de cobre. La puerta, de hierro macizo, había sido también de igual modo acorazada. Su inmensa pesadumbre producía un inusitado y agudo ruido chirriante, cuando giraba sobre sus goznes. Luego de haber depositado nuestra fúnebre carga sobre unos caballetes dentro de aquella región de horrores, apartamos un poco la tapa no clavada todavía del ataúd, y miramos el rostro de la que lo ocupaba. Lo primero que llamó mi atención fue un asombroso parecido entre hermano y hermana; y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró unas pocas palabras por las cuales me enteré de que la difunta y él habían sido gemelos y que misteriosas afinidades de naturaleza muy poco inteligible, habían existido siempre entre los dos. Con todo, nuestras miradas no se posaron mucho espacio en la muerta, porque no podíamos mirarla sin terror. La enfermedad que así había sepultado a la señora en lo mejor de su juventud, había dejado, como suele ocurrir en todas las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico, el remedo de un leve rubor en la garganta y en el rostro, y en sus labios aquella sonrisa sospechosamente prolongada que parece tan terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y luego de haber afianzado la puerta de hierro nos fuimos, trabajosamente, a las habitaciones, apenas menos tétricas, de la parte superior de la casa.

Y entonces, pasados algunos días de amarga pena, se efectuó un visible cambio en el desorden mental de mi amigo. Su modo de ser habitual se había desvanecido. Sus habituales ocupaciones fueron descuidadas, olvidadas. Vagaba de habitación en habitación con pasos precipitados, desiguales, sin objeto. La palidez de su semblante había adquirido, si aquello era posible, un matiz más lívido, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. La ronquera que de vez en cuando velaba su voz, ya no se oyó más; y un trémulo garganteo, como de extremado terror, caracterizaba habitualmente su pronunciación. Había veces, en efecto, en que yo pensaba que su espíritu agitado sin cesar, estaba trabajado por algún abrumador secreto, y que luchaba por el necesario valor para divulgarlo. A veces, yo me veía obligado de nuevo a explicarme todo aquello nada más que por los inexplicables desvarios de la locura, porque lo veía mirando en el vacío durante largas horas, en actitud de atención profunda, como si estuviera escuchando algún imaginario sonido. No era de extrañar que su estado me aterrorizase, me contagiase. Yo sentía apoderarse de mí, por lentos pero seguros grados, las alocadas influencias de sus fantásticas pero impresionantes supersticiones.

Especialmente, al retirarme a dormir a altas horas de la noche, el séptimo u octavo día después de haber colocado a lady Madelina en la mazmorra, fue cuando yo experimenté toda la fuerza de tales sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho, mientras las horas iban pasando, pasando. Yo luchaba por hacer entrar en razón la nerviosidad que me dominaba. Me esforzaba por creer que mucho de lo que yo sentía, si no todo, era debido a la influencia del tétrico mobiliario de la habitación, de las negras y deterioradas colgaduras que, atormentadas en su movimiento por el soplo de una tempestad que se acercaba, ondeaban desordenadamente hacia uno y otro lado de las paredes, y rumoreaban angustiosamente alrededor de los ornamentos de la cama. Pero mis esfuerzos eran vanos. Un irreprimible temor invadía gradualmente todo mi ser, y, finalmente, vino a posarse en mi corazón un incubo de espanto inexplicable. Sacudiéndolo de mí con un respiro y vigoroso esfuerzo, me incorporé en mis almohadas, y atisbando anhelosamente en la intensa tiniebla de la habitación, apliqué el oído —no sé por qué, como no fuese movido por algún instintivo impulso— a ciertos quedos, vagos sonidos que venían, entre los silencios de la tormenta, yo no sabía de dónde. Subyugado por un intenso sentimiento de terror, inexplicable pero insufrible, me vestí a toda prisa (porque comprendía que ya no podría dormir más en toda la noche), y me esforcé por rehacerme del estado lamentable en que había caído, paseándome rápidamente arriba y abajo de la habitación.

Había dado unas cuantas vueltas de esta manera, cuando un leve paso en una escalera cercana retuvo mi atención. Pronto reconocí que era el de Usher. Un instante después llamó, con suaves golpes a mi puerta, y entró con una lámpara en la mano. Su semblante, como de ordinario, tenía una lividez cadavérica, pero, además, había una especie de loca hilaridad en sus ojos, una evidente histeria contenida en todo su porte. Su aspecto me sobrecogió, pero todo era preferible a la soledad que yo había padecido tanto espacio, y hasta saludé su presencia como un alivio.

«¿Y usted, no lo ha visto? —me dijo de pronto, luego de haber mirado unos momentos en derredor, muy abiertos los ojos, en silencio—. ¿No lo ha visto usted? ¡Espérese, pues! ¡Ya lo verá!». Y diciendo esto, luego de arreglar cuidadosamente la pantalla de su lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas, y la abrió de par en par a la tormenta.

La impetuosa furia de la racha que entró, casi nos levantó en el aire. Era, en efecto, una noche terriblemente tempestuosa pero bella, y salvajemente singular por su terror y su belleza. Alguna tromba había concentrado, sin duda, su fuerza en nuestra vecindad; porque había frecuentes y violentas alternancias en la dirección del viento; y la extraordinaria densidad de las nubes (las cuales se cernían tan bajas que se agolpaban sobre las torres de la casa) no nos impedía percibir la viviente velocidad con que llegaban corriendo de todas partes unas contra otras en lugar de ir a perderse a lo lejos. Digo que ni su extraordinaria densidad nos privaba de percibir aquello —y, con todo, no teníamos el menor destello de luna ni estrellas— ni había allí el menor centelleo del rayo. Pero las superficies inferiores de las enormes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que estaban inmediatamente a nuestro alrededor, relucían a la luz contranatural de una débilmente luminosa y distintamente visible exhalación gaseosa que se cernía en derredor y envolvía toda la casa.

«¡Usted no debe mirar; usted no mirará esto! —dije yo estremeciéndome a Usher, mientras lo llevaba, con suave violencia, de la ventana a un asiento—. Esas apariencias, que lo enajenan, no son más que puros fenómenos eléctricos bastante comunes, o tal vez tienen su horrible origen en los pútridos miasmas del estanque. Cerremos esa ventana; el aire es muy helado y peligroso para su salud. Ahí tiene usted una de sus novelas favoritas. Yo leeré, y usted escuchará, y de este modo pasaremos juntos la terrible noche».

El viejo volumen que yo había tomado fue el Loco Triste de sir Lanzarote Canning; pero yo lo había llamado favorito de Usher más por chanza que seriamente; porque, a decir verdad, poco hay en su tosca prolijidad desprovista de imaginación, que pudiera interesar a la elevada, espiritual idealidad de mi amigo. Con todo, era el único libro que tenía inmediatamente a mano; y yo acariciaba una vaga esperanza de que la excitación que ahora agitaba al hipocondríaco, pudiera hallar un alivio (porque la historia de los trastornos mentales está llena de semejantes anomalías) en aquellas exageradas locuras que yo iba a leer. Si yo hubiera de juzgar, en efecto, por la vehemente y en exceso tensa vivacidad con que él escuchaba, o parecía escuchar, las palabras de la narración, hubiera podido congratularme del buen éxito de mi propósito.

Había llegado al tan conocido pasaje de la novela, donde Ethelred, el héroe del Trist, luego de haber intentado por las buenas ser admitido en la mansión del ermitaño, se resuelve a hacer buena una entrada por la fuerza.

Entonces, como puede recordarse, las palabras de la narración son como sigue:

«Y Ethelred, que de su natural tenía valeroso corazón, y que además ahora se sentía muy fuerte, por la virtud del vino que había bebido, ya no se entretuvo más en palabras con el ermitaño, el cual era en realidad, de índole tozuda y maliciosa, sino que, sintiendo la lluvia en sus espaldas, y temiendo que estallase la tormenta, alzó su maza sin pensarlo más, y a porrazos, pronto abrió paso en la tablazón de la puerta para su manoplada mano, y entonces, tirando vigorosamente, lo rajó y destrozó, y arrancó todo a pedazos, de modo que el ruido seco y retumbante de la madera repercutió temerosamente por todo el bosque».

Al terminar aquel pasaje me estremecí, y por un momento me detuve; porque me pareció (aunque deduje acto seguido que mi excitada imaginación me había engañado) que, de alguna parte muy remota de la mansión, llegaba, confusamente, a mis oídos, lo que hubiera podido ser, por la exacta semejanza de carácter, el eco (pero más ahogado y sordo ciertamente) del propio rajar y destrozar que sir Lanzarote había tan minuciosamente descrito. No cabía duda en que sólo una pura coincidencia había lijado mi atención; porque en medio del matraqueo de los maderos de las ventanas, y los ordinarios y mezclados ruidos de la tempestad, que continuaba arreciando, el ruido aquel, por sí mismo, no tenía nada, sin duda, que pudiera haberme interesado o estorbado. Así, continué leyendo:

«Pero el buen paladín Ethelred, al entrar ahora, por la puerta, se quedó enconadamente furioso y asombrado al no hallar señales del maligno ermitaño; sino, en lugar de él, a un dragón de escamoso y prodigioso aspecto, y de candente lengua, que estaba apostado de centinela ante un palacio de oro, con pavimento de plata; y de la pared colgaba un escudo de lúcido bronce, con esta leyenda escrita:

El que aquí entre, habra sido vencedor;

El que mate al dragón, habrá ganado el escudo.

«Y Ethelred blandió su maza, y dio con ella en la cabeza del dragón, que cayó ante él, y entregó su pestilente aliento, con un chillido tan hórrido y áspero, y al mismo tiempo tan penetrante, que Ethelred hubo de taparse los oídos con las manos, para protegerlos de aquel temeroso ruido, como jamás lo escuchara semejante».

Al llegar aquí, otra vez me paré de pronto, y ahora sintiendo ya frenético asombro, porque no podía caber duda alguna que, aquella vez yo había realmente oído (aunque me pareció imposible decir de qué dirección procedía) un débil y al parecer lejano, pero áspero, prolongado, insólitamente agudo y discordante sonido, exacta réplica de lo que mi fantasía había ya forjado ser el sobrenatural chillido del dragón como lo describía el novelista.

Agobiado como yo estaba sin duda, por el acaecimiento de la segunda y singularísima coincidencia, por mil sensaciones antagónicas en que el asombro y el extremado terror predominaban, aún conservaba yo la suficiente presencia de ánimo para evitar que se excitase, por alguna observación, la impresionable nerviosidad de mi camarada. Con todo, yo no tenía la certeza de que él no hubiese notado aquellos sonidos; aunque, sin duda alguna, durante los pocos minutos últimos en su comportamiento se había producido extraña alteración. Primero estaba sentado frente a mí, pero gradualmente había ido volviendo su silla, hasta quedar de cara a la puerta de la habitación, y por ello, sólo podía en parte observar sus facciones, aunque veía que los labios le temblaban como si estuviera murmurando palabras imperceptibles. Su cabeza se había abatido sobre su pecho, aunque yo comprendí que no estaba dormido por la completa y rígida abertura del ojo suyo que pude atisbar de perfil. El movimiento de su cuerpo, también contradecía aquella idea, porque se balanceaba de un lado a otro con suave pero constante y uniforme oscilación. Luego de haber observado rápidamente todo aquello, reanudé la lectura de la narración de sir Lanzarote, que continuaba de este modo: «Y entonces, el paladín, cuando hubo escapado a la terrible furia del dragón, acordándose del escudo de bronce, y de la ruptura del encanto que había en él, apartó al dragón muerto de su camino, y avanzó valerosamente por el pavimento de plata del castillo, hacia donde estaba colgado el escudo de la pared; el cual, en realidad, no esperó a que él acabase de llegar, sino que cayó a sus pies sobre el pavimento de plata, con poderoso y horrendo sonido retumbante».

Apenas aquellas palabras habían salido de mis labios cuando, como si un escudo de bronce en el mismo instante, hubiese caído pesadamente sobre un pavimento de plata, percibí una distinta, hueca, metálica y estrepitosa, aunque aparentemente apagada repercusión. (Completamente acobardado, salté en pie, pero el mesurado balanceo de Usher seguía, imperturbado. Me precipité hacia la silla donde él se sentaba. Sus ojos miraban fijamente ante sí, y en todo su continente reinaba una pétrea rigidez. Pero cuando puse mi mano en su hombro, se produjo un fuerte estremecimiento en toda su persona; una débil sonrisa tembleteaba en sus labios; y noté que hablaba, con quedo, precipitado y farfullante murmurio, como si no tuviese conciencia de que yo estaba allí. Inclinándome mucho sobre él, pude por fin empaparme del horrendo sentido de sus palabras.

«¿Que si lo oigo? Sí, lo oigo, y lo he oído. Largamente, largamente, largamente, muchos minutos, muchas horas, muchos dias, lo he oído, pero yo no me atrevía ¡oh!, tenedme lástima, ¡soy un pobre desgraciado!, ¡yo no me atrevía y no me atrevía a decir nada! ¡La hemos depositado viva en la tumba! ¿No he dicho ya que mis señoríos son muy agudos? Y os digo ahora que he oído sus primeros débiles movimientos en el hueco del ataúd. Los he oído, durante muchos dias, pero no me atrevía ¡no me atrevía a decir nada! Y ahora, esta noche, Ethelred —¡ah!, ¡ah!— ¡el quebrarse de la puerta del ermitaño y el grito de muerte del dragón, y el estrépito del escudo! —decid, más bien, ¡el resquebrajarse de su ataúd, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y sus forcejeos por la galería blindada de cobre! Oh, ¿adónde huiré? ¿No se presentará aquí ahora mismo? ¿No viene apresurada a echarme en cara mi prisa por enterrarla? ¿No acabo de oír sus pasos por la escalera? ¿No estoy distinguiendo el pesado y horrible latir de su corazón? ¡Loco!». Y al llegar aquí saltó furiosamente de pie, y gritó sus sílabas como si con aquel esfuerzo estuviese entregando el alma —«¡Loco! Yo os digo que ahora ella está detrás de esa puerta».

Y como si en la sobrehumana energía de su expresión hubiese habido la potencia de un hechizo, las enormes y vetustas hojas de la puerta a las cuales estaba señalando el que hablaba, abrieron, retrocediendo lentamente, en aquel mismo instante, sus poderosas mandíbulas de hierro. Era efecto de la racha impetuosa, sí, pero también detrás de aquella puerta estaba la alta y amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre en sus blancas ropas, y la evidencia de alguna lucha cruel por toda su extenuada persona. Por un momento se quedó temblorosa y tambaleándose en el umbral; después, con un abatido clamor quejumbroso, cayó pesadamente de cara sobre el cuerpo de su hermano, y en sus violentas y ahora postreras ansias de muerte, lo arrastró a él al suelo, cadáver y víctima de los terrores que había previsto.

De aquella habitación y de aquella casa escapé despavorido. La tempestad reinaba afuera todavía en toda su furia, cuando me hallé cruzando la antigua calzada. De pronto, resplandeció a lo largo del camino una extraña luz, y yo volví la cabeza para ver de dónde podía haber salido un fulgor tan insólito; porque detrás de mí sólo estaban la casa y sus sombras. Aquel resplandor era el de la luna llena, de un color de sangre en su ocaso, y que brillaba vividamente a través de aquella grieta que antes apenas se discernía, de la cual he dicho ya que se extendía en zigzag desde el techo del edificio a su base. Mientras yo la estaba mirando, aquella grieta se ensanchó rápidamente —se produjo una violenta racha del torbellino— todo el disco del satélite estalló de pronto ante mis ojos —mi cerebro se bamboleó cuando vi las poderosas paredes precipitarse partidas en dos— hubo un largo y tumultuoso, voceante rumor, semejante a la voz de mil cataratas y el profundo y cenagoso estanque se cerró torvamente y silenciosamente a mis pies, sobre los fragmentos de la «CASA DE LOS USHER».

 

Título original: Narraciones extraordinarias

Edgar Allan Poe, 1969

Traducción: José Farrán y Mayoral

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