Lunes, 29 de enero de 1932

Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo. Vino como una enfermedad, no como una certeza ordinaria, o una evidencia. Se instaló solapadamente poco a poco; yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más. Una vez en su sitio, aquello no se movió, permaneció tranquilo, y pude persuadirme de que no tenía nada, de que era una falsa alarma. Y ahora crece.

No creo que el oficio de historiador predisponga al análisis psicológico. En nuestro trabajo sólo tenemos que habérnoslas con sentimientos a los cuales se aplican nombres genéricos, como ambición, interés. Sin embargo, si tuviera una sombra de conocimiento de mí mismo, ahora debería utilizarlo.

Por ejemplo, en mis manos hay algo nuevo, cierta manera de tomar la pipa o el tenedor. O es el tenedor el que ahora tiene cierta manera de hacerse tomar; no sé. Hace un instante, cuando iba a entrar en mi cuarto, me detuve en seco al sentir en la mano un objeto frío que retenía mi atención con una especie de personalidad. Abrí la mano, miré: era simplemente el picaporte. Esta mañana en la biblioteca, cuando el Autodidacto[5] vino a darme los buenos días, tardé diez segundos en reconocerlo. Veía un rostro desconocido, apenas un rostro. Y además su mano era como un grueso gusano blanco en la mía. La solté en seguida y el brazo cayó blandamente.

También en la calle hay una cantidad de ruidos turbios que se arrastran. Por lo tanto se ha producido un cambio durante estas últimas semanas. ¿Pero dónde? Es un cambio abstracto que no se apoya en nada. ¿Soy yo quien ha cambiado? Si no soy yo, entonces es este cuarto, esta ciudad, esta naturaleza; hay que elegir.

Creo que soy yo quien ha cambiado; es la solución más simple. También la más desagradable. Pero debo reconocer que estoy sujeto a estas súbitas transformaciones. Lo que pasa es que rara vez pienso; entonces sin darme cuenta, se acumula en mí una multitud de pequeñas metamorfosis, y un buen día se produce una verdadera revolución. Es lo que ha dado a mi vida este aspecto desconcertante, incoherente. Cuando salí de Francia, por ejemplo, muchos dijeron que había partido por capricho. Y cuando regresé bruscamente después de seis años de viaje, todavía se hubiera podido hablar muy bien de capricho. Aún me veo en la oficina de aquel funcionario francés que renunció el año pasado a consecuencia del asunto Pétrou. Marcel se dirigía a Bengala con una misión arqueológica. Yo siempre había deseado ir a Bengala y Marcel me apremiaba para que me uniera a él. Ahora me pregunto por qué. Pienso que no estaba seguro del Portal y contaba conmigo para no perderlo de vista. Yo no tenía ningún motivo para negarme. Y aunque en aquella época hubiese presentido la pequeña tramoya contra Portal, era una razón más para aceptar con entusiasmo. Bueno, pues estaba paralizado y no podía decir una palabra. Miraba fijo una pequeña estatuita kmer, sobre una carpeta verde, al lado de un aparato telefónico. Me sentía lleno de linfa o leche tibia. Mercier me decía, con cierta irritación velada por una paciencia angélica:

—Claro, yo necesito estar seguro oficialmente. Sé que acabará usted por decir que sí; sería preferible aceptar en seguida.

Marcel tiene una barba de un negro rojizo, muy perfumada. A cada movimiento de su cabeza, yo respiraba una bocanada de perfume. Y de pronto me desperté de un sueño de seis años.

La estatua me pareció desagradable y estúpida, y sentí que me aburría profundamente. No lograba comprender por qué estaba yo en Indochina. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué hablaba con esa gente? ¿Por qué iba vestido de una manera tan rara? Mi pasión estaba muerta. Me había arrebatado y arrastrado: en la actualidad me sentía vacío. Pero esto no era lo peor; delante de mí, plantada con una especie de indolencia, había una idea voluminosa e insípida. No sé muy bien qué era, pero no podía mirarla, tanto me repugnaba. Todo esto se confundía para mí con el perfume de la barba de Mercier.

Me sacudí, exasperado y colérico contra él; respondí secamente:

—Se lo agradezco, pero creo que he viajado bastante; ahora tengo que volver a Francia.

A los dos días tomaba el barco para Marsella.

Si no me equivoco, si todos los signos que se acumulan son precursores de una nueva conmoción en mi vida, bueno, tengo miedo. No es que mi vida sea rica, ni densa, ni preciosa. Pero tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mí, ¿y arrastrarme a dónde? ¿Será necesario una vez más que me vaya, que deje todo lo proyectado, mis investigaciones, mi libro? ¿Me despertaré dentro de algunos meses, dentro de algunos años, roto, decepcionado, en medio de nuevas ruinas? Quisiera ver claro en mí antes de que sea demasiado tarde.

Martes, 30 de enero

Nada nuevo.

He trabajado de nueve a una en la biblioteca. Dejé listo el capítulo XII y todo lo concerniente a la estadía de Rollebon en Rusia, hasta la muerte de Pablo I. Es trabajo terminado; queda así hasta pasarlo en limpio.

Es la una y media. Estoy en el café Mably, como un sándwich, todo es casi normal. Además, en los cafés todo es siempre normal, y especialmente en el café Mably, gracias al encargado, M. Fasquelle, que ostenta en su cara un aire canallesco muy positivo y tranquilizador. Pronto será la hora de la siesta y tiene los ojos rosados, pero su porte sigue siendo vivo y decidido. Se pasea entre las mesas y se acerca confidencialmente a los parroquianos:

—¿Está bien así, señor?

Sonrío al verlo tan vivaz; a las horas en que su establecimiento se vacía, también su cabeza se vacía. De dos a cuatro el café queda desierto; entonces M. Fasquelle da unos pasos con aire estúpido, los mozos apagan las luces y él se desliza en la inconsciencia; cuando este hombre está solo, se duerme.

Todavía hay unos veinte clientes, célibes, modestos ingenieros, empleados. Almuerzan rápidamente en pensiones de familia que ellos llaman ranchos, y como necesitan un poco de lujo, vienen aquí, después de la comida, toman un café y juegan al póker de ases; hacen un poco de ruido, un ruido inconsistente que no me molesta. También ellos necesitan ser muchos para existir.

Yo vivo solo, completamente solo. Nunca hablo con nadie; no recibo nada, no doy nada. El Autodidacto no cuenta. Está Françoise, la patrona del Rendez-vous des Cheminots. ¿Pero acaso le hablo? A veces, después de la cena, cuando me sirve un bock, le pregunto:

—¿Tiene usted tiempo esta noche?

Nunca dice que no, y la sigo a una de las grandes habitaciones del primer piso, que alquila por hora o por día. No le pago; hacemos el amor de igual a igual. A ella le gusta (necesita un hombre diariamente, y tiene muchos otros, además de mí), y yo me purgo así de ciertas melancolías cuya causa conozco demasiado bien. Pero cambiamos apenas unas palabras. ¿A santo de qué? Cada uno para sí; por lo demás, a sus ojos continúo siendo ante todo un cliente del café. Me dice, quitándose el vestido:

—Dígame, ¿conoce usted el aperitivo Bricot? Porque dos clientes lo han pedido esta semana. La chica no sabía, vino a avisarme. Eran viajeros; lo habrán bebido en París. Pero no me gusta comprar sin saber. Si no le molesta, me dejaré las medias.

En otra época —aun mucho después de que me dejó— pensaba en Anny. Ahora ya no pienso en nadie; ni siquiera me cuido de buscar palabras. La cosa se desliza en mí más o menos rápido; no fijo nada, la dejo correr. La mayor parte del tiempo, al no unirse a palabras, mis pensamientos quedan en nieblas. Dibujan formas vagas y agradables, se disipan; enseguida los olvido.

Esos jóvenes me maravillan; mientras beben el café cuentan historias claras y verosímiles. Si se les pregunta qué han hecho ayer, no se turban: os enteran en dos palabras. En su lugar, yo farfullaría. Es cierto que desde hace mucho nadie se ocupa de cómo empleo el tiempo. El que vive solo ni siquiera sabe qué es contar; lo verosímil desaparece al mismo tiempo que los amigos. También deja correr los acontecimientos; ve surgir bruscamente gentes que hablan y se van; se sumerge en historias sin pies ni cabeza; sería un execrable testigo. Pero, en compensación, no pasa por alto todo lo inverosímil, todo lo que nadie creería en los cafés. Por ejemplo, el sábado, a eso de las cuatro de la tarde, en el caminito de tablas del depósito de la estación, una mujercita de celeste corría hacia atrás, riendo, agitando un pañuelo. Al mismo tiempo, un negro con impermeable crema, zapatos amarillos y sombrero verde, doblaba la esquina y silbaba. La mujer tropezó con él, siempre retrocediendo, bajo una linterna suspendida en la empalizada, que se enciende a la noche. Había, pues, allí, al mismo tiempo, el cerco que huele a madera mojada, la linterna, la mujercita rubia en los brazos del negro, bajo un cielo de fuego. De haber sido cuatro o cinco, supongo que hubiéramos notado el choque, todos aquellos colores tiernos, el hermoso abrigo azul que parecía un edredón, el impermeable claro, los vidrios rojos de la linterna; nos hubiéramos reído de la estupefacción que manifestaban esos dos rostros de niños.

Es raro que un hombre solo tenga ganas de reír; el conjunto se animó para mí de un sentido muy fuerte y hasta hosco, pero puro. Después se dislocó; sólo quedó la linterna, la empalizada, el cielo; todavía era bastante bello. Una hora después la linterna estaba encendida, soplaba el viento, el cielo en negro; ya no restaba absolutamente nada.

Todo esto no es muy nuevo; nunca he negado estas emociones inofensivas; al contrario. Para sentirlas basta estar un poquito solo, justo lo necesario para desembarazarse de la verosimilitud en el momento oportuno. Pero me quedaba cerca de las gentes, en la superficie de la soledad, decidido a refugiarme, en caso de alarma, en medio de ellas; en el fondo era hasta entonces un aficionado.

Ahora, en todas partes hay cosas como este vaso de cerveza, aquí, sobre la mesa. Cuando lo veo me dan ganas de decir: pido, no juego más. Comprendo muy bien que he ido demasiado lejos. Supongo que uno no puede prever los inconvenientes de la soledad. Esto no quiere decir que mire debajo de la cama antes de acostarme, ni que tema ver abrirse bruscamente la puerta de mi cuarto en mitad de la noche. Pero de todos modos, estoy inquieto; hace una media hora que evito mirar este vaso de cerveza. Miro encima, debajo, a derecha, a izquierda; pero a él no quiero verlo. Y sé muy bien que todos los célibes que me rodean no pueden ayudarme en nada; es demasiado tarde, ya no puedo refugiarme entre ellos. Vendrían a palmearme el hombro, me dirían: «Bueno, ¿qué tiene este vaso de cerveza? Es como los otros. Es biselado, con un asa, lleva un escudito con una pala y sobre el escudo una inscripción: Spatenbräu». Sé todo esto, pero sé que hay otra cosa. Casi nada. Pero ya no puedo explicar lo que veo. A nadie. Ahora me deslizo despacito al fondo del agua, hacia el miedo.

Estoy solo en medio de estas voces alegres y razonables. Todos esos tipos se pasan el tiempo explicándose, reconociendo con felicidad que comparten las mismas opiniones. Qué importancia conceden, Dios mío, al hecho de pensar todos juntos las mismas cosas. Basta ver la cara que ponen cuando pasa entre ellos uno de esos hombres con ojos de pescado que parecen mirar hacia adentro, y con los cuales nunca pueden ponerse de acuerdo. Cuando yo tenía ocho años y jugaba en el Luxemburgo, había uno que iba a sentarse en una silla junto a la verja que costea la calle Auguste Comte. No hablaba, pero de vez en cuando extendía la pierna y se miraba el pie con aire espantado. En ese pie llevaba un botín, en el otro una pantufla. El guardián dijo a mi tía que era un antiguo celador. Lo habían jubilado porque fue a clase a leer las notas trimestrales con frac de académico. Le teníamos un miedo horrible porque sabíamos que estaba solo. Un día sonrió a Robert tendiéndole los brazos desde lejos; Robert estuvo a punto de desvanecerse. No era el aire miserable de aquel tipo lo que nos daba miedo, ni el tumor que tenía en el pescuezo y que el borde del cuello postizo rozaba; sentíamos que elaboraba en su cabeza pensamientos de cangrejo o langosta. Y nos aterrorizaba que pudieran concebirse pensamientos de langosta sobre la silla, sobre nuestros aros, sobre los arbustos.

¿Es eso lo que me espera? Por primera vez me hastía estar solo. Quisiera hablar a alguien de lo que me pasa, antes de que sea demasiado tarde, antes de inspirar miedo a los chiquillos. Quisiera que Anny estuviese aquí.

Tomado de: La náusea de Jean Paul Sartre

Un comentario para “Inicio: La náusea de Sartre

  1. La nausea tiene una virtud: que no va para ninguna . Con esto a todo el mundo solo le queda ponerse de pie y aplaudirlo y adularlo. Con eso él mismo tiene garantizada la entrada al parnaso de la comprensión literaria.

    Siendo un libro corto (menos de 200 páginas) difícilmente avanzó arriba de las 50.

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