Por:

Marco Fernández 

El primer enfrentamiento entre el profesor Alfredo Blunes y Huilca fue por James Joyce. El cruce de palabras, sostenido a lo largo de quince minutos, despertó a varios del vaho somnoliento que reinaba en la clase de Literatura Europea. Todo comenzó cuando el profesor mencionó una frase de Borges para referirse al Ulises, en la que aducía que la joya del modernismo literario no funcionaba para nada.

«¿Quién ha podido leer más allá del primer capítulo?», había preguntado Blunes con su marcado acento español. Nadie contestó. A mi lado, Huilca estaba escribiendo compulsivamente en una hoja. Yo intenté leer el Ulises en una ocasión; conseguí un ejemplar de Salamandra, tapa dura, edición especial que contenía un prólogo de 156 páginas con las claves de cada capítulo y una metodología de lectura. Solo llegué hasta la página 50.

Como todas las sesiones, Blunes había llegado a un punto en el que la lección derivaba en un aburrido monólogo. Ya le había perdido la ilación pero, por lo que podía escuchar, seguía disertando sobre Joyce y su experimentación. De pronto, Huilca levantó la mano.

—El trabajo de Joyce es totalmente revolucionario y válido, profesor.

—Supongo que podrás darme tus fundamentos —dijo Blunes.

Toda la clase volteó a mirar a Huilca, que ordenaba las hojas sobre las que había escrito en un pequeño paquete. Empezando por las apreciaciones de Eco, Huilca dijo no estar de acuerdo con la simple descalificación de la novela, pues su composición estaba basada en una estructura perfecta, idéntica a la de la Odisea en su versión original. Blunes lo interrumpió y dijo que no era posible que alguien de la edad de Huilca hubiese podido entender a Joyce en su totalidad, mucho menos refutar a una eminencia como Borges.

—Muchacho, creo que debes leer un poco más para que saques conclusiones acordes con tu nivel —habría dicho Blunes en algún momento.

—¿Cuáles según usted? —preguntó Huilca.

—El de un zamarro mozalbete que no ha leído lo suficiente —contestó Blunes y su calva empezó a ponerse rojiza.

—Usted habla como un miembro del club de Virginia Woolf, Juan Benet y Richard Aldington —dijo Huilca—; todos ellos estuvieron en contra de Joyce.

Algunos de mis compañeros habían empezado a reírse en voz baja y a cuchichear entre ellos, al ver que Huilca se le ponía de tú a tú. Blunes se sentó tras su escritorio, juntó sus manos y exhaló fuerte. Su mirada no se había despegado en ningún momento de Huilca, quizá porque sabía que estaba frente al único de la clase que podía jactarse de haber leído todo el Ulises y la literatura complementaria correspondiente.

Blunes trazó un círculo en la pizarra y le puso como título «Mundo». En el centro del gráfico colocó varios círculos pequeños y fuera de él dibujó dos lentes y un sombrero, que representaban a Joyce. Blunes ya no se dirigía a la clase sino solo a Huilca; le dijo que la obra es el mundo en sí —golpeaba la punta de la tiza contra la pizarra mientras hablaba—, y que todas esas claves puestas en cada capítulo, la personificación de Leopold Bloom, su encuentro con Dedalus y la constante infidelidad de Molly Bloom, eran los circulitos dentro del gran círculo: una figuración de un desprecio y resentimiento innato hacia la humanidad.

—Tu prominente entendimiento de la obra como tal, ¿puede comprender esto? —le preguntó Blunes.

Al darse cuenta de que el joven se estaba quebrando, el profesor esbozó una sonrisa.

Finalmente le dijo que, en base a su conocimiento profundo de las letras europeas, más aun tratándose de su continente natal, podía afirmar que existen obras que no valen lo que uno se imagina. En España o en cualquier país europeo, una obra podía valer nada; sin embargo, la valoración podría ser diferente en América, pero solo por moda o imposición de cultura.

Lo que más recuerdo de esa confrontación fue la teoría de Huilca sobre que el Ulises funciona desde cierto punto de vista: el irlandés. Por ello, exige de forma obligatoria la comprensión del contexto y la lectura previa de otras obras de Joyce para entender el estilo y la geografía de esta.

—No pretendía descalificar a Borges, no soy nadie para hacerlo, pero con el paso del tiempo los métodos se hacen más llevaderos para llegar a una comprensión total. Es como si quisiera leer 2666 de Bolaño sin antes haber leído Los Detectives Salvajes —argumentó Huilca.

—Pero no funciona, chaval —dijo Blunes.

—Usted, como muchos otros, no tienen una estrategia definida. «Lector cómplice o lector hembra», como decía Cortázar —le contestó Huilca. No cabía duda de que Huilca se había batido con pura musculatura mental contra un cuadriculado como Blunes y eso de por sí era ya una gran proeza.

Después de clase, varios de mis compañeros le preguntaron si era cierto que había terminado de leer esa obra. Algunos dijeron haberse quedado a mitad del primer capítulo, donde conversan Stephen Dedalus y Buck Mulligan en la planta superior de la Torre Martello.

Huilca se divertía comentando los pasajes de la novela y explicando el método que utilizó para llevar a cabo su lectura, datos que ahora se daba el lujo de recomendar. Hasta antes de su enfrentamiento con Blunes, Huilca había sido como un fantasma en la clase, apenas si sabíamos que existía y eso porque lo nombraban cuando pasaban asistencia.

Conmigo era bastante amable, íbamos juntos al paradero de Espinar y conversábamos no solo de literatura, sino también de los encuentros del Real Madrid y de los no tan buenos pero emocionantes partidos del torneo local.

Una tarde, en la cafetería, vi llegar a Huilca con un folder lleno de hojas. Se acercó y depositó el paquete en la mesa. Luego de una breve conversación, empezó a revisar sus documentos. Le pregunté en qué trabajaba.

—Son unos poemas que he escrito.

—¿Y piensas publicarlos algún día?

—Podría ser —respondió sin dejar de corregir.

Blunes estaba sentado a unas cuantas mesas de nosotros junto a dos profesores. Le avisé a Huilca y este respondió que no tenía nada de malo que estuviese echándole miradas. Blunes se acercó y nos saludó.

—¿Escribiendo? La experimentación es el primer paso hacia el arte, dijo Blunes.

Huilca le agradeció el cumplido.

—Siempre es bueno escuchar, muchacho, los más viejos hablamos por experiencia, agregó Blunes.

—En ocasiones —dijo Huilca.

—Dad crédito a lo que os digo, baja las revoluciones un poco —insistió Blunes.

La alerta de guerra otra vez se encendía, Huilca no dejaba de reír mientras el profesor entraba al salón y miraba de reojo hacia nuestro sitio.

Ese día hablamos acerca de Rainer Maria Rilke. Blunes empezó sentando las bases de por qué se considera que la obra del poeta es la transición del realismo al simbolismo. Luego nos dio a comparar unos poemas de Conrad Ferdinand Meyer con unos de Rilke, para que comprendamos el estilo puesto en práctica por el escritor alemán. Durante la explicación, el profesor dijo que Ferdinand Meyer fue un gran narrador, pero que su producción poética no gozó de mucho aprecio. Lo mismo con Fiorentino, que a comparación de los otros dos, era el más resistido por tener una fuerte carga de realismo en sus poemas.

—Se tiene la creencia, muy acertada, de que en el realismo no existe la poesía; por tanto, no hay buena poesía realista —dijo Blunes.

Al ver que Huilca pidió la palabra, sentí cierta emoción. Blunes llevó sus manos atrás de la espalda y le dio permiso para intervenir. Huilca le refutó esa creencia, citando la producción del poeta chileno Nicanor Parra.

—No lo conozco —dijo Blunes contrariado.

—Entonces, ¿de dónde parte esa premisa? —dijo Huilca.

—Por Dios, chico, solo estoy dando ideas sueltas, joder.

—Ideas que usted da por verdaderas.

—Bien, recítame alguno de tus poemas hijo, compártenos esa sapiencia que todos envidiaríamos tener— dijo Blunes.

—Solo es mi punto de vista —dijo Huilca.

—¡Lo haces para que me cague echado, pero se acabó! Blunes, enfurecido, cogió su maleta y salió del aula. A diferencia de la vez anterior, nadie se acercó a Huilca; pasaron por su lado cuchicheando y otros compartían los videos que habían registrado del enfrentamiento.

Lo noté ansioso, como si quisiese desfogar algo. Le pregunté si se sentía bien, dijo que sí. Le ofrecí conversar de alguna otra cosa si gustaba, pero no me respondió.

—Alguien como yo no puede haber leído ni a Joyce, ni a Rilke, ni a Asimov, ni a

Cortázar ni a nadie, dijo unos segundos después. Comprendí a que se refería.

Después de clases fuimos a un huarique cerca de la universidad. Huilca no dejaba de hablar de poesía y de los muchos libros que había leído. Mencionó que le faltó tiempo para enrostrarle a Blunes que en América teníamos a varios exponentes de ese realismo que él traía a menos. Acabamos siete botellas de cerveza entre conjeturas e historias de diversos poetas latinoamericanos. Yo también traté de dar mi cuota de conocimiento, pero a comparación de Huilca, era poco lo que podía aportar. De pronto, Huilca miró a todos lados y lanzó una sonora mentada de madre que hizo voltear a los que estaban en las mesas cercanas. Dijo que había olvidado su carpeta de hojas en el salón. Sacó un billete para pagar la cuenta, pero le dije que yo invitaba, me agradeció y salimos corriendo a la universidad.

Cuando llegamos al salón, la puerta estaba entreabierta. El folder permanecía en el escritorio donde nos habíamos sentado en clase. Al abrirlo, el picadillo de las hojas cayó como si hubieran reventado un tubo de confeti. Todos sus escritos eran pequeñas partículas de papel, retazos de tinta machacada que tenían como destino la basura. Se sentó un momento, tenía los ojos enrojecidos y mesaba sus cabellos tiesos.

—¿Cuándo nos toca con Blunes? —me preguntó.

—El viernes —contesté.

Huilca asintió con la cabeza y salió del salón. Sus pasos retumbaron en el pasillo, al igual que un ahogado sollozo. A la clase siguiente, Blunes culminó el tema de Rilke. Todos esperaban alguna intervención elocuente de Huilca, pero este se dedicó a escuchar. El profesor lo miraba de reojo al finalizar cada comentario. Transcurrieron más de cuarenta minutos sin ningún incidente y Blunes se animó a abrir la ronda de preguntas. Los cuestionamientos eran sencillos de responder, por lo que Blunes aprovechó para demostrar su sapiencia ante todos y retomar el control del aula.

En el último tramo de la clase formamos grupos para disertar acerca de unos poemas tardíos de Rilke; Huilca y yo estábamos en el mismo grupo, junto con dos chicas y un muchacho de aspecto adormitado. Huilca solo dio unas apreciaciones muy escuetas y se limitó a escribir en una hoja. La clase terminó y Huilca se vendó las manos. Traté de tranquilizarlo, pero fue inútil: su atención estaba centrada en Blunes.

Una vez que todos salieron del aula, se acercó al escritorio del profesor. De rato en rato veía los gestos que hacían. Blunes alzaba las manos en señal de protesta, luego Huilca golpeaba la mesa, el profesor lo señalaba y Huilca le bajaba el dedo. Le acercó el folder y tiró el picadillo al suelo. Blunes abría la boca muy rápido, Huilca se le acercaba de a pocos; el profesor se levantó y quedaron frente a frente.

Decidí no ver más. Era obvio lo que iba a pasar. Sea cual fuere el desenlace, Huilca saldría perdiendo. Y se lo tendría merecido. No tengo idea de si Blunes haya tenido algo que ver con sus hojas; en realidad creo que pudo haber sido cualquiera. De todos modos, si es un genio, no le será difícil escribir todo de nuevo, ¿no es verdad?

 

**El siguiente cuento forma parte de «Escala de grises», libro publicado por el mismo autor bajo el sello de Radar Ediciones.

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