«Entre padres e hijos la perplejidad parece ser la única posibilidad de comprensión. Tal vez mi saludo de «padre» sonó muy patético y acrecentó la perplejidad, ya de por sí inevitable. Mi padre, en su asiento de color de orín, miró meneando la cabeza mis zapatillas empapadas, mis calcetines mojados y el albornoz demasiado largo, que para colmo era de un rojo de fuego. Mi padre no es alto, es delicado, y atildado con tan sabio descuido que las gentes de la televisión se lo disputan siempre que se debate alguna cuestión económica. También irradia bondad y buen juicio, y ha llegado a ser más famoso como astro de la televisión que como el Schnier del lignito. Odia cualquier matiz de brutalidad. Al verle, uno esperaría que fumase cigarros, no gruesos, sino delgados y finos, pero que fume cigarrillos da la impresión, en un capitalista de casi setenta años, de gran elegancia e ideas avanzadas. Comprendo que le hagan intervenir en todos los debates en que se trata de dinero. Se nota que no sólo irradia bondad, si no que además es bondadoso. Le tendí los cigarrillos, le di fuego, y al inclinarme hacia él, dijo: «No sé gran cosa de payasos, pero sí algo. Que se bañen en café es nuevo para mí.» Sabe ser jocoso. «No me baño en café, padre», dije, «sólo quería prepararme café, pero lo he echado a perder».
Heinrich Böll, «Opiniones de un payaso», Pág. 142