Por Gabriel Rimachi

Le dijeron que no podía ser mi novia, que éramos muy chicos y que mi sangre era mala. Le dijeron también algo que no entendí: que yo llevaba sobre mis espaldas una carga eterna, que ser hijo de policía no era, definitivamente, nada bueno.

Mariella lloraba por las noches desde que dejamos de vernos. Su padre se encargó de alejarnos definitivamente, me cogió de los pelos y me dijo: no quiero verte nunca más cerca de mi hija, tú no puedes ser bueno, carajo, no puedes. Intenté defenderme agitando los brazos, pero él era más fuerte, hasta que todo quedó en silencio.

Mariella y yo teníamos muchos sueños: ella quería ser enfermera y yo soñaba con una tienda enorme, como la que tiene su padre en la esquina de Centenario, pero más grande aún, la tienda más grande de Huamanga, llena de luces y con grandes ventanas. Ahora eso es imposible. Todo es extraño y vacío, ella llora todas las noches desde que regresó de Lima y yo la pienso a cada instante. He intentado enviarle algunas cartas, ver la forma de comunicarme con ella, pedirle que se escape conmigo, que nos vayamos a Arequipa a la casa del Arthur, él nos recibiría un tiempo, al menos hasta que me dieran mi primer pago por trabajar en la chacra de mandarinas de su padre y poder mudarnos juntos a un cuartito, pero todos mis intentos han sido en vano. La noche en que su padre me llevó de los pelos por la quebrada, la enviaron a Lima, a casa de su tía. Aquella noche ella gritaba que por favor no me hiciera nada, que yo era bueno, que me quería mucho, mucho. Pero su papá gritaba más fuerte que yo era hijo de policía, que su hermano —que en paz descanse —se volvería a morir si viera que ella estaba de amores conmigo. Mi padre nunca me contó nada de eso, y mi madre —que en paz descanse —se fue antes que yo pudiera empezar a extrañarla.

Crecer así no es fácil. En el colegio me insultaban y molestaban a cada rato. Durante el recreo me iba al fondo del patio a leer un libro de cuentos que me gustaba mucho, Las mil y una noches se llamaba. Sólo así podía olvidarme de tanto problema y evitar que los demás chicos me insultaran.

Todo empezó cuando mi papá salió en una foto en los periódicos, en ella aparecía con la camisa del uniforme manchada de sangre y llevaba la pistola en una mano, pero no alcancé a saber exactamente de qué se trataba porque él me prohibió leerlos. Mi papá no es una persona fácil, últimamente llegaba tarde y apestando a alcohol, gritando lisuras sin sentido para luego encerrarse en su cuarto murmurando que sólo recibía órdenes, pero tampoco sé de quién. No sé quién podría darle órdenes a mi padre. Entonces, luego de que apagara su lámpara, lo oía llorar y decir el nombre de mi mamá, que dónde estaba ahora, que por qué no se lo llevaba con ella. A esas horas el viento es un susurro y hace mucho frío. Las calles están oscuras y algunas veces hasta los perros dejan de ladrar. Ayacucho significa “rincón de los muertos”, tal vez sea verdad y hasta el perro bravo que duerme en el kiosco de los periódicos tenga miedo y se obligue a dormir para no ver nada de lo que, dicen, sucede en la plaza. La profesora Antonia nos contó una vez, hace mucho tiempo, que por las noches salen las almas a pasear para recordar tiempos mejores. No entiendo cómo en medio de esa oscuridad y ese frío se podría recordar algún tiempo mejor, le pregunté una vez a Mariella. Ella me explicó que las almas buscaban algún recuerdo perdido en aquella plaza, y creo —ahora que pienso tanto en todos los momentos que pasamos juntos —que en ese instante me enamoré de ella. Usaba anteojos y tenía su cabello muy negro y bonito, sonreía mucho y le gustaba que le leyera en voz alta. Eso fue cuando nos conocimos hace tres años durante el recreo. Fue la única que me defendió cuando todos empezaron a insultarme y a insultar a mi padre. Luego me fueron aislando de todas las actividades del colegio. Mis notas bajaron terriblemente y con ellas aumentaron las palizas en casa. La profesora Antonia intentaba conversar conmigo, pero desarrollé un temor muy grande hacia todo. A veces creo que fui muy cobarde. Sólo Mariella me dio su hombro para apoyar mi cabeza y conversar, contarle de mis sueños y así poco a poco la empecé a querer cada día más. A veces lloraba mucho y ella sólo acariciaba mis cabellos, que son negros como los de ella, pero no tan lindos. Me decía que cuando fuéramos más grandes podríamos irnos a algún lugar muy lejos de todo y que seríamos felices. Pero su padre se enteró que salíamos casi todas las tardes de la secundaria a caminar por el cerro, y fue ahí cuando le pegó en la cara y la amenazó con enviarla a Lima si me seguía viendo. Luego las cosas se pusieron más terribles y un día me envió una carta con Sofía, donde me decía que se iba a la capital, que la enviaban a un colegio de monjas y que viviría en casa de una tía. Aquella tarde, con cada una de sus palabras sobre aquel papel que poco a poco iba arrugando entre mis puños, se me ocurrió la idea de escaparnos de una vez. Sofía se asustó al verme así: mudo, con los puños apretando su carta y las mejillas bañadas en lágrimas.

Fue la peor idea que se me pudo ocurrir.

Llegué al atardecer, cuando las sombras desaparecían hasta sumir el campo en una oscuridad invasiva. En la mochila tenía lo necesario para el viaje, poca ropa y algo que tomé de la alacena. Mariella se sorprendió cuando me vio haciéndole señas con la linterna; salió a mi encuentro y me abrazó muy fuerte, estaba llorando y tenía un ojo morado. Me dio mucha pena verla así, tan demacrada y desprotegida, le juré que si escapábamos todo saldría bien, que nunca más nadie le pegaría, que estaría siempre ahí para defenderla. Entonces me besó, suavemente, el beso más tierno y dulce de mi vida. Acaricié sus cabellos, besé sus labios y sus pómulos, sentí la fragancia de su piel tan cerca. Me dijo que sí, que nos iríamos bien lejos, que me quería con todo su corazón, que lo que había hecho mi padre no tenía nada que ver conmigo, y fue entonces cuando el suyo apareció tras los arbustos y la golpeó en la cara tan fuerte que pensé que se iba a desmayar. Yo salí a defenderla y empecé a golpearlo con rabia, pero él era más grande y de un puñete en el estómago me redujo al instante. Luego sus peones se llevaron a Mariella, que gritaba que no me hiciera nada, que ella me quería.

“Tu padre mató a mi hermano”, me dijo entonces mientras yo me retorcía intentando recuperar el aliento. Sentía que la barriga me ardía y que mis pulmones estaban completamente vacíos, me desesperé. “¡Tu viejo, ese perro policía, traidor del pueblo y del Partido, mató a mi hermano! Ahora arreglaremos cuentas…”

Después recuerdo poco. Dolor intenso, mis costillas quebrándose, crac, crac, crac, y el frío helado del final de la noche cuando empezaba a amanecer. Grité el nombre de Mariella varias veces, pero no me escuchó, seguro ya estaba rumbo a Lima. Con el tiempo me acostumbré un poco a su ausencia, alimentado también por el recuerdo, pero desde que regresó, mi corazón no hace más que guiarme hacia su casa.

La he rondado desde hace varias noches sin que nadie se percate de mi presencia. Reconozco que no he sido cuidadoso, algunas veces he tropezado con los tachos de basura y los perros han ladrado, nerviosos, pero nunca me han mordido. Corren como locos y aúllan levantando el polvo seco del camino. Y sin embargo nadie ha salido a ver de dónde procedía el escándalo, nadie ha encendido una luz tras las ventanas, Mariella no se ha vuelto a asomar para mirar la luna… o tal vez sí y no me he percatado de ello. Es difícil hacerlo en estas condiciones, uno no está muerto todos los días.

Publicado en: Historias extraordinarias. Ed. Arsam 2020.

7 comentarios para “En el frío de la noche

  1. Que bonito cuento «El frío de la noche» Me fascina. No se si está completo o ahí termina pero de las dos formas me gustó. Al autor le digo que me gusta su narrativa, no soy escritora ni nada de eso sólo una maestra buscando cuentos para leer a sus alumnos.
    Gracias

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