Por Dalton Trevisan

Me dan ganas hasta de morirme. Mira, la boquita de ella está pidiendo un beso — un beso de virgen es como la mordida de bicho peludo, ¿por qué Dios hizo de la mujer el suspiro del joven y el desagüe del viejo? No es justo para un pecador como yo.  Me muero de sólo mirarla, imagínate entonces si… No, mejor te imagines, cotorra borracha. Son las once de la mañana y no sobrevivo hasta la noche. Si me fuese acercando, como quien no quiere la cosa  y me recostase bien despacio contra la muy traviesita quizás tenga suerte. No, creo que moriría: cierro los ojos y me derrito de gozo. No quiero del mundo más que dos o tres doncellas sólo para mí. Aquí frente a ella puede que le fascine mi bigotito. ¡Desgraciada! Hizo como que no me vio: he aquí una mariposa encima de mi cabecita loca. Mira através de mí y lee el cartel del cine en el muro. ¿Yo soy una nube o una hoja seca al viento? Maldita hechicera, no tiene piedad en ese corazón negro de ciruela. No sabe lo que es gemir de amor. Sería bueno colgarla cabeza abajo, perdiendo sangre, desvaneciéndose.

Si no quiere, ¿por qué exhibe sus gracias en vez de esconderlas? He de chuparles la carótida a todas, de una en una. Mientras tanto, apuro mis coñacs por causa de una perrita como esa que va ahí contoneándose toda. Yo estaba quieto en mi rincón, ella comenzó. Que nadie diga que soy un degenerado. En el fondo de cada hijo de familia duerme un vampiro. Eunuco, ah, ya quisiera. Castrado a los cinco años. Muérdete la lengua, desgraciado. Un ángel puede —¡decir amén! Es muy sufrido ver muchachas bonitas —y son tantas. Perdona la indiscreción, querida, ¿les dejas el bizcocho relleno a las hormigas? ¿O, permites, mi flor? Sólo un poquito, un besito. Uno más, sólo uno más. Y otro. No te va a doler, y si te duele, que caiga yo tieso a tus pies. Por Dios del cielo que no te haré daño; a mí me dicen Nelsinho, el delicado.

¿Ojos velados que suplican y huyen al sorprender en el anteojo el destello del crimen? Con ellas solo vale usar encantos y dulzuras. Ser gentilísimo. La impaciencia es la que me pierde, ¿a cuántas no ahuyenté con un gesto precipitado? Culpa mía no es. Ellas crearon lo que soy —corteza de palo podrido donde florece la araña, la culebra, el escorpión. Siempre con afeites, pintándose, adorándose en el espejo de bolsillo. Si no es para dejar turbado a un pobre cristiano, ¿para qué es entonces? Mira las hijas de la ciudad, cómo crecen: ni trabajan ni fían, y vaya que están gorditas. Ésa es una de las lascivas que se deleitan en rascarse. Oye el trazo de la uña en la media de seda. Que me arañase el cuerpo entero, vertiendo sangre del pecho. Aquí yace Nelsinho, el finado, por causa de ataque. Genio del espejo, ¿existe en Curitiba alguien más afligido que yo?

¡No mires, infeliz! No mires que estás perdido. Ésa es de las que se divierten al seducir a un adolescente. Toda de negro, medias negras, úlálá. ¿Huérfana o viuda? Marido enterrado, el velo esconde las espinillas que, de la noche a la mañana, irrumpen en el rostro. Debe ser el sarampión de la viudez en flor. Furiosa, acoge al lechero y al panadero, estrella su cuerpo contra el mundo. Muchas noches se revuelca en la cama de matrimonio, se refresca con un abanico que va emanando valeriana. Otras, con la ropa de la cocinera, a la caza de un soldado por la calle. Ella está de negro, la cuarentena del luto. Repara en la falda corta, se distrae en remangarla sobre su rodilla. Ah, la rodilla, qué redondita que es, parece la curva de un durazno maduro. Hay una la liga roja que aprieta su muslo de fosforescente blancura. El zapato la hiere un pie. Y, cual zapato, al ser aplastado por la dueña del piececito muere gimiendo ¡Como un gato!

Atención, paró un carro. Ella va a bajarse. Debo colocarme en posición. Ay, querida, no hagas eso: ya lo vi todo. Disimula un poco que viene el marido, una nueva raza de cornudo. Atrae al pobre muchacho para que se acueste con su mujer. Se contenta con espiar al lado de la cama. En el fondo es un héroe de buenos sentimientos. Aquel tipo del bar, algo así pasó con él. ¿Ése, ahí, es uno de aquéllos? Caray, qué mirar tan atrevido. Algunos prefieren al muchacho, ¿sería capaz de…? Dios me libre, besar a otro hombre, y menos si es de bigote y peste de cigarrillo. En la puntita de la lengua la mujer filtra la miel que embriaga al colibrí y enfurece al vampiro.

Muy temprano esa la casadita va de compras. Va pintada de oro, vestida de plumas y armiño —rasgando con los dientes, dejarla apenas con el pelo del cuerpo. Oh, bracito desnudo y rechoncho —¿si no quiere por qué muestra en lugar de esconder? —con una aguja dibujo un tatuaje obsceno. Ten piedad, Señor, son tantas y yo tan solo.

Allí va una de la escuela normal. ¿Disfrazada? Todas de azul y blanco —¡oh madre del cielo!— desfilando con media negra y liga roja por el salón de espejos. No hagas eso, querida, que entro en levitación: la fuerza de los veintiuno. Mira, suspendido a nueve centímetros del suelo, me desharía en vuelo si no fuese por el lastre de la palomita del amor. Dios mío, hazte viejo deprisa. Cierra los ojos, cuenta uno, dos, tres y, al abrirlos, anciano de barba blanca. No te ilusiones, cotorra borracha. Ni el patriarca merece confianza, y de inmediato viene la ducha fría, la cantárida, el anillo mágico —¡conocí cada padre de familia!

Atropellado por un carro, ¿y si la policía encontrase en mi bolsillo esta colección de retratos? Sería linchado por pervertido y publicado en los diarios como la vergüenza de la ciudad. Mi padrino nunca me lo perdonaría: el niño que marcaba con migajas de pan el camino por el bosque. Primero, una foto en la revista del dentista. Luego, en la carta a una viudita de séptimo día. Imagina el susto, la vergüenza fúlgida, las horas de delirio en la alcoba —la palabra alcoba un nudo en la garganta.

Toda familia tiene una virgen ardiente encerrada en su habitación. No me engaña, esta es una de ellas, de las que toma un baño de asiento, reza tres letanías y luego, a la ventana, los ojos bien abiertos para el primer varón y a rezar de nuevo, por pecar de pensamiento. Así envejecen, con el codo en la almohada y la solterona en una tina de formol. ¿Por qué la mano en el bolsillo, querida? Mano peluda de hombre lobo. No mires ahora. Cara fea, estás perdido. Demasiado tarde vi a la rubia: un maizal ondeante por el peso de sus espigas maduras. Oxigenada, de ceja negra —¿cómo no roerse las uñas? Por ti seré más grande que el motociclista del «Globo de la Muerte». Déjala ser, quiere un galán de bigotico. Ahora sí tengo bigoticos y no soy ningún galán, pero soy simpático, ¿eso no vale nada? Una vergüenza a mi edad. Allá voy atrás de ella; cuando niño era detrás de esa bandita, la orquesta Tiro Rio Branco.

Desdeñosa, el paso resuelto le saca chispas a las piedras.

La yegua misma de Atila —donde pisa, la grama no crece. ¿No sientes en el brazo la baba de mis ojos? Si existe la fuerza del pensamiento, en la nuca los siete besos de la pasión.

Va lejos. No llegó a oler en la rosa la ceniza del corazón de golondrina. La rubia, tonta, se abandona ahí mismo. ¡Oh murciélago, oh golondrina, oh mosca! Madre del cielo, hasta las moscas son instrumento del placer —¿a cuántas les arranqué las alas? Bramo a los cielos: ¿cómo no tener espinillas en la cara?

Yo os desprecio, vírgenes crueles. A todas las podría disfrutar —ni una posó sobre mí el ojo estrábico de la lujuria. Ah, yo, chivo inmundo y cornudo, se arrastrarían y besarían mi cola peluda.

Tan bueno que soy y solo puedo morir. Calma, muchacho. Admirando las pirámides altivas de Keops, Kefrén y Micerino, ¿a quién le importa la sangre de los esclavos? Socórreme, oh Dios. No hay vergüenza, Señor, en llorar en medio de la calle. Pobre muchacho en la maldición de los veinte años. ¿Cargar un frasco de sanguijuelas y, a la hora del peligro, pegárselas en la nuca?

Si el ciego no ve el humo y no fuma, oh Dios, entiérrame en el ojo tu aguja de fuego. Ya no más perro sarnoso atormentado por las pulgas, dando vueltas para morderse la cola. Como despedida —oh curvas, oh delicias— concédeme la mujercita que va ahí. En trueque por la última hembra yo salto en el brasero —los pies en carne viva. Ay, ganas hasta de morirme. La boquita de ella pidiendo beso —beso de virgen es mordida de bicho peludo. Uno grita veinticuatro horas y se desmaya feliz.

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