Por Adolfo Bioy Casares

La realidad (como las grandes ciudades) se ha extendido y se ha ramificado en los últimos años. Esto ha influido en el tiempo: el pasado se aleja con inexorable rapidez. De la angosta calle Corrientes perduró más alguna de sus casas que su memoria; la Segunda Guerra Mundial se confunde con la primera y hasta “las treinta caras bonitas” del Porteño están dignificadas por nuestra amnesia; el entusiasmo por el ajedrez, que levantó efímeros quioscos en tantas esquinas de Buenos Aires, donde la población competía con lejanos maestros cuyas jugadas resplandecían en tableros allegados por televisión (presunta), se ha olvidado tan perfectamente como el crimen de la calle Bustamante, con el Campana, el Melena y el Silletero, la Afirmación de los civiles, los entreveros y las “milongas” en las carpas de Adela, el señor Baigorri, que fabricaba tormentas en Villa Luro, y la Semana Trágica. Entonces no deberá asombrarnos que, para algún lector, el nombre de Juan Luis Villafañe carezca de evocaciones. Tampoco nos asombrará que la historia transcripta más adelante, aunque hace quince años sobrecogió al país, hoy se reciba como la tortuosa invención de una fantasía desacreditada.
Villafañe fue un hombre de vastas aunque indisciplinadas lecturas, de insaciable curiosidad intelectual; disponía, además, de ese modesto y útil sustituto del conocimiento del griego y del latín que es el conocimiento del francés y del inglés. Colaboró en Nosotros, La Cultura Argentina y otras revistas, publicó sus mejores páginas anónimamente, en los diarios, y fue el autor de muchos discursos de la buena época de más de un sector del Senado. Confieso que me agradaba su compañía. Sé que llevó una vida desordenada y no estoy seguro de su honestidad. Bebía copiosamente; cuando estaba borracho, contaba sus aventuras con ordenada crudeza. El hecho sorprendía, porque Villafañe era “aseado para hablar” (como decía uno de sus mejores amigos, un compositor de Palermo). Hacia el amor y las mujeres profesaba un tranquilo desdén, no exento de cortesía; creía, sin embargo, que poseer a todas las mujeres era algo así como un deber nacional, su deber nacional. De su aspecto físico recordaré el parecido del rostro con el de Voltaire, la frente elevada, los ojos nobles, la nariz imperiosa y la escasa estatura.
Cuando publiqué una recopilación de sus artículos, alguien quiso ver similitudes entre el estilo de Villafañe y el de Tomás De Quincey. Con más respeto por la verdad que por los hombres, un comentarista anónimo, en Azul, escribió: “Admito que el chambergo de Villafañe es grande; no admito que ese desmesurado atributo, ni tampoco el apodo enano sombrerudo o, más exacta pero más cacofónicamente, petiso sombrerudo, basten para denunciar una identidad, una identidad siquiera literaria, con De Quincey; pero convengo en que nuestro autor (medidas las personas) es un peligroso rival para el mismo Jean-Paul (Richter)”.
A continuación reproduzco su relato de la terrible aventura en que fue algo más que espectador; aventura que no es tan diáfana como aparece al primer examen. Todos los protagonistas han muerto hace más de nueve años; hace por lo menos catorce que ocurrieron los hechos relatados; tal vez alguien proteste y diga que este documento saca del merecido olvido hechos que nunca debieron recordarse ni ocurrir. Yo no discuto esas razones; yo meramente cumplo la promesa que me arrancó en la noche de su muerte mi amigo Juan Luis Villafañe, de publicar, este año, el relato. Sin embargo, atendiendo hipotéticas susceptibilidades, alguna que otra vez me he permitido ingenuos anacronismos y he introducido cambios en las atribuciones y en los nombres de personas y de lugares; hay otros cambios, puramente formales, sobre los que apenas debo detenerme. Bastará decir que Villafañe nunca se ocupó del estilo y que, por eso, observaba normas severísimas: puntualmente suprimía cuanto “que” fuera necesario a su texto, y en trance de evitar repeticiones de palabras no había oscuridad que lo arredrara. Pero mis correcciones no lo hubieran ofendido. Creía que Shakespeare y que Cervantes eran meramente perfectos, pero no ignoraba que él escribía borradores. A pesar de los cambios señalados, que sólo para mi escrúpulo no son significantes, la relación que hoy publico es la primera que expone con exactitud y que permite comprender una tragedia, de la que nunca se conocieron las causas ni la explicación, aunque sí los horrores.
Añadiré, para terminar, que algunas opiniones de Villafañe sobre el llorado, sobre el inmortal Carlos Oribe (de cuya amistad me siento cada día más orgulloso), provenían, simplemente, de su varonil pero indiscriminada aversión por todos nosotros, los jóvenes.

RELACIÓN DE TERRIBLES SUCESOS
QUE SE ORIGINARON MISTERIOSAMENTE
EN GENERAL PAZ (GOBERNACIÓN DEL CHUBUT)

      Fue en la clara desolación de General Paz donde conocí al poeta Carlos Oribe. El diario me había mandado en una gira para que descubriera deficiencias del gobierno y pruebas del abandono en que se tenía a la Patagonia; para la completa satisfacción de ambos propósitos era superfluo que yo hiciera el viaje; pero, como el candor de los hombres de negocios es inapelable, partí, gasté, me cansé, especialmente cansado y polvoriento llegué en un obstinado mediodía, en ómnibus, al Hotel América, de General Paz. El pueblo comprende ese inconcluso y tal vez amplio edificio, un surtidor de nafta con los colores patrios, la Delegación municipal y, seguramente, alguna casa más de las que agotan su imagen en mi recuerdo; imagen casi nula, pero asociada a una experiencia terrible: lo que hice, lo que haré ya nada importa: en la vida, en el sueño, en el insomnio, no soy más que la tenaz memoria de esos hechos. Todo, aun las primeras impresiones del día —el olor a madera, paja y aserrín, de la casa de comercio (que era una dependencia del hotel), las calles blancamente polvorientas, iluminadas por un sol vertical, y, a lo lejos, desde la ventana, el bosque de pinos— todo quedó contaminado de un siniestro y más o menos preciso valor simbólico. ¿Puedo rememorar la sensación que tuve la primera vez que vi ese bosque? ¿Puedo imaginarlo como una simple arboleda, de presencia un poco inverosímil en esa empedernida esterilidad, pero todavía no alcanzado por los horrores que evoca para siempre?
Cuando llegué, el patrón me condujo hasta una pieza en que había equipajes y ropas de otro viajero, y me pidió que no tardara, porque el almuerzo estaba listo. No me apresuré; un rato después, consciente de mi lentitud, entré en ese comedor, donde oiría el principio de la historia que iba a alterar, con secreta violencia, la vida de tantas personas.
En el comedor había una mesa larga. El patrón retiró un poco la silla y, sin levantarse, me presentó a cada una de las personas que estaban allí: el Delegado municipal, un viajante de comercio, otro viajante de comercio… La esperanza de no ver después del día siguiente ninguna de esas caras, y, sobre todo, el victorioso estruendo de la radio, me disuadieron de escuchar. Pero oí claramente un nombre —Carlos Oribe— y con una sonrisa que todavía no estaba enterada de mi asombro, de mi incredulidad, extendí la mano a un jovencito de voz tan aguda y tan desagradable que parecía fingida. Tendría unos diecisiete años; era alto y encorvado; su cabeza era chica, pero una desordenada cabellera le confería un volumen extraordinario; parecía muy corto de vista.
—Ah, ¿usted es Oribe? —le pregunté—. ¿El escritor?
—El poeta —respondió sonriendo vagamente.
—No lo imaginaba tan joven —dije con sinceridad—. ¿Ha oído mi nombre?
—No, señor. No escucho las presentaciones.
—Soy Juan Luis Villafañe —afirmé con la convicción de haber dado un informe completo.
Ahora deberé informar, tal vez, que hacía pocos meses yo había publicado en Nosotros un artículo titulado “Una promesa argentina”, en que saludaba el libro de Oribe. Es verdad que en Cantos y baladas había encontrado una firme ignorancia, infaltable entre los jóvenes escritores de algún brillo, de las tradiciones y de los temas vernáculos, un estudio escrupuloso, casi diría una imitación ferviente de modelos extranjeros, y, lo que es desalentador, mucha vanidad, algún afeminado capricho y no poca despreocupación de la sintaxis y de la lógica; pero también es cierto que en todo el libro puede advertirse un certero instinto poético y una pasión por la literatura, tal vez menos discreta que avasalladora, pero siempre hermosa. No hay escasez de genios —o, por lo menos, de personas que obran como si fueran genios; me apresuro a reconocer que es lícito confundir a Oribe con ellas; sin embargo, no creo que sea ilícito indicar una distinción: esas personas tienen una indiferencia esencial por el arte; por esta distinción, que tal vez no sea interesante, que tal vez no alcance a los libros, yo saludé la entrada de Oribe en nuestras letras.
—Mire, si nos conocemos —prorrumpió Oribe con su voz más estridente—, la radio me dejó sordo también de la memoria.
Antes que dijera algo irreparable, le expliqué:
—Pensé que usted recordaría mi nombre porque yo escribí sobre su libro, en Nosotros.
Su cándido rostro se iluminó con el más franco interés.
—Ay, qué lástima —exclamó, súbitamente compungido—. No lo leí. Nunca leo diarios ni revistas. Leo La Nación, cuando publica mis poemas.
Le razoné mi elogio de Cantos y baladas (aclaro: no sentía ni siento necesidad de justificarlo) y recordé algunos versos que me habían parecido felices. De pronto me vi efusivamente palmeado y congratulado.
—Excelente, excelente —repetía Oribe, en un tono que manifestaba una generosa intención de estimularme.
No debe creerse que este diálogo nos distanció. Dos días después hicimos juntos el viaje a Bariloche. En ese intervalo había ocurrido la terrible desgracia.
Los únicos pasajeros del ómnibus éramos una señora enlutada, Oribe y yo. Nosotros estábamos tristes y no teníamos ganas de hablar; era evidente, en cambio, que la pobre vieja quería iniciar cualquier conversación. El ómnibus se detuvo a cargar nafta. Bajamos a caminar. Oribe me dijo con insospechada dureza:
—No estoy dispuesto a darle el gusto.
Se refería, naturalmente, a la pobre mujer. Yo creía que una conversación con ella era nuestro poco fascinador, pero no espantoso destino. Un rato después, la señora se aventuró a preguntarme si el próximo pueblo era Moreno; estaba a punto de contestarle, cuando, sentándose con las piernas cruzadas en el piso del ómnibus y levantando los brazos y mirándome en los ojos, Oribe gritó con su horrorosa voz:

Sentados en el suelo, que al fin es la verdad,
narremos con tristeza las muertes de los reyes,
y hablemos de epitafios, de tumbas, de gusanos.

       Se dirá: esto era pueril, desmedido, inoportuno. Pero había, tal vez (entre los confusos motivos de Oribe), una intención benévola: combatir nuestra melancolía. La señora se rió mucho y los tres nos pusimos a conversar. Se dirá (también): esto era lo que Oribe quería impedir. Pero no olvidemos que él era sensible a cualquier homenaje, y que la señora, como tantas personas que lo conocieron, estaba enormemente impresionada. Yo oculté mi impresión: creí reconocer en aquellos versos la improvisada traducción de unos de Shakespeare, y en esa típica ocurrencia de Oribe la reproducción de una de Shelley.
Pero no quiero sugerir que todos los actos de Oribe fueran plagios. Hay anécdotas que retratan a los hombres. Esa tarde, mientras intentaba dormir una siesta, oí la voz de Oribe, que parecía venir del jardín y que repetía, inextinguible como el ave fénix, la muerte de Tristán. Finalmente decidí proponerle que tomáramos un café. Cuando salí al jardín, Oribe no estaba. El patrón apareció en la puerta; le pregunté si lo había visto.
—No —gritó Oribe, desde lo alto—. Nadie me ha visto —y continuó sin ningún pudor—: Estoy aquí, en el árbol. Yo siempre me trepo a un árbol cuando quiero pensar.
Ese mismo día, al anochecer, conversábamos con algunos viajantes y con el Delegado. Oribe parecía interesado en la conversación. De pronto empieza a dar signos de creciente impaciencia y, por fin, corre hacia el interior de la casa. La persona que hablaba olvida lo que estaba diciendo; los demás pretendemos disimular nuestro asombro. Oribe vuelve; su rostro expresa la beatitud del alivio. Le pregunto por qué se había ido.
—Por nada —responde con ingenua tranquilidad—. Fui a ver una silla. No recordaba cómo eran las sillas.
Temo haber dado una impresión inexacta de mi pensamiento sobre Oribe; nada es más difícil que lograr la expresión justa: no ser deficiente, no excederse. He releído estas páginas y temo que la maliciosa, o distraída, o aparentemente justificada conclusión pueda ser que la originalidad que yo le concedo a Oribe se agote en dos anécdotas más o menos grotescas. Sin embargo, ahí están sus Cantos y baladas. Le agrade o no al lector, son la indisputable adquisición de los hombres, que los cantarán y los elogiarán infatigablemente. Ahí está, sobre todo, su conmovido temperamento poético. Carlos Oribe era intensamente literario, y quiso que su vida fuera una obra literaria. Siguió a los modelos de su predilección —Shelley, Keats— y la vida u obra conseguida no es más original que una combinación de recuerdos. Pero, ¿qué otro resultado puede lograr la inteligencia más audaz o la fantasía más laboriosa? Nosotros, que lo miramos con una simpatía morigerada por un rutinario sentido crítico, creemos que su paso por la brevísima historia de nuestra literatura será, para siempre, el de un símbolo: el símbolo del poeta.
Vuelvo a ese día en que almorzábamos en General Paz. Como he dicho, la mesa estaba colocada frente a una ventana; a través de la ventana, a lo lejos, veíamos el bosque de pinos.
—¿Una estancia? —preguntó alguien (no recuerdo si Oribe o algún viajante, o yo mismo).
—La Adela —contestó el Delegado—. De un tal Vermehren, un dinamarqués.
—Un hombre muy derecho, señores —afirmó el patrón—. Loco por la disciplina.
El Delegado replicó:
—No solamente por la disciplina, don Américo. Viven en 1933, como hace veinte años, en plena civilización, como en una estancia perdida en medio del campo.
Oribe se levantó.
—Brindo por la civilización —gritó con su voz aguda—. Brindo por el aparato de radio.
Pensé que la civilización llegaba a todos los rincones de la República, salvo a nuestro penoso bromista. Los demás lo miraron sin interés. Oribe volvió a sentarse.
—Es un caso increíble y misterioso el de La Adela —dijo abstraídamente el Delegado.
¿Increíble y misterioso porque vivían en 1933 como hace veinte años…? Tuve ganas de pedir una explicación, pero temí que Oribe descubriera mi curiosidad y me despreciara. El patrón se retiró taciturnamente. No fue indispensable que yo pidiera la explicación.
—¿Ven esa tranquera? —preguntó el Delegado.
Nos levantamos a mirar. En el bosque de pinos divisamos una tranquera blanca, debajo de un pequeño techo.
—Hace año y medio que nadie entra ni sale por ahí —el Delegado continuó—: Todos los días, a la misma hora, Vermehren llega hasta la tranquera en un coche de mimbre, tirado por una yegua tordilla. Recibe a los proveedores y se vuelve a la estancia. Casi no les habla. “Buenas tardes”, “Adiós”. Siempre las mismas palabras.
—¿Podremos verlo? —preguntó Oribe.
—Aparece a las cinco. Pero yo no me pondría a tiro. A propósito de tiros: Vermehren dijo que de las visitas se encargaría la Browning. Esto lo sé por el peón que pudo fugarse.
—¿Que pudo fugarse?
—Así es. Tiene la gente presa; recluida prácticamente. Dan lástima las muchachas.
Pregunté quiénes vivían en La Adela.
—Vermehren, sus cuatro hijas, unas pocas mujeres del servicio y algún peón de campo —respondió el Delegado.
—¿Cómo se llaman las muchachas? —preguntó Oribe, con los ojos muy abiertos.
El Delegado pareció vacilar entre contestar o insultarlo. Contestó:
—Adelaida, Ruth, Margarita y Lucía.
Inmediatamente se demoró en una prolija y totalmente superflua descripción del bosque y de los jardines de La Adela.
En Buenos Aires conocí la historia de Luis Vermehren. Era el hijo menor de Niels Matthias Vermehren, que tuvo la gloria de ser el único miembro de la Academia Danesa que votó para que se premiara un libro de Schopenhauer. Luis nació alrededor del año 70; tenía dos hermanos: Einar, que siguió como él la carrera eclesiástica, y el mayor, el capitán Matthias Mathildus Vermehren, célebre por la disciplina que imponía a las tripulaciones, por su aspecto andrajoso, por su terrible piedad y por haber muerto, por su propia mano, en la Tierra del rey Carlos, después de abandonar como una rata su barco en medio de la noche y del naufragio. (H. J. Molbech, Anales de la Real Marina Danesa, Copenhague, 1906.) Einar y Luis Vermehren lograron cierta notoriedad por su lucha contra el Alto Calvinismo, cuando esa lucha excedió los límites de la retórica y los cielos de la pacífica Dinamarca se iluminaron con el incendio de las iglesias, intervino el gobierno. (Einar comentó después: En un país liberal, Luis reavivó pasiones que dormían desde hacía trescientos años; si hubiera vivido en el siglo XVI lo hubiera quemado al mismo Calvino.) Representantes de la Corona pidieron a los pastores arminianistas que firmaran un compromiso. Einar fue de los últimos en firmar, y entonces, como en la sorpresa final de un cuento, se vio que el héroe de la agitación religiosa no había sido él, como se había creído, sino Luis. Éste, en efecto, no admitió concesiones. Aunque su mujer estaba enferma (acababa de tener a su hija Lucía), prefirió salir de Dinamarca. Poco después, en un atardecer de noviembre de 1908, se embarcaron en Rotterdam, hacia la Argentina. La mujer murió en alta mar. Esa muerte fue inesperada para Vermehren, que sólo pensaba en sus luchas religiosas y en la traición del hermano; esa muerte fue como un castigo irremisible y como una advertencia atroz; Vermehren decidió refugiarse con sus hijas en un lugar solitario; decidió irse a la Patagonia, en el fondo de la Argentina, en el fondo de “ese inacabable y solitario país”. Compró el campo del Chubut y empezó a trabajar para ocuparse en algo. Muy pronto lo apasionó el trabajo. Consiguió que le prestaran grandes sumas de dinero y, con una disciplina y con una voluntad casi inhumanas, organizó un admirable establecimiento, levantó en el desierto jardines y pabellones y en menos de ocho años pagó totalmente su enorme deuda.
Pero sigo con mi relato de esa primera tarde en el Hotel América. Era la hora del té; en grandes tazones enlozados tomábamos unos mates con galleta. Recordé nuestra intención de espiar a Vermehren cuando apareciese en la tranquera.
—Son casi las cinco —dije—. Si no salimos en seguida, no lo vemos. Estamos lejos.
—Desde nuestra pieza estaremos cerca —gritó Oribe.
Lo seguí, resignado. Ya en la pieza (creo haber dicho que la compartíamos), abrió impúdicamente una valija cubierta de rótulos, y con ademán y sonrisa de prestidigitador sacó unos importantísimos anteojos de larga vista. Me hizo una leve reverencia, para que me acercara a la ventana, levantó los anteojos y se puso a mirar. Yo esperaba que me los ofreciera.
A lo lejos, en el bosque, mis ojos divisaban la pequeña tranquera con el techo, y, más allá, un camino angosto que se perdía oscuramente entre los árboles. De pronto apareció una mancha blanca; después fue un caballo, tirando un coche. Miré a mi compañero; no sentía urgencia de prestarme los anteojos. Se los quite, los enfoqué y vi con nitidez un caballo blanco, tirando un coche amarillo, en el que iba tiesamente sentado un hombre vestido de negro. El hombre bajó del coche, y cuando lo vi caminar hacia la tranquera, ínfimo y diligente, tuve la extraña impresión de que en ese acto único veía superpuestas repeticiones pasadas y futuras y que la imagen que me agrandaba el anteojo estaba en la eternidad.
Lo felicité a Oribe por sus anteojos y fuimos a tomar unas copas.
—Caballeros —gritó Oribe, con su voz de rata—. Atención. Después de lo que he visto, no me voy sin conocer La Adela.
El patrón le creyó.
—No le arriendo la ganancia —dijo desapasionadamente—. El dinamarqués tiene enferma la cabeza, pero no el pulso. ¿Y usted sabe los perros que hay allí? Si lo agarran, lo dejan como para sembrarlo a voleo, amiguito.
Para cambiar de conversación, le pregunté a Oribe qué amigos tenía en Buenos Aires.
—Carezco de amigos —respondió—. No creo arriesgado, sin embargo, dar ese título al señor Alfonso Berger Cárdenas.
No pregunté más. Sentí que Oribe era un monstruo, o que por lo menos, éramos dos monstruos de escuelas diferentes. Yo había hojeado un libro de A.B.C., yo había escrito sobre el precoz autor de Embolismo y de casi todos los errores que sin mucho trabajo puede cometer un escritor contemporáneo (casi todos: de acuerdo con su lista de obras, aún le quedaban algunos cuentos y algunos ensayos en preparación). Me parece inútil declarar que hoy pienso de otro modo. Berger es mi único amigo; si me atreviera, diría que es el único discípulo que dejo. Pero entonces le agradecí a Oribe la información, y agregué:
—Me voy a la pieza, a escribir. Lo veré luego.
Tal vez lo haya tratado con impaciencia. Tal vez Oribe justificara esa impaciencia. En el recuerdo, sin embargo, es una figura patética: lo veo esa noche en la Patagonia, alegre, erróneo y animoso, a la entrada misma de un insospechado laberinto de persecuciones.
A eso de las diez y cuarto salió del hotel. Declaró que iba a caminar, para pensar en un poema que estaba escribiendo. Hacía tanto frío, que eso era una locura desmedida, aun para Oribe. No le creí; no le contesté; lo dejé salir. Partió lúgubremente, como a cumplir un horrible compromiso. Después salí yo. La noche estaba oscura; por más que anduve no lo encontré. Entré en el bosque de pinos. No tengo miedo a los perros; en casa, cuando era chico, siempre había algún perro, y sé tratarlos. Después salió la Luna y empezó a nevar. Yo estaba a unos cincuenta metros del hotel, pero nevó fuerte y llegué con las botas sucias. Adentro, Oribe me esperaba, asonsado por el frío. Volvió a hablarme del poema y volví a no creerle. Tomamos unas copas. El poeta las necesitaba; a lo mejor yo también. Le conté mi excursión. Yo debía de estar medio borracho. Me parecía que Oribe era un gran amigo, digno de confidencias, y lo obligué a quedarse hasta el alba, mientras yo charlaba y bebía.
Al otro día me desperté muy tarde. Oribe estaba de pie frente a la ventana, con ojos de asombro y con los brazos abiertos.
—¡Otro mito que muere! —exclamó.
No le pregunté el significado de sus palabras; no quería entenderlas; quería dormir. Pero él continuó:
—En este mismo instante un automóvil entra en La Adela. Exijo una explicación.
Se fue. Empecé a levantarme. Volvió al rato: su abatimiento era notorio, casi teatral.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—La prohibición de entrar en el bosque ya no existe… Ya no existe. Una de las muchachas ha muerto.
Salimos lentamente. El patrón nos saludó desde lo alto de un viejo automóvil.
—¿A dónde va? —le preguntó Oribe, con su natural impertinencia.
—A Moreno, a buscar un médico. Al de aquí le cortaría el pescuezo. Lo vi esta mañana para que fuera a la estancia, por el certificado; ahora me avisan de la estancia que no ha ido. Mando un chico a su casa y le dicen que se fue al Neuquén.
Un viajante nos preguntó si concurriríamos al velorio. Oribe le aseguró que no.
—Pueden ir —dijo el patrón—. Va todo el pueblo.
La decisión de Oribe era firme. Tal vez tuviera razón, ir al velorio tal vez fuera desagradable; pero me irritaba que tomara decisiones por mí y que se metiera en mis cosas.
A la tarde no sabíamos qué hacer. No podíamos irnos, porque hasta el día siguiente no había ómnibus. Toda la gente de General Paz estaba en el velorio. No teníamos ganas de conversar. Yo pensaba en la muchacha muerta. Oribe también, seguramente. No me atreví a preguntarle si sabía el nombre de la muchacha (en general lo trataba con autoridad; sin embargo, en algunas ocasiones me cuidaba vergonzosamente, como si temiera su opinión).
Por fin, me preguntó:
—¿Vamos al velorio?
Acepté. Fuimos caminando, porque no quedaba ningún vehículo en General Paz. Era casi de noche cuando cruzamos la tranquera de La Adela, en silencio, con una compartida solemnidad que ha de parecer una tontería, o un presagio. Oribe murmuró:
—Con tal que hayan atado los perros.
—¿Cómo no van a atarlos —repliqué—, si invitan al velorio?
—Yo no me fío en los rústicos —aseguró, mirando para todos lados.
Durante unos diez minutos seguimos por ese camino entre árboles. Después llegamos a un lugar abierto (pero rodeado, de lejos, por arboledas). En el fondo estaba la casa. Alguna vez, en fotografías de Dinamarca, habré visto casas parecidas a la de Vermehren; en la Patagonia resultaba asombrosa. Era muy amplia, de altos, con techo de paja y paredes blanqueadas, con recuadros de madera negra en las ventanas y en las puertas.
Llamamos, alguien nos abrió, entramos en un vasto corredor muy iluminado (extraordinariamente, para una casa de campo), con las puertas y las ventanas pintadas de azul oscuro, con estanterías repletas de objetos de porcelana o de madera, con alfombras de colores brillantes. Oribe dijo que al penetrar en la casa tuvo la impresión de penetrar en un mundo incomunicado, más incomunicado que una isla o que un buque. Realmente, los objetos, las cortinas y las alfombras, el rojo, el verde o el azul de las paredes y los marcos, determinaban un ambiente de interior casi palpable. Oribe me tomó del brazo y murmuró:
—Esta casa parece levantada en el centro de la Tierra. Aquí ninguna mañana tendrá cantos de pájaros.
Todo esto era una afectada exageración, una desagradable exageración; pero lo repito porque expresa con bastante fidelidad lo que podía sentirse al entrar en la casa.
Pasamos luego a un enorme salón, con dos grandes chimeneas en cuyos hogares crepitaban las ramas de los pinos en violentas fogatas. En la penumbra de un ángulo distante, percibí un grupo de personas. Alguien se levantó y vino desde allí a recibirnos. Reconocimos al Delegado.
—El señor Vermehren está muy abatido —nos anunció—. Muy abatido. Vengan a saludarlo.
Lo seguimos. En un sillón alto, rodeado de hombres callados, estaba Vermehren, vestido de negro, con la cara (que me pareció blanquísima y carnosa) reclinada sobre el pecho. El Delegado nos presentó. Ningún movimiento, ninguna respuesta, señaló que la presentación fuera oída, o que Vermehren viviera. El grupo continuó en silencio. Al rato, el Delegado nos preguntó:
—¿Quieren verla? —Extendió un brazo. —Está en ese cuarto. Las muchachas la velan.
—No —me apresuré a contestar—. Hay tiempo.
Miré hacia arriba. El salón era muy alto. En uno de los extremos había un coro o entrepiso, que ocupaba todo el ancho. Al frente, el coro tenía una balaustrada roja; en el fondo, se veían dos puertas rojas. Un grueso coronado verde, como un telón de teatro, colgaba del entrepiso, cubriendo un extremo del salón.
Oribe se apoyó desaprensivamente en una lámpara de pie, con águilas, que estaba al lado de Vermehren. Me preguntó con alguna timidez:
—¿En qué piensa?
En seguida le mentí:
—Pienso que hace mucho que no escribo nada para el diario. No encuentro tema.
—¿Y esto…? —preguntó Oribe.
—Es claro —dijo el Delegado.
—No. No me atrevo —respondí.
El Delegado insistió:
—Sería un honor para el señor Vermehren.
—Todavía —dije— si tuviera una fotografía de la muchacha.
Me sentí definitivamente canallesco; el Delegado y Oribe acogieron con entusiasmo la sugerencia.
—Señor Vermehren —exclamó el Delegado, en voz muy alta y con alguna indecisión—. El señor, aquí, es de los diarios. Quisiera escribir una notita necrológica.
—Gracias —murmuró Vermehren. No hizo ningún ademán. La cabeza estaba reclinada sobre el pecho. Yo me estremecí, como si hubiera hablado un muerto.— Gracias. Cuanto menos se hable, mejor.
—El señor —insistió el Delegado, señalándome con el dedo— sólo pide una fotografía. Indispensable para la nota.
—Su hija la merece —apoyó Oribe, cándido y despiadado.
—Bueno —murmuró Vermehren.
—¿Nos va a dar la fotografía? —preguntó Oribe.
Vermehren asintió. No tenía fuerzas para luchar contra personas tan ávidas. Casi me tienta la compasión, casi lo ayudo… Dejé que se arreglaran entre ellos.
—¿Cuándo la tendremos? —Oribe inquirió.
—Cuando venga una de las muchachas. Estoy cansado, por eso no voy yo mismo.
—Nunca lo permitiría —dijo Oribe, con dignidad. Inmediatamente insistió—: ¿Dónde la tiene?
—En mi dormitorio —balbuceó Vermehren.
Oribe estaba rígido, con la cabeza levantada y los ojos cerrados. Después, con un brusco movimiento, como en una brusca inspiración, pasó al otro lado del coronado verde. Apareció en lo alto del coro; se detuvo entre las dos puertas, indeciso. Abrió la puerta de la izquierda y desapareció.
El Delegado miraba plácidamente hacia el coro. Abrió mucho los ojos.
—¿Cómo? —articuló.
Había que inventar una explicación, evitar una rápida catástrofe.
—Es un poeta, un poeta —repetí con fatuidad.
Oribe apareció de nuevo, se perdió hacia abajo, surgió detrás del coronado. Traía en la mano una fotografía. Yo quise verla; se la tendió a Vermehren. Temblando, le oí preguntar:
—¿Es ésta?
Durante un tiempo que me pareció largo, pero que tal vez fue la fracción de un segundo, Vermehren siguió inmóvil, con la cabeza reclinada sobre el pecho, como adormecido en el dolor. Después, como si la proximidad de la fotografía lo reanimara, se irguió. Encendió la lámpara. Era flaco y alto, y en su rostro carnoso, blanco y femenino, los labios tenues y los grandes ojos celestes parecían expresar una impávida crueldad.
En ese momento entró una de las muchachas. Puso una mano sobre un hombro de Vermehren y dijo:
—Ya sabes: no te conviene agitarte. —Apagó la lámpara y se alejó.
Según Oribe, el Delegado comentó después la insistencia con que yo había mirado a la muchacha.
Me fui a sentar en un sofá, junto a una portada que se comunicaba por un corredor con el cuarto en donde estaba la muerte. Por ahí pasaban los que iban a mirarla. Estuve mucho tiempo; tal vez horas. Vi pasar a una de las muchachas. Lo vi pasar a Oribe; lo vi salir; me rehuyó la mirada; tenía lágrimas en los ojos. Vi pasar a otra muchacha.
Por fin me levanté y le dije a Oribe que nos fuéramos de la casa. No quiero ver personas muertas: después no puedo recordarlas como vivas. Le pregunté si tenía la fotografía; me respondió afirmativamente, con una voz temblorosa. Cuando estuvimos afuera se la reclamé. Había tan poca luz que apenas pudimos encontrar el camino.
En el hotel, Oribe pidió un anís; yo no quise beber. La noche se había acabado en seguida, aunque estábamos tristes, callados y despiertos. Me dormí poco antes de las ocho de la mañana. Creo que Oribe no durmió.
Al rato me desperté: no tenía ánimo para nada y me quedé en la cama hasta el mediodía. Oribe fue al entierro. Después tomamos el ómnibus y emprendimos el regreso a Buenos Aires (por Bariloche, Carmen de Patagones y Bahía Blanca). Esa primera tarde, Oribe estaba muy deprimido; sin embargo, hizo más payasadas que nunca.
Antes de separarnos me pidió que le mostrara por una última vez la fotografía de Lucía Vermehren. La tomó con ansiedad, la miró de muy cerca durante algunos segundos y bruscamente cerró los ojos y me la devolvió.
—Esta muchacha —murmuró como buscando la expresión—, esta muchacha estuvo en el infierno.
Confieso que no reflexioné si había algo de justo en sus palabras; le dije:
—Sí, pero la frase no es suya.
—Eso no tiene la menor importancia —afirmó con aplomo y yo sentí que le había revelado la pobreza contumaz de mi espíritu—. Los poetas carecemos de identidad, ocupamos cuerpos vacíos, los animamos.
Ignoro si tenía razón. He justificado alguno de sus actos atribuyéndolos a un deseo, tal vez inmoderado, de improvisar una personalidad; quizá hubiera sido más justo imputarlos a motivos literarios, pensar que él trataba los episodios de su vida como si fueran los episodios de un libro. Pero lo que no puedo ignorar es que sus palabras ante la fotografía de Lucía Vermehren, aunque sean ajenas, reclaman para él ese poder adivinatorio que la Antigüedad atribuía a los poetas.
En Buenos Aires lo vi muy poco. Sé, por las mujeres de la pensión, que llamó por teléfono algunas veces, cuando yo no estaba. El último recuerdo que me dejó, y el más vehemente, es el de una noche que entró en el diario, con el pelo revuelto y los ojos desorbitados.
—Quiero hablarle —gritó.
—Lo escucho.
—Aquí no —miró alrededor—. A solas.
—Lo siento —le dije—. Todavía me falta media columna.
—Esperaré —dijo.
Se quedó de pie, inmóvil, mirándome fijamente. Tal vez no lo hiciera para incomodarme; su mirada me incomodó. “No me vas a ganar”, pensé, y con toda calma, casi diría con lentitud, seguí redactando el suelto.
Cuando salimos llovía y hacía frío. Oribe trató de tomar el lado de las casas, en la vereda, tomó el otro. Lo vi empaparse y empezar a toser. Antes de hablarle, dejé que pasara un rato.
—¿Qué quiere? —le pregunté.
—Invitarlo a un viaje. A Córdoba. Yo pago todo.
No solamente era rico: tenía la insolencia del dinero. Me indignaba, además, que se creyera tan amigo. ¿Por qué yo iba a acompañarlo en un viaje? El de la Patagonia había sido casual.
—Imposible —le dije.
Hoy tengo la satisfacción de haber sido atento: de haber agregado:
—Mucho trabajo.
Insistió quejosamente y sólo consiguió aumentar mi irritación. Cuando se convenció de que no lo acompañaría, me dijo:
—Tengo que suplicarle una cosa.
Me parecía que ya había suplicado bastante. Siguió:
—No quiero que sepan que me voy a Córdoba. Le pido por favor que no se lo diga a nadie.
No les pregunté a las mujeres si llamó. En cuanto al secreto del viaje, ignoro si lo guardé; creía entonces, y a veces lo creo todavía, que Oribe nunca ha de haber querido que nadie le guarde ningún secreto. Pero tengo la conciencia tranquila: nada, ni mis palabras, ni mi silencio, pudo modificar los hechos que luego ocurrieron.
Dos meses después de esa noche en que mis ojos desafectos lo vieron perderse, conmovido y fútil, en la exaltada iluminación de Buenos Aires, dos meses después de esa noche en que penetró en una limitada geografía de angustia y de persecución, un carabinero lo encontró muerto en un lejano jardín de la ciudad de Antofagasta. Luis Vermehren, detenido a los pocos días por la policía, confesó el asesinato; pero ni los especialistas locales ni los que se enviaron desde Santiago lograron que explicara los motivos que tuvo para cometerlo. Sólo pudieron averiguar que Oribe había pasado por Córdoba, Salta y La Paz, antes de llegar a Antofagasta, y que Vermehren había pasado por Córdoba, Salta y La Paz antes de llegar a Antofagasta. Tomé el asunto con tranquilidad. Pensé escribir una serie de artículos que narraran la persecución de Oribe por Vermehren y aludir paralelamente a las persecuciones de las luces por la Iglesia. Esta excelente idea quedó abandonada, porque me convencí de que debía hacer algo más; no sin mucho trabajo logré que el mismo director que me había mandado tan superfluamente a la Patagonia me permitiera ir, por cuenta del diario, a donde yo quisiese, en el país o fuera de él, para ocuparme del asesinato de Oribe.
Era un jueves. Unos amigos me consiguieron para el domingo un asiento en el avión de la línea militar a Bariloche; para el miércoles, saqué boleto en el avión que va a Chile.
Visité sin ninguna esperanza a una tal Bella, una amiga dinamarquesa, casada con un ingeniero que trabajaba en Tres Arroyos. Me parecía que no bastaba que una persona hubiera nacido en Dinamarca para que supiera la historia de los Vermehren; esto sólo en apariencia era razonable, porque en el país no hay muchos dinamarqueses, de manera que todos tienen noticias de los demás, o saben quién puede tenerla. Bella me presentó a un señor Grungtvig, de Tres Arroyos, que estaba de paso en Buenos Aires. Esa noche, en el Germinal, mientras oíamos tangos, Grungtvig me dijo casi todo lo que sé de Vermehren. La noche siguiente volvimos a reunirnos. Me completó los datos sobre Vermehren y vimos la madrugada, melancólicos y fraternos, conversando sobre la estéril, sobre la decorosa repugnancia que todos tenemos por las autoridades, convencidos del porvenir desesperado de la vida política en la Tierra y, en especial, en la República; pero no sentíamos como una desdicha nuestras predicciones y nuestra resignación, los tangos, que llegaban a ser Una noche de garufa, La viruta y El Caburé, nos animaban, al dinamarqués y a mí, de un secreto patriotismo común, de una indiscriminada voluntad de acción, de una jubilosa agresividad.
El domingo al atardecer llegué a Bariloche. Convine con el chofer que me llevó desde el aeródromo hasta el hotel que a la mañana siguiente iríamos a General Paz.
Salimos temprano y pasamos todo el día viajando. Le pregunté al chofer si el doctor Sayago seguía atendiendo en General Paz. El hombre no sabía nada de General Paz.
Llegamos. Bajé, cubierto de tierra y enfermo de cansancio, en la casa del médico. Me abrió la puerta el doctor Sayago; se presentó él mismo y me extendió una mano extraordinariamente pálida, húmeda y fría. Era de escasa estatura, tenía el pelo y el bigote partidos en mitades iguales, con rayas al medio y ondas paralelas. Me ofreció un horrible brebaje, que resultó ser un vino que él mismo preparaba, alabó su aparato de radio (le permitía “oír el Colón y los discursos de una cantidad de señores con puestos públicos”) y me invitó a sentarme. Cuando supo que yo era periodista y, después, que no intentaba hacerle un reportaje, perdió gradualmente la amabilidad. Lo interpelé:
—Vine a preguntarle por qué usted no quiso ir a La Adela, a dar el certificado de defunción de Lucía Vermehren.
Abrió mucho los ojos y pensé que le hubiera gustado llevarse el aparato de radio y hacerme vomitar (lo que no era difícil) su absurdo brebaje. Sin duda quería darse importancia y hablar; pero no hablar del asunto Vermehren. Su actitud era justificable: ignoraba hasta dónde podría llevarlo nuestra conversación y ninguna persona decente quiere tratos con la policía. Antes que respondiera, le expliqué:
—Elija entre hablar conmigo o con las autoridades. Si habla conmigo no va a arrepentirse. Yo hago esta investigación por mi cuenta y no pienso comunicar a nadie los resultados. Elija.
El hombre se tragó un vaso de su propio vino y pareció reanimarse.
—Bueno —exclamó triunfalmente—, si me promete discreción, hablaré. Yo examiné a la señorita Vermehren un año y medio antes de la fecha en que dicen que murió. No podía vivir más de tres meses.
—Dar el certificado —interpreté sin entusiasmo— era admitir un error profesional…
El doctor Sayago se restregó las manos.
—Si quiere verlo así —comentó— no tengo inconveniente. Pero le prevengo: después de la fecha de mi examen la señorita Vermehren no pudo vivir más de tres meses. Le concedo: cuatro meses; cinco. Ni un día más.
Regresé a General Paz esa misma noche; a la mañana siguiente tomé el avión para Buenos Aires. Durante el viaje tuve sueños; mis emociones y acaso la tenacidad del movimiento y del cansancio debieron regir esas horribles fantasías. Yo era un cadáver, y, en el sueño, el deseo de acabar el viaje era el deseo de que me enterraran. Soñé que todos mis amigos eran fantasmas de personas que se habían muerto; muy pronto morirían también como fantasmas. Un temor no especificado me impedía mirar la fotografía de Lucía Vermehren: ya no era una fotografía lo que yo miraba, lo que yo adoraba, lo que yo tocaba. Después hubo un cambio atroz; cuando volví a mirarla, aunque nunca dejé de mirarla, se me castigó por esa interrupción retrospectiva: la imagen se había borrado, quedaba un papel en blanco y supe definitivamente que Lucía Vermehren estaba muerta.
Llegamos al atardecer. Yo estaba cansado, pero ésa era mi última tarde en Buenos Aires y quería verlo a Berger Cárdenas antes de irme a Chile. Llamé por teléfono a su casa; me atendió él mismo y me dijo que no estaba; le dije que lo visitaría a la noche.
Han pasado años desde esa entrevista; sin embargo, al evocarla hoy, vuelvo a sentir el mismo arrepentimiento y el mismo asco. Berger debió quedar como un símbolo, su mero recuerdo como un incesante conjuro de esos horrores; pero tan inescrutable es el desarrollo de nuestros sentimientos que ese hombre llegó a ser el más conspicuo de mis amigos, y, me atrevo a agregar, durante las inextinguidas miserias de mi larga enfermedad, el mejor enfermero y el mejor sirviente.
Entre perros enormes, que silenciosamente surgían y volvían a desaparecer en la oscuridad, seguí a un evasivo portero, por una serie de patios irregulares y después por un jardín donde había un pabellón con una escalera exterior, y un solo árbol, que en la noche parecía infinito. Subimos la escalera, abrimos la puerta y entré en una pieza vivamente iluminada, con las paredes cubiertas de libros. Congestionado y benévolo, Berger se levantó de un horrible sillón con brazos metálicos y avanzó a recibirme.
No perdí tiempo en amabilidades. Le pregunté si Oribe había escrito algo sobre el viaje a la Patagonia.
—Sí —contestó—. Un poema. Lo conservo todavía.
Abrió un cajón atestado de papeles revueltos y sucios; hurgó ahí adentro y al rato sacó un cuaderno de tapas rojas. Se dispuso a leer.
—Yo se lo copié —declaró—. De mi puño y letra.
—No tiene importancia —dije; le saqué el cuaderno—. Descifro las peores escrituras.
El título me hizo estremecer: “Lucía Vermehren: un recuerdo”. Leí el poema y me pareció la fijación débil y perifrástica de sentimientos intensos; pero éste es un juicio posterior y confieso que esa noche sólo pude expresar una confusa, aunque violenta, emoción. Una emoción, indudablemente, es una forma humildísima de crítica; sin embargo, por merecerla, el poema se distingue entre todos los de Oribe (a pesar de las férvidas intenciones de imitar a Shelley, prodigaba nuestro poeta más felicidad verbal que sinceridad). Los versos que leí tenían defectos formales y no eran siempre eufónicos: pero eran sentidos. Como no dispongo de esa calumniosa recopilación póstuma, en donde figura el poema, debo citar de memoria, y, desgraciadamente, recuerdo una de las estrofas más lánguidas. Su primer verso es pobre; las palabras “bosque”, “desierto”, “leyenda”, son valores poéticos análogos y no se refuerzan mutuamente. El segundo verso, émulo de las peores victorias de Campoamor, es indigno de Oribe. En el último la cesura no cae naturalmente; considero, por fin, que la elección de la palabra “desesperanza” no debe reputarse un acierto. La estrofa, en su conjunto (y en su miseria), quizá no delate influencias; pero alguno de sus versos trasluce, al menos me parece a mí, vestigios de Shelley; mi desmemoriado oído, sin embargo, se niega a precisarlos.

Descubrí una leyenda y un bosque en un desierto,
y en el bosque a Lucía. Hoy Lucía se ha muerto.
Levántate Memoria y escribe su alabanza,
aunque Oribe caduque en la desesperanza.

      Le pregunté a Berger si Oribe no le había contado nada de su viaje.
—Sí —dijo—. Me contó una aventura rarísima.
Berger empezó por el “misterio” del bosque de pinos, y continuó:
—Usted recordará que Oribe salió del hotel una noche, a eso de las diez, con el pretexto de pensar en un poema que estaba escribiendo. La noche era muy oscura (tan oscura, me dijo, que sólo descubrió que había andado entre nieve cuando se miró las botas, en el hotel). Se dirigió como pudo al bosque de pinos. Los perros no le salieron al paso; se alegró de esto, porque los temía, aunque sabía tratarlos…
—Creo que él también tuvo perros —indagué— cuando era chico…
—Sí, me parece que le oí algo de eso… De pronto se encontró frente al edificio principal de La Adela; dijo que lo rodeó por el sur; abrió una puerta lateral y se metió al azar por esa casa desconocida; cruzó cuartos y corredores; finalmente llegó junto a una escalera de caracol, detrás de una cortina verde; subió la escalera y desde un entrepiso vio un salón inmenso donde un señor vestido de negro conversaba con tres muchachas (las primeras personas que encontró en la casa). Afirmaba que no lo vieron. En el entrepiso había dos puertas. Abrió la puerta de la derecha. Ahí estaba Lucía Vermehren.
Sentí un vértigo y murmuré:
—¿Qué más?
—Oribe señalaba dos puntos —explicó metódicamente Berger—. Primero, que al verlo, la muchacha no se asombró. Era, me repetía, como si de un modo general lo hubiera esperado. Le pedí que no repitiera, que me explicara lo que él entendía, al menos en esa frase, por modo general. Inútil. Usted sabe lo obstinado y lo desatento que podía ser. Después venía el segundo punto, o sea la docilidad virginal con que la muchacha se entregó.
Con su cara congestionada y sus ojos inexpresivos, Berger dio pormenores. Yo tuve asco: de mí, de Oribe, de Berger, del mundo. Hubiera querido abandonar todo; pero me hallaba en ese episodio como en la mitad de un sueño y tal vez entendí que no debía tomar decisiones, que en ese momento mi sentido de la responsabilidad no excedía al de un personaje soñado. Además, empecé a entrever (muy tardíamente, por cierto) una explicación de los hechos y cometí la equivocación de querer confirmarla o desecharla, de no preferir la incertidumbre. A la mañana siguiente emprendí el viaje a Santiago.
Recordé que no debía odiar a Oribe. Con insegura frialdad me pregunté si me indignaba tanto que hubiera contado la aventura porque la muchacha estaba muerta. Precisamente, la había contado por eso: porque la muchacha estaba muerta y porque la historia de su vida y el episodio de su muerte eran románticos. Trataba la realidad como una composición literaria, y debía imaginar que el valor antitético de esa anécdota era irresistible. El procedimiento era candoroso, el efecto, burdo, y pensé que no debía juzgar a Oribe con mucha severidad ya que su culpa no era la de un hombre inicuo sino la de un escritor incompetente. Lo pensé en vano. Los argumentos no abatieron mi condenable rencor.
En cuanto llegué a Antofagasta fui a ver al jefe de policía. Este funcionario no se interesó por la carta de presentación, aunque llevaba la firma autógrafa de nuestro jefe, me oyó con indiferencia y me extendió un permiso para visitar a Vermehren cada vez que yo quisiera.
Lo visité esa misma tarde. En sus ojos durísimos no advertí si me había reconocido. Le hice algunas preguntas. Empezó a insultarme, lentamente, con una voz en que las palabras, casi murmuradas, parecían contener un vendaval de odio.
Lo dejé hablar. Después le dije:
—Como usted quiera. Yo andaba en una investigación personal, sin intención de publicar los resultados. Pero me ha convencido: publico los datos que me dio el doctor Sayago y no molesto a nadie.
Me retiré en seguida y al día siguiente no aparecí en la cárcel.
Cuando volví fue casi atento. Apenas aludió a la entrevista anterior. Me dijo:
—No puedo explicar este asunto sin referirme a mi pobre hija. Por eso no quise hablar.
Confirmó la historia del médico; agregó que una noche, cuando Lucía subió a acostarse, alguna de las muchachas dijo que parecía increíble que en una vida tan cotidianamente igual como era la de ellos, pudiera introducirse un cambio: el cambio definitivo de la muerte. Después recordó la frase y, en horas de insomnio, cuando las credulidades y los propósitos son más apremiantes, decidió imponer a todos una vida escrupulosamente repetida, para que en su casa no pasara el tiempo.
Debió tomar algunas precauciones. A las personas de la casa les prohibió salir; a los de afuera, entrar. Él salía, siempre a la misma hora, a recibir las provisiones y dar las órdenes a los capataces. La vida de los que trabajaban afuera siguió como antes; huyó un peón, es verdad, pero no lo habría hecho para salvarse de una disciplina terrible, sino porque habría descubierto que ocurría algo extraño, algo que no podía entender y que por eso lo intimidaba. Adentro, como el orden siempre había sido estricto, el sistema de repeticiones se cumplió naturalmente. Nadie huyó; más aún: nadie llegó a asomarse a una ventana. Todos los días parecían el mismo. Era como si el tiempo se detuviera todas las noches; era como si viviesen en una tragedia que se interrumpiera siempre al fin del primer acto. Transcurrió así un año y medio. Él se creyó en la eternidad. Después, inesperadamente, murió Lucía. El plazo del médico había sido postergado por quince meses.
Pero en el día del velorio ocurrió un hecho revelador: una persona que nunca habría estado en la casa, pudo ir, sin indicación de nadie, hasta una determinada habitación. Vermehren sólo reparó en esto cuando Oribe le dio la fotografía de Lucía; pero añadió que al encender la lámpara, su decisión ya era mirar la cara del hombre a quien iba a matar.
A los pocos días yo estaba de regreso en Buenos Aires y Vermehren había muerto en su cárcel. Se dijo (por ahora no quiero desenmascarar al autor de la infamia) que yo no era ajeno a esa muerte; que aproveché la circunstancia de no ser registrado, para llevarle el cianuro (me lo habría exigido a cambio de una confesión). Pero faltaron las consecuencias previstas por los difamadores: yo no revelé nada y la policía de Chile no se ocupó de mí.
Temo, ahora, reavivar la calumnia; se alegará que los datos que me dio el médico y la simple amenaza de publicarlos no pudieron bastarme para obtener las declaraciones de Vermehren; se pasará por alto la dificultad que yo habría tenido para conseguir un veneno en Antofagasta; se insistirá en que esta publicación es la prueba que faltaba. Yo, sin embargo, espero que el lector encuentre en mis páginas la evidencia de que no pude complicarme en el suicidio de Vermehren. Establecerla, denunciar la parte preponderante que en los hechos de General Paz tuvo el destino, y mitigar, en lo posible, una responsabilidad que oscurece la memoria de Oribe, fueron los estímulos que me permitieron ordenar, en plena enfermedad y al borde mismo de la desintegración, este relato de hechos y de pasiones concernientes a un mundo que ya no existe para mí.

Aquí se interrumpe el manuscrito
de Juan Luis Villafañe.

      Al escribir: Aquí se interrumpe el manuscrito de Juan Luis Villafañe, he querido señalar que, a mi juicio, el relato queda inconcluso. Añadiría: deliberadamente inconcluso. Es verdad que la última frase ambiciona la pompa, el patetismo y el mal gusto de un final. Sobre todo, de un falso final. Es como si Villafañe hubiera pretendido que el tono confundiera a los lectores; que éstos, al reconocer el final, lo aceptaran, sin acordarse de que faltaban explicaciones y una buena parte del relato.
Ahora intentaré corregir esas deficiencias. Lo que agrego es una interpretación meramente personal de los hechos; pero confío que también sea lícita, ya que todas sus premisas pueden encontrarse en este documento o en los caracteres que este documento atribuye a Oribe y a Villafañe. No he callado mi conclusión con el propósito literario, o pueril, de reservar una sorpresa para las últimas páginas; he querido que el lector siguiera a Villafañe, libre de toda sugestión mía; si este epílogo le parece demasiado previsible; si, independientemente, hemos llegado a la misma conclusión, me atreveré a considerar el hecho como un indicio de que la interpretación no es injustificada.
Ante todo, veamos los dos personajes que se complementan como las figuras de un grabado. Carlos Oribe y Juan Luis Villafañe, simétricos en el destino. Pero entonces la trama parecerá demasiado simple, la simetría demasiado perfecta (no para un teorema ni para la mera realidad; para el arte).
Hablar de eminencias grises para describir a Villafañe, aunque esencialmente no tergiverse los hechos, es un error, porque los tergiversa aparentemente. Yo he dicho que Villafañe solía obrar de un modo anónimo, indirecto; que sus mejores artículos aparecieron sin firma y que más de una brillante y borrascosa discusión en el Senado fue un diálogo imaginario, un intrínseco monólogo en que Villafañe, impersonado por varios senadores, proponía y rebatía.
Con respecto a Carlos Oribe hay una cuestión que muchos prefieren ignorar; yo disiento de ellos; si nadie la discute, en detrimento de la historia se la magnificará o se la olvidará. Dejo que otros se avergüencen de sus ídolos, los despojen de sus caracteres humanos y los conviertan en personajes simbólicos, en una calle, en una fiesta escolar y en incesantes deberes para los escolares. Yo lo he conocido a Carlos Oribe; yo lo admiro —tal como era. Confieso, pues, sin rubor: Oribe ha plagiado algunas veces. Al tratar este delicado asunto, convendrá, quizá, recordar las palabras de Oribe sobre los plagios de Coleridge: ¿Era para Coleridge imprescindible copiar a Schelling? ¿Lo hacía in forma pauperis? De ningún modo. He aquí el enigma. En cuanto a Carlos Oribe, el enigma no existe; Oribe imitaba porque la riqueza de su ingenio abarcaba las artes imitativas; desaprobar, en él, la imitación, es como desaprobarla en un actor dramático.
Pero recapitulemos la historia: por la ventana del hotel, en General Paz, Oribe y Villafañe ven a lo lejos un bosque de pinos: es La Adela, una estancia en la que nadie entra y de la que nadie sale desde hace un año; Oribe manifiesta, una tarde, que no se irá de General Paz sin visitar esa estancia; a la noche, con un pretexto increíble, sale del hotel; sale también Villafañe; a la mañana siguiente muere Lucía Vermehren y se levanta la prohibición de entrar en La Adela; Oribe no quiere ir al velorio; después va y se mueve en la casa como si la conociera, después Vermehren mata a Oribe.
Mi conclusión no es imprevisible: Vermehren se ha equivocado. Antes del velorio, Oribe no entró en su casa. Quien entró en su casa fue Villafañe.
Como lo habrá notado el lector, en el relato de Villafañe se encuentran las indicaciones que imponen, en todas sus partes, esta conclusión. La intervención de Oribe (a) y de Villafañe (b) en los hechos, quedaría aclarada así:
a) Para hacer creer que entraría en la casa de Vermehren, Oribe desafía las inclemencias de esa noche patagónica. Pero ni siquiera entra en el bosque. Teme los perros; los teme aun en compañía de Villafañe.
En el día del velorio pudo ir hasta el cuarto de Vermehren porque la noche anterior Villafañe le había contado minuciosamente su visita a La Adela. Esta afirmación no es infundada. Villafañe había bebido esa noche; él mismo dice: “me parecía que Oribe era un gran amigo, digno de confidencias”. Sabemos cómo eran las confidencias alcohólicas de Villafañe: las contaba con “ordenada crudeza”. Estas dos palabras aclaran todo: las confidencias fueron ordenadas: Oribe pudo llegar, en la noche del velorio, al cuarto de Vermehren (Villafañe había estado en el de Lucía; esto explica la indecisión de Oribe, entre las dos puertas del entrepiso); las confidencias fueron crudas: Villafañe sintió asco y horror al oír la apócrifa historia de Oribe: oía la verídica historia de Villafañe y de Lucía Vermehren, oía, después de la muerte de Lucía Vermehren, el mismo relato que él había pronunciado, la misma infidencia que él había cometido, obsceno por el alcohol y tal vez por la tradición de las conversaciones entre hombres, fatuo por la victoria.
Oribe aparece atribulado por la muerte de Lucía. Pero el narrador observa: “Su abatimiento era notorio, casi teatral.” En efecto, Oribe era como un buen actor, imaginaba claramente su parte, se confundía íntimamente con el personaje encarnado.
Por último: tergiversa los hechos y se apropia las experiencias ajenas. Por ejemplo:
—Desde una ventana, los dos miran la llegada de Vermehren a la tranquera; los dos miran, pero el que ve es Villafañe, porque tiene los anteojos y porque Oribe es corto de vista. Ante el patrón, Oribe declara: “Después de lo que vi, no me voy sin visitar La Adela”.
Oribe afirma que no vio nevar porque la noche estaba oscura; que no advirtió que había nevado hasta encontrarse de vuelta en el hotel y ver sus botas sucias de nieve. Nosotros afirmamos: mientras él estuvo afuera no cayó nieve; la hubiera visto: “empezó a nevar cuando salió la Luna”. Luego (otra impostura), no vio la nieve en sus botas; la vio en las de Villafañe.
No ha sido el odio lo que movió a Villafañe a presentar estos aspectos del carácter de Oribe; ha sido (también) el escrúpulo de no rehusar al lector ningún elemento útil para descubrir la verdad.
b) Villafañe salió después de Oribe, como si lo siguiera. Pero imaginar a Villafañe espiando a Oribe es absurdo. Villafañe salió para entrar en La Adela.
Estuvo con la muchacha. Cuando le dicen que una de ellas ha muerto quiere saber su nombre; después no se va del velorio hasta ver a las tres hermanas de la muerta (teme que ésta sea la que estuvo con él la noche anterior; espera que no sea); pero desde el principio ha temido lo peor, y se ingenia para que Oribe y el Delegado le consigan una fotografía (quiere guardar una reliquia); declara que aborrece ver personas muertas, porque después no puede imaginarlas vivas (con referencia a este caso la frase no tendría sentido si Villafañe no hubiera visto antes a la muchacha); pasa la noche en vela, está muy triste, está enamorado de Lucía Vermehren (no creo que una fotografía y un destino más o menos poético bastaran para enamorarlo); se refiere al relato de Oribe como a “esos horrores” y alude a su “arrepentimiento” (Villafañe sólo pudo hablar de arrepentimiento si tenía alguna responsabilidad en la suerte de Oribe; sólo pudo hablar de horrores, si en el relato de Oribe oyó su irrespetuoso relato de una aventura atrozmente purificada por la muerte).
Finalmente, llamo la atención del lector sobre una frase de Villafañe. Compara un episodio de la vida de Vermehren con la sorpresa final de un cuento, en que un personaje, hasta entonces considerado secundario, resulta bruscamente el protagonista. Me pregunto si Villafañe no ha dejado esa frase para que alguien la recoja e interprete, como con una clave, todo el relato.
No creo que la única interpretación de estos hechos sea la mía. Creo, simplemente, que es la única verdadera.
Faltan unas pocas palabras sobre Villafañe y sobre Lucía Vermehren. Tal vez Lucía Vermehren haya recibido a Villafañe como el ángel de la muerte que la salvaría, por fin, de esa laboriosa inmortalidad impuesta por su padre. En cuanto a Villafañe, el destino se había ensañado con él; lo convirtió en instrumento de muertes, pero no lo derrotó; nada logró derrotar su tranquila hombría, su incorruptible serenidad. Una vez dijo: “Me agrada pensar que Oribe tuvo una muerte acorde con su vida.” No dio ninguna explicación; yo creo entreverla… Agregó algo sobre “muerte propia”. En aquel tiempo todos hablábamos de muertes propias y ajenas; no había mucho que entender en la distinción. Sobre la calumnia que lo complica en el suicidio de Vermehren me atrevo a declarar que tiene un solo origen: el manuscrito del mismo Villafañe. No sugiero, sin embargo, que Villafañe haya inventado esa indefendible calumnia para que el lector la destruya y crea descubrir su inocencia.
Pero mi último recuerdo será para Carlos Oribe. Lo imagino en la noche de su partida, agitando un sombrero de paja y repitiendo este involuntario dodecasílabo:

¡No todos, no todos, se olviden de mí!

      La súplica del poeta fue escuchada.

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