austerultimascosas

(NOVELA) Éstas las últimas cosas —escribía ella—. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo.No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginártelo. Éstas son las últimas cosas. Una casa está aquí un día y al siguiente desaparece. 

Una calle, por la que uno caminaba ayer, hoy ya no está aquí. Incluso el clima cambia de forma continua: un día de sol, seguido de uno de lluvia; un día de nieve, luego uno de niebla; templado, después fresco; viento seguido de quietud; un rato de frío intenso y hoy, por ejemplo, en pleno invierno, una tarde de luz esplendorosa, tan cálida que no necesitas llevar más que un jersey.

Cuando vives en la ciudad, aprendes a no dar nada por sentado. Cierras los ojos un momento, o te das la vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece de repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena perder el tiempo buscándolos; una vez que una cosa desaparece, ha llegado a su fin.

Así es como vivo —continuaba su carta—. No como mucho, sólo lo suficiente para mantenerme en pie, no más. A veces me siento tan débil que me parece que no podré dar otro paso. Pero lo logro, a pesar de los períodos de abatimiento, me mantengo activa. Deberías ver qué bien lo hago.

En la ciudad hay muchas calles por todos lados, pero no dos iguales. Pongo un pie delante del otro, luego el otro frente al primero, y sólo espero poder volver a repetirlo todo otra vez. Sólo eso. Me gustaría que entendieras cómo es mi vida ahora: me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible. No importa lo que digan los demás; lo único importante es mantenerse en pie.

¿Recuerdas lo que dijiste antes de que me fuera? Me dijiste que William había desaparecido y que por más que buscara, nunca lo encontraría. Ésas fueron tus palabras. Entonces yo te contesté que no me importaba lo que dijeras, que iba a encontrar a mi hermano. Luego me subí a aquel barco espantoso y te dejé. ¿Cuánto tiempo hace de aquello? Ya no puedo recordarlo; años y años, supongo. Pero sólo lo adivino; hablando con franqueza, creo que he perdido el rumbo y ya nada podrá arreglarse para mí.

Lo cierto es que si no fuera por el hambre ya no sería capaz de seguir. Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo; intenta quitarle la vida. No hay salida, lo logras o no lo logras; si lo haces no puedes estar seguro de conseguirlo la próxima vez; si no lo haces, no habrá próxima vez.

No sé muy bien por qué te estoy escribiendo. Para serte franca, apenas si he pensado en ti desde que llegué. Pero de repente, después de todo este tiempo, siento que tengo algo que decir y que si no lo escribo rápidamente, mi cabeza estallará. No importa si lo lees, ni siquiera importa si voy a enviar estas líneas, suponiendo que eso pudiera hacerse. Tal vez te escriba sólo porque no sabes nada, porque estás lejos de mí y no sabes nada.

Hay personas tan delgadas —escribía— que a veces las arrastra el viento. El viento de la ciudad es brutal, siempre irrumpiendo en ráfagas desde el río y zumbando en tus oídos, empujándote hacia adelante y hacia atrás, arremolinando papeles y basura a tu paso. No es extraño ver a la gente más delgada caminando en grupos de dos o tres, a veces familias enteras, atados entre sí con sogas o cadenas, aferrados los unos a los otros, sirviéndose de lastre contra la ventolera. Otros abandonan por completo la idea de salir; abrazados a los portales o a las glorietas, incluso el cielo más límpido llega a parecerles una amenaza. Piensan que es mejor esperar tranquilamente en un rincón que ser arrojados contra las piedras.

Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos. Vagan por las calles al acecho a todas horas, hurgando entre la basura por un bocado, corriendo enormes riesgos por la migaja más insignificante. No importa cuánto puedan conseguir, nunca será suficiente; comen sin llenarse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal, escarbando con sus dedos huesudos y sin cerrar jamás las mandíbulas. Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados.

Resulta evidente que la comida es un asunto complicado y que a menos que uno aprenda a aceptar lo que se le ofrece, no se sentirá nunca en paz consigo mismo. El desabastecimiento es frecuente y el alimento que un día te brindó placer, casi con seguridad, faltará al siguiente. Los mercados municipales son, probablemente, los lugares más seguros y fiables para comprar, pero los precios son altos y el surtido miserable. Un día sólo hay rábanos y, al siguiente, tarta de chocolate rancia. Cambiar de dieta tan a menudo y de forma tan drástica puede ser muy malo para el estómago; pero los mercados municipales tienen la ventaja de estar custodiados por la policía y al menos uno sabe que lo que compra acabará en su estómago y no en el de algún otro. El robo de comida es tan común en las calles que ya ni siquiera es considerado un crimen. Además, los mercados municipales constituyen la única forma legal de distribución de alimentos. A lo largo de la ciudad, muchos vendedores se dedican a la venta privada, pero corren el riesgo de que les confisquen la mercancía en cualquier momento; incluso aquellos que pueden sobornar a la policía para continuar su negocio, sufren la amenaza constante de los ladrones. Los ladrones también constituyen una plaga para los clientes del mercado privado, y las estadísticas prueban que una de cada dos compras acaba en robo. No vale la pena, creo yo, arriesgar tanto a cambio del placer fugaz de comerse una naranja o un trozo de jamón cocido. Pero la gente es insaciable; el hambre es una maldición que acecha cada día y el estómago es un abismo sin fondo, un agujero tan grande como el mundo. A pesar de los obstáculos, el mercado privado hace un buen negocio, se retira de un sitio y se muda a otro, sin parar nunca, irrumpiendo en un lugar por una o dos horas y desapareciendo luego de la vista. Sin embargo, cabe una advertencia: si uno debe proveerse de alimentos en el mercado privado, tendrá que eludir a los tenderos tránsfugas, ya que el fraude está muy difundido y hay gente capaz de vender cualquier cosa con tal de obtener beneficios, huevos y naranjas rellenos de serrín, botellas con pis simulando cerveza… La gente es capaz de cualquier cosa y cuanto antes te des cuenta de ello, mejor te irá.

Fragmento de: El país de las últimas cosas- Paul Auster. Anagrama-Madrid 1988.

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