Borges se está muriendo todo el tiempo. Borges, muerto, se sigue muriendo. Borges empezó a morirse mucho antes de que Borges muriera. Borges se moría a través de sus personajes que siempre se murieron como quería morirse Borges. Rápido. Se me ocurre que, quién sabe, a la hora de la verdad, todo escritor -como un dios imperfecto y mortal- busca perfeccionarse en las muertes perfectas e inmortales de sus personajes. Así, un escritor se uere una vez y de una vez, mientras que los personajes de ese escritor pueden morirse tantas veces como lectores tengan, y siempre de maneras ligeramente diferentes, porque hay tantas muertes -y tantas vidas que conducen a esa muerte- como lectores tiene un personaje. Y los personajes de Borges viven muriéndose.

 

Dos

La muerte de Borges fue y sigue siendo una muerte definitivamente argentina. Es decir, fue a morirse en el extranjero. Y el extranjero, probablemente, sea el lugar más argentino de todos. Julio Cortázar, que había nacido en un lugar de la Argentina llamado Bruselas (del mismo modo en que Carlos Gardel había nacido en un lugar de la Argentina llamado Tolouse) hizo lo mismo: se fue a morir a un lugar de la Argentina llamado Medellín, en Colombia. El Che guevara se fue a morir a un lugar de la Argentina conocido como la selva boliviana. Borges murió en un lugar de la Argentina llamado Ginebra, y su muerte nunca fue del todo aclarada. Hay biografías que, incluso, apuestan seguras a una conspiración de su viuda o algo por el estilo. Da igual. Era, es y será lo mismo: Borges tenía que morirse porque, para entonces, 1986, se parecía más a un personaje de Borges que al Borges creador de personajes. Borges es también la comprobación de que las ventajas de ser argentino y ser escritor tiene que ver con la idea de que se puede ser escritor y argentino en cualquier parte. Porque la Argentina, como la muerte, funciona en todas partes y en ninguna. La Argentina es un país que nació muerto -y desde entonces- habita ese mapa-limbo donde van todos los países que mueren sin haber sido bautizados y donde todo se mezcla y nada se asume. Antimateria o materia muerta. Parecida a todo y a nada. Única e irrepetible y, por lo tanto, mítica. La Argentina es de otro de los tantos nombres de Tlön y la identidad nacional de la Argentina es la psicosis. Borges escribe sobre este síntoma inapelable al principio de «La muerte y la brújula»: la idea de una Buenos Aires que está en todas partes. Los viajeros lo saben: llegan, ven y son vencidos por esa multiplicidad de espejos. Buenos Aires es la ciudad con la mayor concentración de psicoanalistas -y de pacientes de psicoanalistas- por metro cuadrado. Borges -por único e irrepetible y mítico- es el más argentino de los escritores europeos o el más europeo de los escritores argentinos. Otra vez: da igual. No hay diferencia. Ni siquiera importa que Borges esté muerto porque, se sabe, los verdaderos muertos son aquellos que siguen vivos en la memoria de los vivos. Y Borges es un muerto verdadero, un muerto vivo.

 

Tres

Borges muerto sigue ahí en la memoria de los escritores vivos. De los argentinos (que lo leen con la temerosa reverencia que se le dedica a un Tutankamón maldito; alguien a quien -parafraseando al individuo en cuestión- no nos une el amor sino el espanto, será por eso que lo queremos tanto); y de los nos argentinos que suelen apreciarlo como una intrigante aberración de la naturaleza y en el ¿mejor? de los casos como a un generoso y tierno extraterrestre producido por Steven Spielberg. Nada más divertido para un escritor argentino que leer esas sentidas apreciaciones de Borges a cargo de escritores no-argentinos. No entienden nada. O entienden lo que quieren. La comprensión absoluta de Borges como tótem religioso o como cadáver literalmente exquisito implica la incomprensión absoluta de la Argentina. Pero a la Argentina hay que conocerla para no comprenderla. De hecho, ser argentino ayuda. Un mínimo ejemplo: sólo a la Argentina puede ocurrírsele que se escritor más famoso sea ciego.

 

Cuatro

Borges comprendía a la Argentina -o a Buenos aires, casi lo mismo a efectos d e su obra- como territorio mortal más que vital. Desde el, vamos, casi hasta el principio. En la edición póstuma de sus Textos recobrados (1919-1929) ya figuran tres poemas amorfos: dos dedicados a los cementerios de la Chacarita y la Recoleta. Los que estuvieron en la gran necromacrópolis del Sur saben que el primero es un camposanto popular donde están enterrados Gardel y Perón. El segundo es un barrio de mausoleos cinco estrellas desbordando cadáveres exquisitos e improbables de doble apellido y flanqueado -que alguien me explique esto- por los mejores restaurantes de la ciudad. No es paradójico que Evita embalsamada esté enterrada allí bajo una lápida de acero blindado. Evita es la muerta más argentina de todas. Y la más extranjera. Su cuerpo viajó por todo el mundo para convertirse primero en ópera rock y después en una película mala con Madonna de protagonista. Se llama «El simulacro». En el Borges narra a un Perón itinerante exponiendo un cadáver de muñeca rubia y habla de «una crasa mitología» y advierte que «la historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal». No está de más decir que esos poemas un tanto morbosos son primerizos y bastante malos y que mueren jóvenes y que serían seguidos por otros mucho mejores y acaso inmortales. Versos sueltos de Borges a la hora de la muerte: «El muerto no es un muerto: es la muerte», o «Quizá del otro lado de la muerte/ sabré si he sido una palabra o alguien», o «Sólo pido/ las dos abstractas flechas o el olvido».
No pudo ser. Con el tiempo, cosas de la vida, Borges y sus personajes aprendieron a morirse mucho mejor.

 

Cinco

Ya lo dije. Los personajes de Borges se mueren limpia y rápidamente. Casi no se dan cuenta. Se mueren en una oración y sus muertes -casi siempre en la última línea de la última página de un cuento- se nos antojan como la maravilla de lo inevitable. Los personajes de Borges siempre están yendo hacia la muerte (lo mismo que los versos de muchos de sus poemas; porque Borges probablemente sea uno de los poetas más fúnebres que jamás vivieron), a diferencia, por ejemplo, de los de Bioy Casares que casi siempre son muertos que vienen a la vida, muertos que se niegan a aceptar la condición de muertos y está bien que así sea. Tal vez por eso -esta diferencia clave- Borges y Bioy eran tan buenos amigos. La Beatriz Viterbo de uno no entraba en conflicto con la Paulina del otro. Podían salir los cuatro juntos. Y morirse de la risa.

Seis

Los muertos de Borges. Los muertos en la ficción de Borges. Tuve la suerte de leer a Borges por primera vez a eso de los doce años. Historia universal de la infamia, libro que también podría haberse llamado Muertes imaginarias. Lo leí como se lee un libro de aventuras y-en el inmediato tránsito hacia Ficciones o El informe de Brodie- no cambió mi apreciación y mi forma de acercamiento. Lo sigo leyendo así y nunca leí un libro de teoría sobre Borges. Me quedo con sus muertes a secas, tan limpias y bien matadas. ¿Tiene sentido, por ejemplo, construir toda un tesis académica comparando la última línea de «La muerte y la brújula» («Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.») con la última línea de «El muerto» («Suárez, casi con desdén, hace fuego.»)? ¿O los finales de casi muerte de «El sur» («Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura»), «El evangelio según Marcos» («El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz») o «There are more things» («La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos»)? Puede ser, pero se lo dejo a otro. Reclamo para mí -no como teoría sino como práctica- el convencimiento de que las muertes de Borges son, para alguien que empieza a leer muy en serio -porque sólo así podrá mantener en pie la idea de que algún día querrá escribir más o menos en serio-, uno de los sitios donde mejor se puede aprender a escribir. Las muertes de Borges -la muerte en Borges- siempre aparecen dotadas de un ritmo perfecto. Las balas de sus comas, las puñaladas de sus comas, siempre impactan en el sitio justo. Las muertes en los cuentos de Borges son, siempre, crímenes perfectos. Las muertes de Borges, paradójicamente, son las muertes más vívidas que hay. Y que me muera si no es verdad.

 

Siete

Tal vez por eso, ahora que lo pienso, Borges siempre prefirió la limpia y súbita velocidad de un cuento que la lenta agonía de una novela. Los personajes de Borges necesitan morirse rápido, porque se muerte depende, por lo general, el milagro de secreto de la trama. Dijo Borges en una entrevista:

Nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que, si yo empezara a escribir una novela, me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin. (…) La ventaja esencial que le veo es que el cuento puede ser abarcado de un solo vistazo. En cambio en la novela se nota más lo sucesivo.

Lo que me lleva a pensar en la novela como «vida», en el cuento como «muerto» (nada más fácil que un cadáver a la hora de abarcar con un solo vistazo). Y en que un muerto es mucho más fácil de ser «resucitado». Y que -si se lo piensa un poco-, a la hora de la verdad, en el lecho de muerte probablemente tengamos tiempo de leer un cuento y no una novela.

 

Ocho

De ahí también -nada es del todo casual- que la Argentina, como país muerto, esté constituido como una vertiginosa sucesión de cuentos y no como una novela. Si se piensa en la historia argentina como una espasmódica sucesión de narraciones (Los mil y un crepúsculos, podría llamarse) apenas conectados por un hilo común, entonces la Argentina como país cobra cierto sentido. Se entiende que «La dictadura militar», y «La guerra de las Malvinas» son dos cuestiones diferentes, y que el primer Perón es otro relato que el segundo Perón y que ese gol de Maradona a los ingleses en el mundial México 86 tiene un protagonista diferente al Maradona expulsado del mundial USA 94. no es casual -de paso- que las grandes novelas argentinas (pienso en Facundo, en Rayuela, en Adán Buenosayres, en Mafalda y -si me obligan- en Sobre héroes y tumbas) no respeten nunca la estructura tradicional del monstruo y se atomicen en variaso miles de esquirlas. No es casual tampoco que El sueño de los héroes, de Bioy Casares -probablemente la novela argentina más perfecta en cuanto a trama y estructura- trate, en realidad, de la historia de una novela intentando recordar desesperadamente el cuento de lo que le sucedió una noche. La argentina es un excelente libro de cuentos y una pésima novela del mismo modo en que Borges es un gran cuentista y -por omisión, por suicidio de la forma- un novelista que nunca existió porque, como la gran novela argentina, nació muerto.

Nueve

Borges el muerto. Borges se la pasaba hablando de la muerte y se preocupó muy bien en dejarla por escrito. No hay entrevista a Borges donde, en principio, no se mencione el final. Una rápida e incompleta antología de autoepitafios borgeanos exhumados de varias entrevistas:

«Tengo la confianza de que no haya otra vida y me gustaría que no la hubiera. Yo quiero morir entero. Ni siquiera me gusta la idea de que me recuerden después de muerto. Espero morir, olvidarme y ser olvidado», dice en una con María Esther Vázquez.

«¿Cómo, usted le tiene miedo a la muerte?», se escandaliza Borges ante Sábato, quien responde: «La palabra exacta sería tristeza. Me parece muy triste morir». A lo que Borges agrega: «Yo pienso que así como a uno puede entristecerlo no haber visto la guerra de Troya, no ver más este mundo tampoco puede entristecerlo, ¿no? En Inglaterra hay una superstición popular que dice que no sabremos que hemos muerto hasta que comprobemos que el espejo no nos refleja. Yo no veo el espejo».

Y en conversación con Jean Milleret:

A los veintidós años no me creía inmortal. Ahora tengo miedo de no morir; porque, después de todo, las pruebas de que somos mortales son de carácter estadístico; entonces, puede ocurrir que con nosotros se inaugure una nueva generación de inmortales. (…) Pero, al contrario, tengo la esperanza de la muerte. Hace algunos años tuve miedo a la inmortalidad, todo lo contrario de Unamuno. (…) Una vez, haciendo uso del Cuestionario Proust, me preguntaron «¿Cómo le gustaría morir?» Yo respondí: «Inmediatamente».

Lo que hace pensar en que yo casi le di el gusto a Borges, lo que me lleva a recordar el día en que casi mato a Borges.

 

Diez

Un escritor sirve para nada más que contar historias y ésta es una historia verdadera, mi cuento literalmente borgeano, mi relación con Borges y la muerte, con la muerte de Borges, con Borges el muerto y con el día que casi maté a Borges.

Allá vamos. Borges había dicho que «cuando era chico siempre quise ser invisible» y yo -veinte y pico de años- aspiraba a la más piadosa invisiblidad de querer ser escritor. Yo me llevaba muy mal con mi novia de entonces. Mi novia me decía todo el tiempo que no podía verme. Es decir, yo era invisible para mi novia. Y nos peleábamos mucho, demasiado. Y yo era invisible pero no había perdido sustancia física. Y así fue como se produjo mi verdadero choque con la literatura: un día, mi novia me abofeteó en la calle y se dio a la fuga. Celebrábamos nuestra pelea número quinientos. Me abofeteó y salió corriendo y yo salí corriendo detrás de ella. Era necesario alcanzarla para así poder dar inicio a nuestra pelea número 501. Al doblar una esquina (mi novia corría rápido, me había sacado una considerable ventaja) me llevé por delante a un anciano liviano. El hombre voló por los aires aferrado a su bastón y lanzando grititos entrecortados. Cayó boca arriba y entonces descubrí que el hombre era Borges y que yo, quizá, había matado a Borges. ¿Fue ese el momento más trascendental de mi vida hasta entonces? Quién sabe si ese choque con la gran literatura no sería el desencadenador de otras historias o el fukuyamesco fin de mi historia como escritor porque qué sentido tenía ya escribir algo si yo iba a pasar a la historia como aquel que mató a Borges. Por suerte para mí, Borges estaba vivo.

Vi a Borges, boca arriba, el bastón cruzado sobre el pecho, abriendo y cerrando la boca como uno de esos canarios que se ponen en las tripas de una mina de carbón par detectar la falta de oxígeno. Justicia poética, pienso ahora, la trama que había unido a dos hombres invisibles que las arreglaron para encontrarse y, al no verse, chocaron. Ese fue mi gran choque con la literatura. Volví a ver a Borges después de otra pelea con mi novia de entonces. La número 847, creo. Decir que vivíamos juntos sería una muestra de optimismo descarado. Lo nuestro ya era más una novela que un buen cuento y yo sabía cómo hacer para «retroceder unos pasos. Después, muy cuidadosamente, con desdén hacer fuego». No se me ocurría un final preciso, una muerte buena para esa relación. Como dije, acababa de pelearme y bajé a comprar el periódico y ahí estaba, otra vez, Borges. Una foto en la primera plana de todas partes. «Murió Borges», proclamaba e titular en contundentes mayúsculas y entonces supe que se trataba de una señal, de un guiño de ojo ciego. Ahora o nunca, me dije. Doblé el periódico y lo encajé debajo de mi brazo izquierdo y seguí de largo, no volví nunca o casi nunca. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos. Faltaba mucho para que conociera a la mujer de mi vida, pero bien podía matar el tiempo escribiendo, pensé y decidí entonces, más vivo que nunca.

Foto principal: https://www.jotdown.es/2018/03/rodrigo-fresan-el-maximo-halago-que-se-le-puede-hacer-a-la-realidad-es-convertirla-en-una-ficcion/

2 comentarios para “El día en que casi mato a Borges- Rodrigo Fresán

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