Por Mario Vargas Llosa

Pero apenas. Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo.

Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. «No te acerques tanto». Dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. «¡Sal de ahí!», dijo Leonidas muy despacio. «¿Por qué demonios peleas tan cerca?». Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia. Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. «Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta». Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo. En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. «Vamos», dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.

—¡Julián! —grito el Cojo.

—¡Dile que se rinda!

Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás: —¡Don Leonidas! —gritó de nuevo con acento furioso e implorante.

—¡Dígale que se rinda!

—¡Calla y pelea! —bramó Leonidas, sin vacilar. Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacía los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad.

—No llore, viejo —dijo León.

—No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras. Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo. A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.

—¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?

—Sí —dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.

Fragmento de: «El desafío», Mario Vargas Llosa. 

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