Por Augusto Roa Bastos

Goyo Luna, puntero izquierdo del Sol de América, era, a los veinticinco años, un esmirriado depósito de perfecciones ocultas. De su aspecto físico, mejor no hablar; sobre todo ahora cuando ya no está entre nosotros. Hay que recordarlo vivo, sin aureola ni nada, pero con el respeto que se debe a los que dieron su vida por el fútbol. ¡Y de qué manera ofrendó la suya Gayo Luna, señores! Hoy, justamente, se cumplen diez años de su desaparición, el mismo día en que metió su último gol de triunfo, el que lo llevó a la tumba después del encontronazo con el poste fatal de la portería de El Porvenir. Es difícil describirlo tal como era, porque lo que valía en él era precisamente lo que no se veía, dicho sea sin humor y con tristeza: sus dotes de buena persona, su genio de futbolista, su generosidad, su bondad, su humildad. Nunca quiso ser más de lo que naturalmente era. Y a la verdad, poco era lo que representaba el hombre, al menos en su aspecto exterior.

De baja estatura, 1,60, a gatas, algo patizambo y chueco. Sobre todo del pie izquierdo que lo tenía muy torcido hacia adentro. Esto, que podía constituir un inconveniente serio para un puntero izquierdo, a Goyo no le molestaba en absoluto. Al contrario, ese defecto era su orgullo, el instrumento perfecto que le había convertido en el mejor futbolista del país, dicho sin exagerar.

El torso, de un verdadero atleta, doblaba la longitud de las piernas. Sus brazos largos y flexibles casi tocaban el suelo con las manos. Dobladas sobre el dorso, el cuerpo en posición fetal, esas manos grandes y apalmetadas le servían de patines en los rushings violentos hacia el área enemiga.

Era un microcosmo en equilibrio sobre sus dos patas de pato y sus dos manos palmípedas que le permitían patinar, planear, volar, hacer volteretas para evitar los encontronazos y salir de los entreveros.

Las espaldas, es cierto, las tenía un poco cargadas como las de un viejo ujier de juzgado. De la dentadura no le quedaban sino cuatro dientes más o menos sanos: un canino, los dos colmillos y un molar, pero se las arreglaba para no padecer. Prefería morir de hambre que de ganas de comer. Nunca admitió que se le hiciera una prótesis dental.

En la báscula ese exiguo esquema de huesos forrado de piel y nervios, sin un átomo de grasa, pero incandescente, de una energía incalculable —sobrenatural, uno estaría tentado de decir, como lo demostró al final—, marcaba 58 kilos, siempre. Y eso que era un comedor de ley, capaz de devorar sin apuro dos raciones juntas para gigantes glotones de 1,90 y 80 kilos de peso. Las deglutía sin apuro, morosamente, como si sorbiera helados de exótico sabor que le ponían en estado de trance. Sobre la lengua le habían crecido unos pinchos córneos y filosos, como los de la escofina, que le permitían dar cuenta del asado en tiempo normal y hasta roer limpiamente los huesos, dejándolos mondos y lirondos.

Si algo hacía olvidar las imperfecciones de su aspecto físico, eran los ojos. En esos ojos de un gris acerado, casi verdoso, con estrías doradas, como los de un gato birmano, se hallaba concentrada toda la perfección y la energía increadas de esa escuálida figura.

En los ojos se resumían y traslucían sus cualidades invisibles. Sus miradas casi magnéticas, de gran hermosura y expresividad, sabían ser amables y cordiales cuando la ocasión lo requería, pero se volvían duras e inflexibles ante la injusticia o la provocación. A más de un hombrón, agresivo y sobrador, de los que abundan en las canchas, esos ojos les habían hecho doblar la cerviz con sólo mirarlos.

En el campo, en lo más intenso del juego, parecían taladrar el tiempo y el espacio, adivinando la trayectoria del balón en el laberinto casi infinito de variantes posibles; el punto exacto para el toque, el ataque, para el pase o para el gol. Allí estaba él, siempre, embalado para la acción. En el espacio verde de la cancha, abierto al polvo matemático del cálculo de probabilidades —del que él felizmente nada sabía, salvo por instinto—, era donde el desgalichado depósito de perfecciones ocultas las descubría, una a una, con una sabiduría nueva y deslumbrante cada vez, en la ciencia infusa del fútbol, ante el fragor de veinte mil espectadores.

Su larga y lacia melena con crenchas entremezcladas de oro y betún negro, lustroso, siempre atada con una vincha blanca, le caía sobre los hombros y volaba al aire, tiesa, como el yelmo de Mambrino. Había en Goyo Luna fragmentos de América india y de Europa central integrados en un mestizaje con lo mejor de cada origen. Pronto se hizo popular en los estadios ese gaucho casi enano que parecía entrar en trance por la alucinación del gol, por la ansiedad febril de ganar que le hacía temblar como atacado de malaria, cada domingo. Y es que su pueblo, encharcado por las inundaciones, era el caldo de cultivo del mosquiterío del paludismo que hacía temblar hasta a los árboles.

Los jugadores rivales, incómodos y despreciativos, como a una pelota desinflada lo veían. Lo veían como un muñeco de trapo, al que había que arrojar de la cancha a puntapiés cuanto antes. Pero él sabía evitar los fouls y las patadas asesinas, mientras mantenía girando a su alrededor el balón con esguinces de malabarista.

Éste fue precisamente el primer apodo con el que el público lo bautizó. A medida que iba aumentando su popularidad le fueron poniendo otros: el Gaucho, el Gato, la Culebra, el Bochín, el Piojo, según la inspiración y el humor del público, en el delirio hacia su ídolo. El apodo que él más amaba era El Malabarista, porque le recordaba a su padre Peter Schoerner, de origen alemán, de Baviera, que de chueco no tenía nada. Era un virtuoso de los juegos malabares. Fue su primer maestro, en el circo ambulante bajo cuya lona ambulante había nacido.

Su madre, María Luna, nombre que aparecía en los afiches, paraguaya de origen, nacida en la gran diáspora del 47, en Paso de los Libres, y educada en los Estados Unidos, trabajaba como trapecista. Ambos eran los dueños del circo que durante años recorrió toda América latina, desde México a Tierra del Fuego. La atracción del número de su madre consistía en que trabajaba sin red. Una noche, en el salto de un trapecio a otro, perdió las manos de su partenaire y sufrió una caída que pudo ser mortal.

María Luna se salvó de puro milagro, pero Goyo, de quien ella se hallaba encinta, sufrió las consecuencias. Nació paralítico y deforme. Peter Schoerner y María Luna, vendieron el circo con los elefantes y las fieras a un parque de atracciones de la capital y se dedicaron por entero al cuidado y rehabilitación del hijo minusválido.

Desde los dos o tres años, Peter Schoerner empezó a enseñar su arte al hijo, con tan buena fortuna que, a los cinco de su edad, Goyo no sólo recuperó la normalidad de sus movimientos sino que ganó otros anormales. Rivalizaba con su padre en los ejercicios más difíciles de equilibrio y manipulación de objetos de todas formas y tamaños. El número central de Peter era cierto ejercicio con un balón rojo al que hacía hacer maravillas como formando parte de su cuerpo, y la lluvia de pelotas de colores que giraban a su alrededor como satélites. «Todo el cuerpo del malabarista, le decía su padre, debe ser como un poderoso electroimán.» Y Goyo había heredado de sus padres una sangre electromagnética que circulaba velozmente imantando cada molécula de su cuerpo pequeño y deforme.

Por su propia cuenta, impulsado ya sin duda por la irresistible vocación que había nacido con él, o tal vez como reacción a su desgracia, inventó juegos malabares con una pelota de fútbol. Él mismo se ataba el balón a sus pies con un largo piolín. Luego se hacía amarrar los brazos al cuerpo para no tener tentación de tocarla. Poco a poco, con la obcecación de un alienado, logró dominar el balón con taquitos muy cortos y veloces hacia atrás, hacia adelante… toc… toc… toc… Los rebotes, imperceptibles de tan rápidos, entre el empeine y el tobillo de los dos pies, entre los hombros, la cintura y la espina dorsal, hacían girar la pelota vertiginosamente a su alrededor. La mantenía en suspensión sobre su cabeza, o pegada a sus espaldas por una suerte de atracción de ese cuerpo deforme que parecía generar sus propias zonas de gravitación sobre el balón.

La tenacidad de un pensamiento obsesivo llevado a sus extremos límites acaba en locura. Goyo Luna estaba un poco loco. Pero era feliz en su locura, en su absoluta pasión por el fútbol.

Ensayó y perfeccionó contra una pared, con creciente precisión y potencia, todos los tiros conocidos en el balompié. Dibujó, a distintas alturas, varios círculos del tamaño de una naranja y los ángulos en escuadra de las porterías. Los bombardeaba sin descanso hasta que la mancha del balón húmedo rebotando en la pared coincidiera exactamente con los círculos de tiza y con la brecha de los ángulos superiores de la portería. Borraba todo y volvía a empezar, chutando desde distintas posiciones y distancias, hasta que se caía dormido de cansancio en cualquier parte. Inventó otros tiros con efectos sorpresivos, asombrosos, como el del «balón borracho» o «balón petardo», que salía disparado en espiral desde el óvalo de cal del penalty hasta la red. Calculó milímetro a milímetro los once metros de la pena máxima desde la marca al arco, y su correspondencia, en fracciones de segundo, con la intensidad y potencia del tiro. El Gato birmano no era un matemático puro, pero obtuvo cocientes instintivos de rapidez, angulación y precisión muy exactos que su cuerpo memorizaba y regían sus movimientos.

Amaba el gol de penalty casi tanto como el de media cancha o el de atropellada. No se equivocó nunca en la ejecución de los tiros penales. De aquí también el apodo de «El verdugo» que le hacía gracia. Fue entonces cuando puso a punto el disparo tortuoso e imparable del zurdazo a 100 kms/h. y el tiro espiralado del «balón borracho». Y otro, más sofisticado y sorpresivo aún: el ralentado y suave «barrido» del tiro pluma. El balón, a cámara lenta, daba la impresión de que iba a salir completamente desviado. A medio camino cambiaba de dirección y se metía por donde quería hasta la red, engañando por completo al guardameta que se tiraba hacia el otro costado y caía abrazado al poste.

No todas las cualidades de El Malabarista eran de naturaleza mágica. En todo caso, lo eran de magia genética, habida cuenta el arte de sus progenitores y de los antepasados circenses de Peter Schoerner.

Los Luna y Carvajal de Madrid, Asunción, Buenos Aires y Córdoba, del siglo XVIII, si bien no tenían linaje específicamente circense, se distinguieron por sus condiciones de valor y coraje en la guerra contra los indios. María del Rosario Luna y Carvajal, tatarabuela de María, era hija «furtiva» de un cacique mbayá, prisionero de los españoles en Asunción, con la mujer casi adolescente de un colono viejo y rico, hacia finales de la Colonia. El esbelto aborigen, que parecía hecho de bronce, trabajaba en las plantaciones de tabaco. La joven mujer iba a caballo, a escondidas, a ver trabajar a ese semidiós silvestre. Nació el amor entre el ama y el esclavo, y de ese amor nació la hija. El seductor murió estaqueado bajo el sol de fuego en castigo de su culpa. La joven adúltera, después de tener a su hija María del Rosario, fue separada de ella y enterrada en vida en un convento hasta el fin de sus días.

De aquel amor lejano y desdichado descendía en línea directa María Luna, la mujer-pájaro de los trapecios.

Goyo Luna era uno de esos seres que parecen haber surgido por generación espontánea con un destino prefijado: en su caso, la predestinación de su pasión por el fútbol desde su más tierna infancia. Siempre estaba en su puesto, dentro o fuera del campo. Goyo usaba el apellido de la madre, más fácil de pronunciar que el germánico de su padre. Más romántico también, pese a la trágica leyenda de su origen.

Le gustaba la soledad, le gustaba reflexionar, leer, instruirse. Era un poeta nato. La concepción de su juego estaba llena de poesía. Pero se sentía igual de bien con el grupo de los compañeros o con la gente, cualquiera fuese su condición o nivel social. Lo que le hacía particularmente querido y respetado por todos.

En la cancha sólo pensaba en el gol y no paraba de incubarlo mentalmente hasta ponerlo como un huevo en el nido contrario, solo o en el bordado deslumbrante del trabajo en equipo. No era un individualista rabioso. Odiaba el dribbling, por ejemplo, «Sólo soy individualista cuando tengo pataduras a mi lado», se disculpaba. O bien: «Soy un individuo pero con la multitud adentro…».

Hacía cinco temporadas que jugaba en el Sol de América, de Manorá, el pueblo más pobre del país más futbolero de América. De ese paisito casi desconocido habían salido los Arsenio Erico, los Diego Ayala y otros grandes del fútbol paraguayo y suramericano. Goyo Luna le había hecho ganar al Sol tres ligas regionales y dos campeonatos nacionales. No iba a abandonar al Sol hasta poner al Paraguay en camino de intervenir en la copa de América, en la de Europa y hasta en la del Mundo. Y eso también lo cumplió.

—De ahí en más, veremos… —decía reflexivo a sus íntimos, pero jamás hizo declaraciones a la prensa. «No tengo nada que decir», era su cantinela.

Algunos de los jugadores del Sol habían participado ya en los Mundiales de México, Brasil y España. Goyo Luna no quiso nunca estar en la selección nacional para la que fue llamado varias veces.

—No es mi lugar —argumentaba simplemente—. No me gusta dejar el pueblo. No me gusta dejar de ser el que soy. Pero no quiero que me juzguen por lo que soy sino por lo que debí ser y no pude. En uno siempre hay un otro que no sabemos quién es y que nos tira pa su lau… —se burlaba de sí mismo, poniendo los labios en trompetilla.

Del mismo modo había rechazado de plano ofertas millonarias de contratos de los principales clubes europeos, que habían enviado observadores para ver jugar al «fenómeno» humano y deportivo surgido en ese escondido pueblecito de un país que parecía no existir en el mapa.

—Un hombre no puede venderse por ningún dinero del mundo —alegaba—. Soy un jugador por la libre. Y si no puedo jugar en libertad, el fóbal no tiene sentido para mí, no me divierto, no soy feliz. Y la felicidad no hay plata que la pague.

Todos recordaban todavía la mañana en que El Malabarista había venido a hablar con el presidente del Sol para pedir su incorporación a la primera división. Don Gonzalo de Mendoza y Ruiz, rechoncho y enorme, tuvo que agacharse para encuadrar en primer plano al postulante. Lo miró de hito en hito como a una hormiga o a un extraterrestre en quien le costaba reconocer a un ser humano normal.

Parco, digno, respetuoso, Goyo Luna le dijo con su vocecita aflautada que le «provocaba hacer fóbal», y que sabiendo todo lo que sabía de «fóbal», lo que pretendía era «enchufarse» de entrada en la división superior.

—Pero… usted… ¿de dónde ha salido…?

—De por ahí nomás…

—¿Qué es lo que sabe de «fóbal»?

—Todo —dijo Goyo Luna con humildad y naturalidad.

—Y usted piensa que puede hacer «fóbal» con esa carrocería que Dios le dio. ¡Si parece el proyecto de un hombre interrumpido con bronca!

—De menos nos hizo Dios —replicó impasible y lejano Goyo Luna—. No me puedo quejar.

—¿Y se puede saber qué es lo que usted piensa del fútbol actual?

—Que todo anda medio regularón nomás, señor, si quiere que le diga la verdad. El sistema no anda del todo mal. Los toques y los pases, más o menos. Los regates y el marcaje son del tiempo de Ñaupa, una burla para impedidos mentales. De los tiros… qué quiere que le diga. Su mayor defecto es que no tienen efecto. Mientras un jugador no domine el balón con todo el cuerpo, como es debido, mientras no haya un espíritu más ofensivo, mayor coordinación y velocidad en el ataque, más ganas de ganar en buena ley, más divertido será seguir viendo los partidos de la muchachada en los baldíos y potreros.

—Bueno… —dijo don Gonzalo de Mendoza y Ruiz, haciendo volar los papeles de un manotazo— usted…

—Vea, señor —le interrumpió Goyo, dulcemente—. Lo que pasa es que el fóbal está en manos de una santísima trinidad de malevos: los grandes capitalistas del juego, el periodismo deportivo de cáscara amarga y los árbitros de mala leche, que de fóbal no saben un pito, salvo tocarlo cuando no se debe. Si se arruina el más popular de los deportes va a ser por culpa del malevaje de esta santísima trinidad que no tiene un solo Dios verdadero sino varios falsos.

Nunca el Goyo Luna había hablado tanto de un solo golpe para nada. Le costó bajar los párpados sobre los ojos verdosos y dorados que resplandecían mareando un poco al presidente.

Para cortar esa inútil sesión con un «débil mental», don Gonzalo, casi bufando, lo mandó a que viera al entrenador.

—A lo mejor, lo mete en la juvenil, aunque usted ya está pasado de edad.

—No hay edad para ser joven, señor —retrucó otra vez el Goyo, con la cortesía de un marqués.

—O lo pone a acarrear la basura del campo. No se hace todo lo que uno quiere sino lo que uno puede. Adiós, y que no lo vea más por aquí.

Goyo Luna hizo la venia y se retiró.

Antes de una hora, el entrenador con la cara congestionada, como si estuviera al borde de una apoplejía, irrumpió en el despacho de don Gonzalo, hundido en el hacinamiento de legajos y planillas.

—¡El tipo ése que me mandó es el fenómeno del siglo! ¡No he visto nada igual en ninguna parte! ¡Qué Pelé, ni Di Stéfano, ni Beckenbauer, ni Cruyff, ni Maradona…! Es la suma de todos ellos. ¡Esta mierdita mal hecha es de los grandes del fútbol! ¡Y lo mejor es que no sabe que lo es…! ¡Chueco, zurdo y ojos verde-dorados… no fallan nunca…!

—Agárrelo y hágale firmar todos los papeles. Pero tenga preparado, por las dudas, el tacho de la basura —dijo don Gonzalo de Mendoza y Ruiz.

Al domingo siguiente Goyo Luna se estrenó como titular en el equipo superior, en el puesto de puntero izquierdo, en el que jugó sin interrupción durante cinco años. En aquel enfrentamiento con su más encarnizado rival, por la clasificación en la semifinal de la Liga, El Porvenir batía al Sol por 0-3. El fogoso Sol de América se estaba derritiendo bajo el sol del calor y la vergüenza. El entrenador, los directivos, los «hinchas» querían morirse. En los veinte minutos del segundo tiempo, el marcador no se movió. El flamante puntero izquierdo distribuía el juego como un diseñador de alta costura, pero los delanteros del Sol parecían más preocupados por arrancar las florecillas del campo que por plantar goles en la huerta del adversario.

Goyo Luna creyó llegado su momento. Tocó el balón y no lo soltó más. El sinuoso cuerpo de culebra se lanzó por el callejón del ocho. Doblado, a la mitad de su estatura, casi afeitando el césped con su filosa quijada, planeando a la velocidad de una oscura centella, gambeteando, y saliendo por entre las piernas de los jugadores adversarios, cubrió la mitad del campo en menos de diez segundos.

Daba la sensación de que llevara atado el esférico al cordón del botín o pegado a la espalda como una ventosa. Se filtró como un golpe de viento por un claro del muro defensivo y se metió en la portería enemiga. La pelota pegada a la espalda apenas había tenido tiempo de bajar hasta las nalgas. El portero se arrojó sobre la sombra del hombrecillo-culebra cuando éste ya estaba agarrado a la red.

Repitió la hazaña tres veces más ante el delirio de los adictos y la humillación de los rivales. El último gol de penalty lo encajó en la red de manera inaudita. Se puso de espaldas al arquero y pateó el balón con un talonazo. Los hinchas aullaron de entusiasmo. El árbitro anuló el gol por antirreglamentario.

A los dos minutos, córner de El Porvenir. Con una palomita Goyo cabeceó limpiamente el balón. Gol 4-3, y el Sol, finalista. Los hombres de El Porvenir se acantonaron sobre el área chica, cubriendo el arco como una asamblea de vecinos con amenaza de desalojo. Estaban todos amontonados como esperando la noche para escapar de un futuro de oprobio.

Sobre medio campo, El Malabarista, con un guitarreo en tiempo de malambo punteaba sus pases de distribución del juego, situando a los suyos en el clásico rombo de 4-4-2. Él se ocupó del resto de la faena. Armó el equipo como para un ballet con el tema de la carga de la caballería ligera. En cada carga fabricó el gol para cada uno de los lanceros de Bengala, sin cometer un solo off-side, sin pedir permiso a los enloquecidos defensores y medio-campistas, ni al mismo portero, que se tiraba siempre hacia un balón inexistente, mientras el real hacía rebotar ya la red, siempre a ritmo de malambo. El malabarista se reservó el suyo, el último, para un penalty que supo provocar de manera indiscutible. Increíblemente, el «colegiado», en estado de hipnosis, se lo concedió con vagos gestos de converso o de poseso.

El público clamoreaba con resonancias de ultratumba, como si el estadio estuviese sepultado en un acueducto romano.

Goyo Luna, con gestos de nodriza, acomodó el balón en la lunita blanca de cal, como en una cuna de encajes, lo acarició como a un bebé, y el pie chueco lo incrustó de un zurdazo en el ángulo superior derecho. Empate 3-3, y el entusiasmo febril de los hombres del Sol.

En el último momento, cinco minutos antes del fin del partido, sucedió lo terrible. El Malabarista se infiltró como de costumbre en el amontonamiento rival. Aprovechó un pase del centro-delantero Zoraya y conectó el balón de cabeza hacia la red. En ese mismo instante, hecho ya el gol, «la pared» de la defensa cayó sobre él como una tromba y lo proyectó de cabeza contra el poste. Se oyó crujir el cráneo como huevo que se quiebra para echarlo en la sartén.

El Goyo Luna estaba caído con la cabeza bañada en sangre sobre el 4-3 del triunfo. El pequeño cuerpo quedó arrollado sobre sí mismo, a la mitad de su tamaño: una nadita de nada, casi fúnebre ya. Sin pérdida de tiempo lo llevaron en helicóptero a la mejor clínica traumatológica de la capital. Conmoción cerebral y pérdida de materia encefálica. El pobre Goyo Luna entró en coma. Don Gonzalo de Mendoza y Ruiz, desencajado, interpeló al jefe del servicio. «Está frito —le contestó al patrón—. No puede durar más de dos días. Mañana le cortamos el oxígeno…»

Lo misterioso, lo sobrenatural sucedió el domingo siguiente. Tarde fría, ventosa, neblinosa, con algo de mortaja y de sudario. Sol y Porvenir volvían a enfrentarse por la clasificación final. Treinta mil espectadores silenciosos. Por primera vez, desde que había memoria, el Sol jugaba sin sol por dentro y sin sol por fuera. Un once de calambre, lamentable, pordiosero. Un cartón rojo salido de la gastritis del réferi penó injustamente al Sol. El once quedó reducido a un diez completamente rengo, casi paralítico, totalmente desahuciado.

Se reprodujo exactamente el desarrollo del partido anterior. En los veinte minutos del segundo tiempo, Sol perdía 0-3. Todo el mundo, amigos y enemigos, buscaban, adolecidos, la diminuta silueta ausente de El Malabarista. Muchos imaginaron ver al gato Luna desplazándose a fantástica velocidad por su marca, como solía, sinuoso, pegado al pasto como una culebra. Su imagen no era más que el hueco formado por el deseo, por el afecto, por la pena de que no iban a ver jugar nunca más al mequetrefe del ídolo. Su figura, ya en el recuerdo, planeaba grandiosa por dentro de los treinta mil espectadores, con una melancolía infinita.

De repente lo vieron… ¡Sí, lo vieron…! ¡No en la levedad de la fantasía sino en la espesa realidad! ¡No era el espejismo de una alucinación! ¡Qué pucha… era él…! Corría en su punta como una exhalación. La cabeza vendada con tanto trapo era ahora más grande, dos veces más grande que el resto del cuerpo. Por lo que se alcanzaba a ver de la cara bajo el tolondrón del vendaje, estaba pálido no como un muerto sino como la misma muerte. El clamor de un solo grito de treinta mil gargantas, parecido a una lamentación, saludó su presencia. Él estaba allí otra vez. Como siempre. Lo malo que había sucedido no había sucedido. El Malabarista repitió su hazaña del último partido, incluso el penalty del triunfo: 4-3. Y la clasificación del Sol. El estadio se vino abajo.

El jefe del servicio, los médicos de guardia y las enfermeras con caras de sorpresa y espanto verificaron que el cuerpo comatoso estaba allí, en su cama, la N.º 7, cubierto de congeladas gotas de sudor, olvidado de todo, aparentemente sin haberse movido.

—¡La cama estaba vacía hasta hace un rato! —explicó la enfermera-jefe al patrón—. Durante una hora y media lo buscamos por todas partes, hasta en la escalera de incendio. Nadie lo había visto salir, ni entrar. No estaba en ninguna parte. Llamamos a la policía, a los bomberos. Lo andarán buscando todavía.

El patrón se inclinó a auscultarlo con el estetoscopio.

—¡Parece que tiene calzados unos botines de fútbol…! —dijo la enfermera, estupefacta, levantando una punta de la cobija y señalando con la mano temblorosa las extremidades del cuerpo yacente—. ¡Por lo menos… otra vez está allí!

—Sí… pero muerto… —dijo el patrón, irguiéndose con sorda irritación.

Salió de la sala a grandes zancadas, seguido por el séquito de túnicas y birretes blancos, apiñados en un cotorreo supersticioso sobre esos extraños botines de fútbol en los pies del muerto.

3 comentarios para “El crack

Deja una respuesta

Regístrate

O con tu correo

Inicia sesión

O con tu correo