Por Paco Moreno

Desde mi ventana, podía ver todos los días que aquel hombre de gorrita que vendía diarios y revistas en el cruce de las avenidas La Marina y Sucre seguía haciendo su trabajo en plena cuarentena; pero, una mañana de jueves, no apareció.

Al no verlo, sentí como si, poco a poco, mi cuerpo se paralizaba por el temor de enterarme de que se había contagiado. Me quedé mirando largo rato a la calle desde mi ventana, ansioso y apenado. Parecía, por la tristeza matutina de un jueves de abril, que aquellas avenidas también sentían su ausencia.

Después de un momento, pensé que el canillita Roger Francisco Huillca Yépez no estaba trabajando porque aquel día era un Jueves Santo y me tranquilicé un poco; sin embargo, el miedo volvió a mí, porque yo sabía que el canillita tenía como regla de oro no descansar jamás y recordé que, cierto día, me dijo que las noticias no se detienen ni el día del cumpleaños de uno y que su trabajo consistía en hacer llegar las novedades a la gente para que pueda tomar buenas decisiones.

Aquel Jueves Santo las noticias eran desalentadoras. En la Ciudad del Vaticano, por ejemplo, había mucha preocupación porque al menos 10 habitantes de ese Estado se habían contagiado y ese día tan especial para los católicos se suprimió el tradicional lavado de pies y el resto de las costumbres sagradas fueron transmitidas por la página web Vatican News, que es la ventana de comunicación de la Santa Sede. El virus se expandía por todo el mundo sin respetar religión, creencias, razas, sexo, orientación sexual, color, tipo de apellido, estatura, condición económica. En el Perú, en aquel tiempo los reportes oficiales señalaban que cerca de 1 200 contagiados estaban hospitalizados y 254 ya habían muerto por el duro golpe de virus después de haber sido diagnosticados como portadores. Sin embargo, surgían voces cada vez más acreditadas que afirmaban que en esa lista de muertos no estaban los que habían fallecido en sus casas sin la posibilidad de que un especialista certifique que tenían el virus y que este los había matado. Había mucho miedo, porque el presidente de la república, Martín Vizcarra, junto a sus ministros que estaban viendo el tema de cerca, había ampliado la cuarentena, que debía terminar el 24 de mayo, hasta el 30 de junio. Esa era la quinta vez consecutiva que el mandatario ampliaba el confinamiento obligatorio desde que aquel domingo 15 de marzo por la noche en que decretó el estado de emergencia a nivel nacional para combatir el nuevo coronavirus con aislamiento obligatorio por el día y el toque de queda por las noches.

El viernes, después de aquel Jueves Santo, me levanté, intranquilo, pero con la esperanza de ver, desde la ventana del octavo piso, al canillita, que se había convertido en mi amigo de las mañanas desde que yo había llegado al barrio hacía unos meses. Tuve la esperanza de verlo, con sus diarios y revistas en la mano, corriendo de esquina a esquina para entregar un periódico a cambio de monedas, con sus zapatillas de jugar al fulbito, sus pantalones cortos, su camiseta inacabable del Barcelona de España, su mascarilla enorme y unos lentes que le cubrían casi toda la cara. Pero no lo vi. Bajé, entonces, rápidamente los ocho pisos y empecé a buscarlo con miedo. Pregunté al único grifero de la esquina. No sé, joven. Pregunté a los militares, a los agentes de La Marina. No, no sabemos. Pregunté a la señorita nueva de la farmacia. No sé, joven; no lo he visto. Pregunté a los que atendían en las otras farmacias de la esquina. No, joven, ya no lo vemos.

Al comienzo de la cuarentena le pregunté al canillita: ¿No es mejor para usted quedarse en casa al menos hasta que el presidente levanté el confinamiento obligatorio? “Yo me aburro en mi casa. Tengo permiso, tengo cuidado. Pero el negocio ha bajado a menos de la mitad. Los periódicos no se están imprimiendo como antes”, me dijo y siguió corriendo en medio de los carros en busca de clientes, cruzando como un galgo de esquina a esquina.

Como no lo encontré aquel viernes, pensé que se había contagiado y que estaba internado y sufriendo en algún hospital. No sabía a quién llamar, qué puertas tocar para saber dónde estaba el canillita, que todos los días compartía algunas frases conmigo mientras me vendía los diarios. Tengo un gran respeto por los canillitas porque son el eslabón final entre el periodista y la gente, porque son trabajadores lechuceros que nunca descansan, porque son cultos pues leen los periódicos que venden, porque me recuerdan a mi querido profesor César Lévano, quien fue un canillita ilustre que llegó a ser director de diarios y revistas. Lévano era un canillita “buscaclientes”, de esos preocupados que odian la palabra devolución. En las calles de la Lima antigua, voceaba así, como en las películas: ¡Mirciulurguibrinsa!, ¡Mirciulurguibrinsa!, palabra extraña que surge al decir de manera rápida y cientos de veces ¡El Comercio, La Crónica y La Prensa! ¡El Comercio, La Crónica y La Prensa! Puede usted comprobarlo. Si no le sale, no hay problema. Siga intentando y verá que le saldrá ¡Mirciulurguibrinsa!

Cada vez que hablaba con el canillita Huillca recordaba a Lévano. Aquel viernes triste pensaba en Huillca, pero también pensaba en Lévano. No podía ver a Huillca desde la ventana y su ausencia me producía una especie de remordimiento que me molestaba. “Le hubiera dicho que se cuide más; le hubiera obligado a que no saliera de su casa; hubiera llamado a alguna institución para que lo llevaran a pasar la cuarentena a un lugar seguro; al menos, le hubiera pasaba la voz a la Municipalidad de Pueblo Libre”, pensaba mientras escuchaba al especialista en inmunología Alfredo Miroli explicar que el mal es causado por un virus de 200 nanómetros y que si un contagiado pronunciara con énfasis, por ejemplo, la frase: “¡Fuerza, volveré!”, las partículas de la saliva infectadas pueden volar hasta un radio de dos metros; en cambio, según el especialista, el virus que contagia el sarampión puede expandirse en el mismo caso en un radio de 10 metros, que el «pesado» nuevo coronavirus puede vivir alojado en algunas superficies, sobre todo, lisas por tres días o más, y que por eso es importante lavarse las manos con jabón porque son los dedos los que están en constante contacto con los ojos, los agujeros de la nariz y la boca, ventanas por donde puede entrar el mal al cuerpo. Lo que decía el especialista me llenaba de esperanza porque el canillita Huillca trabajaba con su mascarilla grande y unos lentes que le cubrían casi toda la cara delgada y maltratada por el paso de los días.

El canillita Huillca tiene 55 años y es soltero por decisión propia. Es hijo de doña Eusebia y del canillita Francisco Huillca, y desde muy pequeño trabaja vendiendo papeles con noticias. En sus tiempos infantiles fue un pelotero de esquina y descuidó los estudios por la tristeza que le causó la muerte de su madre cuando él tenía 15 años. Después vivió 15 años solo con su padre Francisco hasta que este murió y lo dejó huérfano completo. No tiene hermanos ni hijos y trabaja vendiendo diarios y revistas porque es lo que sabe hacer desde que ayudaba a su padre. Es un hombre solitario, valiente y optimista, un canillita, como él dice, inmune de Pueblo Libre. Algún día me dijo, con seguridad: “Yo soy el pez en este mar de autos que es el cruce de las avenidas La Marina y Sucre”.

Pueblo Libre es uno de los distritos más pequeños de los 43 que contiene Lima, esta ciudad gigantesca que crece de manera desordenada arrasando todo a su paso, copando hasta los cerros más remotos. Días antes del Jueves Santo, desde la ventana veía al canillita Huilca, parado en la berma de la avenida La Marina mirando hacia al Callao, y me percataba que a su derecha, a pocas cuadras, en la avenida Sucre, está la estación de bomberos que en esta emergencia no descansa y sacude a los vecinos con las sirenas de sus camiones; a otras cuadras más allá, siempre a su derecha, está el hospital Santa Rosa con médicos que hacen lo que pueden para salvar a los pacientes y muchos vecinos haciendo colas con distancia social en plena avenida Bolívar; más allá, ya no en la avenida Sucre, sino en la avenida Paso de Los Andes se levanta la clínica Centenario Peruano Japonés en el que se internaba Alberto Fujimori cuando tenía problemas no solo de salud y que fue denunciada por decenas de usuarios por cobros  de precios súper excesivos en plena emergencia; muy cerca de este edificio enorme del nosocomio, también en la avenida Paso de Los Andes, está la clínica Stella Maris que también ocupa una cuadra entera de la avenida Bolívar. Frente al canillita Huillca, como a 12 cuadras, en plena avenida La Marina, se levanta la clínica San Gabriel, también denunciada por los usuarios. A su izquierda, a 10 minutos de camino en auto está el mar. A su espalda, ya en Jesús María, está la clínica San Felipe, que ahora está haciendo todo lo posible para limpiar su imagen porque varios testimonios contundentes han demostrado que en plena emergencia ha abusado de la gente desesperada cobrándole sumas asombrosas por atender a los pacientes. Desde su espacio de trabajo, el canillita Huillca ha visto pasar constantemente a los bomberos siempre alertas y a las ambulancias que siguen haciendo buen papel en esta pandemia, y a los taxis apurados que transportaban a gente preocupada. En otra ocasión dijo: “Yo soy el canillita que está en el verdadero centro de Lima”.

Pueblo Libre es un distrito viejo situado al suroeste del centro histórico de la ciudad. Es un barrio urbano con casonas vetustas, edificios modernos, parques amplios, jardines florecientes, museos históricos. Porque es pequeño los alcaldes del distrito, todas estas décadas, han tratado de mejorar los servicios a favor de los vecinos y en muchos casos lo han logrado. Pueblo Libre limita al norte con Breña y con Lima, que muchos llaman Cercado; al este limita con Jesús María, que también es un distrito pequeño; al oeste, con San Miguel y al sur con Magdalena. Todo es urbano, pero no siempre fue así.  En estas tierras, en tiempos remotos, fueron reunidos los antiguos habitantes del valle gobernado por Taulichusco, quien fue un curaca inca a quien llamaban “El Viejo” y fue quien administró parte del valle del río Rímac a mediados del siglo XVI. Muchos años después, estas tierras, recibieron los nombres de Santa María Magdalena y después Magdalena Vieja. En el virreinato fue un lugar casi solitario con apenas 200 habitantes, pero el tiempo cambió las cosas. El 8 de julio de 1821, el libertador argentino José de San Martín le puso el nombre de Pueblo Libre en reconocimiento al patriotismo de sus habitantes, pero mucha gente lo seguía llamando Magdalena Vieja.  Ya el 5 de setiembre de 1940, el gobierno del presidente Manuel Prado y Ugarteche sacó una ley para que este lugar se llamara oficialmente Pueblo Libre y muchos recuerdan todavía que era una villa que acogió nada menos que al libertador Simón Bolívar y a sus generales Sucre, Córdova, La Mar.

Pueblo Libre es uno de los distritos que menos ha sido golpeado el virus. Los vecinos son ordenados y han sabido seguir las indicaciones y los protocoles en todas las instancias para evitar los contagios. No hubo mayor problema de aglomeraciones en los mercados, tiendas o centros comerciales, y hubo mucha empatía con los policías y los militares que siguen cuidando las calles de la ciudad.  Por ejemplo, el acalde ha prorrogado hasta el 24 de julio del 2020 la posibilidad para acogerse a los beneficios sobre el pago del impuesto predial y a los impuestos por recolección de basura, barrido de calles, parques y jardines y serenazgo. También el alcalde pidió clausurar varias panaderías insalubres y farmacias que vendía medicamentos en mal estado y facilitó varios mercados itinerantes en diversas canchas del fútbol. Sin embargo, no todo es color de rosa en este antiguo distrito. El 16 de junio, agentes de la División de Investigación de delitos de Alta Complejidad y personal de la Segunda Fiscalía Especializada en Delitos de Corrupción de funcionarios intervinieron la sede municipal por presuntas irregularidades en la adquisición de equipos de bioseguridad y las compras para la entrega de canastas de víveres para la gente pobre. Todo esto está en investigación. Los responsables deben pagar sus culpas con cárcel, si es necesario, pues, por gente como aquellos, no hay dinero para evitar que señores de cerca de 60 años salgan a trabajar en plena cuarentena como el canillita Huillca. La corrupción afecta siempre a la población más vulnerable.

La ausencia del canillita Huillca aquel viernes, me hizo pensar en la vejez y el abandono, en la tristeza y la soledad, en que el Estado no tiene instituciones que puedan ayudar a gente que lucha todos días como él. El canillita Huillca no apareció en ningún momento aquel viernes infausto y me mantuvo pensando en él todo el día, tanto que aquella noche soñé que se había ganado una lotería gigantesca y había fundado un gran diario para darles trabajo a todos los periodistas despedidos en la cuarentena.

Me desperté muy temprano el sábado y desde la ventana, por fin, lo vi, radiante como el sol, siempre con su mascarilla grande, sus lentes enormes, sus zapatillas de pelotero y su resistente e inseparable camiseta del Barcelona. Lo vi corriendo animoso en busca de clientes. Bajé a comprarle diarios y quise contarle que estuve muy triste, muy preocupado por él, pero como lo vi tan animoso, tan feliz, le dije: “¿Qué tal su descanso por Semana Santa?” “Yo quería trabajar, pero sabía que la gente no iba a salir a comprar. Por eso, me quedé en casa” “¿Me puede indicar el número de su teléfono celular?” “Claro que sí, me puede llamar cuando quiera” “¿Cómo va la venta?” “Baja, pero ya mejorará”.

Ahora que concluyo esta crónica, en esta mañana del primer jueves de julio, el canillita Huillca está más abrigado que nunca. Tiene un pantalón jean grueso, se ha puesto medias de lana abrigadora. Tiene una casaca resistente al frío y encima un chaleco “antivientos”. Su mascarilla es grande y ahora tiene protector facial, de esos parecidos a los que usan los soldadores. He bajado a saludarlo y está más alegre que nunca porque la cuarentena se ha levantado ya, aunque no completamente, y hay más clientes en la calle.  “Hace mucho frío”, le digo. “No pasa nada. No me da nada. Soy el canillita inmune de Pueblo Libre, como le dije algún día”. “Usted es valiente”. “No, tengo que hacerme el valiente, que es diferente. No queda otra, joven. Mi trabajo casi está en nada. Está muy bajo. Han cerrado ‘El Bocón’, han despedido gente en ‘La República’, en ‘El Comercio’ hasta ‘Publimetro’ desapareció. Pero yo estoy aquí, como siempre. Creo que soy inmune, Gracias a Dios no me he contagiado. No queda otra, joven. Hay que seguir para adelante haciéndonos los valientes”.

2 comentarios para “El canillita inmune de Pueblo Libre

  1. El Canillita – palabra nueva para mi que al igual que una o dos más del léxico peruano tuve que buscar- de don Paco Moreno me pareció un personaje simpático digno de la crónica, aunque, al desvariar con referencias históricas y arquitectónicas del barrio, muy por encima de lo necesario insertabas en la mitad del mismo, le hacen perder el crecento que trae haciendo perder el interés del relato que no vuelve a alcanzar plenitud y por el contrario, hacen el final de la crónica completamente previsible; entonces uno piensa con tono de lamento. Que vaina que la crónica se deba sujetar a la verdad, por que si el Canillita se hubiera muerto, tal vez hubieras podido profundizar en la herida y dejar al lector sangrante o, será ¿Qué el cierre de la crónica con su matiz de inmunidad niega la gravedad de la pandemia?

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