Por Mario Vargas Llosa

“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente en su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos, y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados lo habrían despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina, habría gritado.

Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menor, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilíndrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. Él permaneció muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón de rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.

A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chófer que circulara por las afueras de la ciudad: corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo sería más enigmática en medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguirla.
— “¡Deténgase!”— dijo, pero el chófer no le oyó—. “¡Deténgase! ¡Pare!” Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior: entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengüeta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo.

Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda, abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro se mantuvo en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles opulentos y lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos, entre sangrientos y mágicos, del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado: podrían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada por animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar y causaba desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, miraba la escena con un catalejo.

Había imaginado que limpiar la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído que era polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una lámina de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que disminuyera la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra, empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus dedos y el borde de los puños. De pronto, puesto en pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido.

En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento, fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxígeno conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló de la piedra y se cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano que conservaba la calavera, de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo, todavía limpia.

La pérgola estaba a unos cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angus-tiosamente, pero en vano, de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más: extrajo la vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y piedre-citas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra y colocar a ésta, como un obstáculo, en el sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la medida era justa; por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y aunque sus palabras eran todavía incomprensibles supo que se dirigía al niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica; el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo fulminó el nieto, chillando: “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy.” Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados.

 

Fragmento de: «El abuelo», Mario Vargas Llosa. Los jefes y otros cuentos.

(1959) 

Tomado de: https://sisbib.unmsm.edu.pe/bibvirtual/libros/Literatura/Cuento-SanMarcos/contenido/VargasLlosa.htm

2 comentarios para “El abuelo

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