Por:

Haruki Murakami

 

¿Han probado alguna vez a correr cien kilómetros en un día? A buen seguro, la inmensa mayoría de la gente (tal vez debería decir de la gente que conserva la cordura) no ha pasado nunca por esa experiencia. En principio, los ciudadanos normales y que están en su sano juicio no cometen esa clase de locuras. Yo lo hice una vez. Corrí de la mañana al atardecer hasta completar una carrera de cien kilómetros. El desgaste físico fue tremendo y, tras la carrera, se me quitaron las ganas de correr por una temporada. Por eso creo que no lo repetiré, aunque, claro está, nadie sabe lo que le deparará el futuro. A lo mejor no escarmenté del todo y llega de nuevo el día en que me enfrente a otra ultramaratón. Lo que nos traerá el mañana sólo lo sabremos cuando llegue ese mañana.

De todos modos, cuando ahora pienso en ello, comprendo que esa carrera fue para mí, como corredor, un acontecimiento muy significativo. Cuán significativo puede ser que uno corra cien kilómetros, eso no lo sé. Pero en tanto que «acto que, aunque se aleje mucho de lo cotidiano, no atenta en lo fundamental contra la senda que ha de seguir el hombre», es posible que aporte algún conocimiento peculiar a la conciencia humana. Quizá también añada elementos nuevos a la visión que uno tiene de sí mismo. Y, como resultado, puede que los tonos y las formas del escenario de tu vida se transfiguren. En mayor o menor medida. Para bien o para mal. Pero lo cierto es que, en mi caso, esa transfiguración se produjo.

Lo que viene a continuación es, con algún retoque, lo que bosquejé unos días después de la carrera a fin de que no se me olvidara. Al releerlo diez años después, revivo con nitidez lo que sentí y pensé mientras corría en aquella ocasión. Espero que ustedes se hagan una idea aproximada de las cosas (unas de las que alegrarse y otras ya no tanto) que aquella despiadada carrera dejó en mi interior. Pero tampoco me extrañaría que, al llegar al final, sólo me digan que no han entendido ni jota.

***

La ultramaratón de cien kilómetros del lago Saroma se celebra cada año, en el mes de junio, en Hokkaido, donde no hay tsuyu[5]. El inicio del verano es una época muy agradable en Hokkaido, pero a la zona norte, en la que se encuentra el lago Saroma, el verdadero verano todavía tarda bastante en llegar. A primera hora de la mañana, cuando se da la salida de la carrera, hace mucho frío, y hay que abrigarse bien. Cuando el sol asciende y el cuerpo empieza a entrar en calor, los corredores, como insectos en plena metamorfosis, se van despojando una por una de las prendas que llevan puestas y las van abandonando tras de sí. Los guantes no te los puedes quitar hasta el final, y en camiseta de tirantes sientes algo de frío. Si hubiera llovido, sin duda habríamos pasado bastante frío. Pero por fortuna, aunque el cielo estaba completamente encapotado, no cayó ni una sola gota en todo el día.

Los corredores rodean el lago Saroma, que va a dar al mar de Ojotsk. Cuando uno prueba a correr alrededor de este lago, enseguida se da cuenta de que es inmenso. La salida se toma al oeste del lago, en la localidad de Yûbetsu, y la meta está al este, en Tokoro (actual ciudad de Kitami). En el tramo final (del kilómetro ochenta y cinco al noventa y ocho), se atraviesa el parque natural de Wakka Gensei Kaen, una vasta extensión de campos de flores silvestres, estrecha y alargada, situada frente al mar. Es un recorrido (en el hipotético caso de que uno pueda entregarse a la contemplación del paisaje) muy hermoso. Durante la carrera no restringen el tráfico ni se toman otras medidas, pero el trayecto no suele estar muy concurrido y apenas hay coches. En las inmediaciones del camino, las vacas rumian, apacibles, sin mostrar interés por los corredores. Ocupadas en pacer por el campo, no parecen querer perder ni un minuto de su tiempo en prestar atención a las actividades, del todo carentes de sentido, que llevan a cabo esos curiosos humanos. Por nuestra parte, los corredores tampoco tenemos tiempo de prestar atención a las evoluciones de las vacas. A partir del kilómetro cuarenta y dos, hay puestos de control cada diez kilómetros y, si no pasas por ellos dentro de los tiempos establecidos, quedas automáticamente descalificado. Cada año descalifican a un montón de corredores. En esta competición son muy estrictos. Yo me he desplazado hasta el extremo más septentrional de todo Japón sólo para correr, y no me haría ninguna gracia que me descalificaran a mitad de carrera. Pase lo que pase, al menos tengo que ir superando los tiempos límite.

Esta carrera, una de las ultramaratones pioneras en Japón, la organiza la gente del lugar, con sus propios medios, de un modo extremadamente eficiente y funcional. Participar en este evento es, en verdad, muy gratificante y agradable.

Sobre el trayecto que va desde la salida hasta el puesto de descanso (rest station) del kilómetro cincuenta y cinco, no hay gran cosa que contar. Simplemente, me limité a correr en silencio. Se pareció, a grandes rasgos, al footing de larga distancia de un domingo por la mañana. Manteniendo un ritmo medio de trote de seis minutos el kilómetro, cien kilómetros se pueden recorrer en unas diez horas. Añadiendo los tiempos de descanso y los de las comidas, pensaba que, entre una cosa y otra, podría despacharlo en menos de once horas (después descubriría que eso era prometérmelas muy felices).

Al llegar al kilómetro cuarenta y dos hay una señal que dice: «LA DISTANCIA HASTA AQUÍ ES LA DE UN MARATÓN». Y una línea blanca trazada en el asfalto lo indica. Debo decir, exagerando un poco, que cuando crucé esa línea sentí un leve escalofrío. Era la primera vez en mi vida que corría una distancia superior a los cuarenta y dos kilómetros. O sea, que aquello era mi «estrecho de Gibraltar». A partir de ahí, salía a navegar a un mar abierto y desconocido. De lo que se extendía más allá, de los ignotos seres que lo habitaban, no tenía ni la más remota idea. Salvando las distancias, me atenazaba el mismo temor que en su día debieron de sentir los marineros de antaño.

Superada esa línea, alrededor del kilómetro cincuenta tuve la sensación de que algo le ocurría a mi cuerpo. Era como si los músculos de las piernas empezaran a agarrotárseme. Me entró hambre y también sed. Me había propuesto beber un poco de agua, aunque no tuviera sed, cada vez que llegara a un puesto de avituallamiento; aun así, la sed me perseguía como un destino fatídico, como una Reina de la Noche de oscuro corazón. Y una leve inquietud cruzó por mi mente: si no había llegado siquiera a la mitad y ya iba así, ¿aguantaría los cien kilómetros?

En el puesto de descanso del kilómetro cincuenta y cinco me cambié de ropa y me comí el pequeño refrigerio que me había preparado mi mujer. Como el sol había subido, al igual que la temperatura, me quité las mallas hasta medio muslo que llevaba, y me puse una camiseta y un pantalón más ligeros. También me cambié las zapatillas especiales para ultramaratón New Balance (créanme si les digo que en nuestro mundo existen estas cosas) de la talla ocho por unas de la talla ocho y medio. Cuando los pies comienzan a hincharse, necesitas una talla más de calzado. Como estaba completamente nublado y no lucía el sol, decidí quitarme la gorra que llevaba para protegerme de él. La gorra también sirve para evitar que la cabeza se te hiele si llueve, pero por el momento no había indicios de que fuera a llover. No hacía ni mucho frío ni mucho calor: unas condiciones perfectas para una carrera de larga distancia. Deslicé por mi garganta dos geles nutritivos, ingerí líquido y comí galletas y pan con mantequilla. Estiré bien los músculos sobre la hierba y me apliqué espray antiinflamatorio en las pantorrillas. Luego me lavé la cabeza, me quité el polvo y el sudor, pasé por el lavabo y listo.

Con todo esto descansé unos diez minutos, pero no me senté ni una sola vez. Tenía la sensación de que, si me sentaba, me costaría mucho volver a ponerme de pie y seguir corriendo. Así que, precavido, no me senté.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó alguien.

—Claro —respondí, conciso.

No podía responder nada más.

Bebí agua, hice unos estiramientos de cintura para abajo, salí de nuevo al camino y me lancé a correr. Quedaban cuarenta y cinco kilómetros. Sólo había que correr hasta la meta. Pero, nada más salir, me di cuenta de que no estaba en condiciones de correr como Dios manda. Los músculos de las piernas se me habían quedado rígidos, como cuando se endurece una goma vieja. Todavía me quedaban energías. Y mi respiración no se había alterado. Sólo las piernas no me respondían. Pese a mi firme intención de seguir corriendo, ellas parecían ir por libre y disponer de una voluntad propia, una pizca distinta de la mía.

Así las cosas, no me quedó más remedio que ignorar a esas piernas que ya no me obedecían e intentar centrar mi esfuerzo en la mitad superior de mi cuerpo. Balanceé el torso, moviendo ampliamente los brazos, para transmitir ese impulso a la mitad inferior de mi cuerpo. Aproveché ese impulso para ir empujando mis piernas hacia delante (debido a lo cual, al acabar la carrera tenía las muñecas completamente hinchadas). Y, por supuesto, sólo podía correr lenta y dificultosamente. Mi velocidad no distaba mucho de la de alguien que caminara a buen paso. Pero poco a poco, muy poco a poco, mientras hacía eso, los músculos de mis piernas comenzaron a recuperar su movilidad, como si la hubieran recordado, o, tal vez, como si se hubieran resignado a tener que correr de nuevo, y pude seguir corriendo con casi total normalidad.

Menos mal.

Sin embargo, aunque las piernas me respondían bien, desde el puesto de descanso del kilómetro cincuenta y cinco hasta el kilómetro setenta y cinco lo pasé terriblemente mal. Me sentía como la carne de ternera pasando a través de una lenta máquina de triturar. Tenía ganas de seguir avanzando, pero mi cuerpo me ignoraba. Semejaba un coche que subiera una cuesta con el freno de mano echado. Mi cuerpo estaba absolutamente desarbolado y parecía que de un momento a otro se iba a descomponer en pedazos. Iba sin aceite, con los tornillos sueltos y los engranajes desajustados. Mi velocidad disminuyó de golpe y me adelantaron, uno tras otro, muchos corredores. Entre ellos, una anciana corredora, bajita, que tendría unos setenta años. «¡Ánimo!», me dijo al pasar a mi lado. Estábamos apañados… ¿Y qué ocurriría a continuación? Todavía me quedaban nada menos que cuarenta kilómetros…

Una tras otra, todas las partes de mi cuerpo empezaron a dolerme. Primero me dolió un rato el muslo derecho, luego el dolor bajó de allí a la rodilla derecha, de ésta pasó al abductor izquierdo… y así, sucesivamente, todas y cada una de las partes de mi cuerpo se alzaron y se quejaron en voz alta. Gritaron, se lamentaron, denunciaron su angustiosa situación y me amonestaron. Correr cien kilómetros era una experiencia desconocida también para ellas, así que cada una tenía sus motivos de queja. Lo comprendí. Pero, por el momento, no teníamos más remedio que aguantar y seguir corriendo en silencio. Tuve que ir convenciendo una por una a todas las partes de mi cuerpo, cual Danton o Robespierre disuadiendo con su elocuencia a una asamblea revolucionaria radical que, profundamente descontenta, empieza a sublevarse. Las exhorté, supliqué, espoleé, regañé y animé: que si ya faltaba poco, que si ahora tocaba aguantar y echar el resto… Pero, bien mirado (pensé), lo cierto es que, al final, a esos dos acabaron cortándoles el cuello.

Sea como sea, apreté los dientes y recorrí como pude esos veinte kilómetros llenos de penurias. Eso sí, tuve que echar mano a todo mi repertorio de recursos.

«No soy un humano. Soy una pura máquina. Y, como tal, no tengo que sentir nada. Simplemente, avanzo.» Así me convencía a mí mismo. Aguanté sin pensar apenas en nada más. Si hubiera pensado que era un ser humano vivo, de carne y hueso, posiblemente el dolor me habría hundido a medio camino. Ciertamente, allí estaba mi ser. Y también estaba la conciencia de mí mismo, que es inherente a él. Pero, en ese momento, yo me esforzaba por pensar que esas cosas no eran más que, por así decirlo, meras «formalidades de conveniencia». Era una extraña forma de pensar, una sensación rara. Y es que allí había un ser con consciencia intentando negar esa consciencia. En cualquier caso, lo que tenía que hacer era trasladarme a mí mismo a un espacio que tuviera algo, aunque sólo fuera un poco, de inorgánico. Mi instinto me decía que ésa era la única vía para poder sobrevivir.

«No soy un humano. Soy una pura máquina. Y, como tal, no tengo que sentir nada. Simplemente, avanzo.» Repetí esas frases en mi cabeza una y otra vez como si fueran un mantra. Las repetí maquinalmente, en el sentido más literal del término. Y me esforcé en aislarme y en reducir todo lo posible el mundo que percibía en esos momentos. Lo único que yo veía eran, a lo sumo, los tres metros de terreno que tenía por delante. Más allá no había nada. Mi mundo se acababa en esos tres metros. No necesitaba pensar en lo que habría tras ellos. El cielo, el viento, la hierba, las vacas paciendo, el público, las voces de ánimo, el lago, las novelas, la verdad, el pasado, la memoria…, todas esas cosas nada tenían que ver conmigo. Llevar mis pasos tres metros más hacia delante: ése era el único sentido de mi humilde existencia en tanto que ser humano, mejor dicho, en tanto que máquina.

Me detenía a beber agua en los puestos de avituallamiento situados cada cinco kilómetros. Y, en cada ocasión, estiraba con cuidado los músculos. Los tenía rígidos y duros como el pan de un catering de la semana anterior. No parecían mis músculos. En los lugares en los que ofrecían umeboshi, me las comía. Me sorprendió lo deliciosas que sabían. Su sal y su acidez se expandían dentro de mi boca y se extendían poco a poco por el resto de mi cuerpo.

Tal vez hubiera sido más sensato caminar que seguir corriendo de manera tan forzada. Muchos corredores lo hacían. Caminaban para que sus piernas descansaran. Pero yo nunca caminé. Me tomé mis descansos para hacer bien los estiramientos. Pero no caminé. No me había inscrito en esa carrera para caminar; en absoluto. Lo había hecho para correr. Para eso, sólo para eso, me había desplazado en avión hasta el extremo más septentrional de Japón. Así que, antes que caminar, correr muy lentamente. Ésa era la norma. Contravenir, aunque sólo fuera una vez, la norma que yo mismo me había fijado podría significar contravenir en adelante muchas más y, en ese caso, sería sin duda muy difícil acabar esta carrera.

Continué corriendo así, como podía, aguantando lo indecible, y, al llegar al kilómetro setenta y cinco, sentí como si hubiera atravesado algo. Esa sensación tuve. No se me ocurre una expresión más adecuada para describirla: atravesé algo. Era realmente como si mi cuerpo hubiera atravesado una pared de piedra y pasado al otro lado. No recuerdo el momento exacto en que ocurrió. Pero, cuando quise darme cuenta, ya estaba al otro lado. Me dije: «Ah, ya lo he atravesado», y, sin más, me convencí de ello. No comprendía las razones, ni el proceso, ni el método, pero estaba convencido de que había «atravesado algo».

A partir de ahí, ya no necesité pensar en nada. Para ser más preciso, ya no necesité hacer el esfuerzo consciente de «intentar no pensar en nada». Bastaba con abandonarme a esa corriente que había surgido, a esa fuerza que, del modo más natural del mundo, me impulsaba hacia delante.

Llevaba corriendo muchísimo tiempo, así que era imposible no sufrir físicamente. Pero, en esos momentos, el cansancio había dejado de ser un problema grave. Tal vez, en mi interior, la extenuación ya se había integrado en la —por llamarla de algún modo— «normalidad». Por su parte, esa asamblea revolucionaria de los músculos, que antes hervía, también parecía haberse resignado a la situación. Ya nadie golpeaba las mesas, nadie lanzaba los vasos. Sencillamente, habían aceptado en silencio la extenuación como una fatalidad, como un inevitable efecto de la revolución. Y yo me había transformado en una especie de autómata que no hacía más que mover regularmente los brazos adelante y atrás e impulsar las piernas para avanzar paso a paso. Sin pensar en nada. Sin creer nada. Sin apenas darme cuenta, incluso la sombra del sufrimiento físico se había desvanecido casi por completo. O bien, como ocurre con ese mueble horrible que, por la razón que sea, no podemos tirar, lo había arrinconado para situarlo fuera de mi vista.

De este modo, después de haber «atravesado» ese algo, adelanté a muchos corredores. A partir del puesto de control del kilómetro setenta y cinco (por el que había que pasar en menos de ocho horas y cuarenta y cinco minutos, so pena de ser descalificado), muchos corredores, al contrario de lo que entonces me sucedía a mí, comenzaban a disminuir drásticamente la velocidad debido al agotamiento, o incluso renunciaban a correr y empezaban a caminar. Creo que, desde allí hasta la entrada en meta, rebasé a unos doscientos. Yo, al menos, conté hasta doscientos. A mí me rebasaron uno o dos. Y con respecto a lo de contar a los corredores a los que adelantaba, lo hice porque no tenía otra cosa mejor que hacer. Después de sumirme en una profunda extenuación, y después de aceptarla, yo seguía corriendo con firmeza…, y eso era lo que más deseaba en este mundo, lo que deseaba por encima de todo.

Parecía que hubiera puesto el piloto automático, de modo que, si me hubieran dicho que continuara corriendo así más tiempo, creo que habría podido superar los cien kilómetros. Lo encontrarán extraño, pero, al final, prácticamente se habían borrado de mi mente no sólo el sufrimiento físico, sino incluso cosas como quién era yo o qué hacía en esos instantes. Sin duda era una sensación muy extraña, pero en esos momentos yo ya no era capaz siquiera de percibir hasta qué punto era extraña. El acto de correr se hallaba ya en un ámbito que rozaba casi lo metafísico. Primero estaba el acto de correr y luego, como algo inherente a él, mi existencia. Corro, luego existo.

Cuando me acerco al final de un maratón, sólo pienso en llegar a la meta y en acabar cuanto antes la carrera. No puedo pensar en nada más. Pero esa vez no pensé en eso ni por un instante. Sentía que el fin era sólo la culminación de una etapa, algo sin excesivo sentido. Era como el vivir. La existencia no tiene sentido porque tenga un fin. Tenía la impresión de que el fin había sido establecido provisionalmente en un punto determinado, bien para enfatizar, por razones de conveniencia, el sentido de la existencia, bien como una eufemística metáfora de lo limitado de ésta. Es una idea bastante filosófica, pero yo entonces no pensé ni por un momento que lo fuera. Simplemente lo percibí de un modo, por decirlo así, global, no mediante las palabras, sino mediante la sensación que en esos momentos recorría mi cuerpo.

Tras entrar en la larguísima península de campos de flores silvestres que describía la última parte del recorrido, esta sensación se intensificó. Había alcanzado un estado similar al de la meditación. El paisaje marino era muy hermoso y hasta mí llegaba el aroma del mar de Ojotsk. Ya había comenzado a atardecer (habíamos salido a primera hora de la mañana) y el aire poseía una transparencia especial. Los herbazales del inicio del verano también dejaban sentir su olor. Algunos zorros se agrupaban en la pradera y miraban con curiosidad a los corredores. Gruesas nubes llenas de significado, como las que aparecen en los paisajes ingleses del siglo XIX, cubrían el cielo. No soplaba la menor brisa. A mi alrededor, muchos corredores se limitaban simplemente a encaminar sus pasos hacia la meta en silencio. Y, en medio de todo aquello, experimenté una sensación de serena e inmensa felicidad. Inspiraba y espiraba. No percibía alteración alguna en el sonido de mi respiración. El aire entraba serenamente en mi interior y volvía a salir. Mi silencioso corazón se contraía y se dilataba a un ritmo constante. Mis pulmones iban suministrando oxígeno nuevo a mi cuerpo con diligencia, como dos laboriosos fuelles. Yo los veía trabajando y podía captar el sonido que emitían. Todo funcionaba sin problemas. La gente apostada al borde del camino nos alentaba a grandes voces: «¡Ánimo, que ya falta poco!». Esas voces pasaban simplemente a través de mi cuerpo como transparente viento. Y yo podía sentir cómo llegaban hasta el otro lado.

Yo era yo y no lo era. Ésa era mi impresión. Una sensación muy apacible y silenciosa. La consciencia no era algo tan importante, me dije. Por supuesto, yo era novelista, así que para mí la consciencia era imprescindible. Una historia no puede surgir de algo que no posea consciencia. Pese a todo, no podía evitar pensar de ese modo: la consciencia tampoco era algo tan importante.

De todos modos, cuando crucé la meta de Tokoro me sentí inmensamente feliz. Por supuesto, alcanzar la meta tras una carrera de larga distancia siempre te hace sentir feliz, pero en esta ocasión sentí de veras que mi pecho se henchía de emoción. Alcé mi puño derecho al aire. Eran las cuatro horas y cuarenta y dos minutos de la tarde. Habían transcurrido once horas y cuarenta y dos minutos desde la salida.

Por fin, después de medio día sin poder hacerlo, me senté en el suelo, me sequé el sudor con una toalla, bebí toda el agua que quise, me desaté los cordones de las zapatillas y, mientras caía lentamente la tarde, estiré a conciencia mis talones. No llegaba a ser orgullo, pero cierta sensación de éxito fue extendiéndose por mi pecho como si en ese momento, por fin, la hubiera recordado. Eran la alegría y el alivio de saber que todavía quedaban dentro de mí fuerzas suficientes para asumir voluntariamente situaciones de riesgo e ir capeándolas. Era el alivio. Y quizás el sentimiento de alivio era más intenso que el de alegría. Sentía como si poco a poco se deshiciera una especie de nudo que tenía fuertemente atado dentro de mí. Y ni siquiera me había dado cuenta de que en mi interior existía tal cosa.

***

Días después de la carrera del lago Saroma, tenía que bajar las escaleras muy poco a poco y aferrándome al pasamanos. Las piernas me flojeaban y no me sostenían bien. Pero el cansancio de las piernas se me pasó en unos días y pronto pude volver a subir y bajar escaleras como siempre. Al fin y al cabo, llevaban muchos años adaptándose y entrenando para poder correr largas distancias. El problema se presentó, como he apuntado antes, en las manos. Seguramente había balanceado demasiado los brazos al intentar combatir el cansancio muscular de las piernas. Al día siguiente, tenía la muñeca derecha roja e hinchada, y me dolía horrores. Llevaba mucho tiempo corriendo maratones y era la primera vez que el problema me había surgido en las manos, no en las piernas.

De todas las cosas que comportó para mí la experiencia de la ultramaratón, sin embargo, la más significativa no fue de carácter físico, sino espiritual. Me trajo una suerte de apatía espiritual. De pronto, algo que podría denominarse la «tristeza del corredor», el runner’s blue (aunque se acercaba más a un blanco turbio que al azul), me envolvía como una fina película. Terminada la carrera, se enfrió esa pasión que antes sentía por el acto de correr en sí. Por supuesto, influía también el hecho de que me estaba costando bastante recuperarme del cansancio físico que me había generado, pero no era sólo eso. Ya no conseguía localizar en mi interior tan claramente como antes el entusiasmo por «querer correr». No sé por qué. Pero no podía negarlo. Algo había ocurrido en mi interior. Tanto la frecuencia como las distancias de mi footing diario se habían reducido en gran medida.

Después, seguí corriendo como antes un maratón cada año. Y ni que decir tiene que no se puede acabar un maratón si no tienes excesivas ganas. Por eso me preparé con cierta seriedad y conseguí terminar esas carreras con cierta seriedad. Pero, en definitiva, nunca conseguí pasar de ese «con cierta». Algo muy extraño se había asentado en lo más profundo de mi ser. No era simplemente que hubiera perdido el entusiasmo por correr. Había perdido algo, pero, al mismo tiempo, algo nuevo había brotado en mi interior de corredor. Y tal vez ese proceso me había provocado esa inhabitual «tristeza del corredor».

¿Qué había brotado en mi interior? No encuentro una palabra que lo defina de manera precisa, pero tal vez se aproxime a «resignación». Por decirlo de un modo un tanto exagerado, se diría que, al tomar parte en esa carrera de cien kilómetros, había hollado «un terreno algo distinto». El proceso de vaciado de consciencia que viví cuando, a partir del kilómetro setenta y cinco, mi sensación de fatiga se esfumó no sé adónde, tenía cierto regusto filosófico, incluso religioso. Algo en él parecía forzarme a la introspección. Quizá debido a eso había perdido aquel sencillo y positivo interés en correr «a toda costa».

O no. Tal vez, en realidad, no fuera algo tan irracional. Tal vez, para decirlo en pocas palabras, me había hartado un poco de correr. Había corrido ya demasiadas distancias y durante mucho tiempo. O puede que, superada la segunda mitad de la cuarentena, me estuviera topando, en el terreno físico, con la insoslayable barrera de los años. Tal vez volví a sentir que había rebasado el momento de mi máxima capacidad física. O quizás estuviera pasando (sin saberlo muy bien) por una etapa de decaimiento anímico derivado de una especie de andropausia generalizada. Aunque también podía ser que todos esos factores se hubieran mezclado para dar lugar a un negativo cóctel de efectos impredecibles. Yo, que soy parte interesada en este asunto, no puedo diseccionar ni analizar objetivamente todos estos aspectos. Pero, sea como sea, yo lo llamo la «tristeza del corredor».

Acabar la ultramaratón me llenó, obviamente, de alegría y me infundió cierta confianza en mí mismo. Incluso ahora me alegro de haberla corrido. Pero me dejó también algo que podríamos llamar «secuelas». Tras ella, sufrí un prolongado bajón como corredor de fondo (aunque mi pasado tampoco fuera tan brillante como para llamarlo así). Mis tiempos en los maratones cayeron gradualmente. Tanto los entrenamientos como las carreras se habían convertido, con pequeñas diferencias, en meras repeticiones rituales de lo mismo. Ya no me entusiasmaban como antes. Y hasta la aguja de mi indicador de adrenalina parecía marcar también una raya por debajo los días en que participaba en una carrera. Tal vez influyera el hecho de que mi interés se centrara ahora en el triatlón y que hubiera vuelto a frecuentar el gimnasio para jugar apasionadamente al squash. Por todo ello, también mi estilo de vida cambió poco a poco. Empecé a pensar que la vida no era sólo correr (algo, por lo demás, evidente). En definitiva, de un modo semiinconsciente, empecé a poner algo de distancia entre «el correr» y yo. Como la que se pone frente a ese amor que ya ha perdido la irracional pasión que domina en los inicios.

Y ahora siento como si, por fin, empezara a salir de esa bruma que es la «tristeza del corredor» y que tanto tiempo ha durado. Todavía no la he atravesado del todo, pero percibo indicios de que algo nuevo se está gestando. Cuando por las mañanas me calzo las zapatillas para salir a correr, noto sus leves movimientos embrionarios. Ha empezado a moverse, sin duda, tanto a mi alrededor como dentro de mí. Me gustaría cultivar cuidadosamente esos pequeños brotes. Me concentro en mi cuerpo para que no se me escape ningún sonido, ninguna escena, y para no perder el rumbo.

Y ahora, con una frescura y una naturalidad que no sentía desde tiempo atrás, me preparo día a día para correr el siguiente maratón. He abierto un cuaderno nuevo, he destapado mi nuevo frasco de tinta y me dispongo a escribir nuevas palabras. Todavía no me siento capaz de explicar coherentemente cómo recobré esa sensación de desahogo. Puede que mi vuelta a Cambridge y a la ribera del Charles haya resucitado en mí las sensaciones de antaño. Tal vez los recuerdos de aquellos días en que disfrutaba corriendo despreocupadamente hayan regresado junto con esas imágenes nostálgicas. O tal vez no. Puede que sólo se tratara de una simple cuestión cronológica. Tal vez, sin ir más lejos, se fraguara en mi interior una especie de inevitable ajuste temporal y el tiempo que necesitaba hubiera concluido.

Ya lo he dicho antes, pero yo, como debe de ocurrirles a la mayoría de los que se dedican a escribir, pienso cosas mientras escribo. No es que ponga por escrito lo que pienso, sino que pienso mientras elaboro textos. Doy forma a mis pensamientos mediante la labor de escritura. Y, al revisar los textos, profundizo en mis reflexiones. Por supuesto, a veces, por muchos textos que redacte, no consigo llegar a una conclusión, y a veces, por mucho que los revise, no consigo alcanzar mi objetivo. Como, por ejemplo, ocurre en este instante. En estas ocasiones, sólo puedo aventurar algunas hipótesis, o ir parafraseando, una tras otra, mis propias dudas. O intento establecer una analogía entre la estructura de esas dudas y la de otras cosas.

Para ser franco, tampoco yo sé muy bien qué provocó mi «tristeza del corredor». No entiendo en qué circunstancias ni por qué razones surgió, y tampoco en qué circunstancias ni por qué motivos ahora se va debilitando y desapareciendo. Creo que todavía no soy capaz de explicarlo bien. En última instancia, tal vez sólo pueda afirmarse una cosa: que quizá la vida sea así. Y que quizá no nos quede otra opción que aceptarla sin más, tal cual, sin buscar circunstancias ni motivos. Como los impuestos, las subidas o bajadas de las mareas, la muerte de John Lennon o los errores arbitrales en el Mundial de Fútbol.

Sea como fuere, el caso es que, en lo más hondo de mí mismo, tengo la sensación de que ha finalizado un período, de que se ha completado un ciclo. El acto de correr se ha reincorporado a mi vida y constituye una parte placentera e indispensable de mi cotidianidad. Y ya llevo corriendo así más de cuatro meses, a diario y con denuedo. Ya no se trata de una simple repetición mecánica. Tampoco de un ritual preestablecido. Es mi cuerpo el que me insta espontáneamente a salir a correr. Igual que un cuerpo sediento demanda fruta fresca y llena de jugo que lo hidrate. Tengo ganas de saber hasta qué punto correré convencido y a gusto el próximo 6 de noviembre en Nueva York.

Los tiempos no me preocupan. A estas alturas, estoy seguro de que, por mucho que me esfuerce, ya no conseguiré correr como antaño, cosa que aceptaré sin reparos. No me resulta agradable, pero es lo que tiene envejecer. Del mismo modo que yo desempeño mi papel, el tiempo desempeña el suyo. Y éste lo hace con mucha mayor fidelidad y precisión que yo. A fin de cuentas, el tiempo ha venido avanzando sin descanso desde el momento mismo de su aparición (que, por cierto, me pregunto cuándo se produjo). Y, a quienes tienen la suerte de librarse de morir jóvenes, se les privilegia con el preciado derecho de ir envejeciendo. Les aguarda el honor de su progresiva decadencia física. Hay que aceptar este hecho y acostumbrarse a él.

Lo importante no es competir contra el tiempo. Es posible que, en adelante, para mí tenga mucho más sentido saber con cuánta satisfacción correré esos cuarenta y dos kilómetros y hasta qué punto disfrutaré. Probablemente tenga que empezar a valorar y a disfrutar de las cosas que no se expresan en cifras. Y, muy probablemente, tenga que buscar a tientas una forma de orgullo ligeramente distinta de la que he sentido hasta ahora.

No soy ni un joven que sólo piensa en desafiar récords ni una máquina inorgánica. Sólo soy un escritor que, consciente de sus limitaciones, intenta prolongar un poco más, aunque sólo sea un poco, sus habilidades y su vitalidad.

Y sólo falta un mes para el Maratón de Nueva York.

Fragmento de texto tomado de: ¿De qué hablo cuando hablo de correr?. Ed. Tusquets. Barcelona, 2007. 

 

Deja una respuesta

Regístrate

O con tu correo

Inicia sesión

O con tu correo