Por:

Juan Carlos Cortázar

Darío abre la puerta de la habitación. Lleva la escoba y el guaipe gris, el balde rojo y, dentro de él, los frascos de cloro y del desinfectante diluido, apenas un recuerdo del lavanda original. Esponjas, paños, el cepillo para limpiar el wáter. Trae puestos los guantes de plástico verde indispensables para su trabajo. A oscuras, anticipa de memoria la habitación: las esquinas donde evitar golpearse, las particulares ralladuras que ha sufrido cada mueble, los lugares donde los tablones del piso se desnivelaban, aunque eso era antes, hace unos años los reemplazaron con cerámicos nuevos, brillantes e impersonales. Da un paso —la punzada hiere su rodilla derecha, la contrae: algún día no podrá con las escaleras— y sin soltar el balde, con los nudillos apenas, golpea el interruptor. Emergen las lámparas de la cabecera, una luz baja y amarilla que a los clientes debe bastarles para lo que haya que ver. Cuando espía por las noches, al caminar por los pasillos hacia la habitación que Malena le avisa que acaba de desocuparse, casi nunca ve los fluorescentes encendidos, los clientes prefieren el halo hepático de las lamparitas. Darío se mira en el enorme espejo de la cabecera: cuadrado y bajito, en una mano verde el balde, los palos largos de la escoba y el guaipe en la otra, verde también, el manojo de llaves y la radio por la que Malena le da indicaciones, las dos cosas colgando muertas de su cintura. Una especie de extraterrestre, cuadrado y bajito, cargado de los implementos necesarios para su misión. Qué facha le habrá visto el muchacho que le habló más temprano.

No estaba con todas sus cosas a cuestas, ni siquiera con los guantes verdes. Se estaba preparando un té en la recepción, como todas las mañanas: qué le habrá visto el muchacho, por qué se decidió a hablarle. Darío se sabe invisible, los clientes apenas hablan con Malena para contratar la habitación; con Wenceslao, el administrador, sólo si surge un problema grave, pero con él jamás. El chico estaba paradito en la puerta a las cinco de la madrugada, mirando a la calle: ¿tiene dos soles?, le preguntó, es para la combi. No lo tuteó, no le dijo, por ejemplo, oye, tienes algo para la combi, con tono casi de orden, confianzudo.

¿Tiene dos soles?, había preguntado con voz amable y él no reaccionó de inmediato, aunque tuvo ganas de preguntarle si el tipo con el que lo había visto entrar una hora atrás y subir al tercer piso, si no le había dado plata. Era lo usual, lo había visto muchas veces, pero le dio vergüenza preguntar así, tan directo. El muchacho metió las manos en los bolsillos, le mostró la billetera vacía: es que no tengo para el pasaje, dijo. Darío dejó de lado la curiosidad por saber qué había pasado. Lo observó
ahí, de pie y ya casi en la calle, solo, recién estaba amaneciendo.

¿Has desayunado?, le preguntó, sorprendido de sí mismo, de estarle haciendo conversación. Debía tener más o menos la misma edad que Saúl, se vestía parecido a él, y por eso, porque le hizo pensar en Saúl, tal vez fue por eso que le preguntó. El chico negó con la cabeza y Darío hizo lo que nunca: anunció a Malena que tomaría unos minutos para desayunar fuera. Ella arrugó la cara extrañada, no te demores, respondió con voz plana y metálica. Con el muchacho al lado, Darío cruzó Uruguay hasta el puesto de emoliente: necesitas calentarte, después te vas a tu casa y duermes, le dijo con una voz que a él mismo le sonó paterna, como si le estuviera hablando a Saúl.

Ahora le toca limpiar justo la 31, la habitación que ocuparon el muchacho y el tipo aquel. Sus nudillos golpean el interruptor de más abajo. Tres parpadeos largos —mira hacia el tiinc tiinc tiiinc de los tubos, como si una polilla estuviera dentro tratando de escapar— y, en eso, el estallido blanco, poderoso. Ya no tiene ese halo de otro mundo en el espejo: es él, nada más. Tal vez sea por eso, por no ser uno mismo, que los clientes prefieren las lamparitas. Pasa directo al baño y deja el balde sobre el piso.

Ve la ducha sin usar, apenas una de las toallas hecha un bulto sobre el wáter y la toalla de manos dentro del lavatorio. No es sorpresa, sabe que los hombres casi no usan el baño. Cuando
hay una mujer las cosas no quedan así, intactas. Ellas usan todo para reparar su imagen, para verse igual o mejor que cuando llegaron. Repasa el baño con la mirada, falta el rollo de papel.

Anticipa que lo encontrará sobre la cama o sobre una de las mesitas, o en el suelo, pero siempre cerca de la cama. Eso tampoco pasa cuando hay mujeres, ellas no necesitan que les lleven papel a la cama; los hombres sí, después de los jadeos uno le dice al otro: tráeme papel, él los ha escuchado. Asoma la cabeza fuera del baño, camina hacia la cama, es grande, king size podía leerse cuando aún había etiquetas; la rodea despacio, no quiere otra puntada en la rodilla. Si le habría acercado papel al muchacho, el tipo ese, el que estuvo aquí, si habría sido amable con él.

Rara vez son gentiles con los chicos que traen, Darío ha notado eso, y después de que se desfogan todo se precipita rápido. Los muchachos, ellos parecen seguros de sí mismos, de su juventud. Saúl, a lo mejor él también se siente seguro de sí mismo. Encuentra el rollo tumbado de lado en el suelo, menos mal sin pelotas apuñuscadas alrededor. Claro que con los guantes verdes puede hacerse cargo de lo que encuentre —de los despojos, como los llama usando ese lenguaje formal, ceremonioso, que heredó de su padre y de su abuelo, campesinos en Andahuasi toda su vida, que aprendieron a utilizar palabras así cuando acudían reverenciales al patio de la casa hacienda, a recibir alguna reprimenda de los patrones—, y aunque los guantes y los años deberían haberlo inmunizado contra cualquier despojo —pelotas de papel pegoteado, condones viscosos, puñados de papel sucio—, Darío sigue agradeciendo encontrar lo menos posible.

Vienen de discotecas y bares, dejan siempre que el mayor haga los trámites, que entregue el DNI y pague la habitación. Nunca dicen nada. Siempre ha sentido curiosidad, ganas de preguntarles, de saber cómo son sus vidas, qué hacen en sus casas. Pero todos son como Saúl, mudos, no lo tienen en cuenta. Con su hijo casi no habla, se cruzan muy poco por casa y, cuando intenta conversar, Saúl se pone tenso y se corre, se desvía a cualquier tema, dice unas cuantas palabras y se esfuma.

Lleva el papel de regreso al baño y, meticuloso como una enfermera instrumentista, despliega las cosas que necesita: cloro y desinfectante, al lado izquierdo del lavatorio los paños verde y amarillo, a la derecha el papel toalla, el escobillón al lado del wáter, la escoba de pie contra el canto de la puerta para evitar que resbale, no quiere tener que agacharse a recogerla. Comienza. Un breve chorro del desinfectante pálido en el balde rojo, toma la escoba y sale del baño. Se detiene, la mano izquierda, inesperadamente libre, advierte que falta algo: el recogedor, olvidó subir el recogedor. Son tres pisos. Años atrás hubiera bajado por hacer las cosas bien, como se deben hacer, y sin embargo, las rodillas, la cintura. Niega con la cabeza y frunce la boca, meterá la basura bajo la cama hasta la próxima limpieza dentro de dos, tres horas máximo, lo que tarde la siguiente pareja. Ahora, lo primero antes de barrer, es tender la cama. Tiempo atrás cambiaba las sábanas en cada turno, ahora no, la lavandería está muy cara, decidió Wenceslao y determinó que sólo un cambio por noche, que eso era suficiente.

No le faltó razón, los clientes no las ensucian casi, a veces ni siquiera deshacen la cama: todo pasa ahí, encima nomás. Por eso los cubrecamas son oscuros, verde olivo, marrón, negro. Sólo si algo está salpicado y se nota, sólo ahí debe cambiarlo, sea sábana, funda o cubrecama; pero trata de no hacerlo, ha aprendido a evitar la furia del administrador.

La cama apenas está arrugada, los cojines botados a un costado: el intercambio —otra de sus palabras formales: no le va decir cachadita o agarrón o cualquiera de las vulgaridades con que Malena y Wenceslao se divierten en la recepción, cuando se quedan mirando a los clientes y chacotean en voz baja hasta que la puerta del ascensor se cierra—, el intercambio debió haber sido rápido. El mayor tenía pinta de casado, era canoso, quién sabe, con niños y esposa esperando en casa. Darío deja las almohadas sobre la silla, tira de las puntas del cubrecama para extenderlo, repasa las arrugas con la palma de la mano y siente crujir el plástico que está entre la sábana y el colchón: ojalá que Saúl, que donde sea que vaya Saúl, si es que va a algún sitio, ojalá ahí el administrador no sea como Wenceslao. Sábanas limpias, al menos, incluso tiesas de tanto lavado, no importa, pero sin salpicaduras que la luz de alguna lamparita se encargue de esconder, sin salpicaduras acumulándose pareja tras pareja.

Los pocos fines de semana que no trabaja —porque está enfermo o, en ocasiones más raras todavía, cuando Wenceslao no ha podido seguir retrasándole vacaciones—, Darío comprueba lo que Matilde, su mujer, cuenta mientras sorbe su té en los desayunos. Que Saúl sale de noche, se despide, sí, siempre con un beso en la frente, que lo siente regresar cuando clarea el día, a
veces no regresa sino hasta hora de almuerzo. No, que borracho no vuelve. Ni drogado. Huele a cigarro nomás, hasta los calzoncillos apestan a pucho, dice Matilde, y lo sabe porque aunque
Saúl está grande, y a diferencia de lo que hace con Esther, la hija menor, ella todavía le tiende la cama, limpia su habitación, le lava la ropa. Y, siempre según dice Matilde en esos desayunos,
Darío y ella frente a frente envueltos en sus batas de franela y la vista sobre los cuadritos que intentan adornar las paredes de ladrillo pelado, según Matilde todos los viernes y sábados pasa
lo mismo: un silbido a eso de las diez y Saúl, apurado, se asoma a la ventana, entra al baño y sale con un polo apretado y de mangas muy cortas, con un pantalón rojo, mostaza o verde perico,
nunca un jean azul cualquiera, el pelo bien engominado y todo para atrás. Cuando era más chico, en la secundaria, algo hacían por controlarlo, exigirle horarios, buenas notas. Pero ahora es
un joven de veintitrés, va al Instituto —al menos eso dice—, ya no les pide permiso.

Empuña la escoba, es una barrida ligera, más allá de lospapeles y algún condón que con seguridad encontrará por ahí, casi no hay polvo que barrer. Una punta de papel asoma tras la
mesa de noche, blanca y casi inocente. Papel higiénico, una pelota de papel higiénico arrugado con una punta que sobresale. Se agacha —no será tan constante como el de las rodillas, pero
el dolor es más agudo en la cintura, tanto que a ratos siente que se parte— y extiende la mano verde: la pelota tiene caca, es un papel arrugado con manchas de caca. Lo levanta y, sin apretarlo, va hacia el baño, con la otra mano sube la tapa del wáter, lo deja caer dentro. Espera, no tira de la manija, puede haber otros despojos que botar. Observa cómo el agua se enturbia conforme
el papel se abre y ablanda, piensa en el chico de la madrugada, boca abajo sobre la cama. Algo logró espiar a través de la grieta en la puerta que él conoce bien, alcanzó a verlo así, boca
abajo, aguardando. Vuelve a concentrarse en el agua del wáter, se ha puesto un poco más turbia. A veces los condones aparecen así también, con caca. A veces con sangre. Cuando limpia abitaciones que ocuparon un hombre y una mujer no encuentra cosas así, tienen más cuidado. A esas parejas, las normales, no las espía: sería como traicionar a Matilde. Llegan temprano,
pasan la noche entera, a veces una tarde y la noche hasta el amanecer; tienen sexo, claro, pero además miran tele, piden comida, como que viven un rato ahí dentro. No es el apuro de los
cuarenta minutos o de la hora y media forcejeando para luego volver a la calle, para ignorarse apenas cruzando la puerta.

Vuelve hasta donde dejó la escoba, decide abrir la ventana. Afuera el centro de Lima comienza su día: rumor de motores todavía morosos sobre Uruguay, bocinas que empiezan
a enfrentarse en la esquina con Garcilaso. Decide dar un par de pitadas y busca en su bolsillo derecho. Saca un cigarro a la mitad, lo estira y se lo lleva a la boca. El muchacho con el que
habló era igual a tantos otros que ha espiado, que ha entrevisto desnudos y boca abajo, la cara enterrada entre las almohadas. Los hombres mayores, casi siempre canosos, encaramados
encima, meciéndose sobre el trasero de los muchachos. Darío los ve cabalgarlos hasta que se quedan quietos sobre la espalda joven, la cara contra la nuca. También ocurre al revés, claro, pero por alguna razón que desconoce, eso le inquieta menos. Algo parecido le sucede con las parejas de mujeres. Son muy pocas y aunque al verlas siente una excitación confusa, Darío no se esfuerza por entender lo que pasa entre ellas. Enciende el cigarro, al aspirar surge un círculo rojo en el extremo. Estira la boca hacia la ventana abierta, bota el humo con fuerza, no quiere que se meta dentro.

Los muchachos boca abajo y entregándose, esos son los que le generan zozobra. La mayoría son como Saúl: delgados, alguno que otro atlético, con cuerpo de deportista, por el fútbol o el vóley lo más probable, mestizos o cholos casi siempre, negros y blancos muy poco. Vienen de discotecas y bares, dejan siempre que el mayor haga los trámites, que entregue el DNI y pague la habitación. Nunca dicen nada. Siempre ha sentido curiosidad, ganas de preguntarles, de saber cómo son sus vidas, qué hacen en sus casas. Pero todos son como Saúl, mudos, no lo tienen en cuenta. Con su hijo casi no habla, se cruzan muy poco por casa y, cuando intenta conversar, Saúl se pone tenso y se corre, se desvía a cualquier tema, dice unas cuantas palabras y se esfuma. Y así, parecidos, son los que van al hotel, salvo el de la mañana. Algo conversaron mientras tomaba emoliente —Darío no quiso nada—, que estudiaba en un Instituto del centro, que venía del cono sur, que el tipo con el que había venido no le había prometido plata, pero que él igual esperó que le dejara algo y nada, mala suerte nomás. Darío no supo bien cómo preguntar, a qué palabras acudir. Preguntarle si
pensaba seguir así toda su vida, con desconocidos, que qué iba conseguir con hombres mayores, casados en su mayoría. Advertirle que había lugares peligrosos y que a veces los tipos se
ponían violentos o los dejaban tirados. Que si siempre usaba condón, que él a veces los encontraba rotos.

Suena la radio en su cintura, intempestiva, un rumor creciente de gárgaras eléctricas que anticipan una voz. Darío acerca el cigarro al marco de fierro de la ventana, no lo aplasta del todo, apenas la punta contra el metal: más tarde podrá sacarle unas cuantas pitadas más.

—La once, libre —grita la voz chillona.
—Estoy en la treinta y uno, un poco me falta todavía —la palabras le salen despacio, con una dicción dulce y lenta, serrana.
—Siempre atrasado — escupe la voz por la radio—, apúrate o le recuerdo a Wences lo lento que eres —y corta.
Regresa a la escoba. Con esfuerzo se agacha para meterla bajo la cama. Tiene, por necesidad, la cabeza ladeada sobre la cama y se mira de frente en el espejo de la cabecera, muy de cerca, los ojos apenas por encima de las almohadas. El chico echado ahí mismo, él también debe haberse visto así, de frente, los ojos bien abiertos. O, por lo menos, ver al tipo que tenía encima, que lo cabalgaba. Darío se yergue con cuidado, la escoba le sirve de bastón. El hombre era grande, veinte, treinta años, esa debía ser la diferencia con el muchacho, calcula mientras, con la cadera
adolorida, sigue apoyado sobre la escoba como si fuera un explorador cansado observando el horizonte. Repasa la habitación, cada una de sus cuatro esquinas. Hay muy poco polvo que juntar, hace un montoncito al pie de la cama, lo empuja debajo con cuidado, lo recogerá en el próximo turno. Veinte o treinta años, eso es mucho, por donde se lo mire, es mucho. Podría ser tu
hijo, tiene ganas de decirle a los tipos, arrojarles eso encima justo cuando entran al ascensor.

 

Deja la escoba contra el canto de la puerta del baño, al lado del guaipe, entra y observa la ducha intacta, no hay nada que hacer ahí. Inclinado sobre el wáter toma el cepillo, lo introduce
en el agua con más cuidado que de costumbre, el mango está a punto de romperse y tendrá que ponerle de la cinta blanca cuando baje a su almacén. Sabe el lugar exacto donde está la
cinta, cuánto le queda. En el pequeño almacén bajo la escalera cada cosa tiene su sitio: los paños lavados en el nivel del medio, los nuevos detrás, los guaipes y las jergas en el nivel de abajo y siguiendo el mismo criterio, los usados adelante, los nuevos detrás; en el nivel superior las botellas de cloro y desinfectante; en los cajoncitos tornillos, pabilo, la cinta blanca y la gutapercha, focos para las lamparitas de cabecera. Le gusta abrir la puerta bajo la escalera y ver todo ordenado. En su casa es igual, todo en su lugar, limpio, nada fuera de sitio. Así aprendió de su padre.

Da una vuelta completa a la taza del baño, golpea suavemente el cepillo contra el borde. Tira de la manija y no pasa nada, vuelve a intentar con el mismo resultado y, resignado, baja
la tapa, alza la de la válvula y la pone sobre el wáter. Qué le podría decir a Saúl. Lo contrario, el revés del podría ser tu hijo, por supuesto, y la sola idea de la conversación le genera un nudo en la barriga. La pita que acciona la válvula está partida al medio, debería ser hilo de nylon pero Wenceslao no quiere gastar, con pabilo basta, dice, y el agua corroe los pabilos lentamente y cada
tanto debe cambiarlos. Saúl, si Saúl irá a sitios así. A algún lugar debe ir, eso piensa cuando escucha los relatos de Matilde, aunque tal vez sea a casa de amigos, eso nada más, pero no se atreve
a preguntar, o las preguntas le salen tan indirectas, tan escuálidas que Saúl aprovecha para poner cara de extrañeza y lo repele. Observa la pita rota, no, ahora no bajará por un pedazo de pabilo,
y une los dos extremos con un nudo. Vuelve a tapar la válvula y acciona la manija, un lento remolino susurra una especie de tos tímida y consigue arrastrar el papel y el agua turbia. De bebé
era lindo, Saúl, nació sano, morocho como él, como su padre y su abuelo, inocente, no podía ser de otra manera, inocente como cualquier bebé. El nombre lo sacó del Antiguo Testamento,
igual que hizo su padre con él y sus hermanos —Darío, Simeón, Josué. Cuando lo bautizaron el padre hizo un comentario, como el primer Rey de Israel, dijo, y él asintió, feliz con el
acierto. El padre buscó en su biblia y leyó sobre el Saúl de Israel: joven aventajado y apuesto, y sí, los años siguientes lo demostraron, su Saúl salió apuesto. Se endereza despacio, la cintura atravesada por un disco de dolor que lo parte en dos, apoya las manos sobre el lavatorio y espera a que el dolor pase. Tal vez Saúl sale con otros jóvenes como él, con el muchacho ese de pelo parado, por ejemplo, ese que algunas veces ha visto desde la ventana de arriba. Lo espera en la calle, Mohicano, escuchó a Saúl saludarlo una vez. Vive en El Ermitaño también, lo ha visto en la cancha del Quinto sector, juega al vóley con el equipo de las peluqueras —de los travestis, precisa Matilde sin falta—. No trabaja de peluquero, eso lo sabe porque algunas tardes, cuando regresa a
casa y no quiere subir a pie desde donde lo deja el Metropolitano, lo ha visto en el paradero de Honorio Delgado, abajo en la Avenida. Conduce una mototaxi, pero a él jamás le ha tocado subirse a esa y no está seguro de si lo haría. Moja el guaipe dentro del balde y, comenzando al pie de la ducha, trapea el piso. Se detiene un instante, alza el guaipe y lo acerca a su nariz: no, todavía no apesta tanto, en un par de turnos deberá lavarlo, pero por ahora está bien. Darío sigue trapeando, retrocede un paso conforme cada cuadrado del piso va quedando húmedo, tiene cuidado de no pisar de nuevo encima. Y si no fuera con un hombre así, mayor, como los que suben a las habitaciones, como los que escucha tras las puertas, eso sería mejor: que esté entre muchachos de su edad. Retrocede un paso más, su pie derecho topa con el balde, lo alza y lo lleva fuera del baño, con dos pasos más atrás termina de trapear y sale.

Una sola vez cruzó palabra con el chico ese, el Mohicano. Un domingo por la tarde en que se quedó en casa. Leía el periódico en la sala y por la reja de la ventana, entre la mata que rodea el
pedazo de jardín antes de la vereda, vio al muchacho afuera, esperando de pie; el pelo parado y los ojos muy rasgados. Dobló el diario sobre el sofá y abrió la puerta. Le preguntó si esperaba a alguien —el chico debía haber silbado y él, concentrado en la lectura, no había sentido nada.

—Al Saúl —dijo el Mohicano sin siquiera saludar, la mirada fija, directa.

—No está —mintió Darío con voz seca. El muchacho no se movió y más desafiante aún, o así lo sintió él, siguió con la mirada en alto.

Darío se quedó observándolo. El cabello bien en punta, la piel oscura y los pómulos marcados, una mezcla de chino y cholo. Los ojos muy rasgados, una gruesa línea negra alrededor de cada uno —¿usaría delineadores como los de su hija Esther?—, los shorts muy anchos, las pesadas zapatillas impecablemente blancas. Y, sobre todo, la mirada hiriente, una barrera de fierro para arremeter contra lo que tuviera en frente. Lo vio cruzarse de brazos, flexionar una rodilla para descansar sobre la otra pierna y voltear la cara hacia un lado, todo eso como si él no existiera, como si no estuviera frente a su casa; cruzarse de brazos y voltear la cara con una pose confusa, de aire femenino. Y aun así, tal vez debería haberle hablado, saber de él, si era amigo de su hijo. A dónde iban. A qué. Darío pega un brinco, el burbujeo de la radio lo sorprende de pie en el umbral de la puerta del baño.

—¿Ya terminaste? —grita la incisiva voz metálica de Malena.
El muchacho, el Mohicano, no, ahora que lo piensa su voz no era desagradable. Era grave y varonil.
— Contéstame, ¿ya terminaste ahí? —insiste Malena—, la once sigue esperando.
La mirada fija, hiriente, eso era lo que lo había desanimado de hacer el papel de padre amable. Lo que le había hecho perder la oportunidad.
—¿Qué te pasa? —chilla Malena.
—¿Qué le pasa? —preguntó el Mohicano, la mirada fija
otra vez, enfrentándolo.
—Ya, ya estoy terminando —contesta Darío.

Comienza a meter las botellas en el balde, los paños los pone dentro también, doblados. Da una mirada rápida al baño y apaga la luz. Atraviesa la habitación despacio, todo debe estar en
orden. Darío se mira reflejado en el espejo de la cabecera, cargado con sus implementos, cuadrado y bajito. Distingue unas manchas sobre el espejo, como a un metro y medio por encima de
las almohadas. Se acerca, debe andar distraído, no las vio antes. Va hasta el interruptor y apaga sólo los fluorescentes del techo, vuelve al lado de la cama y mira bien: cinco manchas pequeñas y
redondas forman un arco, abajo dos huellas más grandes, planas. Unos cincuenta centímetros a la izquierda otro grupo igual de manchas. Dos manos, son dos manos. Alguien arrodillado, inclinado al menos, apoyó las palmas de las manos ahí, entregando la espalda hacia la cama. Las manos del muchacho. Se agacha sobre el balde, saca el rollo de papel toalla y corta
un trozo. Para llegar a las manchas tiene que arrodillarse sobre la cama, justo al pie de las almohadas. Lo hace, y movido no sabe bien por qué, intenta colocar sus manos justo encima de las manchas. No llega, el muchacho era alto, debía tener los brazos largos. Baja los suyos y observa: cuatro manos, dos arriba, la huella de los dedos medio y anular de las de abajo, las suyas,
apenas encima de las palmas de las otras, como si trataran —sin suerte— de alcanzarlas.

Relato publicado originalmente en: El inmenso desvío, Animal de Invierno (2018)

 

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