Por Beatrix Potter

Había una vez cuatro conejillos que se llamaban Pitusa, Pelusa, Colita de algodón y Pedrín. Vivían con su madre en una madriguera, bajo las raíces de un pino muy grande.

Una mañana la madre les dijo:

—Bueno, hijitos, podéis ir a jugar al bosque o correr por la vereda…, pero no os metáis en el huerto del tío Gregorio: ya sabéis la desgracia que le ocurrió allí a vuestro padre; ¡la tía Gregoria hizo un pastel de carne con él! ¡Hala! Iros ya a jugar y no hagáis travesuras. Yo tengo que salir.

Entonces la mamá Coneja cogió su cesta y su paraguas y se fue por el bosque a la panadería; compró una barra de pan y cinco bizcochos con pasas.

Pitusa, Pelusa y Colita de Algodón que eran unas conejitas muy buenas, se fueron por la vereda a coger zarzamoras. Pero Pedrín, que era muy travieso, se fue derecho al huerto del tío Gregorio, y apretujándose mucho…, ¡logró pasar por debajo del portillo!

Primero comió algo de lechuga, luego habichuelas verdes y por último…, se zampó unos rabanitos. Entonces, sintiendo dolor en la tripa de tanto comer, se fue en busca de un poco de perejil.

Pero justo al dar la vuelta al invernadero de los pepinos, con quién fue a toparse sino con el tío Gregorio.

El tío Gregorio estaba de rodillas plantando repollos, pero al verlo, dio un salto y corrió tras Pedrín, blandiendo un rastrillo y gritando, “¡Ehh…! ¡Al ladrón, al ladrón!”

Pedrín se pegó un susto terrible. Corrió sin parar por todo el huerto porque no se acordaba en qué dirección estaba el portillo por donde había entrado. Perdió uno de los zapatos entre las coles, y el otro entre las patatas. Al encontrarse sin zapatos, Pedrín echó a correr a cuatro patas y así iba tan rápido que creo que hubiera conseguido escapar de no habérsele enredado los enormes botones de la chaqueta en una red que cubría los groselleros. Era una chaqueta azul con botones dorados, y recién estrenada.

Pedrín se daba ya por perdido y derramaba grandes lágrimas; pero sus sollozos fueron oídos por unos simpáticos gorriones que con gran revuelo se acercaron a él y le animaban para que hiciese un último esfuerzo.

El tío Gregorio apareció con una criba con la que se proponía atrapar a Pedrín, pero éste se escabulló justo a tiempo, dejando tras de sí la chaqueta.

Y corriendo a más no poder, se metió en la caseta de las herramientas, y de un salto se escondió en la regadera. Habría sido un buen escondrijo, si no hubiese sido por el agua que tenía dentro.

El tío Gregorio estaba seguro de que Pedrín se encontraba en la caseta: quizás escondido debajo de alguna maceta. Empezó a levantarlas con cuidado una a una y a mirar debajo.

De pronto, Pedrín estornudó:

—¡a… a… achís!— y el tío Gregorio se lanzó tras él en el acto.

Trató de detener con el pie a Pedrín cuando saltaba por una ventana volcando tres tiestos. Pero como la ventana era demasiado pequeña para el señor Gregorio y como además estaba cansado de perseguir a Pedrín, se volvió a su trabajo.

Pedrín se sentó a descansar; estaba sin aliento y temblando de miedo, y no tenía ni idea de qué camino tomar. Además, estaba muy mojado por lo de la regadera.

Después de un rato, empezó a rondar los alrededores, sin prisas, dando pequeños saltitos y mirando a ver qué veía.

Llegó ante una puerta, pero estaba cerrada, y no había resquicio para que un conejillo regordete como él pudiera pasar por debajo.

Una ratita ya mayor entraba y salía, subiendo y bajando por el escalón de piedra, llevando guisantes y habichuelas a su familia que vivía en el bosque. Pedrín le preguntó por dónde quedaba el portillo, pero ella tenía un guisante tan grande en la boca que no pudo contestarle. Sólo se encogió de hombros.

Pedrín se echó a llorar.

Luego intentó encontrar un camino a través del huerto, pero cada vez estaba más desorientado. Entonces llegó a un estanque donde el tío Gregorio llenaba sus regaderas.

Una gata blanca miraba fijamente a los peces de colores; estaba muy, muy quieta, aunque, de vez en cuando movía la punta de la cola como si estuviese viva. Pedrín pensó que sería mejor irse sin hablarle… ¡Había oído cosas terribles de los gatos en boca de su primo, Benjamín!

Volvió hacia la caseta, pero de repente oyó muy cerca el ruido del azadón —zaca, zaca, zaca— al cavar la tierra. Pedrín se agazapó bajo unas matas. Pero, después de un momento, como no pasaba nada, salió de allí, se encaramó en lo alto de una carretilla y echó una ojeada a su alrededor. Lo primero que vio fue al tío Gregorio escardando las cebollas. Estaba de espaldas a Pedrín, y más allá a lo lejos… ¡el portillo!

Pedrín se bajó de la carretilla, sin hacer ruido, y empezó a correr a más no poder por una senda recta, que llevaba a la salida, por detrás de unas matas de grosellas negras.

El tío Gregorio lo vio de reojo, al volver la esquina, pero a Pedrín ya no le preocupaba. Se deslizó por debajo del portillo, y se encontró al fin fuera del huerto, a salvo en el bosque.

El tío Gregorio cogió la chaqueta y los zapatos de Pedrín e hizo con ellos un espantapájaros para asustar a los mirlos.

Pedrín no paró de correr ni miró atrás hasta que llegó sano y salvo a su casa, bajo las raíces del gran abeto.

Estaba tan agotado que se dejó caer en el suelo suave y arenoso de la madriguera cerrando los ojos. Su madre estaba cocinando y, al verlo llegar, se preguntó qué habría hecho con la ropa… ¡ya era la segunda chaqueta y el segundo par de zapatos que perdía en dos semanas!

Lamento tener que decir que Pedrín no se sintió muy bien aquella noche. Su madre lo acostó. Le preparó una infusión de manzanilla, se la llevó a la cama y se la hizo tomar al pobre Pedrín. “Una cucharada sopera antes de acostarse”, tal como solía decir el médico.

En cambio, Pitusa, Pelusa y Colita de Algodón cenaron pan, leche y zarzamoras.

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